domingo, 28 de diciembre de 2008

REALITY SHOW

Era la tercera vez que los breakers se caían. El electricista jefe tuvo que pedir permiso al apartamento de al lado para tomar la electricidad desde su brequera, que era de doscientos veinte vatios y podía aguantar sin problema la carga de las luces. Sin embargo, el productor de campo se negaba a pagar un solo centavo por ese servicio, ya que si el sistema eléctrico de la locación no aguantaba, entonces han debido pedirle la planta.

- Pero si sólo cinco kilos, eso lo aguanta cualquier casa, no sé qué ocurre con ésta.
- Si no lo sabes, entonces tú la pagas.

Estela, la maquilladora, aún no había llegado. El productor de campo había dejado a Luis Gerardo, uno de sus asistentes, para que la esperara en el canal y la trajera en un taxi. Sabía que si le dejaba esta iniciativa a Estela, jamás llegaría.

El apartamento era demasiado pequeño para una grabación, pero Alberto Baralt, el conductor y productor del programa, exigía que por lo menos una vez a la semana se hiciera en exteriores o en locaciones naturales. "Eso nos da aire y el espectador no se asfixia. Nadie sale, les da flojera. Yo sí: me voy a las calles, a los barrios, subo cerros, me meto en las cárceles. Eso nos mantiene en sintonía, es lo que nos da el rai­ting. No se puede hacer todos los días, es muy caro, pero al menos una vez a la semana", decía.

Renata, otra asistente de producción, se acercó al productor de campo para informarle que el Concejal que se había ganado el premio grande de la lotería tenía diarrea y que no podría asistir al programa al que había sido invitado para el día siguiente:

- ¿Y ese tipo no come manzanas ni sabe que el arroz es astringente? ¿No le dijiste que hoy está enfermo pero que para mañana estará bien?

- Yo no hablé con él. Llamó al canal y habló con la secretaria de Alberto.
- Y seguro que le dijo que no había problema, que no se preocupara, aquí el pendejo es el que tiene que parir para mañana. Comunícate con él y dile que ya no se puede cancelar la pauta de mañana, dile que en el canal los baños son muy limpios y que trague manzanas y coma arroz como un chino.
- Aquí no hay teléfono.
- Busca uno.
- Préstame tu celular.
- Este celular es personal. Lo pago yo y el canal se niega a reconocerme el pago de una sola llamada. Así que busca uno, que para eso te pagan.

Renata salió deseando que unos malandros le robaran el maldito celular a la salida de la grabación y le clavaran una llamada de media hora a Japón.

Verónica, la dueña de la casa, estaba en la cocina, preparando café para tantos invitados inesperados. Efraín, su esposo, estaba aún en el cuarto, buscando con la vestuarista una camisa que no lo hiciera lucir ni tan joven ni tan viejo. Cuando el productor descubrió a Verónica preparando café, casi se la come viva.

- No, señora. No haga eso. Tenga cuidado, se ensucia. Venga, venga por acá. Tenemos como diez litros de café en esos termos. No hace falta que nos prepare nada. Siéntese aquí y no se mueva para nada. Si necesita algo, me lo pide.
- Estoy nerviosa- dijo Verónica.
- ¿Qué?
- Que estoy nerviosa. Nunca he salido en televisión.
- No se preocupe. Olvídese de la cámara. Hable como cuando habló conmigo y con Alberto en el restaurant. Si se le olvida algo, Alberto se lo preguntará.
- No es la cámara. Es mucha gente, nunca pensé que fueran tantos. Hay uno de ustedes para cada cosa.
- Y este es equipo mínimo- dijo, esbozando una mueca que debía ser una sonrisa.

El celular del productor repicó. Era Alberto que no conseguía donde estacionarse. El productor mandó a uno de los asistentes de electricidad para que se encargara del carro de Alberto.

- Si las luces se caen, vas a ir tú a pegar los cables- protestó el electricista jefe. El productor fingió ni haber escuchado nada.

Efraín salió con una camisa de rayas verticales rojas y blancas y con un pantalón color beige. El productor lo sentó al lado de su esposa. Renata volvió de su llamada.

- Ese tipo lo que no quiere es ir mañana al programa. Dice que tiene reposo médico por tres días.
- Llámate a Elba, la sacerdotisa de María Lionza.
- Está en Sorte. No regresa hasta el jueves. A ella le toca el viernes.
- ¿A quién más tenemos?
- Al sargento de la Guardia Nacional que rescató a los niños del incendio de su casa.
- Llámalo.
- Ya lo hice. Está pidiendo permiso en su Comando para adelantar la fecha, pero no se lo darán hasta mañana en la tarde.

En ese momento llegó Estela con su maletica de maquillaje.

- Coño, Estela. Hoy tenemos exteriores, hay que llegar temprano.
- Yo llego siempre a mi hora y ustedes ya se han ido. De las carreras no queda sino el cansancio.
- A ver si te cansas un poco entonces: Alberto está subiendo para acá.

Estela le dio la espalda, ignorándolo. Miró al matrimonio que estaba sentadito como un par de peluches en el sofá de la sala y les sonrió:

- Hola, soy Estela. Los voy a maquillar.
- Pero yo no uso maquillaje - protestó Verónica.
- Esto es sólo para quitar el brillo de la cara, que si no, luego se ve horrible en la tele.
- Pero un poquito y nada más.

Las dos cámaras ya estaban puestas en su sitio. Habían tenido que sacar la mesa del comedor para darle un poco más de espacio al improvisado estudio. Las luces volvieron a caerse. Alberto Baralt hizo su triunfal entrada. Todos lo saludaron y le sonrieron. Se acercó a Verónica y Efraín y los saludó efusivamente, como si fueran parientes o amigos de toda la vida. Luego se acercó al productor de campo:

- Alexis, ten cuidado con las cosas en el pasillo, que los vecinos no protesten.
- No te preocupes.
- Cuando termine con la entrevista, haz unas tomas del bloque, del barrio, de ella haciendo mercado, de él montado en su camión.
- Ya tengo eso en pauta. Ya Luis Gerardo salió para el automercado para preparar la locación.
- Ah, y el niñito que me mandaste para que le diera el carro no maneja sincrónico. ¿Qué pasa con las luces?
- Problema técnico. La red parece que no tiene suficiente resistencia.
- ¿Por qué no trajiste la planta?
- No me la pidieron.
- Resuelve.
- Eso es lo que hago todo el día, todos los días.

No quiso decirle aún que el Concejal que se había ganado el premio grande de la lotería no vendría para el programa del día siguiente.

De pronto las luces se encendieron, Efraín y Verónica se veían perfectos, dentro de su estilo, claro. Alberto se sentó frente a ellos, en un banquito. Los camarógrafos terminaron de desayunar sus cachitos de jamón y queso y se colocaron tras sus equipos y el sonidista comenzó a conectar y a probar sus micrófonos.

De pronto, como siempre, aunque pareciera mentira, todo estaba listo.

- Estamos listos, Alberto.
- Dame un minuto para conversar con ellos. Dale un vistazo a mi carro, Alexis.
Alexis envió a Renata, quien salió mascullando: "me van a violar en esos ascensores con tanta bajadera".


II

- ¿Cámara?
- ¡Grabando!
- Aquí estamos de nuevo, felices de que nos permitan entrar una vez más a sus hogares para llevarles media hora de acción y reflexión sobre nuestra realidad urbana. ¿Qué pasa en nuestra ciudad? ¿Todo es bueno?, ¿todo es malo? A veces es bueno y a veces es malo, porque así es la vida. Hoy hablaremos sobre el amor, porque no todo es sangre y destrucción, violencia y crimen sobre nuestras calles. También en esta ciudad ocurren cosas hermosas, milagros sobre los cuales alguna vez tenemos que hablar. Hoy tenemos como invitados a Verónica Fernández de Sotillo y a Efraín Sotillo. ¿Los recuerdan? Hace tres años fueron famosos. Efraín fue despedido del Liceo donde daba clases de biología por decisión del Consejo Directivo Sectorial. El se dirige a la fiscalía y demanda al Ministerio de Educación. El Estado contra el Estado. ¿La razón de todo esto? Una de sus alumnas, Verónica Fernández, se había enamorado de él. ¿El resultado? Tuvieron un romance. ¿Las consecuencias? Fueron rechazados por la comunidad educativa. Verónica contaba diecinueve años, Efraín tenía cuarenta. Parece que nuestra sociedad se siente agredida frente a estas manifestaciones del amor. Hoy los tenemos aquí, para ustedes, tres años después de la tormenta, felizmente casados. ¿Cómo se sienten?
- Bien, gracias
- Yo, nerviosa.
- ¿Cómo empezó todo esto?
- No sé, yo no me acuerdo- respodió Verónica.
- ¿Recuerdas la primera vez que lo viste?
- Sí, claro que sí. Yo estaba en la plazoleta del liceo, frente a la entrada. Lo vi hablando con un grupo de alumnos y le pregunté a una amiga "¿y ese quién es?" , "el profesor de biología", "nunca lo había visto", comenté. Y más nada.
- ¿Te enamoraste de él en ese momento?
- No, no creo. Eso ocurrió después, en cuarto año, cuando él comenzó a darme clases.
- ¿Y qué estudiabas cuando lo viste esa primera vez?
- Tercer año. Tenía diecisiete años para ese momento.
- Y tú, Efraín, ¿recuerdas la primera vez que la viste a ella?
- No con tanta exactitud. Ella era mi alumna, una alumna más. Lo primero que recuerdo de ella es que no era muy buena estudiante y siempre tenía que llamarle la atención. Bueno, no siempre, pero sí con cierta frecuencia.
- ¿Ella tenía algo especial para ti?
- No en aquel momento. Era una alumna, más nada.
- ¿Cuando te enamoraste, Verónica?
- No lo sé. Al comienzo sólo me gustaba. Era distinto a los demás profesores: cómo nos regañaba, cómo nos aconsejaba que estudiáramos, que no nos metiéramos en cosas de drogas. Siempre nos decía que estudiando era la única forma de que saliéramos del barrio. Casi todo el salón vivíamos en el barrio, en Pinto Salinas.
- ¿Sólo eso te gustaba de él?
- ¡Nooo! Me gustaba su boca y su mirada. Me gustaba cuando sonreía y sus ojos me parecían muy vivos, muy pícaros. Me di cuenta de que sentía algo por él porque me daba celos que le sonriera a otras alumnas. Me enojaba muchísimo y me parecía que le andaba coqueteando a todo el mundo.
- ¿Le coqueteabas a todas tus alumnas, Efraín?
- Nunca. Como profesor tú sabes que uno tiene muchos chances con las alumnas, pero yo nunca abusé de mi posición.
- ¿Y cómo te enredaste con Verónica?
- Eso fue otra cosa.
- ¿No tuviste novios de tu misma edad?
- ¡Claro!, pero no me sentía bien con ellos. Me parecían muy torpes y muy desaforados.
- ¿Cómo es eso?
- Bueno, no sé. Tenían como mucha prisa: no te habían terminado de agarrar una mano cuando ya querían meterse en la cama con una. Creo que eran muy torpes, o al menos eso me lo parecían.
- Y cuando estabas con ellos, ¿ya sabías que estabas enamorada de Efraín?
- Ya lo sabía, pero yo tenía que continuar mi vida, tratar de enamorarme de algún muchacho de mi edad. Efraín era un sueño imposible. Estaba segura que él ni siquiera se imaginaba lo que yo sentía por él.
- Y es verdad, yo no me imaginaba nada. Incluso, hubo un momento en que llegué a estar convencido de que le caía mal: siempre andaba como malhumorada conmigo, como enojada. Hasta llegó a contestarme mal un par de veces en clase.
- Es que él llegaba y se paraba a mi lado, junto a mi pupitre y me decía: tú letra se parece a la de la mamá de mi hija. Yo sabía que estaba divorciado, que tenía una hija y todo eso, pero por qué tenía que compararme con esa señora. Eso me daba mucha rabia. Y me daba rabia que hablara con otras alumnas: no lo soportaba.
- Y entonces, ¿cómo ocurrió todo?
- Cuando estaba en quinto año, Efraín llegó un día a clases y nos dijo: "hoy es mi último día con ustedes. Me voy del liceo de año sabático. Cuando regrese, ya ustedes estarán graduados. El curso lo continuará el profesor X. Les deseo lo mejor". Y se fue.
- ¿Por qué hiciste eso, Efraín?
- Quería abandonar la docencia, básicamente por razones económicas, tú sabes. Tenía un par de proyectos entre manos y necesitaba tiempo para intentar desarrollarlos.
- ¿Por qué le avisaste a tus alumnos de tu partida a última hora?
- Porque el Ministerio de Educación aprobó mi solicitud a última hora.
- ¿Tú que hiciste, Verónica?
- Me quedé, como dicen, en el sitio. Al salir de clases me fui a mi casa, me encerré en mi cuarto y me pasé el resto del día llorando. Se me acabaron las lágrimas de tanto que lloré.
- ¿Nadie sabía de tus sentimientos?
- En mi casa no, por lo menos hasta que me expulsaron del liceo.
- ¿Por qué te expulsaron del liceo?
- Bueno, usted sabe... por conducta indecente.
- ¿Te da vergüenza decirlo?
- No, me da rabia. La boleta de expulsión decía: conducta inmoral con personal docente del plantel.
- No nos adelantemos. ¿Qué pasó luego de haberte pasado todo el día llorando?
- Me propuse firmemente olvidarme de él. No podía seguir enamorada toda la vida de un hombre al que no iba a ver nunca más. Al comienzo no quería salir para nada de mi cuarto. Dormía y amanecía allí, encerrada. Por nada en el mundo quería volver al liceo, ya que sabía que allí todo me lo recordaría. Entonces enfermé. Me dio una gastritis horrible y no hacía otra cosa que vomitar. En mi casa llegaron a pensar que me iba a morir de lo delgada que me puse. Y la idea de morirme era lo único que me gustaba. Entonces un día se lo conté todo a una amiga, a Yajaira. Se quedó muy sorprendida. Me dijo que tenía que olvidarme de él, que era un sueño de niña, que ese hombre jamás sería para mí. A los pocos días regresé al liceo con la absoluta decisión de sacarlo de mi vida.
- ¿Lo lograste?
- Creo que no. No se trata de una lámpara que uno enciende y apaga cuando nos conviene. Estas cosas se apagan cuando quieren, no cuando uno quiere.
- Entiendo. Y a ti, Efraín, ¿cómo te fue en tu año sabático?
- Mal. Las cosas no salieron como yo esperaba. Me estaba comiendo los ahorros y no tenía ninguna entrada de dinero fija. Entonces envié una carta al Ministerio solicitando la suspensión de mi permiso y la reincorporación inmediata a mi trabajo.
- ¿Así fue que regresaste?
- Sí, regresó. Yo no lo podía creer. Volvió igual que como se fue: sin avisar. Yo estaba segura que aquello era un milagro, un regalo de la vida que no iba a dejar escapar. Durante toda la clase estuve pensando en lo que iba a hacer, sin perder tiempo. Había perdido tantas oportunidades, pensando que siempre lo tendría allí cerca. Cuando terminó la clase me fui hacia su escritorio y le dije que quería hablar con él un asunto muy delicado. Me dijo que estaría en su cubículo hasta las doce del mediodía.
- Ese día me quedé esperándola. Yo pensaba que quería hablarme sobre algún problema familiar. Tú sabes, muchas veces los profesores somos como guías para sus alumnos: tienen problemas y saben o creen que no los pueden plantear en sus casas. Entonces recurren al profesor.
- No fui porque estaba aterrada. No sabía cómo iba a reaccionar Efraín. Era mi profesor, yo era su alumna, él me doblaba la edad. No pude bajar a hablar con él. Me pasé toda la tarde con Yajaira, escuchando música. Nos compramos una botellita de ron y nos la bebimos toda. Yo me estaba preparando para lo peor. Yajaira pensaba que yo estaba loca de atar, pero me preguntaba: "Cómo se lo vas a decir". Y yo le respondía: "no lo sé, ya veré". Cuando ya estábamos un poquito borrachas, le dije: "se lo voy a contar todo y punto". "Me parece muy bien". Terminamos muy borrachas. Hasta lloramos las dos, abrazadas. Esa ha sido la única vez que me he emborrachado en mi vida.
- ¿Y entonces?
- Al día siguiente no tenía clases con él. Averigüé en la Coordinación a qué hora estaría en su cubículo. Esperé a que entrara y me le presenté. Me invitó a sentarme y empecé a hablar sobre el calor y de los mosquitos.
- Yo le dije: "Verónica, tú no viniste a hablar conmigo sobre el calor ni sobre los mosquitos: ¿qué es lo que quieres decirme?
- Entonces le dije: "es algo muy delicado y muy personal, algo muy íntimo y muy importante para mí. Estoy enamorada de usted".
- Entonces fui yo quien se quedó en el sitio. Me esperaba cualquier cosa, menos eso. Pero me agradó oírlo, me agradó muchísimo. Le dije que ese no era lugar para hablar sobre esas cosas y le propuse una cita. No pensé lo que hacía. Sé que he podido decirle que podía ser su padre, que eso le ocurría a muchas alumnas, que veían en sus profesores a una especie de héroe, de líder. Pero no hice nada de eso. Simplemente establecí una cita, una cita de amor, con una de mis alumnas.
- Fue nuestra primera cita. Allí nos hicimos novios.
- Bueno, ese primer día no ocurrió nada. Simplemente hablamos.
- Hablamos toda la tarde. Me dijo: "debo estar loco, pero quiero ver hasta dónde puede llegar esto". Y yo pensé: hasta el cielo. Pero no le dije nada. El me propuso esperar a que terminara de graduarme, pero faltaban seis meses para eso. Comenzamos a salir y a vernos con mucha frecuencia. Yo comencé a estudiar muchísimo porque si estás saliendo con un profesor, no puedes ser mala alumna. Al poco tiempo nos hicimos amantes.
- Tardamos menos de un mes en hacer el amor. Allí todo comenzó a agarrar más cuerpo. Comenzamos a mirar hacia adelante, hacia el futuro.
- Todo era nuevo para mí.
- Y para mí también.
- ¿Y qué pasó, cómo se inició la tormenta?
- Una profesora nos vio.
- Leticia Marrero, mi profesora de historia. Una vieja retardataria.
- Ibamos abrazados por Sabana Grande. Habíamos dejado de andar escondidos, nos gustaba que nos vieran. Allí nos pescó la profesora. Se acercó a nosotros, pero me saludó sólo a mí: "¡Profesor Sotillo!", y se fue. Al lunes siguiente, apenas llegué al plantel, el director me mandó a llamar. Me pidió una explicación y yo se la di, sin negar nada. Creo que el director, como hombre al fin y al cabo que es, logró entender. Pero la profesora ya estaba llevando el caso al Departamento Legal del Ministerio de Educación. Allí la cosa no sería tan fácil. Intervinieron el liceo, amonestaron al director, expulsaron a Verónica. Yo defendí mis derechos hasta el final: ¿quién le prohibe a un médico enamorarse de una enfermera, hasta de su paciente?, ¿quién le prohibe a un abogado enredarse con su asistente o con su secretaria, hacerse su amante, casarse con ella si le da la gana? Entonces, ¿por qué un profesor no puede enamorarse de una alumna? ¿Por qué una alumna no puede enamorarse de un profesor? Verónica era muy joven, pero tenía diecinueve años, era mayor de edad. Tenía edad suficiente para votar, para casarse, pero no para decidir su vida. Yo no entiendo.
- A ti también te expulsaron del liceo, ¿no?
- Por comportamiento insubordinado. Yo pedí que mi acta de despido dijera: "conducta inmoral", igual que decía la boleta de expulsión de Verónica, porque si el pecado era el mismo, el castigo debía tener para ambos el mismo nombre. Pero nadie me hizo caso.
- Mi casa se volvió un infierno. Papá, que nunca se ocupó de mi, me prohibió salir de la casa, arrancó el teléfono en un ataque de rabia, no me dejó estudiar en ningún otro liceo. Todos en mi casa, menos Aída, mi hermana, me trataban como a una perdida. Y mis hermanos querían buscar a Efraín para matarlo. Fue horrible, pero fue muy bello. Efraín y yo nos comunicábamos por notas escritas, por cartas. Aída era nuestra mensajera. Sentíamos que todo se había perdido, pero a cada segundo nos prometíamos tiempos mejores. Efraín introdujo demanda contra el Ministerio de Educación. Entonces hubo una reacción extraña en mi casa: lejos de tomar como un escándalo que mi nombre hubiera ido a para a la prensa, comenzaron a ver las cosas de otra forma. No me decían nada, pero veían las cosas con más respeto.
- Entonces yo me presenté un día en su casa. Me abrió la puerta la mamá, quien casi se cae de espaldas al verme. Sin saber qué hacer, llamó al marido. Yo les dije que necesitaba ver a Verónica. "Cinco minutos". me dijo su padre, Ramón, un tipo apenas siete años mayor que yo. Al día siguiente me volví a aparecer y luego al día siguiente. Aun el juicio no se había resuelto cuando pedí en matrimonio a Verónica. Los padres no tuvieron otro camino que aceptar.
- Ganaste el juicio, ¿no?
- Lo gané, pero inmediatamente puse la renuncia. Lo verdaderamente increíble de esta historia es el tiempo récord que el Ministerio tardó en darme el cheque de mis prestaciones: veinticuatro días.
- ¿Seguiste estudiando?
- Tuve que repetir quinto año. Ahora estudio en un Instituto Técnico, para ser asistente administrativo.
- Yo trabajo por mi cuenta.
- ¿Los reconocen en la calle?
- Al comienzo, mucho. Ahora no tanto. Una vez nos pidieron un autógrafo.
- Y en Maracaibo una vez los dueños de un restaurancito se negaron a cobrarnos la cuenta.
- Sentamos un precedente en muchos sentidos. Les dimos algo para creer, les dimos una muestra de que las cosas son posibles, si crees en ellas. El problema es que la gente ya no cree en nada, porque las cosas son difíciles. Nada es fácil. Menos que nada, querer a alguien.
- ¿Podrías decirnos algún detalle de su intimidad?
- ¿Un detalle cómo qué?
- Un detalle, cualquier cosa.
- A veces, cuando él se enoja o hacemos el amor, le digo profe. A él le encanta.
- Perfecto- concluyó Alberto-. Aquí tenemos una historia de amor bien bonita- dijo, mirando a cámara.

Alexis se acercó a Alberto como un perro regañado:

- Para mañana no tenemos entrevistado. El Concejal tiene cagantina.
- Resuelve, inventa. Después de esto podemos meter hasta una entrevista con un violador. Yo te hago el camino fácil y tú me lo dificultas.

Cuando el programa salió al aire, concluyó con imágenes de Verónica comprando remolachas en el mercado, Efraín cargando guacales en su camión y niños correteando por entre pipotes de basura en los bloques de Lídice, que era donde ellos vivían. Mientras tanto, la banda sonora rezaba lo siguiente:

"El amor es como esos crepúsculos multicolores: hay quienes lo ven y comprenden el secreto sentido de la vida, y hay quienes sólo pueden pensar que el día se acaba y que llegarán tarde a sus citas".

La frase era de Monghe Sarmientos. La propuso Renata. Alexis la presentó como idea suya. Alberto Baralt la aceptó.


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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones@cantv.net.

viernes, 21 de noviembre de 2008

LA NOTA

"¿Qué hay en el mundo más peligroso que una mujer?:
!Dos mujeres!"






Las dos mujeres entraron acaloradas al local tenuemente iluminado. Caminaron en línea recta, de prisa, hasta llegar a la barra del bar. Ninguna de las dos pasaba de los treinta años. Una de ellas se llamaba Sandra, la otra, Antonieta. Ambas eran, sin duda, muy atractivas.

— No deberíamos estar acá, Toña. Nos tomamos un trago y nos largamos. ¿De acuerdo?
— No sé, déjame pensar. ¡Maldito bastardo! ¿Cómo no pude darme cuenta por mí misma?
—Tranquilízate, mujer. Entiendo por lo que pasas, pero no puedes perder el control.
— Deja que lo agarre. Lo voy a dejar en la calle. No le va a quedar ni para un cepillo de dientes. Ni para un maldito cepillo de dientes, te lo juro, Sandra.
— Está bien, pero ahora no es el momento. Cálmate.

El barman, un jovencito de palidez cadavérica trajeado con un chaleco rojo y corbatica de lacito negro, se había instalado frente a las dos mujeres, esperando sus órdenes.
— Tráiganos un gin tonic y un martini seco, ¿o prefieres un vinito blanco?
— Un martini doble, seco — corrigió Antonieta.

Eran cerca de las tres de la tarde de un día martes. Se encontraban en el bar del hotel “Río Grande”. En la calle, el calor era infernal, pero la suave iluminación del bar y el fuerte aire acondicionado rompían con cualquier conexión climática u horaria con el exterior. Allí dentro bien podían ser las seis de la tarde o la una de la mañana. Igual podía haber un sol recalcitrante o caer un diluvio, adentro nadie lo notaría. El único indicio de que en realidad eran las tres de la tarde de un día laboral era que el bar estaba prácticamente desierto. Además de Sandra y Antonieta, había un hombre cincuentón con aspecto de turista gringo, un par de tipos encorbatados sentados en uno de los extremos del bar en una mesa arrinconada y una pareja dedicada a los retozos de la seducción. De vez en cuando la dama de esta pareja, una señora de unos cuarenta años, se reía con estruendosas carcajadas.

— Voy a subir a la habitación. Quiero verle la cara. Necesito verle la cara. Y quiero que él también me vea la cara y que no se le olvide nunca.
— ¿Te volviste loca, Antonieta? Vámonos, anda. Vámonos para tu casa. No voy a formar parte de una escenita de telenovela. Y si no me acompañas, me voy sola.
— Pero, ¿qué quieres que haga? ¿Que lo deje tranquilo tirándose a la puta esa? Y ni se te ocurra irte. Ni me lo digas. Ni siquiera lo pienses. Hoy me acompañas, pase lo que pase.
— Te acompaño, pero compórtate.

Antonieta tomaba su trago con avidez mientras con la mano izquierda izaba un cigarrillo humeante como una bandera de guerra. De vez en cuando agitaba su pelo casi rubio, como si se dispusiera a atacar a un personaje que sólo ella era capaz de ver.

— ¡Qué bolas! ¡Con una alumna, Sandra! Ni siquiera con una mujer, con una verdadera mujer, sino con una mocosa que ni siquiera sabe quitarse las pantaletas con estilo. Una descarada, una maldita puta descarada. Mira qué atrevimiento el de llamarme a mi casa, a mi propia casa para decirme la hora y el lugar en el que se va a acostar con mi marido. Es que esto se cuenta y no se cree.
— Es verdad, esto es increíble. Los hombres deberían fijarse mejor con quien hacen sus vagabunderías.
— ¿Fijarse mejor, Sandra? Pero, ¿de parte de quién estás tú? Algo así debería pasarle a todos los hombres mentirosos, a todos los que tienen el cerebro en la punta de la verga.
— Coño, Antonieta, o te calmas o me voy. No la cojas ahora conmigo.
— Si no la cojo contigo, pero fíjate en lo que dices, ¿okey?
— Estás insoportable.
— Voy al baño — tomó su cartera y se fue sin esperar respuesta.

Antonieta se levantó y buscó el tocador. El baño era un lugar amplio y limpio, aunque quizás excesivamente iluminado con luces fluorescentes y con intenso olor químico de desinfectantes. Era un salón frío y Antonieta no pudo evitar asociarlo con una morgue. Al volver al bar no se fue a la barra sino que se dirigió a la salida. Sandra estaba de espalda y no podía verla. Atravesó el lobby, buscó las escaleras que llevaban al sótano y de allí caminó hasta el estacionamiento del hotel. Después de una breve caminata logró encontrar el camry de Luis Armando, su esposo.


Regresó a la barra agitada y sudorosa.

— ¿Dónde diablos andabas? — le preguntó Sandra.
— Todavía están acá. Acabo de ver el carro otra vez. Tenemos que hacer algo antes de que se vayan.
— ¿Hacer qué, Antonieta? Ya sabes que están acá, y sabes lo que están haciendo. ¿Necesitas acaso pescarlo con las manos en la masa? ¿Quieres verlo cuando se lo meta?
— No me hables así, coño. ¡Respétame! — su voz se quebró e hizo un amago de llanto contenido. Sandra comprendió que se había propasado, y comprendió que además de sentir rabia, su amiga sufría.
— Hay que hablarte así para que entiendas. No vas a hacer ninguna locura, ¿me entiendes?
— Hay que averiguar al menos el número de la habitación. Y me tienes que ayudar.
— Voy a pedir otro trago, me voy a fumar otro cigarro, te voy a acompañar aquí sentadita, pero no esperes que haga nada más, ¿estamos claras?

Antonieta ya no la escuchaba. Se bebió la última gota de su trago, la puso sobre la mesa y la apartó con desprecio a un extremo, detrás de los ceniceros. El cadavérico barman volvió a aparecerse, como por arte de magia.

Antonieta y Luis Armando se habían conocido cuando ella tenía dieciocho y él, veintitrés años. Fue en la fiesta de quince años de Isabella, una prima de Luis Armando. Guapo, simpático, arrogante, seguro de sí mismo, era el chico que cualquier muchacha esperaba para ver cumplidos sus más ambiciosos sueños. Bailó con ella toda la noche. Le contó chistes, le confesó sus planes de irse a trabajar al norte (era estudiante de ingeniería electrónica y se graduaría en un año) y, al final de la noche le dijo una frase devastadora: “Con una mujer como tú, uno se casaría sin pensarlo dos veces”. Antonieta se hubiera conformado con un beso, con que le pidiera su número telefónico, con que le dijera que era linda, la más linda de todas las mujeres. Pero aquella confesión, aquella declaración tan radical cuatro horas después de haberla conocido, la dejó simplemente idiotizada. Cuando estaba por retirarse a su casa, Luis Armando la acompañó hasta la mesa donde estaban los padres de Antonieta, y luego los acompañó a todos hasta la puerta, como si él fuera un novio enamorado. De regreso a casa, Antonieta casi se echa a llorar al darse cuenta de que él no le había pedido su número telefónico. Sin embargo, al día siguiente, a las once de la mañana (era domingo, jamás podrá olvidarlo) Luis Armando la llamó. Le dijo que esperaba no haberla despertado. Ella, aun medio dormida, dijo que sí, que la había despertado, pero luego le aclaró que eso no importaba. Y allí se pegaron a hablar. Para siempre.

Se casaron cinco años más tarde. Cinco años en los que Antonieta se mantuvo en el más perfecto estado de feliz idiotez. Al poco tiempo de andar juntos se acostaron. Antonieta era virgen, aunque ya antes había estado con alguien en la cama, totalmente desnuda, pero nunca se había dejado penetrar. Así que, técnicamente, era virgen, y en tanto que virgen, Luis Armando era, técnicamente, el primer hombre de su vida.

Para el momento de este relato, llevaban siete años de casados, con dos niños varones, uno de cinco y el otro de dos años.

Como no hay idiotez ni enamoramiento que sea más fuerte que la férrea rutina de un matrimonio, a los pocos meses de casados las cosas comenzaron a cobrar su verdadero nivel. Antonieta no era tonta y no le costó percatarse de que su atractivo esposo no era inmune al coqueteo de otras damas. Y eso la mantuvo siempre en un estado de permanente angustia y de alerta máxima. Era un rol agotador.

Pero tampoco Antonieta había sido inmune al galanteo de otros caballeros. Mientras estudiaba el último semestre de administración en la universidad, y durante el embarazo de su hijo más pequeño, apareció Alejandro, un compañero con quien cursaba estadística. Mientras se preparaban para un examen, una noche en casa de Sandra, Alejandro no le quitaba la mirada de encima a Antonieta. Estaba serio y distraído. Y cuando Sandra se levantó de la mesa de estudio para preparar café, Alejandro aprovechó para tomar sin previo aviso el cuaderno de apuntes de Antonieta. Al principio observó la libreta en silencio, como si estuviera descifrando alguna fórmula matemática allí escrita. Ella lo miraba sorprendida y curiosa. De repente, Alejandro tomó su bolígrafo y escribió algo en el cuaderno. Luego se lo devolvió, sin quitarle los ojos de encima a Antonieta. Ella recibió el cuaderno y leyó en él lo que le había escrito: "Creo que me he enamorado de ti", decía. Pálida y aterrada, Antonieta cerró el cuaderno de un solo golpe. Con la mirada baja, se levantó de la mesa y se fue a la cocina, sin decir nada. Cuando regresaron ella y Sandra, Alejandro estaba en el balcón, fumando. Parecía abstraído en los carros que atravesaban la nocturna avenida. Durante todo el resto de la noche, Antonieta no le dirigió la palabra ni volvió a cruzar mirada con el impertinente y desubicado enamorado.

Manejando de regreso a su casa, Antonieta se sintió ofendida e irrespetada. Tenía cuatro meses de embarazo y ya se le notaban. ¿Qué pretendía ese cretino, qué esperaba de ella? ¿Que le abriera las piernas y le pidiera delicadeza para no maltratar al bebé? Con Luis Armando apenas si hacía el amor, y ahora este imbécil pensaba que podía acostarse, sin más, con ella? Estaba indignada, pero, en el fondo, estaba excitada. Era como si hubiera recuperado en un segundo, a través de esa frase, la conciencia de su enorme capacidad para convocar el amor de otro hombre.

Al día siguiente, a la salida del examen de estadística, decidió esperar a Alejandro y confrontarlo. Al verlo, le dijo que tenían que hablar. Fueron al cafetín. Su plan era leerle la cartilla y ponerlo en su sitio. Sin embargo, al caminar en silencio a su lado, lo sintió tan dócil, tan ajeno a cualquier requerimiento ilícito, tan tierno incluso, que su enojo no tardó en evaporarse. Se sentaron sin decir palabra. Alejandro se ofreció a buscar un vaso de agua para ella y un café para él. Al regresar, volvieron a quedarse mudos. Alejandro la miraba, pero eso no la incomodaba. Al final Antonieta le dijo:

— Estás loco. Esto es una locura, Alejandro.
— Sí, allí sí estamos de acuerdo. Sólo quería que lo supieras. Más nada.

A partir de ese momento, Alejandro la llamaba a su casa, se escapaban una y otra vez al cafetín de la Universidad para hablarle de su amor. Le escribía cartas, notas de pasión sobre servilletas o en cajas vacías de cigarrillos. Al comienzo le decía que no aspiraba a nada, pero no tardó en quererlo todo. La acosaba para que dejara a su marido y se fuera con él. Poco a poco Antonieta comenzó a necesitar cada vez más este acoso amoroso y lo hizo parte de su vida. Necesitaba oírlo, verlo, sentirse amada en términos tan absolutos y desmesurados. Nunca Luis Armando la había enamorado de forma tan efusiva. No había necesitado hacerlo. Él se limitó a chasquear los dedos, y ella salió corriendo detrás de él. Por primera vez en su vida, hubo un par de noches en las que Antonieta pensó en su matrimonio como en una equivocación. Fue cuestión de minutos, pero lo pensó. Y nunca más pudo olvidar esos breves minutos en los que el mundo se hizo un lugar más ancho que el que le brindaba su marido. La única persona a quien Antonieta se atrevió a confesarle este affaire fue a Sandra. Incluso, llegó a pedirle que le guardara en su casa las escandalosas y emotivísimas cartas que Alejandro le escribía casi a diario.

Antonieta y Alejandro jamás se tocaron. Ni siquiera se tomaron de la mano. Sólo una noche, Antonieta estuvo dispuesta al contacto físico, pero no hizo nada para hacerlo saber a su enamorado, así que el deseo se consumió en sí mismo, sin mayores consecuencias.

Cuando Antonieta parió al más pequeño de sus hijos aprovechó para aislarse de Alejandro. Tres semanas después del parto, cuando finalmente ella atendió el teléfono, le dijo que ya no debía seguir llamándola, que ella había enloquecido, quizás por el desbarajuste hormonal del embarazo, pero que ya no le encontraba sentido seguir adelante con ese juego que no los conduciría a nada bueno. Alejandro la escuchó en silencio. Ella esperaba que él la confrontara con vehemencia, que utilizara todo lo que ella había aceptado escuchar y leer, pero no lo hizo. Simplemente la escuchó calladamente y al final le dijo que lamentaba muchísimo esa decisión, claro, por él, y le prometió que ya nunca más la molestaría, y así lo hizo. Al colgar el teléfono, Antonieta se volvió un mar de lágrimas. Así estuvo durante días, llorando por cualquier cosa. Ella se justifica ante los demás y ante sí misma como un efecto de la depresión post-parto. Pero ella y sólo ella sabía la verdadera razón.

— Vamos a hablar con el recepcionista. Le dices que eres su secretaria privada y que sabes que tu jefe está aquí. Le dirás que a la mamá de él, la de tu jefe, le acaba de dar un infarto y que agoniza en una clínica. Incluso le darás el teléfono de la clínica, estoy segura que no verificarán nada, pero eso les dará confianza.
— ¿Yo, yo haré eso? ¿Y por qué no vas tú?
— Coño, porque yo no puedo, se me huele que soy la esposa del tipo. En cambio, tú puedes permanecer impasible, como lo haría una secretaria de verdad-verdad. Te dan el número de la habitación y nos vamos para allá arriba. Quiero que me vea la cara.
— Estás de atar, Toña. Ni en sueños haré nada de eso, y menos que nada, subir a la habitación a verle la cara a Luis Armando.
— O le ofreces dinero al recepcionista. Le damos un buen cheque y él nos da el número de la habitación.
— Escúchame bien: yo me voy. Ya me tienes harta. Estás pero que bien loca.
— ¡Qué ladilla contigo! Estar contigo y estar sola es la misma vaina.
— Si eso piensas, creo que estoy de sobra — respondió Sandra, ofendida, agarrando su bolsito, dispuesta a marcharse.
— Discúlpame, no quise decir eso. Pero no me abandones ahora, por favor.

Las mujeres tomaron sus tragos y fumaron como chimeneas durante un buen rato, sin decirse nada. Fue Antonieta quien volvió a hablar:

— Nunca pensé que Luis Armando me hiciera algo así. Nunca.
— Bueno, tampoco dramatices. Pareciera que no conocieras a los hombres, y menos a hombres como tu marido: atractivos, jóvenes, exitosos. Son tuyos, pero tienes que compartirlos. Aunque sean gordos, barrigones y unos fracasados, tienes que aprender a compartirlos, ellos siempre se las arreglan para conseguir a otras mujeres. Y una tiene que aprender a mirar para otro lado. Hacernos las locas. Porque dime, ¿qué vas a hacer? ¿Botarlo de la casa? Eso sería dejarle el camino libre a la mocosa esa. Mañana los tendrás bien juntitos, él despechadito y ella consolándolo con las piernas bien abiertas.

El barman se apareció con dos tragos más, sin que las mujeres se lo hubieran pedido. Les dijo:

— Esto se los envía aquel señor.

Ambas se voltearon a mirar al tipo que estaba sentado al otro extremo de la barra, el que tenía aspecto de turista gringo: un catire regordete, rojo como un camarón.

— ¡Hijo de puta!— masculló Antonieta con furia— Fuck you, son of a bitch — le gritó, mostrándole su mano derecha con el dedo del medio levantado mientras se golpeaba el brazo con la otra mano. Un poco asustado, el gringo levantó sus manos, como tratando de protegerse del obsceno gesto, mientras recitaba i'm sorry, i'm sorry. El cadavérico barman se esfumó, como por arte de magia.
— Coño, Antonieta, que pena, por dios.
— Pena un coño, Sandra. Ese hijo de puta debe pensar que somos par de putas baratas. Seguro que es un vendedor de cables que lo mandan para esta vaina y se quiere coger a cualquier indiecita que se le atraviese. Porque no importa que estemos bien buenas, para él somos indiecitas. El muy bastardo debe tener una esposa que se le ha puesto gorda pariéndole hijos y ahora nos quiere en la cama para que le mamemos el huevo. Que se largue al infierno. Es mejor que se vaya, que ya no quiero ni verlo, hijo de puta invasor. I'll shut you. I have a gun and I'll shut you, son of a bitch— le volvió a gritar al gringo regordete, quien ya se apresuraba a pagar la cuenta y escapar de aquella loca.

— Mejor nos vamos.
— ¡Nos vamos un coño! Ahora es que la vaina se pone buena. Si quieres te vas, pero yo que tú me quedaría. Aprende a ser mujer. Esto que me está pasando a mí hoy, te va a pasar a ti algún día. Dos tragos más, garçon— ordenó.

El bar estaba decorado con elegancia barata, con adornos dorados y alfombras y cortinas rojas. Los dueños debían ser emigrantes italianos. No era un hotel para parejas. Era caro, pero vulgar, ostentoso. De pronto Antonieta comprendió que ese seguramente era el hotel preferido de su marido, su pequeño y arrogante nidito de amor.

— Me dejé engordar demasiado.
— ¿Qué? — preguntó Sandra.
— He tenido dos carajitos. Las tetas se me cayeron, y la carne se me puso flácida. Mi culo se puso como una gelatina. Luis Armando cada día está más altivo, más fuerte, más atlético. Se pasa media hora en la piscina y se broncea como un actor de cine. Nunca comprendí por qué quería dar clases en la universidad: pagan poco y nos roba tiempo para estar juntos. Me vino con un montón de argumentos para taradas. Pero ahora comprendo todo: lo que buscaba era culos jóvenes, tetas paraditas, carajitas fresquesitas y perfumaditas. Mangos bajitos.
— No pienses en eso. Piensa en lo que vas a hacer. Tienen dos hijos. No se pueden volver locos. No es un santo, de acuerdo, pero es tu marido.
— Me tengo que poner a dieta. Debo ir a un gimnasio. Aún soy joven, y sigo estando buena.
— ¿Ves? Esa es una solución. Además, ninguno de nosotros somos santos. ¿Te acuerdas de lo tuyo con Alejandro?

Antonieta la miró con furia. Aquello fue un golpe bajo.

— No mezcles las vainas, querida. Lo de Alejandro fue algo platónico.

Así había resuelto Antonieta todo aquel extraño capítulo de su vida: un amor platónico, un romance quinceañero vivido durante el embarazo de su segundo hijo. Un desbarajuste hormonal.

Antonieta llamó por el celular a su casa. La señora de servicio le informó que el señor llegaría tarde porque había tenido una cena imprevista con unos clientes.

— El muy cabrón llegará tarde porque está cenando con unos clientes — le informó, irónica, a Sandra —. Así será que tendremos que esperarlo para darle su postre. !Garçon!

A medida que caía la noche comenzaron a llegar nuevos clientes al bar. Un pianista comenzó a tocar. Hubo un momento en el que Antonieta pareció estar contenta. El ambiente se había animado bastante.

— Cuando fui al baño, me escapé y me fui a ver el carro de Luis Armando... — se quedó callada, pero sonriente, como si supiera algo que no quería confesar.
— Ajá, ¿y?
— Le dejé una nota pegada al parabrisas: "Cariño, ¿rica tirada? Te espero en el bar. Antonieta".
— ¡¿Qué?!
— Que le dejé una nota. En cualquier momento debe estar por llegar. Lo conozco. Llegará hecho una fiera. Se hará el ofendido. Es tan poca cosa ese tipo, tan previsible. Me quedaré con la casa y con los carros. Le armaré un escándalo en la oficina. Quizás hasta lo boten. Espero que lo boten. Iré sola, no te preocupes, no me tendrás que acompañar. Lo dejaré en la calle. No tendrá ni para comprarse un buen cepillo de dientes.

— No sabes lo que estás diciendo.
— Sí, pero no te vayas. Ahora es que la cosa se pone buena.

Antonieta giró sobre su asiento para observar al pianista y a los nuevos visitantes del bar. Sandra la imitó. Tomaron de sus tragos y fumaron sin decir palabra. Ambas estaban ya un poco borrachas.

Fue Antonieta quien primero vio a Luis Armando entrar al bar. Él se mantuvo inmutable mientras caminaba hacia su mujer. Las blancas mejillas de Antonieta se encarnizaron y sus grises ojos brillaron de rabia y miedo. Sintió que el final estaba cerca.

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones@cantv.net.

viernes, 17 de octubre de 2008

COMO UNA FLOR DE CARNE VIVA ANTE MI BOCA

Caminaba por calles solitarias, rumbo a mi casa. Bajo la luz del farol, como en una de esas viejas fotografías en blanco y negro, una mujer aguardaba parada en una esquina. Quizás sólo esperaba por un taxi. O a lo mejor a que apareciera un cliente. Su aspecto y su pose desafiante ante la soledad de la calle me hicieron sentir temor y atracción: piernas largas, falda corta, altos tacones. Poseía, aun sin moverse, una femineidad descarada, casi impúdica. Pasé a su lado, observándola de reojo. Ella ni me miró. De su cuerpo emanaba un aroma a perfume caro. Exudaba lascivia y carnalidad. Seguí de largo, no sin antes girar la cabeza para disfrutar una vez más de la sensual figura de la mujer.

No eran ni las diez de la noche pero las calles estaban prácticamente desiertas. El hampa irreductible, la ya crónica crisis económica que nos embarga desde hace años y quizás hasta nuestra propia naturaleza pacata han hecho que Caracas regrese a los albores de su antigua condición de aldea. De sus años cosmopolitas apenas si nos quedan las autopistas y algunos pequeños rascacielos, ahora con sus ventanales a oscuras, ahorrando energía eléctrica.

Un carro pasó a mi lado aminorando la marcha. Era un mustang vino tinto último modelo. Los vidrios ahumados me impedían ver hacia su interior. Instintivamente, me arrimé hacia la fachada de los edificios de la calle, buscando un poco de protección. No creía que me fueran a asaltar, pero nunca se sabe. El mustang aceleró y continuó su camino, doblando a la derecha en la siguiente en la esquina.

Dos minutos más tarde el carro regresó. Esta vez sí se detuvo y frenó a pocos metros delante de mí. Yo me paré y aguardé a ver qué pasaba, pero nada. El carro permanecía allí, inmóvil, sin que nadie se bajara ni se montara en él. Con mucha precaución reanudé mi marcha. Por la acera de enfrente apareció un trío de parroquianos, quizás de regreso de algún bar. Yo aproveché la imprevista compañía para apurar mi paso y adelantarme al carro estacionado, sin embargo, cuando estaba frente a él, la ventanilla del copiloto se bajó. Pude distinguir a dos mujeres. Una de ellas, la que iba al volante, me llamó.

— Señor, por favor.

Traté de ignorarlas, pero la mujer hizo sonar su bocina. Me detuve y les presté atención a lo que trataban de decirme.

— Señor, por favor, ¿nos puede ayudar?

Me acerqué al carro. Efectivamente, eran dos mujeres. En el asiento trasero no había nadie.

— Estamos perdidas. Andamos buscando el hotel Hilton, pero de verdad que no tenemos ni idea.
— Bueno, realmente están algo lejos. Deben bajar buscando la avenida Urdaneta para luego tomar hacia la plaza Oleary y de allí agarrar por la Lecuna. Al final, cruzan a la derecha. Allí encontrarán al hotel.

Ya me había acercado lo suficiente a ambas mujeres y, aunque la situación era extraña, no parecían peligrosas. La que me hablaba era una chica de piel clara y una melena rubia que apenas le tocaba los hombros. La otra era morena, con el pelo negro y largo, recogido en una improvisada coleta. Ambas eran extraordinariamente atractivas y ninguna parecía mayor de treinta años.

— Está bien, muchas gracias, pero, ¿sabes algo?: no vamos a llegar. Yo soy de Mérida y ella es del Zulia y apenas si conocemos Caracas. Dime, ¿podrías acompañarnos e indicarnos el camino?
— ¡Claro que no! Ya estoy llegando a mi casa y estoy muerto de cansancio.
— Anda, vale, no seas malo. Cuando lleguemos al Hilton te pagamos un taxi para que te traiga de regreso a tu casa.

Comencé a asustarme y me aparté un poco del carro cuando de pronto reconocí a la mujer que iba sentada en el asiento del copiloto: era la misma que minutos antes había visto un par de cuadras atrás, bajo el farol.

— Bueno ... ¿De verdad necesitan que las acompañe?
— Claro que sí, mi vida. Te pagaremos el taxi apenas lleguemos.
— No, no, ese no es el problema. Yo me lo puedo pagar.

La mujer con la que me había tropezado minutos antes tuvo que bajarse del carro para dejarme entrar al asiento trasero. Hasta el momento ella no había dicho palabra, lo que la envolvía en un aire aún más misterioso y seductor.

Ya en el carro, comencé a guiarlas hacia el Hilton. Luego les pregunté:

— Y si no es indiscreción de mi parte, ¿qué van a hacer al Hilton?
— Vamos a una especie de fiesta.
— Ah, está bien. Y díganme, ¿no les da miedo montar en el carro a un desconocido como yo?
— No, para nada. Estamos armadas, las dos. Y si no haces exactamente lo que te digamos, pues no creo que la vayas a pasar muy bien.

Tragué grueso. Cierto que eran dos mujeres, pero bastaba una sola de ellas, armada como decían que estaban, para someterme. Mis posibilidades de pedir ayuda eran casi nulas. Sin embargo, me tranquilizó el hecho de que la mujer rubia seguía obedeciendo las instrucciones que yo le daba para llegar al Hilton.

— ¿Te asustaste, no? No te vamos a hacer nada, cariño, pero tampoco te pongas a meternos miedo. De verdad que andamos bien armadas.
— Discúlpame, no fue mi intención. Sólo trataba de ayudarlas.
— Lo sabemos, y te lo agradecemos mucho. Ahora, ¿hacia dónde?
— A la derecha.
— Yo me llamo Roxana, y ella, Nadhir. ¿Y tú?
— Gabriel — como ellas no lo hicieron, yo tampoco quise darles mi apellido.
— Mucho gusto, Gabriel.

La chica morena, Nadhir, continuaba en silencio.

Lo primero que se me vino a la mente es que las dos mujeres eran prostitutas: hermosas, jóvenes, del interior del país, armadas (según Roxana), montadas en un carro de lujo y buscando desesperadamente un hotel para asistir a una "especie" de fiesta.

— Y tú, Gabriel, ¿qué haces para ganarte la vida?
— Soy ingeniero de sistemas y trabajo en una compañía de instalación de cableado estructurado.
— ¡Vaya!, ingeniero, qué bien. ¿Y qué hacías caminando por esas calles?
— Vivo por allí, cerca de donde ustedes me recogieron.
— Y, ¿no tienes carro?
— Le están revisando. Lo compré hace poco y tiene algunos detallitos.
— ¿Qué carro es?
— Un Neon.
— Mmm, pues, no tienes cara de tener un Neon.
— ¿No?
— Definitivamente, no. Te veo en una Blazer, o en una Autana. Un vehículo rústico. O en un Lexus, si a ver vamos —, dijo Roxana, riéndose.
— Díganme algo, pero no se vayan a molestar, ¿de acuerdo?
— Pregunta, anda.
— Dale la vuelta a la plaza, luego agarra a la izquierda. Dime algo, ¿ustedes son prostitutas, verdad?

Roxana se quedó en silencio. Indudablemente, había metido la pata y pensé que ella sacaría su pistolita y me metería un tiro en la frente, allí mismo. Pero para mi sorpresa, Nadhir, la chica que había visto bajo el faro, fue quien se volteó hacía mí y, muy sonriente, me miró fijamente a los ojos para preguntarme:

— ¿Parecemos prostitutas?

Tenía una voz grave, profunda.

— No, no. No lo parecen. Simplemente preguntaba para hablar de algo...
— No lo somos — me cortó Nadhir, sin dejar de mirarme ni de sonreír—, pero andamos en eso. Todas las mujeres del mundo andamos en eso.

Nos quedamos unos minutos en silencio. Fue Roxana quien lo rompió:

— Mira los cojones que tienes, pendejito. Venir a insultarnos en nuestro propio carro sólo porque te hemos pedido un poco de ayuda. ¿Tú crees que lo del arma es puro cuento, verdad?
— No, no, yo ya no creo nada.
— ¿O crees que porque nos estás ayudando, puedes venir y acostarte con una de nosotras, o con las dos? Dime, ¿te has acostado alguna vez con dos mujeres?
— ¿Qué?
— Con dos mujeres a la vez, pero con dos mujeres así como nosotras.
— No, nunca. Óyeme, que no he querido ofenderlas. Estábamos conversando animadamente y se me ocurrió preguntarles si eran putas, más nada. Pero lo hice sin ánimos de ofender.
— ¿Quieres acompañarnos a la fiesta?
— ¿Cómo?
— ¿Qué piensas, Nadhir?, ¿lo invitamos?
— Me encantaría.
— ¿Vienes con nosotras?


Si sentadas en el carro parecían hermosas, al caminar se volvían demoledoramente bellas. Soy un tipo alto y muy pocas veces la estatura de una mujer me ha resultado un problema, pero estas dos, montadas en sus tacones, casi que me sobrepasaban. Desde que nos habíamos bajado del mustang yo me limitaba a seguirlas. Hacia un buen rato que me ignoraban, a tal punto que si yo me hubiera escabullido no creo que lo hubieran notado. Llegamos a la recepción del hotel donde ellas pidieron instrucciones para llegar a una de las suites.

Justo un segundo antes de que nos abrieran la puerta de la habitación ambas mujeres me tomaron por el brazo, como si se hubieran puesto de acuerdo con antelación. Hicieron una entrada teatral, o más bien cinematográfica. Inundaron el recinto con sonoros saludos y ninguna de las dos se apartó de mis brazos hasta tanto no acudieron a saludarlas los que parecían ser los personajes más importantes de la reunión.

No era aquello, ciertamente, lo que yo me había imaginado. Era una recepción decorosa. Había un par de conocidos actores de televisión, algunos personajes de la política y reconocidos hombres de negocios como el constructor Alfredo Carneiro. Estaban presentes damas de respetable presencia y otras ataviadas con escandalosa sensualidad, al mejor estilo de mis dos recientes amigas.

Fui presentado como ingeniero y, como no lo sabían, las muchachas me inventaron un apellido con resonancias de abolengo: Azpurua. Nadie pareció sorprendido ni especialmente intrigado por mi presencia. Las chicas no tardaron en confundirse con los demás invitados, abandonándome a mi propia suerte.

Nadhir, la chica del farol, se movía de un lado a otro del salón. La dureza de su rostro había adquirido una expresión gentil, pero continuaba atrincherada en su parco silencio. Con muy pocas personas parecía sentirse realmente cómoda, y era con ellas con quienes aparentemente podía entablar conversación.

Después de un buen rato, ella caminó hacia la terraza. Buscó un rincón solitario y se entregó al disfrute de su copa de vino y a la contemplación de la adormecida ciudad. Yo estaba hablando con un tipo que decía ser escritor y que me estaba mareando contándome los muchísimos premios que había recibido por su obra. Me deshice de él y me fui hacia donde estaba Nadhir. Me detuve a su lado, sin decir palabra. Ella giró levemente su cabeza, hasta reconocerme. Entonces me aproximé un poco más y le dije:

— De verdad lamento mucho mi comentario en el carro. Me comporté como un imbécil.

Ella me escuchó con indiferencia, pero inmediatamente comenzó a reírse de mí:

— No te adelantes. A lo mejor sí somos putas. Pero te digo que si estás aquí en este momento es por habernos hecho esa pregunta tan osada y picante. Yo no soy así, pero mira que Roxana sí que es muy sensible. Yo pensé que te iba a bajar del carro a patadas.
— Me lo merecía. Soy un verdadero patán.

Nadhir se quedó callada por unos instantes, mirándome directamente a los ojos, o dejándome que yo contemplara los suyos. Luego me preguntó:

— Yo te gusto mucho, ¿verdad?

La pregunta hecha así, a quemarropa, me desarmó:

— Sí, mucho.
— Y dime, ¿qué estarías dispuesto a hacer para acostarte conmigo?
— Lo que sea.
— ¿Eres de los que se enamoran?
— A veces.
— Vaya, ¡qué decepción!

Giró sobre sí misma y volvió a contemplar la desolada avenida. Repentinamente se apartó del antepecho de la terraza y me abandonó sin decir palabra. La seguí con la mirada hasta que se perdió entre las demás personas.

Cuando regresé al salón fui sorprendido por un inesperado silencio. Uno de los invitados acababa de ajustarse a su cuerpo un cello para luego interpretar una pieza de Jean-Baptiste Lully. Una muchacha a mi lado me miró a los ojos y me hizo un comentario en francés que no fui capaz de comprender. Nadhir se había sentado en una de las poltronas, extendiendo su brazo derecho a todo lo ancho del respaldar. No miraba hacia ningún lugar en particular, como si la velada le resultara mortalmente aburrida y prefiriera estar en otro sitio. Sin embargo, apenas comenzaron a sonar las cuerdas del cello, su atención se concentró en el joven músico.

La chica que me había hablado en francés me tomó por el brazo, pero lo hacía sin mirarme, como si se tratara de un acto involuntario. Luego me soltó, dio unos pasos y buscó, al parecer, un lugar que le permitiera disfrutar mejor de la triste melodía.

Cuando la interpretación musical concluyó, nadie aplaudió en señal de reconocimiento. Inmediatamente una voz masculina comenzó a declamar un poema que hablaba de una última noche entre dos jóvenes amantes condenados a una amarga separación.

Un viejo canoso de elegante aspecto se sentó en uno de los posa brazos de la poltrona donde estaba sentada Nadhir y comenzó a acariciar su larga y oscura cabellera. Ella, indiferente y con evidente fastidio, se dejaba tocar.

Una vez que el declamador finalizó su triste historia de amor, la iluminación se apagó para dar paso a la luz de una de lámpara estroboscópica. Inmediatamente comenzó a sonar un rock muy lento de ascendencia árabe, probablemente una pieza de Lisa Gerrard, Tempest, me atrevería a asegurar. Cobijados bajo la onírica luminaria, los invitados se movieron lentamente, como tratando de encontrar un mejor lugar. Entre el intermitente engaño de la luz, pude ver como el viejo canoso se había inclinado sobre Nadhir para besarla en la boca. De pronto, de la nada, un par de personajes aparecieron en mitad del salón. Eran un hombre y una mujer con los cuerpos laboriosamente pintados con flores multicolores, animales fantásticos y serpientes adormecidas. Ambos encubrían su desnudez bajo el exótico maquillaje. Se pararon el uno frente al otro, mirándose a los ojos. El hombre rompió la quietud de la pareja dando un repentino paso hacia la mujer, quien retrocedió rápidamente ante el acoso. Los brazos de él se alzaron sobre su cabeza, amenazadores. La mirada de ella no se apartaba de los ojos del hombre. Los brazos del hombre comenzaron a descender, sin que la mujer se moviera de su sitio. Sólo sus ojos parecían tener vida: miraba a uno y otro lado, sospechando las intenciones del hombre. Paralizada o hechizada, dejaba que las manos de su compañero bordearan su cuerpo. Respondiendo a un súbito cambio en el ritmo de la música, la mujer dio un nuevo salto hacía atrás, buscando la huida. Pero el hombre la seguía con terca devoción. Ambos actores ¿o bailarines? recorrieron el pequeño espacio que los invitados le concedían en el centro del salón. Cansado o ansioso, el hombre desnudo y de piel pintada hizo presa con sus brazos a la cintura de la mujer desnuda y de piel pintada. La atrajo hacía sí y acercó su boca a la boca de la mujer, siempre amenazante pero sin decidirse a actuar. Ambos comenzaban a sudar y sus pieles coloreadas brillaban como fugaces relámpagos de colores bajo la luz centelleante de la lámpara estroboscópica. El hombre mantuvo su brazo izquierdo sujetando firmemente la cintura de la mujer mientras que con la otra forzaba la cabeza de ella, obligándola a que su boca se acoplara a la de él. Mientras era besada a la fuerza, ella comenzó a frotar sus manos contra los muslos del hombre, buscando con fingida torpeza el erecto pene. Una vez encontrado el viril y prominente miembro, la mujer apartó violentamente sus labios de los de la boca invasora. Se inclinó hasta que, de rodillas, su rostro quedó a la altura de la pelvis del hombre. Entonces comenzó a felarlo. No había simulación ni sugerencia. A pesar de la relampagueante luz, era obvio como la mujer introducía en su boca el pudendo eréctil de su compañero. Los invitados permanecían en silencio, inmóviles, hipnotizados. La bailarina ¿o actriz? se acostó sobre la alfombra, echó los brazos sobre su cabeza y entreabrió sus piernas. Su compañero comenzó a besar y lamer los firmes muslos de la mujer, bordeando la humedecida y ardiente caverna, pasando una y otra vez la enorme y sedienta lengua por sobre los labios del sexo de ella. Luego se arrodilló, tomó entre sus manos la majestuosidad de su méntula y la introdujo en la deliciosa y mojada hendidura de la actriz ¿o bailarina?

Fue entonces cuando una de las damas más espontáneas gritó "coño" y se acercó lentamente al hombre desnudo de piel pintada, buscando sus labios, mientras sus manos trataban de alcanzar las redondas tetas de la muchacha tirada sobre la alfombra. Se produjo un tumulto entre los invitados. Algunos se abrazaban entre ellos, otros se besaban apasionadamente mientras algunos simplemente aprovechaban la situación para despojarse de algunas de sus ropas.

Repentinamente me di cuenta de la presencia de Nadhir a mi lado. Acercó su rostro a mi oído y me susurró:

— Cuando la música termine, di al maestresala que vas a la habitación catorce. Queda en el piso uno. Aguarda diez minutos y bajas. Allí te espero.

Antes de poder preguntar nada, Nadhir ya había desaparecido entre el inquieto enjambre de invitados que se arremolinaban alrededor de la pareja de fornicadores.

Cuando la música terminó y el salón volvió a estar iluminado por una suave luz amarillenta, a duras penas pude comprender que tenía que acercarme a un viejo corpulento y calvo, trajeado de etiqueta, quien supuse debía ser el maestresala. Estaba dedicado a responder preguntas o repartir discretas instrucciones entre los invitados semidesnudos o, de plano, ya totalmente desnudos.

Me acerqué a él y le dije:

— Habitación catorce.

El hombre revisó un papel que llevaba en uno de los bolsillos de su elegante saco. Me miró desconfiando y me preguntó:

— ¿La catorce? ¿Está seguro?
— Absolutamente
— Pues, entonces, debe esperar — me ordenó, sin una pizca de amabilidad.
— ¿Cómo?
— Siéntese allí. Yo lo llamaré en unos minutos.

De hecho, muchos no necesitaban habitación. Cualquier sitio parecía bueno para amancebarse. El viejo canoso que había besado y manoseado a Nadhir, ahora estaba en la terraza con los pantalones al suelo. Detrás de él, engarzado en un movimiento rítmico y frenético, el joven cellista lo poseía.

A los pocos minutos me llamó el viejo de etiqueta:

— Tome, señor. La catorce.

Me dio una tarjeta magnética.

Aturdido abrí la puerta y salí de la suite. El pasillo estaba vacío. Llamé al ascensor y bajé hasta el piso uno. La tarjeta, efectivamente, me permitió el acceso a la habitación número catorce. Estaba oscura, así que antes de entrar golpeé la puerta con mis nudillos:

— ¿Se puede?

Nadie respondió. Recordé que Nadhir me había pedido que esperara diez minutos después de que me entregaran la tarjeta, pero igual entré y cerré la puerta tras de mí. Había una lamparita de noche encendida, pero no había nadie dentro de la habitación. La brisa que entraba por el acceso que daba al balcón movió la cortina. Detrás de ella, parada en la pequeña terraza, estaba Nadhir.

— Hola — le dije, anunciándome. Ella me miró con desgano y continuó mirando hacia la piscina iluminada pero desierta. Al fondo se veía a algunas personas tomando en un bar construido bajo el techo de una enorme churuata.

— Si quieres un whisky, sírvete tú mismo. La botella, el vaso y la hielera están sobre la neverita.

Me acerqué a ella y comencé a contemplarla. Su rostro estaba cubierto por una delgada película de grasa, lo que le daba un cautivante brillo a su piel color canela. Sus ojos, su pelo, sus cejas y sus pestañas se veían aún más negras en medio de la penumbra. Su boca era gruesa y carnosa, pero exquisitamente dibujada. De sus orejas colgaban unos pendientes metálicos, probablemente oro blanco. Quería acercarme, provocar de una vez el encuentro, pero no me atrevía. En realidad ni siquiera estaba seguro de que me iba a permitir tocarla. Entonces decidí aceptar su oferta del whisky y entré nuevamente a la habitación para servírmelo. Cuando me disponía a volver al balcón, ya ella estaba en la cama, sentada.

— Soy wayúu.
— ¿Sí?
— Guajira. Soy una indígena guajira.
— Sé lo que es una wayúu.
— Nos gusta que nos llamen indígenas y no indios.
— Es bueno saberlo...
— ¿Te has acostado alguna vez con una guajira?
— No que yo sepa...
— Creéme, si te hubieras acostado con una de nosotras, lo sabrías.

La mujer cruzó sus perfectas piernas, apenas cubiertas por la corta falda.

— Ven, acuéstate a mi lado — me pidió.

Me metí en la cama, recostándome sobre el espaldar de madera del lecho, muy cerca de Nadhir.

— ¿Viste a Roxana?
— No, no sé donde anda. Cuando bajé no la vi por ninguna parte.
— ¿Sabes? Fue muy gracioso que nos preguntaras si éramos prostitutas, porque Roxana sí lo es.
— ¿Sí?
— Sí. Por eso es que hay que tratarla como a una dama.
— ¿Y tú, también eres... ?
— No, yo soy una dama, así que tendrás que tratarme como a una ...
— Como a una puta — la interrumpí.
— Exactamente — afirmó, sonriéndome por primera vez desde que nos habíamos bajado del carro.

Puestas sobre la mesa lo que parecían ser sus reglas, Nadhir se levantó de la cama y comenzó a desvestirse. En pocos segundos su cuerpo desnudo se alzaba frente a mis ojos. Yo me senté al borde de la cama y la tomé por la cintura, atrayéndola hacia mí. Dócil, se dejó. Cuando ya la tenía a mi lado comencé a olfatear y a besar su ombligo. Ella hizo descansar sus brazos sobre mis hombros. Bajé mis manos y apreté sus recias nalgas. Su cuerpo se contrajo. Al sentir que mi boca buscaba su sexo, ella levantó una de sus piernas y la apoyó sobre la cama, facilitándome el dulce camino hacia su hendidura de mujer. El olor de sus emanaciones era intenso y los pliegues róseos donde se escondía su clítoris eran suaves y calientes, resbaladizos a causa de los lujuriosos aceites que comenzaban a mojarlos. Pasé mi lengua una y otra vez por sobre los labios de su vulva. Luego introduje mi lengua, saboreando el exquisito manjar que se abría como una flor de carne viva ante mi boca. Sus manos se contrajeron sobre mis hombros. Acaricié sus brazos. Luego aparté mi boca de su monte de pelos y me levanté, buscando sus senos. No eran grandes, tampoco pequeños, pero sí redondos y turgentes. Paseé mis labios sobre sus erectos pezones, jugueteando con ellos antes de comérmelos con un apetito que apenas podía controlar. Al chuparlos, de sus senos pareció emanar una sustancia entre amarga y dulzona, pero en cualquier caso deliciosa. Luego busqué su boca. Los labios eran suaves, pero su lengua era firme, recia, compacta. Se movía en su cavidad como un animal receloso que controlaba cada uno de los movimientos de mi propia lengua, cortando cruelmente mi ansia de avanzar, para luego replegarse y permitirme disfrutar de su paladar, de sus dientes, de sus encías y de la misma lengua que ahora se abalanzaba hacia la mía, frotándome con tenacidad. Tal era la fuerza de su lengua que en momentos pensé quería expulsarme de su oquedad, pero inmediatamente se retractaba y me succionaba, como si quisiera tragarme. Me olvidé de todo su cuerpo y me concentré en esa boca hermosa y perversa hasta que casi me hizo perder el aliento.

Como pude, me aparté de ella para comenzar a desvestirme. Nadhir me interrumpió con sus manos y comenzó a hacerlo ella misma. Me quitó la corbata y desabotonó mi camisa. Colocó sus dedos sobre mi pecho y los paseó sobre mi piel hasta alcanzar mi espalda. Entonces me abrazó. Sus labios recorrieron mi cuello, mis hombros, mi pecho. Yo aproveché para hundir mis dedos en su larga cabellera. Al quitarme la camisa, ella pellizco, como una niña traviesa, mis tetillas. Acercó su boca a ellas y las besó casi con ternura. Contemplaba mi pecho con un placer casi malsano, como si se olvidara de que yo estaba presente y que podía ver el voraz apetito de sus ansias. Luego me miró fijamente a los ojos mientras su mano se introducía bajo mi pantalón. Ella quería observar en mi cara el reflejo del placer que me provocarían sus dedos al encontrarse con mi enardecido miembro. Lo agarró con mano suave pero firme. Apretó el pene y comenzó a mover sus dedos sobre mi glande. Luego lo soltó para librarse del pantalón que se interponía entre mi falo y su boca. No sé de donde saqué fortaleza para evitar correrme en su boca. Sabía que esto no era más que el comienzo de una larga noche y debía aguantarme hasta donde me fuera posible.

Desnudos ambos, se metió a la cama. Yo corrí hacia ella y agarré sus piernas largas y sinuosas. Acaricié sus rodillas, sus muslos, me acerqué a su sexo. Regresé, hambriento, a sus senos. Ella misma me los servía con sus manos, sujetándolos entre sus dedos, facilitándome que pudiera tragármelos por completo. Sabía que luego me esperaban sus suaves labios y su lengua complaciente y castigadora. La besé hasta que sus dientes y sus fuertes succiones laceraron mi boca y mi lengua. Sus mordiscos iban desde la más delicada contracción de sus dientes sobre mis labios hasta terminar en una intensa, fuerte y brevísima dentellada que me sacudía de dolor.

Borracho de gozo, la aparté de mi lado, abrí sus piernas y me monté sobre ella. Entonces la penetré, pero sin encontrar el menor sosiego, al contrario. La sostuve por los hombros para aumentar el empuje de mis despechados movimientos. Bajo mis ojos tenía su rostro sudoroso y más hermoso que nunca. Ella contemplaba el mío, como extasiada ante todo el placer que había logrado desatar en mí. De vez en cuando ella bajaba su mirada para observar como la penetraba. En un momento ella me tomó por las mejillas y me advirtió:

— No vayas a acabar hasta que yo te lo pida.

Casi inmediatamente, fue ella quien terminó. Su cuerpo entero se tensó y su vagina apretó con tal fuerza mi pene que llegué a temer me hiciera daño. Sus uñas se clavaron en mis brazos, en mi espalda, en mi cuello. Hambrienta, ella buscó mi boca. Luego, asfixiada, la apartó, buscando aire. Entonces gimió como un animal herido. Recuperada de su arrobamiento, cubrió mi espalda con sus brazos y me ordenó que continuara. Comenzó a indicarme la forma en que quería se lo hiciera. Primero muy suave, muy lento. Luego más y más rápido y más fuerte, conduciéndome a un vertiginoso farallón en el que temía caer y dejar que mi esperma se desparramara violentamente dentro de su cuerpo de hembra.

En un momento ella se separó de mí, se puso de espaldas y me ofreció sus espléndidas nalgas. Comencé a besarlas y mordisquearlas. Con sus manos ella las abrió, mostrándome la oscurísima aréola que bordeaba su culo. Comprendiendo sus deseos, lo besé. La piel allí era de una exquisita suavidad. Enloquecido por el acre olor, quise meter mi lengua allí adentro. Pero ella me detuvo interponiendo su mano entre mi boca y su minúsculo y apretado agujerito. Me ordenó que se lo metiera. Levantó su trasero apoyándose sobre sus manos y rodillas. Yo la tomé por la cintura y, forzándome, le introduje mi rígido príapo. Ella no paraba de gemir. Una vez que lo tuvo dentro, dejó caer su cabeza sobre la cama, exigiéndome que se lo metiera más fuerte y más profundo. Luego comenzó a lanzar unos sollozos que me hicieron temer estuviera llorando de suplicio, pero no era así: era otro tipo de goce, más descarnado, más doloroso, quizás más gustoso para ella.

Cuando terminó su delicioso sufrimiento, me pidió que se lo sacara con suavidad.

Pensé que ya todo había terminado, pero no. Apenas lo tuve afuera, ella se volteó, separó nuevamente sus piernas y me invitó a continuar.

Más que a mis caricias, descubrí que la excitaba mi voz. Comencé a guiarla en su placer, a decirle que se lo estaba metiendo, a ordenarle el momento en que debía llegar al clímax, acompañando mis palabras con nuevos y portentosos movimientos de mi pelvis. Si antes había tenido muchos orgasmos, los de ahora eran de una suculenta intensidad y muchísimo más prolongados.

Sé que debía estar exhausto, pero me sentía como bajo el influjo de alguna droga o de algún portentoso maleficio. Estaba sudando y los brazos me dolían, ya que los usaba como recias columnas para poder mantener mi torso levantado y de ese modo disfrutar mejor mirando la exuberante hermosura de Nadhir. Yo continuaba adelante, arrebatado de gozo, esperando que en cualquier momento ella me exigiera nuevas posiciones o insospechadas excursiones hacia algún delirante recodo de su cuerpo. Extenuada, ella me pidió que acabara.

Contemplé su rostro, su pelo empapado de sudor, aspiré profundo y reconocí en su piel los últimos rastros de su perfume. Miré sus ojos, su boca, sus cejas. Tenía una cara hecha para el amor, para la lujuria. Entonces exploté. Caí sobre su cuerpo, prensándola con desesperación mientras yo convulsionaba dentro de una gigantesca ola de placer y sosiego. Sentí la rigidez de sus muslos, la presión hiriente de sus paredes vaginales contra mi pene y supe que ella había acabado una vez más.

Nos dormimos en silencio.

Al día siguiente me advirtió que yo debía abandonar la habitación del hotel antes del mediodía. No pregunté las razones.

— Nunca más nos veremos, ¿verdad?
— No, no creo. Pero fue bueno que nos hayamos visto al menos una vez, ¿no te parece?

Antes del mediodía, salí a luz de la calle como quien despierta de un sueño. Me dolían los labios irritados y mi lengua lacerada. Eso me decía que el sueño había sido real. Sin embargo, era un hecho que jamás volvería a verla. Y eso la hacía, desde ya, una mujer imaginaria.

Ella tenía razón: era bueno que nos hubiéramos visto y tocado por lo menos durante una noche. Pero, entonces, ¿por qué sentía que era más lo que había perdido que lo que había ganado esa noche?



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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.com


lunes, 15 de septiembre de 2008

LE VOYEUR

Si no miras, no tocas.
Y si no vas a tocar, ¿para qué me miras?





Me mudé al Christoforo en junio de 1994, un edificio viejo y oscuro, con gruesos marcos de madera frente a las puertas y escaleras de granito blanco con elegantes pasamanos de caoba oscuro. Los portones del ascensor, que permanecía la mayor parte del tiempo averiado, se abrían hacia adelante y no en forma lateral. Detrás de la pesada lamina de metal, había una rejilla de madera entrelazada la cual debía ser recogida como un acordeón gigante que permitía el acceso al usuario. Dentro de la cabina, colgaba sobre la pared del fondo un pequeño espejo de forma ovalada que permitía a las damas dar un último vistazo a su maquillaje o a los caballeros, la oportunidad de un ajuste final al nudo de sus corbatas.

Confieso que lo que me hizo decidir fue la excelente ubicación del edificio: calle Villaflor de Sabana Grande, a sólo unos pasos del bulevar y de la estación del Metro de Caracas. El apartamento estaba ubicado en el cuarto piso, quedando apenas dos niveles más por encima del mío. Disponía de un amplio salón que podía usarse como recibidor y comedor, una cocina más bien pequeña y una habitación con baño propio y una enorme ventana. A un extremo del salón principal había un diminuto balconcito al que se llegaba a través de unas romanillas, replica tropicalizada de los pisos madrileños.

Aunque pequeño, aquel espacio era más que suficiente para mí. Me había separado de mi mujer seis meses atrás, así que mi equipaje se reducía a la ropa, algunos libros que había logrado rescatar del huracán de la separación, un par de discos (Woodstock y una recopilación de Janis Joplin), una máquina de escribir eléctrica, un reproductor portátil de sonido y un pequeño televisor a color. Por suerte, el apartamento incluía nevera, cocina, una desgarbada cama matrimonial y una vieja y raída butaca forrada en tela roja.

En aquellos días me esforzaba por crearme una nueva rutina: me marchaba a mi oficina a las siete y treinta de la mañana y al salir de ella por las tardes, trataba de propiciar algún encuentro con amigos o con alguna amiga; si no, me obligaba a ir al cine de siete a nueve, tratando de hacerme entender que la vida continuaba su curso y que yo podía y debía insistir en participar en ella. Sin embargo, cuando mejor me sentía era cuando me iba directo de la oficina a mi apartamento. A veces apenas si me aflojaba un poco el nudo de la corbata, me preparaba un Gin Tonic con mucho hielo, abría las romanillas del balcón y me sentaba en la vieja butaca a fumar y a observar el agitado pasar de la noche. Desde mi asiento podía ver las vestustas paredes del edificio vecino al Christoforo. Para poder ver un segmento del transitado boulevar debía sacar, prácticamente, la cabeza fuera del balcón. La penumbra que poco a poco se apoderaba del salón parecía hacer más fácil que los sonidos de la noche entraran a él.

A los pocos días de haberme mudado, una noche me sobresalté a consecuencia de los gritos de una mujer en medio de lo que parecía ser una pelea doméstica. Entre los gritos pude escuchar claramente cómo se rompían platos y otros objetos de vidrio al estrellarse contra el piso o las paredes de mis vecinos. La pelea tenía lugar justo en el apartamento contiguo, cuyo balcón estaba separado del mío por apenas medio metro de pared externa. Me di cuenta de que en aquella pelea la única que emitía alaridos era la mujer, lo cual no dejó de causarme cierta gracia. A los pocos minutos la sentí sollozar. Estaba muy cerca de mí, probablemente llorando desde su balcón. Al rato la escuché hablar muy bajito, casi en susurros: "Déjame, no me toques, coño. Eres un cerdo. Un maldito cerdo asqueroso. Mira, me das asco", dijo. Luego habló con más fuerza, con un tono amenazante: "Ya te dije que te fueras, por las buenas. He tratado de portarme lo más decente posible, así que no me obligues a volverme violenta. Tú no me has visto con un cuchillo en las manos, y es mejor para ti que no lo veas. Agarra tus trapos y lárgate de una maldita vez. No quiero volver a verte en mi vida".

El tipo, si es que se trataba de un tipo, no decía palabra alguna. A los pocos segundos escuché que abría la puerta, probablemente para marcharse y no ver nunca lo que aquella mujer era capaz de hacer con un cuchillo en las manos. Corrí a mi puerta para mirar por el ojo mágico, pero no logré ver nada. En cambio, sí escuché claramente cuando cerró la puerta y el ruido del motor del ascensor que aquel día sí funcionaba. Volví presuroso al balcón, tratando de no perderme nada. Pero lo único que pude distinguir fueron unos apagados sollozos y ver como cada cierto tiempo alguien arrojaba una colilla aún encendida al vacío. No pude evitar sentirme como un voyeur auditivo.

Al sábado siguiente conocí a mi vecina. Yo estaba esperando el ascensor en el momento en que ella salía de su apartamento. Era una chica joven, de unos veintidós o veintitrés años, menudita y delgada, de piel color caramelo y el pelo negrísimo y muy corto, con una pollina que le caía rebeldemente sobre la frente. En sus brazos llevaba cargado un gato siamés. Se detuvo frente al ascensor sin hacer el menor intento por saludar. Aquello no me pareció un gesto grosero de su parte. Era, simplemente, como si no fuera capaz de verme, como si yo fuera invisible para ella. Cuando el ascensor llegó, yo halé la puerta mientras ella recogía la reja y se introducía en la cabina. Como si estuviera pensando en otra cosa, marcó el botón de PB. Antes de llegar, acarició y besó un par de veces a su gatito con una dulzura que rayaba en la devoción. He visto a madres besar de esa forma a sus hijos, y he visto a personas amar a sus animales como si fueran sus hijos. Pero había algo insólito en aquel afecto. Quizás era muy joven y demasiado bonita para buscar en animales lo que no podía encontrar entre humanos.

Apenas llegamos a PB, recogió ella misma la reja y empujó la maciza puerta con el peso de su breve cuerpo. Luego se alejó confirmándome esa sensación de que le era absolutamente invisible. Antes de alcanzar la salida, arrojó descuidadamente el gato al piso, quien comenzó a seguirla de mala gana. Al llegar a la calle, se detuvo un par de segundos, como tratando de decidir el rumbo. Tomó a la izquierda. Mi destino iba en la dirección contraria.

Yo continuaba en mi afán por alimentar mi nueva rutina. Películas americanas, muchachas que conocía en la oficina o en algún McDonald's durante un almuerzo en la hora libre de oficina, vasos de cerveza que se calentaban mientras jugaba pool con los amigos. Tenía casi treinta y nueve años, pero continuaba siendo un hombre atractivo. No me resultaba difícil conocer a una chica, seducirla, llevarla a mi apartamento, escuchar algo de música, destapar unas cervezas, descorchar una botella de vino, inventar comidas con la nevera abierta como menú. Sin embargo, los mejores seguían siendo aquellos días en que salía de la oficina y me iba solo, directo a mi apartamento.

A veces mi vecina tenía visita. Me llegaba el olor a pizza recalentada en el horno o el ácido aroma de la salsa para espaguetis. Sus amigos se concentraban en el balcón. Había música. Bon Jovi, Sting, Juan Luis Guerra. Cuando sus invitados se marchaban al borde de la media noche, ella aprovechaba para escuchar los tristes coros de Marin Marais o la enérgica pasión de Falla. Tenía una especial preferencia por Carmen y por The Doors.

En aquellos meses en que el mundo y la vida me eran hostiles y crueles, en los que me sentía aguijoneado de muerte y no sabía encontrar ni el lugar ni el momento adecuado para terminar de morirme, encontré en aquella chica a un semejante. A alguien que había sido tocado por la vida como quien es tocado por una centella. A alguien que busca, herida, su pequeña cueva, para sanarse o para morir dignamente.

Le inventé una historia a mi vecina: había estado enredada con un chico un poco mayor que ella. Un chico guapo, por supuesto. Un chico de pelo largo, amarrado permanentemente con una cola a la altura de la nuca. Un chico robusto, no gordo, sino fortachón. Un chico alto capaz de hacerle el amor con fuerza, con la ciega energía del deseo puro, un chico tan hermoso que no necesitaba decir nada en esos inciertos minutos que siguen al amor del cuerpo. Le bastaba con abrazarla, con encender un cigarrillo, con levantarse a buscar un vaso de agua a la cocina. Un chico que usaba chaquetas de cuero, y se desplazaba en una moto o quizás un jeep descapotable. Su música era Gun&Roses , Dick Dale & His Del-Tones o Alikuana. Pero un día la chica, mi vecina, descubrió que el chico se acostaba con otra. Y lo maldijo. Lo encaró: no me toques, eres un asqueroso cerdo maldito. A ella, como a mí, la vida la había aguijoneado de muerte. El veneno nunca es rápido. Se mete en la sangre, recorre tus venas, se apodera de tu cuerpo. Luego te asfixia, te nubla la mirada, te oscurece el cielo azul. Y cada día te cuesta más volver a levantarte, despertarte para perseguir una rutina que no quieres ni deseas. Buscas la suave oscuridad de la madrugada, la butaca roja, el vaso de ginebra pura. Una muerte lo más ligth posible.

Los sábados en la noche, después de las diez, comenzaban a brotar de su apartamento viejas baladas de The Beatles, de Ricardo Cocciante, o música de Nirvana, The Doors, Björk, Aire (de Bach), Falla (Amor Brujo: yo no sé que siento ni qué me pasa cuando este mardito gitano me farta - ¿dónde?, ¿en la cama o en el respeto?). La presentía como un animalito eterno, buscando desesperada en el pasado y en el presente el antídoto a la mortal mordida. Contemplaba su sombra reflejada en la sucia pared del edificio de al lado. La veía arrojar al vacío las colillas de sus cigarrillos. La imaginaba buscando a su gato, abrazarlo, besarlo con insólita dulzura.

Un día nos tropezamos a la entrada del edificio. Ella iba cargada de bolsas del mercado, seguida por su gato. Me adelanté y abrí la puerta con mis llaves. Igual que la vez anterior, ella entró al edificio como si la puerta la hubiera abierto Dios, a quien pocas veces agradecemos que nos permita volver a respirar. Cuando vio la nota que alertaba que el ascensor estaba, una vez más, dañado, dio un zapatazo contra el piso. El siamés maulló al unísono, quizás asustado por el gesto de su dueña o quizás protestando por el largo camino que aún le tocaba recorrer. Comenzamos a subir, ella, el gato y yo, casi juntos. Estuve tentado a ofrecerme a ayudarla con las bolsas, pero me dio miedo presentarme como un aparecido, como un ser que venía de la nada. Ibamos por el tercer piso cuando algún ángel me ayudó e hizo que la bolsa en la que llevaba sus naranjas se rompiera y rodaran unas cuantas escaleras abajo. Logré atrapar varias. Ella puso las bolsas sobre un peldaño de las escaleras y comenzó a recoger las que pudo. En total, rodaron apenas unas nueve naranjas. Cuando me acerqué a ella con las frutas rescatadas, me indicó que las pusiera en otra bolsa. Cuando lo hice, me dijo: "muy amable, señor", y volvió a ignorarme. Llamó a su gato: "Minino", y continuó su camino. Ambos llegamos a nuestros respectivos apartamentos prácticamente al mismo tiempo. Cuando me armé de valor para despedirme de ella, ya había cerrado su puerta.

Un par de meses después fui con una compañera de oficina al "Pop '68", un diminuto pub donde podías escuchar jazz en vivo y beber hasta que te diera la gana, sin preocuparte por la hora. Contrario a la sugerencia del nombre, el sitio está siempre atestado de jóvenes menores de veinticinco años. A mi amiga no le gustaba mucho el jazz, así que lo único que la mantenía en vilo eran los sendos vasos de vodka con agua quina que a cada rato pedía. Sería una presa fácil. Como los meseros no se daban a basto, yo mismo iba a la barra y pedía mis tragos y los de mi amiga. En una de esas me tropiezo -¿adivinen?- ¡con mi vecina! Me miró a los ojos y luego bajó los suyos. Se detuvo un segundo frente a mí, se sonrió nerviosa y coquetamente, recogió con sus manos la rebelde pollina y me saludó. Dijo: "hola", y se marchó.

Llevé el trago a mi amiga y bebí el mío de un solo golpe. Estaba excitado. La tenía allí, sin el balcón, sin el maldito ascensor, sin el gato que le robaba los besos. Estaba sentada al fondo, en la barra. Lucía radiante, feliz, sin que nadie, menos yo, pudiera sospechar su infinita tristeza, su larga amargura de cantos y coros tristísimos.



Una noche me descubrió. Yo estaba sentado en mi butaca roja, auscultándola, tratando de descifrar la ubicación de sus pasos. Desde su balcón, ella preguntó, a quemaropa:

- Estás fumando, ¿no?

Sorprendido, apenas atiné a responder:

- Sí ...
- ¿Me das uno?

No esperó mi contesta. La escuché caminar. Cuando abrí mi puerta, ella estaba allí. Llevaba una franela holgada y unos jeans desteñidos. Tomó el cigarrillo que le ofrecí y aceptó la llama de mi encendedor. Me dijo, mirándome a los ojos:

- "Minino" se escapó. Es macho. No lo quise castrar y se marchó.
- ¡Cuánto lo siento! - le dije.
- Los machos siempre se van - dijo.

Y le quise decir que yo la escuchaba en las noches, que disfrutaba su música, que la espiaba desde mi balcón, que sentía sus pasos nocturnos mientras yo trataba de conciliar un descanso que no me era posible, que yo jamás me atrevería a dejar a una mujer tan hermosa como tú, a una mujer que me espantara el sueño para provocarme otros sueños con tu piel de caramelo. Te consolaré tocando la punta de tus dedos, despeinando tu corto cabello, besando los labios que otros engañaron.

Pero no dije nada. Se me ocurrió invitarla a pasar a mi apartamento, pero temí asustarla. Aspiró con fuerza el cigarrillo recién encendido y dijo:

- Gracias, señor.

Ese asunto del señor me mataba. Yo era, si acaso, diez, trece años mayor que ella. Diez años más tarde, y nadie notaría (mucho) la diferencia. Caminó despacio hacia su apartamento. Yo continué mudo, a sabiendas de que había tenido mi oportunidad y la había perdido.

A los pocos días la encontré sentada en una de las mesitas del café que quedaba justo al frente del Christoforo. Estaba abatida y ojerosa. Su piel había cobrado esa palidez de los enfermos. Mientras abría la puerta de entrada del edificio, me armé de valor, me volví sobre mis pasos y me acerqué a ella:

- ¿Aún no aparece "Minino"? -
- ¿Qué? - preguntó ella, extrañada, como si no supiera de qué le hablaba.
- El gatito ... - insistí, nervioso.
- No, no. Se fue. No creo que vuelva. Ya no. Ojalá que esté con una gatita y que no lo haya matado un carro.
- Si quieres hablar (Do you want to talk about it, frase recurrente en las películas americanas).
- No, no. No quiero hablar.

Sonreí, probablemente como un imbécil y me retiré, probablemente como un imbécil.

Al día siguiente, en el pasillo de mi apartamento, me tropecé con un gentío. Había policías, enfermeros, curiosos, la conserje, los otros vecinos. Había un muerto en el apartamento contiguo al mío, en el apartamento de mi vecina. Durante unos segundos abrigué la absurda esperanza de que la chica hubiera hecho uso de los cuchillos de su cocina contra el chico de la chaqueta negra. Pero no, la muerta era ella.

Bajé las escaleras, ya que el ascensor continuaba dañado. Al llegar a la salida del edificio miré a mi derecha y a mi izquierda. Caminé a la izquierda, atreviéndome a ausentarme de la oficina y a seguir los pasos de una chica que ya no existía.
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VERSIÓN REVISADA (septiembre 2008). Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones@cantv.net.

viernes, 15 de agosto de 2008

Tríptico de Venus



La viuda




Amo a mi esposa. Y ella a mí. Llevamos nueve años de casados y en ese tiempo nos hemos brindado toda la felicidad que nos ha sido posible. Sin embargo, todo lo nuestro no ha sido más que un lamentable error.

Conocí a Carla cuando era la mujer de Ricardo Madriz, mi amigo. Ricardo era director de fotografía para cine. Trabajamos juntos por primera vez en el rodaje de la película "Muerte al amanecer". En ese entonces, él era asistente de cámara y yo era asistente de producción. Crecimos juntos profesionalmente. Él se hizo director de fotografía y yo, jefe de producción. Participamos juntos en el rodaje de cuatro cortometrajes, doce spots publicitarios y siete largometrajes. Al llegar a los treinta años, yo me retiré del cine por razones económicas y me dediqué al negocio de las importaciones de productos químicos.

Ricardo supo resistir los altibajos del cine nacional y logró hacerse de un nombre con prestigio internacional gracias a un par de coproducciones extranjeras, entre ellas "Aragnofobia", producida por Spielberg. Ricardo y Carla se conocieron en Lyon, Francia. Ella también era venezolana. Al poco tiempo se casaron. Eso obligó a Ricardo a dedicarse básicamente a la publicidad, con lo que se garantizó una vida solvente en términos económicos. Se radicaron en Venezuela.

Hace ya varios años, un día Ricardo salió hacia Puerto La Cruz para fotografiar un documental sobre Mochima. A la altura de Clarines murió en un absurdo accidente de tránsito: el auto en que viajaban él y su asistente chocó contra un autobús que se había salido de la vía. El asistente golpeó su cabeza contra el parabrisas y sufrió severas contusiones craneales. Por su parte, Ricardo salió disparado del auto y fue a parar a la maleza de la carretera. Nadie se percató de su presencia. Varias horas más tarde, cuando llegaron al hospital otros miembros del equipo de filmación, fue cuando se dieron cuenta del lamentable error: en el momento de auxiliar a los heridos, las autoridades pensaron que el asistente viajaba solo y no se molestaron por buscar a otros heridos. Al regresar al lugar del accidente para rescatarlo, lo hallaron ya sin vida entre unos matorrales al borde de la carretera: una fractura expuesta del fémur y la vena femoral rota: había muerto desangrado. Fue una muerte absurda, mezquina, impropia para un tipo como Ricardo.

Cuando ocurrió esta tragedia, Carla tenía cuatro meses de embarazo. Y aquí tenemos ya todos los ingredientes para una telenovela fácil, baratona. Pero en la "vida real" las cosas no siempre resultan tan fáciles ni tan baratas.

Era frecuente encontrármela en las reuniones de amistades comunes, ya que Carla había "heredado" a los amigos de Ricardo. Muchos de ellos, a su vez, eran mis amigos. De igual forma, cuando yo organizaba reuniones en la terraza de mi casa, ella era una infaltable en mi lista de invitados.

Dos años después de la muerte de Ricardo, me topé con ella en una de esas reuniones. Estaba cambiada: llevaba el pelo largo y usaba una falda corta que dejaba al descubierto sus esbeltas piernas. Carla siempre fue amigablemente cariñosa conmigo. Pero esa noche, cuando ella colocaba su mano sobre mi hombro, yo me trastornaba. Y en el momento que ella se levantaba por un trago o un cigarrillo, mis ojos golosos no podían apartarse del sinuoso movimiento de sus torneadas piernas. Su risa me pareció dulce. Y cuando se inclinaba para dejarme encender sus cigarrillos, me cautivaba con su pelo revuelto resbalando sobre su frente, dándole un aspecto casi de eterna adolescente. Mientras hablaba con ella, descubría que sus ojos me gustaban cada vez más. Y cuando una mujer habla y uno piensa que sus ojos nos gustan, por lo general estás en problemas. Pero si ella sonríe y sientes que sus labios son el umbral de una selva mágica y enloquecedora, entonces estás perdido. Esa es una vieja ley de vida. Pero hay otras leyes más viejas, o más severas. Carla era la mujer de Ricardo. Siempre lo fue y parecía que ni su partida había sido capaz de cambiar eso. Desde su muerte, nadie le había conocido a Carla otra pareja. No digo que no hubiera tenido algún amante furtivo u ocasional, pero nadie sabía de él.

Pese a la fuerte atracción que Carla ejerció sobre mí aquella noche, no era cuestión de plantarme frente a ella y pedirle una cita. La tentación de tocarla era superada por un gigantesco muro de hechos concretos y categóricos: Ricardo y ella se AMARON, así, con mayúsculas. ¿Qué podía uno (yo) hacer allí? Además, cuando conoces a una chica a la que te provoca tocar, simplemente la invitas a salir, a cenar, a tomar unos tragos, a explorar el amor. ¿Y si no ocurre nada más? ¡Qué demonios!, pues no la llamas más nunca y asunto resuelto. Pero, con Carla, ¿qué podía yo hacer? ¿Invitarla a salir a ver qué pasaba? Y si pasa algo, ¿qué le vas a decir? ¿que la quieres, que la vas a querer más que nadie, más aún de lo que la quiso Ricardo? Chicas como Carla son una trampa: si entras es para quedarte, pero ¿cómo saber si quieres quedarte si antes no entras?

Ella iba a encender un cigarrillo cuando el encendedor se le escapó de las manos. Por puro impulso gentil me incliné para rescatarlo. En el camino, sin mala intención, rocé una de sus piernas. Su cuerpo se estremeció como abatida por un corrientazo. Busqué su mirada y durante dos segundos, quizás menos, ella me miró fijamente. Dos malditos segundos en los que sus ojos buscaron en los míos una chispa de deseo y encontraron una hoguera. Luego su mirada me esquivó con dureza, haciéndome sentir fuera de lugar. Sin embargo, los dados estaban echados y el azar ya había hecho lo suyo. Supe que desde Ricardo, nadie le había hecho el amor: era una verdadera viuda, otra raza de vírgenes.

Esa misma noche la invité a salir. Ella se excusó.

Comenzó a evitarme cada vez que coincidíamos en algún lugar. Ella sabía que yo sabía. Y yo sabía que ella sabía. Comprendí que había que amarla para poder tocarla, cosa difícil para un hombre de mi edad: ¿cómo amar lo que no tocas, como seguir amando lo que ya has tocado?

Finalmente aceptó salir. Lo hicimos como amigos, como camaradas. Como si continuáramos siendo la herencia de Ricardo. Esa fue mi ardid. Quizás también el de ella. Indistintamente siempre terminábamos en la barra de algún bar. De esta forma perdimos el camino tan certeramente encontrado cuando mi mano rozó su pierna. Pero me forcé en reencontrarlo. Creo que ella también.

Un día amanecimos en una tasca. La invité a bajar al litoral. Caminamos por la playa. Por fin, me atreví y la tomé de la mano. Ella se dejó. Me obligué a besarla. Y ella se dejó. Luego la besé de verdad, con ganas. Y la quise. Aún después de tocarla. Su sexo era un sexo tranquilo, sin angustia. Un poco más y podría decir que sin pasión. Pero ella fue una amante eficiente.

Ocho meses más tarde nos casamos. No fue cosa fácil. Eso de desear a la mujer del muerto era como apropiarse de su mejor traje o quitarle sus zapatos preferidos. Algún ademán de buitre debió moverse en mis entrañas.

Nos alejamos de los amigos comunes, de los testigos del pasado. Hicimos nuevas amistades. Tuvimos un hijo: Santiago, como yo.

Muchas veces me amó, eso es cierto. Pero algunas veces sé que mientras hacemos el amor, ella piensa en el otro, en el muerto. Es como si se dejara violar por mí. Y esas noches, pocas es verdad, han destruido años de amor. Entonces me provoca sacarla a patadas de mi vida, mandarla muy largo al carajo, escupir la cama en la que me ha dejado ultrajarla. Pero, ¡coño!, no tengo pruebas: apenas un gemido de su garganta, una brevísima mirada de vergüenza, un imperceptible rechazo de su entrepierna, una inexplicable mueca de ascos de viuda.






La clarividente

— Alexandra, ¿sabes que no puedo creerte, verdad?
—Eso es lo primero que sé.
Me mira y me dice:
— Ayer, Santiago, te soñé. El amor no es una respuesta, es una pregunta. No es la calma, sino la tormenta. No es la luz, ni la oscuridad, sino la luz en la oscuridad. O la oscuridad en la luz. El amor es la sombra de la luz.


Alexandra ha aprendido a hablar con los ángeles. Le dictan libros, poemas y oráculos. Una vez sus ángeles le prescribieron un génesis desconocido y un apocalipsis tan hermético que sólo ella podía interpretar. Era fácil creerla loca. Pero ella es una mujer como uno: lee a Lorca, Süskind, Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano), Miguel Hernández. Escucha a Serrat, a Lisa Gerard, a Saint Colombe y a Janis Joplin. Ve a Saura, Scorssese, y adoraba a Ridley Scott antes de filmar Hannibal.


— No puedes matarte. Busca otra salida, Santiago. Lo peor ya paso.


Lo peor ya paso, payaso, ¿no te das cuenta? Aullas como lobo, copiando la hermosa leyenda, sin acatar la sanguinaria disciplina del cantor.


— El amor es arduo. Y duele. Y si no duele, no es amor.


Ley de vida. Ley de sexo. Ley de amor. Leyes de hierro. ¿Es que acaso hay que ser abogado para vivir?


— Te soñé muerto, Santiago, pero eso aún no te corresponde. No es tu hora. Eso significa que vives muerto. O que vives como un muerto, o cerca de un muerto. O a pesar de un muerto.


¿Y el cadáver?


— Tal vez ya estés muerto, Santiago. !Oh, Santiago! ¿Estás muerto? Hay siete formas de morir. Una de ellas, negando a las otras seis. Reniegas del ángel. Por cada hombre, hay siete ángeles que le protegen, o le hunden. Siete.


¿Quieres un trago? Pero Alexandra no toma. No fuma. Se va a su casa temprano, a escuchar el dictado de los ángeles.


— Te queda la dicha. Noches de dicha. Pero no te atreves a tocarlas. O a tocar a una mujer. ¿No te gustan las mujeres? ¿Acaso no te gustan todas las mujeres? ¿Y si consigues el amor en una mujer que no te guste? ¿Crees que el amor va enredado a una mujer que te guste? A veces sí, a veces, no. Tin marín de dos pirigüe ... ¿En realidad continúas creyendo que la belleza pondrá al mundo de cabeza? Delirios de epiléptico, no le hagas caso.


El sexo me conduce al amor, el amor, al sexo. Divino círculo virtuoso.


— ¿Y la belleza, Santiago? ¿La belleza tiene algo que ver con ese círculo?


No. Nada. La muerte. La muerte es el camino del amor. Y el camino del amor es el camino de la muerte. ¿Haces el amor, Alexandra?


— Fastidia. Eso fastidia. Ahora me despierto con jóvenes en mi cama. Los jóvenes me excitan. Cada día los quiero más jóvenes. Son hermosos y tiernos y no saben nada de nada. Hay que enseñarles que el periódico sale todos los días. ¿No es eso lindo?


Me encontré con Alexandra en el Centro Plaza. Tenía el pelo cortísimo. No la reconocí. Se me abalanzó y me abrazó. La reconocí por su voz, por su mirada, quizás por su olor a inciensos. Ya nadie sabe qué pensar de Alexandra. Quizás esté loca. O quizás, ciertamente, haya aprendido a charlar con los ángeles.


Me dice que me soñó. Supo, antes que yo, que quiero matarme. Ella quiere relevarme de la obligación de volver a intentarlo. De volver a claudicar y volver a repetirme que tengo el derecho (o el deber) de volver a intentarlo. ¿Cuál es el límite entre el deber y el derecho?


— En un tribunal, es fácil. En la cama, es muy complicado. En el amor nadie lo sabe. Nadie sabe mucho acerca del amor.


¿Qué es la vida sin amor? ¿Una tumba? ¿Un monasterio? ¿Una discoteca?


— Si no puedes llorar, no puedes amar. Algo peor: si no puedes amar, ni siquiera podrás llorar.


Sólo quiero penetrarte. Poseerte. Reinar en mis dominios. Eyacular en tus entrañas, Carla.


— ¿Sabes lo peor? No poder decir si está bien o está mal. El amor es una pregunta, nunca una respuesta. Santiago, Salmo LXIX.





La prostituta

Ni Chacón ni yo podíamos con un trago más.


— Vámonos, chamo — le digo.


Pagamos la cuenta. Ya casi amanece cuando salimos de la Frasca de Toledo. Nos montamos en el carro, rumbo a su casa. Apenas ruedo un par de cuadras, me propone:


— Rico unas putas, ¿ah?
— ¿Quieres putas?
— Claro, hermano. Par de putas pa' los panas.
— ¿A dónde?
— Sigue derecho, cruza a la derecha, ahora a la izquierda. Derecho. Párate aquí.
Estaciono el carro, nos bajamos y caminamos hacia una casita con pinta de burdel. Antes de abrirnos la puerta, una vejuca nos mira con recelo a través de la reja. Chacón la tranquiliza diciéndole que andamos buscando chicas. La reja se abre. A partir de allí todo ocurre muy rápido. Veo a una muchacha de lindas piernas. Las piernas de las chicas siempre han sido para mí una fuente de placer y de problemas. Veo a Chacón sacarse la cartera y extraer unos billetes. Se me acerca y me dice, esta es tuya, ya está pagada. No pude ver bien a quien señalaba, pero reparo y le digo, esta no, aquella. Y me voy con la de lindas piernas.


Ella me conduce a un cuartucho mal iluminado. Me invita a entrar primero que ella. Cierra la puerta, me toma de la mano y me lleva hacia un lavamanos, pero no es precisamente las manos lo que ella me lava luego de obligarme a bajarme los calzones. Sin secarme, me coloca un condón. Vamos a la cama. Ella comienza a felarme, sin mucho éxito. La tomo por los hombros y le pido que se acueste. Le confieso que tal vez esa no sea la primera vez que me acueste con una puta, pero al menos si es la primera vez que me acuesto con una mujer a la que evidentemente le estoy pagando. Ella me escucha, malencarada. Le pregunto su nombre. Me dice Alexandra. Ese es el nombre de una amiga con la que nunca podría acostarme, le confieso. Ella, por fin, me sonríe. Yo me relajo un poco. Insisto en su verdadero nombre. Elisa. Con Z, aclara ella, de Elizabeth. Nombre sajón, pienso. Le cuento que todo es culpa de Chacón. ¿Quién es Chacón?, pregunta. Un buen amigo. Creo que quiso agasajarme contigo, pero no creo que pueda. Es un desperdicio, le digo. Una mujer tan linda y no poder hacerte nada. Ella sonríe de verdad, halagada. Le pido que me abrace. Lo hace con profesional ternura. Casi me provoca olvidar todo lo dicho y cobrarme el sexo ya pagado, pero alguien toca la puerta: Alexandra, veinte minutos.


— Tienes que salir — me dice.


Ella se levanta y medio se viste. Mientras yo me pongo los pantalones, me pregunta hacia dónde voy. “A dónde tú quieras”. “¿Me llevas hacia El Conde?” “Por supuesto”, le digo. “Espérame abajo”, me ordena.


Cuando salgo al recinto que hacía de sala de espera, ni pista de Chacón. Salgo a la calle y lo encuentro sentado sobre el capó del carro:


— Hermano, pensé que se había quedado dormido. ¿Cómo estuvo el polvo?
— Muy bueno —, le digo.
— Bien, entonces, a dormir.
— A dormir —le digo—, pero antes vamos a esperar a EliZa.
— ¿A quién?
— A EliZa. Con Z de Elizabeth.
— ¿Quien coño es EliZa?
— La chica con la que me acosté.
— ¿Le vas a dar la cola a la pe'azo 'e puta?
— A EliZa.
— Hermano, esas bichas son bien peligrosas.
— ¿Si?
— Claro, por eso se meten a putas.
— Sólo voy a darle la cola.
— Yo te acompaño.
— No hace falta.
— Claro que hace falta, hermano.


En eso hace su aparición EliZa.


¿Este es tu carro? Sí, le digo. Abro las puertas. Distribución: EliZa a mi lado, Chacón atrás. Destino: la casa de Chacón.


Cuando lo dejo en su casa, me advierte:


— Llámame cuando llegues a tu casa, hermano.
— De acuerdo.


De allí me dirijo a la casa de EliZa, en El Conde. Poco antes de llegar, le propongo: ¿quieres dormir conmigo un par de horas? Pero yo no te conozco. Ibas a hacer el amor conmigo, ¿y ahora no me conoces? No sé quién eres, me responde. ¿Cuanto cobras?, la enfrento. No es eso, me dice. ¿Y si me quieres robar? ¿Tú crees que yo te quiero robar? No sé, me responde. ¿Cuánto cobras?, insisto. Tanto, dice ella. De acuerdo, digo. Desvió el carro buscando un hotelito.


Nos acostamos vestidos. Dormimos un rato, profundamente. Soy yo quien primero se despierta. Comienzo a besar su cuello. Interrumpo su sueño. Me sonríe con expresión infantil y me pide que la deje dormir un poco más.


Cuando ambos ya estamos despiertos, ella pregunta mi edad. Cuarenta y siete. Es la edad de su padre, cosa que al parecer le causa mucha gracia. ¿No te da pena?: puedo ser tu hija. Me limito a quitarle la blusa y a recordarle que llevamos más de tres horas en el hotel. Quiero poner a prueba la tarifa acordada. Ella no dice nada. Sólo pregunta: ¿vamos a tirar? No lo sé, le digo mientras continúo desvistiéndola. Sus senos, pequeños, pero duros y firmes, están a mi alcance. Le pregunto si alguien los besó durante su jornada. Un par de tipos. ¿Te bañaste? No. Ve y báñate que quiero chuparlos, le ordeno como un padre que ha pillado a su hija con las manos sucias antes de ir a la mesa. EliZa, sumisa, se levanta y se baña.


Beso sus senos y me ordena que la penetre. Le pido uno de los muchos preservativos que lleva en su bolso. Me dice que no, que quiere ser penetrada sin nada, a capella. Me niego. Le argumento que es una chica de alto riesgo. Se ríe y me dice que mensualmente va y se chequea con exámenes de venéreas y de sida. Más sana que cualquier carajita que te tires por allí,— me advierte. — Más sana que tu mujer.
— ¿Más que Carla?
— ¿Tu mujer se llama Carla?
— Sí, claro. ¿Algún problema?
— Ninguno. En la cama con otra, aunque sea con una como yo, todos niegan a su mujer. Y cuando pagan generalmente es porque no tienen mujer o están cansados de ella.
— Yo tengo una y se llama Carla. Y no estoy cansado de ella.


Gran silencio. Saca un preservativo de su cartera y me lo pone.


Me la cojo. Rico.

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@mail.com