miércoles, 9 de diciembre de 2009

No se lo cuentes a nadie, por fa

No se lo cuentes a nadie, por fa


Susana se apartó bruscamente de él, llorando. Acababa de decirle que estaba embarazada. Carlos no supo qué responder y se mantuvo callado. Susana dio, furiosa y desesperada, un zapatazo en el suelo y se marchó. Ambos estaban en un rincón de las gradas de la piscina, solos. sin embargo, algunos los miraban desde lejos, tras la cerca. Era la hora del receso y todos andaban fuera de clases.
Carlos buscó a Javier y le contó todo en cámara rápida.
- ¿Y qué vas a hacer?
- Lo que haya que hacer. No voy a dejarla sola en esto - le respondió Carlos. Dicho esto, ambos corrieron a sus respectivas aulas de clase. Estaban retrasados.
Carlos en realidad no tenía idea de nada. Sabía que apoyaría a Susana en todo lo que hubiera que apoyarla, lo cual significaba que tal vez debía prepararse para casarse con ella y tener al bebé. Pero si decidían no tener al bebé, él igualmente la apoyaría para abortar. En ese caso, debía buscar el dinero necesario.
A la salida de clases se fue a la entrada principal del liceo a esperar a Susana. Esperaba que estuviera más calmada y pudieran hablar mejor. Pero Susana se había marchado a su casa después del receso de las once de la mañana. Eso se lo dijo Lorena, una de las compañera de clase de Susana.
Carlos llamó Susana a su casa, pero aún no había llegado. Según su mamá, la señora Mercedes, Susy aún estaba en clases.
Carlos sabía que las cosas no estaban para perder tiempo, así que desde ese mismo teléfono público se puso en contacto con su tío Omar, quien era apenas unos seis años mayor que él, y ya trabajaba y estudiaba en la universidad.
Se reunieron en el cafetín de Macro, donde Omar trabajaba como asistente de compras. Cuando Carlos le contó, Omar reaccionó más como un tío que como un amigo:
- Pero, ¿se te volvió agua el cerebro? ¿En qué carajo andabas pensando, tarado? ¿Tienes idea de la dimensión del peo en el que andas metido?
- Sí - respondió, sin apartar la mirada del vaso de limonada que aún se estaba tomando.
- Imagino que si me vienes con el cuento es porque no le has nada aún ni Mario ni a tu mamá, ¿no es así?
- No, no se lo he contado a nadie. Pero es que apenas me enteré esta mañana, como a las once.
- ¿Y qué quieres de mí?
- Necesito saber cuánto cuesta un aborto.
- Mucha plata. Como un millón.
- ¡Un millón! - exclamó Carlos, abriendo los ojos de tal forma que parecía se le iban a salir.
- Más o menos, quizás más, quizás un poco menos. Déjame averiguar. ¿Cuando vas a hablar con tus padres?
- Tal vez no les diga nada y necesito me des tu palabra que tampoco lo harás sin mi autorización.
- Eso no te lo puedo prometer. Déjame ver como van pasando las cosas y veremos.
- No te preocupes, haremos las cosas bien. Estoy dispuesto a casarme con ella. O si no, la ayudaré con lo del aborto.
- ¿Qué edad tiene la niñita esa, Susana?
- En noviembre cumple dieciseis.
- Es decir, dentro de ocho meses. La carajita tiene quince años, tarado. Es una menor. Si no nos movemos bien, terminarás pudriéndote en la cárcel, o casado como un imbécil.
- Yo quiero casarme con Susana. De verdad que la amo y me quiero casar con ella. Todo esto no viene sino a adelantar las cosas.
- Carlos, métete esto en tu cabezota: tú-no-te-puedes-casar. Aún eres menor de edad, ni te has graduado de bachiller, ni nunca has movido un dedo para ganarte un puto bolívar, ni nadie va a darle trabajo a un comemoco como tú, ¿me explico? ¿Puedes entender eso? No hay nada que puedan hacer para salir de este problema sin la ayuda de sus padres. Te doy tiempo para que tú mismo te convenzas.
- Tío, comprendo muy bien todo eso, pero, ¿no podrías prestarme ese dinero? Te lo pagaré con intereses.
- Escucha, peazo'e pendejo, pero escúchame bien. Yo no gano esa cantidad ni entres meses de trabajo, así que no la tengo. Todo lo que gano se me va en pagar la universidad y el carrito ese que me compré. Pero si tuviera esa plata, ni sueñes con que te la daría para hagas sabes dios qué estupidez. ¿Has comprendido bien?
Carlos se arrepintió profundamente de haber hablado con su tío Omar. Sin embargo, antes de despedirse, Omar se lo llevó a un telecajero, sacó cincuenta mil bolívares y se los dio. Le dijo que comprara una nueva tarjeta telefónica y que lo mantuviera informado de la situación, sobre todo después de haber hablado con Susana.
Y eso era lo que realmente Carlos necesitaba: hablar con Susana y analizar juntos la situación. Además, era importante que le advirtiera a ella que no hablara aún con sus padres, aunque comprendía cada vez más que Omar tenía razón: sería difícil salir de ésta sin el apoyo de los papás.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando volvió a llamar por teléfono a Susana. Atendió Francys, su hermanita. Le dijo que Susana había estado en casa pero que había salido casi inmediatamente después de almorzar. No sabía a dónde había ido. Carlos le pidió que al verla, le dijera que él quería hablar con ella, pero sabía que era un ruego inútil, ya que ni bajo tortura china Francys daría jamás un mensaje para su hermana ni para nadie. La niña era un desastre para esas cosas.
Carlos tomó un taxi hacia Colinas de Bello Monte, rumbo a su casa. Encontró a Carla, su hermana menor, escuchando a Link in Park a toda mecha, por lo que supuso que aún no habían llegado sus papás. Respondiendo a su pregunta, Carla le dijo que salvo Javier, nadie más lo había llamado en todo el día.
Respondió la llamada a Javier y le informó que aún no había podido hablar con Susana. Quedaron en verse en una hora.
Luego de darse una ducha, Carlos hizo un recorrido por sus cosas, inventariando sus objetos de más valor y de fácil venta. La bicicleta, el discman, un viejo reproductor VHS, treinta CD's. Eso era todo lo que podía vender, y no llegaría ni a cien mil bolívares. Bajó al estudio y anotó en una libretica el reproductor DVD, pero tampoco sería mucho lo que le darían por él. Pensó en las joyas de su mamá. Recordó su famoso collar de perlas y un prendedor de oro con incrustaciones de esmeraldas, del cual ella siempre decía que valía una fortuna. También estaba el reloj de Mario, su papá, un Rolex de platino. Pero no se lo quitaba ni para dormir. Tampoco su cadena de cochano. «Viejos avaros y desconfiados», pensó Carlos. Pero tampoco hubiera sabido a quien venderle un reloj o alguna de las joyas de su mamá, además, seguro se lo comprarían por una bagatela. Recordó la chequera. Su papá la llevaba siempre en su maletín. Ya antes había imitado su firma para la entrega de algunos boletines de notas, o alguna nota de reprimenda del liceo. Todos se la habían tragado, y en verdad que era una buena imitación. Pero Carlos mismo no podría cobrar los cheques ya que era menor de edad. Tenía que buscar a un adulto para sacar más de un millón de bolívares. Un millón cien mil, esa sería la cifra, para darle cien mil bolívares al que fuera cobrar el cheque. Pero, ¿quién demonios podría ser esa persona?
Apenas llegó donde Javier, se lo propuso:
- ¿Y cuando lo conformen? - preguntó Javier-. Allí se darán cuenta de todo y me meterán preso. Ni de vaina. Búscate a otro.
Carlos no había pensado en eso, en lo de la conformación del cheque. «Malditos desconfiados banqueros», pensó.
- Diremos que es para pagar una nómina. Esos tipos respetan mucho lo de las nóminas.
- Déjate de vainas, Carlos. Que me ponen preso y la cosa se va a complicar. No estoy para esos peos.
- Lo haremos por montos pequeños, de cien mil bolívares cada uno. Once cheques de cien mil bolívares. Tú te quedas con cien mil.
- Déjate de vainas. No quiero ir preso. Ni quiero tu plata. Además, ¿vas a falsificar once cheques? Estás frito, mi pana. Requete-contra-archi-frito.
Carlos tuvo que admitir para sí mismo que Javier tenía razón. La idea no era muy buena que se dijera.
Después de unos minutos de pesado silencio, Javier pensó en el repartidor de periódicos. Era un tipo medio idiota, pero mayor de edad. Y haría cualquier cosa por cien mil bolívares.
- Tal vez haya que ofrecerle algo más - advirtió Javier.
Ahora sólo faltaba que hubiera dinero en esa cuenta. Nunca había dinero en ningún lado, al menos eso era lo que su papá siempre decía. Pero Carlos sabía que en la cuenta del banco Provincial siempre había dinero. Es decir, si había dinero en alguna parte, sería en esa cuenta.
Por si ese plan fallaba, le dijo a Javier que estaba vendiendo su bicicleta, el VHS, el discman y un reproductor DVD. Lo encargó de venderlos al mejor precio posible.
A las seis de la tarde volvió a llamar a Susana. Le respondió la señora Mercedes, la mamá de Susana. Le dijo que estaba dormida. Por el tono amable de la señora se notaba que aún no estaba enterada de lo del embarazo de su hija. Le dijo que la llamaría nuevamente como a las nueve de la noche.
Al salir de casa de Javier se dio cuenta de que no tenía nada qué hacer hasta las nueve de la noche, cuando había previsto llamar nuevamente a Susana. Sin embargo, no quería regresar a su casa. Tomó un taxi y pidió que lo llevaran hasta Sabana Grande.
Tenía que organizar sus ideas. Primero que nada, debía reunir el maldito millón de bolívares. Quería brindarle a Susana la suficiente libertad para que pudiera escoger entre el matrimonio o el aborto. Pero sin el dinero no estaba en posición de ofrecer nada. En el fondo sabía que ella le diría que quería tener al bebé y que se casarían. Carlos tendría un millón de bolívares en su bolsillo, y con eso arrancarían su vida. Ninguno de los dos dejarían de estudiar. Lo harían por la noche, en liceos públicos. Y luego irían a la Universidad. Ella quería estudiar Idiomas, y él, Ingeniería. «Todo se puede hacer en las noches», pensó Carlos. Trabajarían como burros durante el día y estudiarían como bestias en las noches. Se turnarían para atender al bebé. Con el tiempo, cuando le hubieran demostrados a sus padres su determinación de seguir adelante, quizás ellos, sus padres, se decidieran a ayudarlos y se ofrecieran a cuidar al bebé. Entonces, con su apoyo, todo sería más fácil. Pero si nunca los apoyaban, no importaba. Ellos igual seguirían adelante. Se graduarían muy jóvenes y comenzarían a trabajar en sus respectivas carreras. Ya el bebé tendría unos seis o siete años. Se compraría una moto para sacarlo a pasear en las tardes. Comerían helados, a escondidas, para que mamá Susana no los regañara durante la cena. No sé por qué, pero esa idea de salir a comer helados a escondidas lo hacía muy feliz. Dentro de todo, Carlos se dio cuenta de que era feliz.
Eran casi las ocho de la noche y recordó que aún no había llamado ni una sola vez al tío Omar. Hizo una cola enorme frente a un teléfono público y lo llamó:
- ¿Dónde diablos andabas metido? - ese fue su amistoso saludo.
- Ya estoy resolviendo las cosas, Omar. Todo saldrá bien - le dijo, tranquilizándolo, como si quien estuviera en problemas fuera el tío y no él.
- ¿Ya hablaron?
- ¿Cómo?
- Que si ya hablaste con Susana.
- No, aún no.
- ¿No? ¿Y eso?
- Está dormida, pero la llamaré a las nueve.
- Quiero hablar contigo mañana, ¿de acuerdo? En mi casa mañana a las nueve.
- OK.
- Sin falta. Pero avísame hoy cuando ya hayas hablado con Susana, ¿okey?
- OK.
Aprovechó su turno al teléfono y llamó a su casa. Atendió Carla. Le dijo que no tenía llamadas, pero vaya usted a saber. Le pidió le dijera a sus papás que andaba en Sabana Grande con Javier, y que no sabía a qué hora iba a llegar. Como sus dos llamadas habían sido muy breves, hizo una tercera conexión.
- Ya te tengo vendida la bicicleta y el DVD. A nadie le interesa el VHS ni el discman - le informó Javier.
Apenas se alejó del teléfono público, cayó en cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. No hizo más que pensarlo cuando ya sentía que se moría de hambre. Entró a un McDonald's. Estaba atestado. Al ver tanta gente junta, Carlos pensó que uno se siente más solo en sitios así, en donde todos andan acompañados y parecen ser muy felices. Le hubiera gustado estar allí con Susana. La extrañó mucho en ese momento. La imaginó a ella buscando una mesa mientras él hacía el pedido. Luego comerían juntos, en silencio. O simplemente comentarían lo ricas que estaban las papitas fritas. O le robaría un par de sorbos de su nesté, bajo la protesta de ella, avariciosa como ella sola con sus bebidas. Se sintió muy solo. Tenía hambre, es verdad, pero también tenía frío. Sus manos temblaban. Tenía miedo. Su vida estaba a punto de cambiar de una forma tal que apenas podía imaginarla. Y sintió que ÉL ya no era ÉL. Como si estuviera viendo una película en la que el protagonista era alguien como él, con su mismo nombre, su misma casa, sus mismos padres, su misma novia, pero que en realidad no era él. ¿O era un sueño? Se sintió en medio de un sueño, o de una pesadilla. Ya se despertaría en su cama, llamaría a Susana por teléfono y ella se reiría de esa loca alucinación suya en la que iba de un lado a otro dentro de su cabeza planeando un matrimonio o un aborto. Le dio un par de mordiscos a la hamburguesa, pero apenas si pudo tragarla. Vaya que sí tenía hambre, pero no podía tragar nada. Abandonó su plato sobre la mesa y salió casi corriendo buscando la salida. Llegó a la calle y comenzó a caminar. Le gustó sentirme perdido y arrastrado en medio de aquel río de gente.
No sabía de donde le había venido la idea de que necesitaba un trago. En su vida apenas si había probado licor, pero en ese momento tenía un irresistible deseo de tomarse un buen trago. Buscó un bar.
Pidió un gintonic sin que nadie repara en su edad. Era alto y algo corpulento, ya que antes había hecho mucha gimnasia y había nadado mucho y sus musculos se desarrollaron muy bien, así que, ayudado por la penumbra del bar no tuvo problemas en hacerse pasar por mayor. Se bebió el primer trago de un solo jalón, como un vaquero sediento. Pidió otro.
En el bar había parejas, pero también había hombres y mujeres que hablaban entre ellos, sin formar parejas. Había otros hombres que andaban solos, igual que Carlos. Le pareció que eran muy machos y que tras su aparente soledad debía haber una gran historia de amor, como la de él en aquel momento. Engolando la voz, pidió al barman le diera la hora. Eran las ocho y cuarenta y cinco. Igualmente le informó que al lado de los baños había un teléfono público, pero que no sabía si estaba funcionando. Cuando intentó levantarse de su banqueta frente a la barra para ir a buscar el teléfono público, casi se cae. Estaba mareado y apenas si podía sostenerse en pie. Se apoyó sobre la barra, respiró hondo y comenzó a caminar.
Le atendió la señora Mercedes:
- No, no está, Carlos. Fue al cine. Pensé que andaban juntos.
- Si, bueno, habíamos quedado en ir al cine pero luego tuve que cancelarlo - le costaba pronunciar las erres.
- ¿Cómo? Y si no fue contigo, ¿entonces con quién anda?
- Con sus amigas. Señora Mercedes, discúlpeme, pero la estoy llamando de un celular y ya no puedo seguir hablando. Muchas gracias. Hasta luego.
Colgó. Le ponía nervioso hablar con esa señora.
Susana debía estar con Gabriela, pensó Carlos.
Aprovechó su visita al teléfono y llamó a Omar.
- ¿Aún no han hablado?
- Ya hablaremos, Omar. Lo que ahora tenemos es tiempo para hablar. Ese no es el problema.
- ¿Dónde estás?
- En un celular. Debo colgar. Te llamo mañana.
Y colgó.
Antes de regresar a la barra entró al baño. Le dolían las tripas y la vejiga, así que cerró la puerta y se senté en la poceta. El sitio apestaba a mierda. Las paredes estaban llenas de notas. Se puso a leerlas. Hubo una que llamó su atención. En realidad, eran dos notas. Una escrita con marcador rojo, y la otra con marcador negro. La primera decía "MARISELA, ¿QUÉ DEBO HACER PARA QUE NO TE VAYAS?" Estaba fechada el catorce de octubre de 1998. La segunda, muchísimo más reciente que la anterior, estaba escrita unos centímetros más abajo, con la misma letra, pero con marcador negro, y decía "MARISELA, ¿QUÉ DEBO HACER PARA QUE TE VAYAS?" Esta no tenía fecha. A la derecha de su cabeza había otra: BRUTALAMAFIA. Más abajo, en letras gordas, se podía leer NO FEAR, RASTAFARI. WE ARE YOU.
Regresó a la barra, terminó su trago y se marchó.
La calle seguía repleta de gente. Ya eran las diez de la noche. Eso le pasaba cada vez que tomaba, que el tiempo parecía darle saltos. El creía que había pasado un minuto, y había pasado una hora. Le dieron ganas de llorar. No podía quitarse de encima esa sensación de soledad. Tenía miedo, mucho miedo. Llegó a la esquina de la calle Villaflor y esperó un taxi. Le dio al taxista la dirección de su casa y se echó a dormir. El taxista era un bruto y en cuanto llegaron lo despertó con un fuerte sacudón.
Dios es grande, pensó Carlos, ya que sus papás habían salido a cenar y no tendría que enfrentarlos con ese tufo a caña que cargaba encima. Entró a su cuarto y se tiró en la cama. Cayó como un tronco.
Al día siguiente, sábado, se levantó con una fuerte resaca. Lo primero que hizo fue llamar a Susana, pero ya había salido.
Ya todo era muy raro. Pensó que la muy loca, al igual que él, debía andar buscando soluciones y salidas a esta situación, pero lo hacía sin buscar hablar con él, el principal implicado, después de ella, claro. Ni siquiera le había dado oportunidad de decirle que él estaba a su lado y que la apoyaría en todo lo que hubiera qué hacer. Carlos no tenía ni idea de las cosas que estaban pasando por la cabeza de su novia. Era obvio, por la forma en que aún le respondían en su casa, que Susana aún no había dicho nada.
Intentó comunicarse con Gabriela (la amiga de Susy) a su casa, pero ella también había salido. Seguro que andaban juntas, y eso estba bien, ya que eran amigas. Pero, ¿qué diablos estarían tramando ese par de locas? ¿Acaso creían que su opinión no contaba? Sintió pánico ante la idea de que Susana no estuviera considerando el casamiento como una posibilidad. De ser así, todo estaría perdido. Ella asumía que el embarazo y el bebé, eran su problema. Y ya él no jugaría ningún papel en su vida. Hiciera lo que yo hiciera, él estaría fuera.
Recordó su cita a las nueve de la mañana con el tío Omar, pero ya casi eran las once de la mañana. Lo llamó y le dijo que iba saliendo para su casa. Mal que bien, era la única persona de su familia que lo estaba apoyando y no quería quedarle mal, aunque no le encontraba mucho sentido a ese encuentro.
Cuando tocó el intercomunicador de su apartamento, Omar le dijo que bajaría. Luego le explicó que la abuela de Carlos -la mamá de Omar- estaba en casa, y a esa no se lo podía esconder nada, así que mejor hablarían afuera. Se fueron al salón de fiesta del edificio y, aunque era innecesario, hablaban en voz muy baja, casi en susurros.
- Quiero que me respondas con absoluta franqueza, ¿okey? - así comenzó Omar.
- Ajá.
- Esa carajita, Susy, tu novia, cómo es que sabe que está embarazada. ¿Se ha hecho algún examen serio?
- No lo sé. Pero me imagino que sí.
- Entonces, ¿no están seguros de que realmente esté embarazada?
- Coño, Omar, ¿tú crees que alguien va a venir a decirme algo así sin estar segura?
- ¿Ya hablaste con ella? ¿Ya sabes si se hizo una prueba seria o una de esas porquerías que venden en las farmacias?
- Eso no lo sé, Omar. No he podido hablar con ella desde ayer en la mañana, cuando me dijo que estaba embarazada y salió corriendo. Creo que debe andar con Gabriela, sabrá dios planeando qué cosas. Esas dos juntas son peor que un manicomio andante.
- ¿Cómo es que aún no has podido hablar con ella? ¿Se te está escondiendo?
No supo qué responderle. Tenía razón, todo estaba muy raro. Nunca le había costado tanto hablar con Susana como ahora, desde el viernes. No podía explicarlo, pero era así. Claro, tampoco nunca antes Susana había estado embarazada y seguro que toda su rutina estaba alterada.
- Te voy a dar una opción, pero quiero que la escuches con calma. ¿Okey? Es sólo una posibilidad, pero dada las circunstancias, hay que pasearse por ella, así que no te enojes, ¿okey?
- Está bien. Dime. No me vengas con tantos rodeos.
- ¿Y si ese bebé no es tuyo? ¿Y si es de otro?
- Pero, ¿qué coño dices?
- ¿No te parece extraño que no hayas podido hablar con ella?
- Esa carajita está cagada. No tiene ni idea de qué va pasar con su vida. En este momento debe odiarme, porque no me ha dejado decirle que la estoy apoyando, que estaré con ella sea donde sea que ella quiera estar.
- Está bien, no te molestes. Pero un poco de malicia no te hará daño, ¿okey?
- No la necesito. Susana me adora. Ella es mi vida, y yo soy su vida. Susana no tiene ojos para más nadie, sólo para mí.
- Está bien, pero, tienen que hablar. Tienen que estar seguros de los resultados de ese examen, y verifica que haya sido en un examen serio, ¿okey? Nada de esas porquerías caza-bobos que venden en las farmacias, ¿okey? Deben estar muy seguros de lo que realmente está ocurriendo antes de iniciar el show.
- ¿Cuál show, Omar?
- Usé mal el término, discúlpame. Pero deben estar muy seguros de todo y de lo que van a hacer antes de dar un paso adelante, ¿me entiendes?
- Te entiendo.
- Ya tengo el nombre de un par de clínicas.
Una vez que dejó al tío Omar, Carlos quiso caminar hasta llegar a la avenida principal de Las Mercedes. Buscó un teléfono público y llamó nuevamente a Susana. Nuevamente, atendió su mamá:
- No, Carlos, no está. Salió con Gabriela.
- Puede decirle que necesito hablar con ella urgentemente.
- Sí, claro. ¿Ocurre algo?
- No, nada. Sólo quiero hablar con ella. Ahora debo colgar, le estoy hablando de un celular. Gracias.
Y colgó. Pensó que ya estaba abusando un poco de excusa del celular para deshacerse de las preguntas de la señora Mercedes, así que tendría que pensar en otra cosa.
Llamó a Javier, quien estaba reunido con los compradores. Se fue a su casa y ajustó los precios de la bicicleta y el DVD. Los interesadoss eran Manuel para el DVD, e Ignacio, para la bicicleta. Concretarían el negocio para el lunes. Con la bicicleta no habría mayor problema, ya que siendo de Carlos, pasaría un tiempo antes de alguien notara su falta. Pero el DVD era de la casa y lo usaban casi a diario, así que debía robárselo y lo echarían de menos en pocas horas. Manuel ofrecía por él noventa mil bolívares, mucho más de lo que Carlos esperaba. Sin dudarlo, aceptó.
En la tarde, se reunieron con José, el repartidor de periódicos. Ya Javier le había adelantado el asunto, pero el tipo tenía de tonto sólo el aspecto: quería quinientos mil bolívares de comisión por su trabajo. El mismo sugirió que se hiciera un sólo cheque, el cual él depositaría en su cuenta de ahorro, y luego, al hacerse efectivo a las cuarenta y ocho hora, le daría a Carlos su millón. Aceptó. No había otra. No tenía otra opción que confiar que el tipo no se desaparecería del mapa con todo ese montón de dinero en sus manos.
De regreso a su casa, Carlos comprendió que todo dependía de poder robarle un cheque a su papá y de poder imitar su firma a la perfección. En cuanto a la conformación de la emisión del cheque, no podía hacer nada, salvo dejarlo en manos de dios, del destino y de la suerte.
A las diez de la noche del sábado llamó por última vez ese día a Susana. Aún no había llegado.
El domingo fue un día terrible. quizás el peor de todos. Dado que Susana no respondía a sus llamadas, Carlos había comenzado a considerar seriamente la posibilidad de que a ella no le interesara de tener al bebé. Quizás ella hubiera averiguado por su lado mucho más que Carlos sobre las alternativas de un aborto y simplemente planeaba aplicarlas, sin consultarle ni pedirle apoyo de ningún tipo. Quizás, también, para ella y sus amigas, la Gabrielita y la Samantha, les hubiera resultado más fácil que a Carlos reunir de la nada ese maldito millón de bolívares. Era poco probable, pero, ¿quién sabe?, pensó Carlos.
Estaba agotado y hambriento, ya que aún no había logardo tragar bocado. Se despertó a las once de la mañana y salió a caminar al Parque del Este. Le dio tres vueltas. Exhausto, se tiró sobre la grama del parque. Volvió a sentir miedo. Ya todo le daba miedo. Temía que Susana respondiera sus llamadas telefónicas, pero a la vez temía que ya nunca más pudiera ni siquiera verla. Sentía a Susana como el ser más entrañable de su vida, pero a la vez, el más extraño y ajeno. Trataba de reconstruir su rostro en su memoria, como si hubieran pasado siglos desde la última vez que la había visto. Ya no recordaba siquiera cuando la había besado por última vez.
Antes de salir del parque llamó a su casa. Su mamá le dijo que Javier lo había lbuscando en tres oportunidades y que le urgía comunicarse con él. Lo llamó inmediatamente, pero no estaba en su casa. Eso sí, había un recado: que se pusiera en contacto con él a la brevedad posible.
Carlos estaba indignado. ¿Cómo era posible que Susana no hubiera respondido una sola de sus llamadas? ¿Acaso lo había decidido todo ella solita y lo había dejado pintado en la pared? Si era asi, pues que se fuera muy largo al carajo, ¡recontracarajos!
Se montó en el Metro y se bajó en la estación Bellas Artes. Caminó hasta el museo de Ciencias Naturales. Vio geroglíficos y momias, pero en verdad que no quería ver nada. Sólo ganaba tiempo para volver a llamar a Susana.
Llamó a su casa y sólo tenía dos nuevos mensajes urgentes de Javier. «¡Qué ladilla!», pensó. Lo llamó a su casa. Él mismo fue quien atendió el teléfono. Le preguntó que dónde carajo andaba escondido. Le respondió que no estaba escondido nada y que se encontraba en la estación del Metro de Bellas Artes, pero que ya se iría de allí. Quedaron en verse en el Sambyl, en la entrada principal.
Cuando se reunieron, Javier estaba tranquilo. Al verlo, extendió su mano para que Carlos la extrechara, cosa que nunca hacía y que le pareció muy rara a Carlos.
- Javier, yo ando como loco con todo esto que me está pasando. ¿Qué diablos es lo que tienes que decirme tan importante que tiene que ser cara a cara y no por teléfono? ¿Acaso se echó para atrás el tipo de los periódicos? ¡Sólo eso me faltaba!
- Coño, cálmate. Vamos a buscar un lugar para tomarnos unos heladitos y allí hablamos, ¿te parece?
- Me da igual.
Como era domingo y todos los locales estaban repletos de gente, los amigos decidieron hablar mientras caminaban. Fue entonces cuando Javier se lo dijo:
- Susana no está embarazada.
Carlos no comprendió muy bien lo que acababan de decirle.
- ¡¿Qué?!
- Que no está embarazada.
- ¿Se hizo nuevos exámenes y salieron negativos?
- No, nunca se hizo ningún examen.
- No entiendo. ¿Acaso está embarazada de otro?- recordó la posibilidad que le había sugerido su tío Omar.
- No, de nadie. Simplemente no está embarazada. Y nunca lo estuvo
- Y tú, ¿qué coño puedes saber? ¿Acaso te acuestas con ella?
- Me lo dijo Esperanza, mi hermana. Lo planearon juntas. Susana, Esperanza, Samantha y la Gabriela. Quería terminar contigo y no sabía cómo.
- ¡¿Qué?! ¿De qué me hablas? No inventes vainas, coño.
- Ellas pensaban que saldrías corriendo y te desentenderías del asunto y esa sería la excusa para darte el corte. Nunca previeron que fueras a tomarte tan a pecho todo este asunto.
- Entonces, ¿no está embarazada?
- No.
- ¿Y cómo es que lo sabes? ¿Acaso está embarazada de otro?
- No. No está embarazada de nadie. ¿Acaso no estás escuchando lo que te estoy diciendo?
- Sí, te escucho, pero no entiendo nada. ¿Acaso está enamorada de otro?
- Quizás sí.
- ¿Cómo que quizás?
- Está bien, anda enamorada de otro, pero no sabía cómo terminar contigo.
- ¿Cómo sabes eso? ¿Acaso estás saliendo con ella a mis espaldas?
- No te vuelvas loco, ¿quieres? Me lo dijo Esperanza.
- ¿Por qué te lo dijo?
- ¡Qué voy a saber yo! Tal vez porque es muy lengua larga, o tal vez porque ellas decidieron que me lo dijera para que yo te lo dijera a ti y te quedaras tranquilo de una maldita vez y por todas.
- ¡Verga!
- Así es, mi pana. ¡Verga!
- Pero, ¿cómo se le pudo ocurrir eso?
- ¿Qué sé yo? Son mujeres. Mientras uno mira una cosa, ellas miran diez, y le dan la vuelta al derecho y al revés. Y uno como un tonto, mirando la maldita cosa desde un solo sitio.
- No entiendo, ¿qué coño quieres decir?
- Que son mujeres. Y que son más listas que uno, aunque vengan locas de fábrica.
Le dieron ganas de llorar. De rabia y de vergüenza. Sentía como la cara se le ponía roja y acalorada, como si la estuviera metiendo en un horno.
- Ya no hay nada qué hacer, mi pana. La carajita se volvió loca y te está sacando el culo.
- Sí - aceptó Carlos, sin réplica.
- Yo quería casarme con ella. Desde que me lo dijo el viernes, sólo quería casarme con ella. Nunca me dejó decírselo.
- Vamos, mi pana. Olvídese de eso. Carajitas es lo que sobran.
Ambos amigos siguieron caminando en silencio. Carlos se sentía aliviado, es verdad, pero infinitamente triste y avergonzado.
- ¿Qué quieres hacer?
- Nada. Caminar. Estar solo.
- ¿Seguro?
- Si.
Antes de irse, le preguntó:
- ¿Alguien más sabe de esto?
- No lo sé, Carlos.
- No le digas nada a nadie, por favor.
- De acuerdo, mi pana. Pero recuerda que Esperanza y Gabriela lo saben. Allí no te garantizo nada.
- Eso no importa. Simplemente no se lo cuentes a nadie, por fa.


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Publicado en el libro "Japi berdei tu yu", Playco Editores Publicaciones. Primera Edición 2002. Segunda Edición 2007. Premio "Narrativa Juvenil Salvador Garmendia", edición 2002. Este libro podrá conseguirlo en las más importantes librerías del país. Para mayor información, favor comunicarse a los teléfonos 0212-2354736 y 0212-2372764.
Este relato está protegido por las leyes de Derechos de Autor año 2000. Su reproducción total o parcial deberá hacerse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editorial.

miércoles, 19 de agosto de 2009

HASTA HOY...





Tras el estriado cristal de la ventanilla puedo ver el verde-azulado del mar de Puerto Cabello. Gran parte de los pasajeros llevan atuendos playeros. El aire está cargado de un tenue aroma a sa
litre y a aceites bronceadores. Un hombre viejo con sombrero de cogollo se sienta a mi lado. Coloca entre sus piernas un saco cargado de yuca. Quizás éste sea el único pasajero asiduo y legítimo de este tren. Los demás lo usan solamente para venir a la playa los fines de semana y otros, como yo ahora, por razones excepcionales. Un par de chicas veinteañeras se han sentado en el asiento diagonal al mío, de espaldas a la trayectoria que en breve (eso espero) el tren dará inicio.

El destartalado vagón aún conserva algo de su pretérita elegancia de primera clase. Hoy día su selecto estatus está totalmente devaluado. Todos los boletos cuestan lo mismo, así que el vagón de primera clase está destinado para los que lleguen primero. Igual todo el tren se está cayendo a pedazos. Los asientos tapizados con cuero rojo, de altos espaldares y cabeceras acolchadas, hace años que están rotos aquí y allá. Una gruesa y compacta capa de mugre barniza la madera del piso y las paredes de los pasillos. Los vidrios de las ventanillas están cruzados por rayas y fisuras como consecuencia de años de exposición a las ramas de los árboles y piedrecillas del camino. Algunos cristales están rotos o, simplemente, ya no existen.

Aún con las puertas abiertas el tren ha comenzado moverse. Una vez fuera de la estación, lo primero que veo es el cementerio de Puerto Cabello. Un poco más allá, la avenida intercomunal y, al fondo, los muelles y los cargueros fondeados. Miro la hora y son las tres y cincuenta de la tarde. Mi vuelo saldrá a las once de la noche. Si contamos las cuatro horas de trayecto ferroviario, debería estar en el aeropuerto de Barquisimeto a las nueve de la noche. Por carretera hubiera llegado antes, pero he querido evitar las alcabalas del camino.

El viejo a mi lado ha comenzado a cabecear. Las muchachas hablan entre sí. Una de ellas, mientras escucha a su compañera, me mira fijamente. Tiene ojos lindos, de color aceituna y forma oblicua, como los de una gata. Un grupo de hombres jóvenes fuman cerca de la puerta del vagón. Conversan animadamente sobre los resultados de un partido de béisbol mientras lanzan descaradas miradas al par de chicas. En el asiento paralelo al mío, una mujer amamanta a su pequeño bebé cubriéndose el pecho con una toalla descolorida.

Me concentro en el rostro de la bonita muchacha que de vez en cuando continúa dedicándome inquietantes miradas. Su cara tiene una expresión apasionada. El sol de la tarde entra por las ventanillas bañando con luz dorada sus brazos y piernas. No lleva maquillaje y, así, su belleza se exhibe con crudeza, dejando al descubierto algunas pequeñas marcas sobre su amplia frente. Aún así, por más desnuda que se me presente su persona, no podría adivinar absolutamente nada sobre su verdadera naturaleza. No sé si es una chica buena o mala. No sé si es inteligente o de cerrado entendimiento. No sé si es culta, informada o simplemente una desaguisada ignorante. Podría ser una oficinista bancaria, pero también podría ser una ramera. Sus manos arregladitas y de uñas bien pintadas, apenas me dicen que es una persona atenta a su aspecto. Tampoco me dicen nada las caras de los hombres que fuman alrededor de la puerta (¿serán obreros, acaso policías?), ni la de la mujer que sigue amamantando a su hijo ni la del viejo que dormita a mi lado.

Tampoco mi cara les dice nada a ellos. Me miran y ni siquiera sospechan que acabo de cometer un homicidio. O peor aún, he sido cómplice y testigo de un asesinato.

Había trabajado para monsieur Philippe Perrault desde que tenía diecisiete años de edad. Perrault era un viejo dedicado a la importación de champaña francesa y a la exportación de cacao en polvo. Vivía en las colinas de Altamira, una montaña al sur de Puerto Cabello en la cual se había instalado a comienzos del siglo XX una selecta y muy adinerada colonia francesa. Con el surgimiento de la actividad petrolera en los años treinta, la economía del puerto se contrajo aparatosamente, obligando a los galos a buscar otros destinos para sus negocios. Muchas de las catorce casas palaciegas que conformaban el asentamiento permanecieron deshabitadas durante años. A comienzo de los cincuenta Philippe Perrault adquirió a muy buen precio una de estas elegantes pero ruinosas mansiones. Recomendado por mi madre (que era su cocinera y encargada de la limpieza de la casa de Perrault) hace poco más de cinco años fui contratado como su asistente personal, lo cual me ha obligado desde escribir sus cartas, organizar sus archivos y hasta alimentarlo en su cama o bañarlo como a un bebé cuando caía enfermo. Jamás lamenté ni renegué de mis obligaciones, no así del endemoniado genio e insaciable avaricia del anciano. A los pocos meses de haber sido empleado suyo, mi madre murió súbitamente de un infarto cardíaco. Perrault asumió los gastos médicos y funerarios, lo cual me ató durante tres años a su servicio sin verle la cara a un sólo bolívar como salario por mis servicios. Según él, mi deuda aún no estaba saldada. Y como no conocía el monto adeudado, mal podía saber cual era el saldo que aún debía honrar. Hace poco menos de dos años, mientras le servía la cena, me informó que yo ya había logrado pagar la totalidad de su préstamo. A partir de ese momento yo esperaba comenzar a recibir nuevamente mi salario, pero me equivoqué. El viejo alegaba que dado que mis necesidades de comida y techo estaban resueltas, él retendría mi paga como una forma de ahorro para mí y que cuando yo necesitase algo, pues, él me entregaría la suma requerida. El caso fue que hasta para comprar una camisa yo debía recurrir a él, quien, además, se tomaba la libertad de opinar sobre el precio de la prenda, entregándome únicamente el dinero que él consideraba suficiente para la compra.

Lo que más me molestaba no era el cerco económico al que me había sometido, sino sus agresiones verbales y físicas. Cuando algo no era de su agrado no dudaba en asestarme sendos palmetazos sobre mi nuca llamándome, sin más, imbécil, tarado o cretino. Pero lo que realmente me resultaba intolerable era cuando intentaba golpearme con su bastón. Gracias a mis oportunos saltos había logrado salir ileso de estos ataques, pero aún así, no había forma de saltarme la humillación que me causaba ver esa estaca surcando el aire tratando de alcanzar mi cabeza.

¿Por qué no escapé de esa absurda esclavitud ni de esta permanente humillación? Antes que nada, porque no sabía a donde ir. Apartando a mi difunta madre, no tengo más familia en el mundo. Tampoco tenía dinero y, para colmo, carecía de un oficio definido. En casa de Perrault era jardinero, enfermero, cocinero, chofer, archivador y contable. Además, había aprendido a leer y escribir en francés. Pero fuera de esas paredes, no era nadie.

Pero hace exactamente una semana recibí una llamada telefónica liberadora. Era Jean-Claude, el hijo mayor de monsieur Philippe. Me reuní con él y Gérard (el hijo menor del viejo) en un roñoso restauran árabe del puerto. Como siempre, ambos andaban malencarados, con la barba de varios días sobre sus mejillas y ojeras que delataban noches de mal sueño. Igual que los recordaba, ese día también apestaban. Hacía más de dos años que habían huido a la isla de Martinica. Fueron a parar allí luego de que ambos hermanos fingieron un secuestro para sacarle unos reales al avaro padre. Sin embargo, Philippe Perrault se negó desde el primer momento a pagar ni un sólo bolívar a los supuestos raptores. Al final la policía descubrió la farsa y, para evitar la cárcel, ambos hombres huyeron del país.

Ahora regresaban y tenían un plan:

— Vamos a matar al viejo. ¿Tú que dices?
— Por mí, hagan lo que les venga en gana.
— Necesitamos tu ayuda. Manda a la cocinera para su casa y quédate solo con el viejo. Entonces nos presentaremos y lo matamos. Necesitamos además que averigües dónde guarda el dinero en efectivo. Tendrás tu parte en el botín, por supuesto.
— Sé donde guarda la plata, pero ignoro la combinación de la caja fuerte.
— ¿Y hay dinero?
— Debe haber unos treinta mil dólares. Quizás más.
— Suficiente. Y no te preocupes por la combinación: yo haré que el viejo me la dé.

Esta ha sido la semana más larga de mi vida. La piel del viejo Perrault olía a naftalina. Era un olor penetrante que no se le quitaba ni con el baño ni con las costosas colonias que se vaciaba encima. Esta semana he sentido que ese olor atravesaba su ropa, su saco y se levantaba desde cualquier lugar que el viejo estuviera para perseguirme por cada rincón de la casa. Verlo comer se me volvió una obligación intolerable. Aún para tragarse la espesa avena que cada noche le preparaba, el decrépito anciano debía masticarla incansablemente, chasqueando y entreabriendo la boca con cada movimiento de mandíbula, dejando a la vista la viscosa pasta blanca. Su voz nasal se me hizo más estridente y desafinada que de costumbre. Y todas sus órdenes las veía marcadas por el capricho y el antojo. Hubo momentos durante estos últimos días en que sentí tal odio y desprecio por el maldito viejo que más de una vez estuve a punto de abalanzármele encima y adelantarme así a la sorpresa que sus hijos le tenían preparada.

Hoy sábado en la mañana mandé a Guadalupe, la cocinera, para su casa. Alertados por mí, a los pocos minutos se aparecieron los hermanos Perrault. Una vez en el interior de la casa, los tres subimos las escaleras. Mientras ascendíamos, Jean-Claude y Gérard sacaron a relucir una pistola y un formidable puñal de cacería.

Entramos al estudio del viejo sin tocar a la puerta. Al ver a sus hijos armados, Philippe dejó sobre el escritorio el bolígrafo, se quitó sus lentes de lectura y, mirando fijamente a los dos hombres, les pregunto:

— Y ahora, ¿qué es lo que quieren, malparidos?
— Ya vas a ver lo que queremos, viejo cabrón.

Le confesaron que venían a matarlo y, de paso, a llevarse cualquier cosa que consideraran de valor. Pero aún en el caso de que no hubiera nada para llevarse, igual lo matarían. Philippe los retó a que, entonces, le mataran, ya que en la casa no había nada de valor, y si lo hubiera, no se los entregaría.

Así pasaron varios segundos, mirándose a los ojos los unos a los otros, como midiéndose. Fue entonces cuando el viejo giró levemente la cabeza y me lanzó una mirada de soslayo. Allí comprendió que yo estaba con ellos. Su rostro palideció de rabia.

Gérard quería acción y no perdió oportunidad para demostrarle al anciano padre que estaban hablando en serio. Se acercó a él, lo tomó por la mano, la colocó sobre el escritorio de madera y, allí mismo, se la atravesó con el puñal. El viejo lanzó un chillido estremecedor.

Usualmente el vejestorio aspecto de Perrault se asemejaba al de un buitre: la cabeza calva y estrecha, los ojitos chiquitos y acechantes, la nariz curva y puntiaguda encima del mentón hundido dentro de una cara que se había convertido en un fárrago de pellejos colgantes. Los dientes postizos le bailaban al hablar, dándole un aire ridículo y lastimoso a la vez. Pero ahora, herido como estaba, con el dentado puñal ensartado en su mano, el viejo Perrault parecía un buitre desplumado. Y la dentadura falsa, tal era el temblor de sus maxilares, apenas si podía evitar que se le saliera a saltos de la boca.

Asustado, Philippe trató de convencer a sus hijos que más les valía esperar a que él muriera de forma natural y heredar todo su dinero, que no era poco.

— Sabrá Dios a quien le habrás favorecido con tu herencia. Sólo por joder, eres capaz de haberle dejado todo a los gatos. Además, parece que si no te ayudamos, jamás te vas a morir.

Una sonrisilla maligna se dibujo en los delgadísimos labios de Philippe. Siempre he considerado que Gérard y Jean-Claude han sido unos bastardos hijos de puta. Nunca me gustaron y ahora, en aquel momento en el que estaban por darle muerte a su propio padre, menos aún me gustaban. Hubo un instante en el que pensé auxiliar al viejo y salvarlo de aquel trance mortal, pero sabía que el desgraciado me lo agradecería con un bastonazo en la cabeza o con uno de sus procaces insultos. Además, si llegaba a mostrar la menor resistencia a sus deseos, aquellos dos bandidos no tendrían el menor reparo en liquidarme junto con el viejo.

Philippe les dio la combinación para abrir la caja fuerte. Había treinta y dos mil dólares, nueve mil euros, un par de relojes de oro y una cadena de cochano. Jean-Claude repartió el botín allí mismo, delante del viejo. Esa era parte de su venganza. A mí me dieron ocho mil dólares y les advertí que me llevaría un dibujo a creyón que el viejo mantenía colgado en las penumbras de su habitación de dormir. Los hermanos no objetaron mi solicitud, pero, al escucharme, el viejo levantó su calva cabeza y me miró con sus ojitos de bribón. Sin embargo, no dijo nada. Nunca había escuchado su título, y acaso no lo tuviera, pero el dibujo era una posesiones más valiosas del viejo. Y si le era valiosa a ese desalmado, no era precisamente por su amor al arte, si no porque debía valer una verdadera fortuna: era un dibujo de Edgar Degas.

— Te llegó la hora, viejo infeliz — le advirtió Jean-Claude mientras tomaba del escritorio una pesada piedra de mar que hacía las veces de pisapapeles. Podía haberlo matado de un balazo o haberlo apuñalado. Pero no. El hijo necesitaba concentrar toda su ira y descargarla en un único y certero golpe. Se paró frente a su padre y le asestó con la piedra un descomunal porrazo en el parietal derecho. Philippe ni siquiera tuvo oportunidad de emitir quejido. Luego de recibir el golpe, su cabeza se desplomó sobre su enjuto pecho, manando un copioso chorro de sangre.

Fui a mi cuarto a buscar mi morral, el cual tenía preparado desde la noche anterior. Luego entré a la habitación del viejo y metí el Degas entre mi ropa. Los parricidas hermanos, envueltos ambos en un opresivo silencio, me bajaron en su carro hasta el puerto. Ni siquiera nos despedimos al yo salir del vehículo.

Dos días antes yo había reservado un pasaje para Puerto Rico. Una vez en la isla, decidiría si me iría a Miami o a Cuba. Cuando todo se hubiera calmado, viajaría a Francia o a España para vender el dibujo. Fui a la agencia de viajes donde pagué y retiré mi boleto aéreo. Luego tomé un taxi hasta la estación de trenes de Puerto Cabello.

Nadie se enteraría de la muerte del viejo por lo menos hasta mañana domingo. Sin embargo, no me confiaba de los hermanos Perrault. Sabía que podían denunciarme y hacerme pasar por el asesino, ya que mi propia huida me incriminaba. Además, cargaba encima los dólares en efectivo y el Degas. Si me atrapaban, estaría perdido, mientras que ellos, los Perrault, libres de toda culpa, se dispondrían a disfrutar de la jugosa herencia.

Abatidos como estaban luego del asesinato, ninguno de los hermanos me preguntó a dónde iría. Tal vez no les interesara saberlo o tal vez dieran por hecho que huiría hacia Caracas, buscando el aeropuerto de Maiquetía. En cualquier caso, podrían alertar a la policía para que me buscaran en las carreteras, pero jamás se les hubiera ocurrido buscarme en el tren, ya que era la vía más lenta para huir de Puerto Cabello.
*
El sol ya ha desaparecido en el horizonte y una creciente oscuridad comienza a envolvernos en el vagón. El tren se detiene unos minutos en la Estación de San Felipe, donde se baja el anciano de sombrero que iba sentado a mi lado.

Reiniciada la marcha, el tren atraviesa un caserío. Las luces del interior de las humildes viviendas ya están encendidas y, fugaces como un relámpago, logro captar algunas imágenes domésticas. Una mesa servida, una mujer sentada a la puerta de su casa, un hombre panzón caminando sin camisa, unos niños correteando en la calle. Vistos desde acá, desde el rayado cristal de la ventanilla del tren, me provoca ser uno de ellos. Tener una vida de verdad, una esposa, unos hijos, una cena servida. Pero también es probable que ellos, al mirarnos pasar una vez más dentro de los maltrechos vagones, nos miren de reojo y deseen estar en nuestros asientos y convertirse así en eternos viajeros y escapar, de una vez y para siempre, de sus vidas miserables y aburridas.

La chica que está sentada diagonal a mí se llama Patricia y estudia odontología. Apenas el viejo del sombrero se bajó del vagón, la chica me ha pedido un cigarrillo. Le he dicho que no fumo, pero igual se ha sentado a mi lado, para averiguar de dónde vengo. Me ha dicho su nombre y me ha sonreído de forma muy simpática. Es mucho más linda de cerca que de lejos.

A las ocho y treinta y dos minutos de la noche el tren arriba a la estación de Barquisimeto. Me despido de Patricia con un rápido apretón de manos. No tiene sentido que pida su número telefónico. Es probable que nunca más la vea.

Camino hacia la salida de la estación. En el trayecto veo un barcito y entro para tomarme una cerveza. Aún es temprano.

Recuerdo que una vez, de niño, un compañero de clases me confesó, para humillarme y hacerme daño, que mamá además de ser la cocinera, era la amante de monsieur Philippe Perrault y que yo era el hijo bastardo de esa unión. No creí una sola palabra de lo que me dijo aquel infeliz, pero la repulsiva idea me ha perseguido desde entonces.

Hasta hoy.

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.com

domingo, 14 de junio de 2009

Sí, quiero...







Nadie respondió al timbre que insistentemente las chicas habían tocado. Claudia tomó su celular y llamó a Virginia.
— Está en la peluquería, que si queremos nos vayamos para allá— le informó Claudia a Rebeca.
— ¿Y qué demonios vamos a hacer allí?— objetó Rebeca.
— Bueno, eso es mejor que estarnos aquí sentadas esperando como unas pendejas— dijo Claudia, tapando el auricular con la palma de su mano, para evitar que se escuchara al otro lado de la línea.
— ¿Y a qué hora regresa?
— ¿Que a qué hora regresas, Virginia?.... No sabe, dice que aun no han comenzado con ella, ni siquiera le han lavado el pelo y el lugar parece que está repleta de gente— informó Claudia, volviendo a tapar el diminuto celular con la palma de su mano.
— Dile que nos llame cuando vaya a regresar, allí veremos qué hacemos.
— Virginia, cuando termines y te vengas para la casa, llámame al celular, pero no se te olvide, mira que andamos en jeans y franela y nos vamos a arreglar en tu casa, ¿okey? ¿Tienes el teléfono, no? Llámame, no se te olvide, y si no te cae la llamada, porque este aparato nunca funciona cuando debe, me dejas el mensaje en la grabadora, yo estaré pendiente de revisarla, ¿okey?

Apenas era la una de la tarde.

— Y ahora, ¿qué hacemos?— preguntó Claudia, guardando el telefonito en la mochila que llevaba a cuestas.
— ¿Seguro que escucharás el teléfono cuando te llamen? ¿No es mejor que lo tengas a la mano, para poder oírlo?
— Allí lo escucho. Si no, revisamos la grabadora, ya me oíste, se lo advertí. ¿Qué hacemos, a dónde nos vamos?
— ¿Sabes llegar al centro comercial ese que acabamos de pasar, el que está a un lado de la autopista? Creo que nos vendría bien una birra bien fría.

El viejo dodge dart 77 (el último de su estirpe) no sólo carecía de aire acondicionado, sino que a duras penas le bajaban y le subían las ventanas, lo que daba más o menos lo mismo, ya que lo que entraba por ellas no era más un chorro de aire caliente.

— No hemos debido llegar tan temprano— protestó Rebeca—, me enferma el calor, me pone frenética.
— A mí me erotiza. Me hace sudar, me hace sentirme húmeda por todas partes, me despierta, me espabila, me pone cachonda. Es igual que en la playa, el olor a salitre, a bronceador, a pescado frito... todo eso me excita...

Claudia daba vueltas y vueltas en el viejo carro, totalmente desorientada.

— ¿Estamos perdidas, no?— preguntó Rebeca
— Estamos buscando el camino que es otra cosa.
— ¡Estamos perdidas! ¿Le dijiste a Virginia que llegaríamos a esta hora?
— Se suponía que llegaríamos temprano...
— ¡No se lo dijiste, coño!

Claudia fue la primera sorprendida al llegar a la entrada del centro comercial.

Más de la mitad de los locales aún estaban cerrados o en proceso de instalación. Sólo habían abierto una tienda por departamentos —el único local con aire acondicionado—, una heladería y muchísimas tienditas ofreciendo ropa de pacotilla o zapatos baratos. Después de recorrer hasta el cansancio la tienda por departamentos, las dos mujeres se fueron a comer un helado.

— Este calor no lo aguanta nadie— protestó Rebeca.
— Eres tan amargada, coño. Todo te molesta, todo te ladilla, todo te encabrona. Por eso no hay hombre que te aguante.
— Mira quien habla, ¡la que se los tiene que quitar a carterazos de encima!
— Yo no tengo las tetas que tú tienes, cariño. Con tus tetas, mis ojos y mi simpatía, estaría montada en la cima del universo.
— Creo que fue mala idea venir para esta boda, y hablo por mí, ¿de acuerdo? ¿Ya le dijiste a Virginia que nos quedaríamos en su casa?
— Se supone, Rebeca, coño... ¿a dónde vamos a ir a las tres de la mañana, todas borrachas?
— A un hotel, cariño. A un hotel. Eso es lo que espera la gente que hagamos, a menos que advirtamos lo contrario. Capaz que el Alex y su mujercita tengan planeado quedarse en casa de Virginia y nos toque dormir con los novios.
— No sé por qué carajo viniste.
— Por Alex. Lo quiero mucho. Me llamo en persona y me explicó en detalle las razones por las que se casaba con esa chica, Julieta, creo.
— Giulianna, coño, se llama Giulianna.
— Yo no le pedí ninguna explicación, pero él me las dio. Además, siempre fue muy amable conmigo, siempre, desde que estudiábamos en el liceo. Por eso vine: por él. Porque mira que la hermanita, la Virginia esa, jamás me ha mirado con buenos ojos.
— Ahora resulta que Alex y tú son amigos del alma, ¡ja!, con lo mal que lo has tratado siempre. Si vienes por algo, debería ser por remordimiento, por tratar de ser al menos una vez amable con el pobre Alexander. Es obvio que te aguantó tantas pesadeces porque estaba enamorado de ti, y tú te aprovechaste.
—No aguanto este calor. Vámonos.
— ¿Adónde?
— No lo sé. A un cine. Vamos a ver una película. Al menos habrá aire acondicionado y podremos dormir un rato. Saca el celular ese de la mochila y póntelo en la cintura, capaz que te llamen y no lo escuchas.
— No me gusta llevarlo colgando en la cintura. No soy macho para llevar vainas colgando.
— Dámelo acá, yo lo cargo.

Salieron del centro comercial buscando una sala de cine. La única que tenía función antes de las cinco de la tarde era el Ritz, famoso en todo Maracay por sus funciones continuadas de cine porno.

— Este calor y estas vergas agigantadas, y una aquí sin un macho a la mano. Después una se pone fácil en la fiesta y dicen que una es puta.
— Coño, Claudia, cuidadito con una de las tuyas esta noche. Venimos juntas y nos vamos juntas, ¿estamos claras?
— Que sí, mujer, que no hago más que fantasear.

*

De niña me intrigaba la ruta de los perros: los veía pasar frente a la ferretería de papá, caminando de prisa, con determinación, como si supieran exactamente hacia donde querían ir. Pero los perros callejeros no tienen casa, es decir, la calle entera en su casa, así que debería darles igual estar aquí o allá, pero no es así: van de un lugar a otro, como si supieran lo que hacen. A veces se detienen, como si hubieran perdido el camino. Levantan la cabeza, ¿olfatean el aire?, y luego cambian la ruta, al trote, a paso rápido, como soldados con una encomienda que no debe tardar en llegar. Hoy al salir de la casa de la modista con mi vestido bajo el brazo, he visto a uno de estos perros. Me pasó por el lado, casi embistiéndome. Parecía un ejecutivo camino a una junta de accionistas. Luego, ya en el carro (mamá manejaba y hablaba hasta por los codos), me di cuenta que la ciudad estaba plagada de perros caminantes, como si se tratara de una invasión. Luego vi que las personas caminaban con igual frenesí. Caminaban y se detenían a mirarme. Entonces supe que ellos (tanto las personas como los perros) sabían de mi boda hoy en la noche. Todo el mundo y todos los perros se movían aquella mañana alrededor de la idea de que yo, Giulianna Sanguinetti, contraería nupcias. Una idea absurda, ¿no? Mamá acomoda el vestido sobre la cama. Lo arregla con amor, como si quien se casara fuera ella. En cierta forma, es así. Estoy en pantaletas, sostén y un fondo de seda color blanco nácar. Mis primas retocan innecesariamente mi peinado. Insisten en que siempre hay un pelo rebelde fuera de lugar. Mis hermanos caminan de un lado a otro, con un vaso de whisky en la mano. Cuando se embriagan, comienzan a hablar en voz alta. Y llevan horas hablando a voz en cuello. Están contentos y molestos. Parece que es así como creen que deben sentirse. Entregarán a su hermanita a los brazos, a la vida, a la cama de un extraño. De un venezolano, para colmo. Esa idea no se la tragan. Cuando no la ponen a la entrada, la ponen a la salida, me han advertido mil veces. Sé que lo estiman, pero también sé que lo desprecian. No importa cuantos años haya estudiado, el criollo es un empleadito, un asalariado. Tendré que vivir bajo el techo de un sueldo. Nunca habrá un bolívar de más en la casa. Nunca me regalará un carro en mi cumpleaños. Ni podremos contratar una enfermera durante mis días de post-parto. Mamá me mira, sonriente. Tiene el llanto a flor de piel. Ella llorará, no le costará hacerlo. Mis hermanos brindarán con mi marido. Le dirán cochinadas al oído. O lo amenazarán de muerte. Yo lloraré. En la ceremonia. Diré "Sí, quiero", y la voz se me quebrará. Lloraré a la salida de la iglesia, abrazando a mis amigas de la infancia, con el maquillaje de horas desparramado sobre mi rostro. Mamá me mira y me dice "ya es hora". Levanta el blanco vestido como una bandera que alguna vez me tocará a mí izar. Sus ojos se humedecen tras su sonrisa. Pero aún no es el momento de llorar.
*

Alex estuvo encantador en su boda: nervioso, tímido, penoso, hasta indeciso.

Cada vez que asisto a una boda, no puedo evitar pensar en los animales: tan libres, tan profanos, tan ausentes y presentes en todo. Nos miran con indiferencia, si es que acaso nos miran. Les importa un bledo todos y cada uno de nuestros tribales rituales. Para ellos todo radica en el hermoso dibujo de sus pieles, en el seductor sonido de sus cantos, en el estremecedor estruendo de sus rugidos, en la exquisita fetidez de sus mucosas, en la ferocidad de sus batallas pre-copulares. Hemos perdido todo eso a cambio de un poco de amor.

Claudia quiere emborracharse. Está alegre. Cree, a ojos cerrados, que esto es vivir. Sueña con encontrar al hombre de su vida. Hoy sueña con encontrarlo aquí. Cada hombre en esta fiesta es para ella un galán. Los hay jóvenes, viejos, pobres, adinerados, alegres, tristes. Ella, ansiosa, busca uno que la haga olvidar a los demás. Un hombre que sin ser nada, lo sea todo. Claudia, más que a un hombre, busca a un embaucador. A un genuino y legítimo estafador. Pero, ¿qué otra cosa puede ser un hombre sino un estafador de oficio y vocación?

Me acabo de tomar una foto con Alex y con su reciente esposa. Demasiado menuda, demasiado blanquita, demasiado fingida. No sé, dudo que se hayan acostado. Amable y espléndida, me dijo: "siéntete como en tu casa". Alex, coño, no le has contado nada de lo nuestro.

Pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Me levanto y camino hacia Alex. Lo miro a la cara. A los ojos. Al alma.

Claudia baila. Regresa y se sienta a mi lado. Me recrimina: "Estás tan amargada, Rebequita". Claudia está hermosa con su vestido rojo balado de lentejuelas. Los ojos le brillan. Sus labios están húmedos. Su cuerpo está mojado, sudoroso. Sus manos no paran de moverse. Sal a bailar, me ordena. Y se aleja de mí, en busca de ese hombre que la haga olvidar al resto de los hombres del mundo.

Permanezco sentada. No quiero levantarme de la mesa. Juro que si Alex me vuelve a mirar así, me levantaré y caminaré hasta su lado y me lo llevaré.

Pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa, tomar a Alex por el brazo y llevármelo.

Acepto la oferta: salgo a bailar. Ansioso, el tipo me envuelve en sus brazos. Lo freno. Le digo, sonriente, que así está mejor. Para que entienda. Pero no entiende nada. Busca presionarme, busca llevar mi cuerpo contra el suyo. Me separo y le vuelvo a sonreír.

Sólo una pieza y de vuelta a mi silla.

Me gustan los animales por su terquedad. Por su afán por querer llegar y llegar. Su determinación por no dejarse tocar. Su claridad por rehuir de todo lo humano.

Llegan los mariachis. La novia llora. Se abraza a Alex. Es, pienso yo, tan fingida, tan patética, tan de revista para mujeres. Su voz se quebró al decir “Sí, quiero” en la iglesia. Ahora Alex la recibe en sus brazos, comprensivo, fuerte, cariñoso. La mima con ternura y le limpia las lágrimas que caen sobre sus mejillas frente a los desafinados mariachis. Le sonríe. La acerca a su lado, como para hacerla verdaderamente suya. No sé, me parece que nunca se han acostado.

Alex está más gordo. Más grueso. Parece más hombre. Su nerviosismo lo hace tan auténtico. Habla con Giusepe, el padre de la novia. Lo mira a los ojos. Está sereno. Parece conocer todas sus preguntas. Parece conocer todas las respuestas. Tímido y nervioso, se mueve de un lado a otro. Habla con sus invitados y con los invitados de la novia. Pareciera que ha encontrado un lugar para su vida.

¿Por qué siento que esta boda debía ser para mí? ¿Por qué Alex me mira? y yo pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Perezosa, me llevo el trago a los labios. Felo mi vaso. Cualquier hombre podría notarlo. Todos, cualquiera, ¿menos tú, Alex?

Sueño (¿o realmente lo pienso?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Caminar hacia a ti y decirte "vente".

*
!Nunca se deja de trabajar! Todo, absolutamente todo, es trabajo. El pantalón me queda demasiado apretado. He engordado. La corbata descansa sobre mi panza, no sin antes arquearse bordeando el abultado abdomen. Maldito calor. Ya ni me preocupo por guardar el pañuelo en mi bolsillo: empapado desde hace horas, lo llevo en la mano, como si fuera una vieja beata con su rosario. Maruja, mi mujer, se merece un Oscar a la mejor actuación: nada logra borrar de su rostro su espléndida sonrisa. Casi siempre dejo que ella sea quien sonría por mí. Llegamos retardados y no encontramos mesa disponible. Saludamos a Giulianna y a Alex, los novios. Felices y aturdidos, se desbordan en atenciones a través de frases hechas. Entendemos que nos dan la bienvenida y que se alegran tanto de que hayamos asistido. Maruja se excusa por no haber podido estar presentes en la ceremonia. "Me encantan las bodas", dice mi mujer. Es mentira, pero lo dice con tal naturalidad que pienso que hasta ella misma se lo cree. Al verme, Giusepe se nos acerca, sonriente entre mesoneros y pasapalos. Nos estrechamos las manos y luego nos damos sendas palmadas en la espalda. Le explico que a uno de mis empleados se le ha muerto un hijo, hoy mismo, en la tarde, lo atropelló una moto, algo absurdo (lo digo en serio, el mortal accidente me ha impresionado profundamente), pero así es la vida, sentencio. Pobre chico, exclama Giusepe, por decir algo, sólo para no quedarse callado. Estábamos en el funeral, le informo. Por eso no hemos podido asistir a la ceremonia de tu hija, le explico. No te preocupes, hombre, me dice Giusepe. Vengan por acá, y nos abre paso con su descomunal corpulencia entre el estrecho pasillo repleto de invitados, mostrándonos el camino hacia las mesas. Nos ubica en una en la que hay un matrimonio mayor y una chica con cara de yonoquieroestaraquí. Antes de invitarnos a sentar, Giusepe hace las presentaciones de rigor, mientras pide permiso a los invitados de la mesa para ubicarnos en ella. La pareja de esposos mayores nos reciben con cortesía, pero la chica nos mira con cara de ¿yamíquémeimporta? Una vez sentados en la mesa, pienso que ya hemos cumplido con nuestro compromiso. Bien podríamos levantarnos e irnos a casa, darnos una ducha y dormir como nos merecemos. Pero las cosas no funcionan así. Tenemos que estar sentados aquí por lo menos un par de horas, tiempo mínimo para ver y ser vistos. Giusepe va a construir ciento veinte casitas en Turmero. Tiene en sus manos una oferta mía para el suministro e instalación de techos de machihembrado de madera de puy. Ya me advirtió que mis precios le parecen demasiado altos, muy pesados para su ajustado presupuesto. Nos reuniremos el próximo martes, en su oficina. Será una reunión de maleantes (o de mendigos), y ganará el que más se lamente. Sé que me comprará la madera y contratará mi instalación, la pregunta es cuánto pagará por ello. Maruja me pide le sirva un whisky. Ella está vestida de negro. Un traje ambiguo que sirve tanto para un funeral como para una boda. Le sirvo de la botella de etiqueta negra que está sobre la mesa. Antes le ofrezco al matrimonio y a la chica insoportablemente aburrida. Sólo ella es quien acepta que le vuelvan a llenar su vaso. Utilizo mi técnica de contar de uno hasta ocho mientras dejo verter el líquido. Cuando me voy al vaso de Maruja, me advierte que solo cuente hasta cuatro. Le gusta el whisky, pero muy suave. Bebe un sorbo y me sonríe aprobatoriamente. Me gustan los labios de Maruja. Los he besado tantas veces, y en este momento siento como si nunca los hubiera tocado. Pocas veces se maquilla, y al hacerlo, como hoy, su rostro se vuelve sensual. Sus ojos adquieren profundidad y su boquita roja y húmeda se hace lujuriosamente provocativa. Tenemos tres hijos y llevamos casi doce años de casados, pero en noches como esta de hoy, le haré el amor como si nunca antes la hubiera tocado. Miro su corpiño y me deleito con sus senos turgentes y redondos, firmes como los de una veinteañera. Tiene pecas en su pecho y en la espalda. A veces siento que conozco el dibujo de su piel de la misma forma que conozco el camino para ir a mi casa. Otras, como ahora, siento que esas pecas son un anagrama que ha sido escrito millones de siglos antes de mí, y que mi destino no es otro que descifrarlo una y otra vez. Sé que ella no piensa en nada de esto. Tal vez sospecha, al mirarme, que la estoy deseando. Pero también sabe que esa no es su misión en este momento. Erguida, cada momento mira a su alrededor, como tratando de ver cosas que ella sabe yo no puedo ver. Ya no sonríe, pero su rostro sigue estando sereno. Ha cruzado sus piernas y ha colocado una de sus manos sobre su rodilla. La acaricia con un movimiento lento e imperceptible. Tal vez lo está haciendo para mí, para mi propio placer, pero nada en ella delata esa intención. Con la otra mano, agarra su vaso. Maruja siempre sabe qué hacer con sus manos. Además, son unas lindas manos. Han comenzado a perder tersura, pero siguen siendo frescas, muy bien proporcionadas. Las uñas ni cortas ni largas, pero claramente delineadas. Las pinta de un rojo intenso, oscuro, un rojo sangre. Así lo hace desde el primer día que la conocí. Pero lo hace únicamente cuando se maquilla. Del resto, sólo les pone esmalte. Eso me encanta. Es como ver sus uñas desnudas, sin máscaras ni ropajes. El calor apenas hace que su piel brille. Una delgada película de sudor es todo lo que este maldito calor podrá exprimirle a su piel. En cambio, yo sudo como un cerdo. Incluso cuando hacemos el amor, sudo como un marrano. A ella le gusta. Seca mi frente con su mano y luego se unta los senos con mi sudor. Mi cuerpo pringado va humedeciendo el de ella, facilitándome el desplazamiento y el rítmico movimiento. En la cama coloco mis brazos bajo su espalda y me sujeto de sus blancos hombros, brindándole así apoyo al ímpetu de mi acoso. Entonces mi panza se desliza libre por sobre su vientre calado por mi transpiración. Maruja me mira a los ojos. No sé si sabe en las cosas que estoy pensando. Tal vez ella está consciente de que todo cuanto hace es para provocar en mí estos pensamientos, pero no lo sé, jamás hemos hablado de ello. Me dice que Luis Arteaga está en la boda. Lo acaba de ver con un tequeño en una mano y en la otra con un vaso de whisky. Maruja me dice que va al baño. Se levanta y se marcha. En el camino saluda a Luis y le dice donde estoy yo. Luis levanta su mano, me saluda alegremente y me promete, siempre con señas, que ya vendrá a mi mesa. Maruja atraviesa el pasillo y se pierde. Y yo con ella. Sin Maruja, sería un hombre perdido. Nunca sé que hacer con mis manos. Ni nunca sé que decir. Por eso dejo que sea ella quien hable por mí. Yo la sigo. Ella da un paso, yo luego doy cien. Pero sin ella, necesitaría una silla de ruedas hasta para ir a tomar agua. No tengo su aplomo, su capacidad para ver lo que yo no puedo. Es como un perro de caza: ella detecta la presa, yo le disparo. Pero incluso para disparar, ella debe azotarme con su cola para obligarme a apretar el gatillo. Soy como los demás hombres y me gustan otras mujeres. Las miro y las deseo, sobre todo a las mujeres de piel morena. Sus carnes parecen tan firmes, tan inmunes a la vejez. Pero ni aún deseándolas llego a imaginarme haciéndoles el amor. No, no es por virtud de mi parte. Siento que ninguna mujer puede hacer ni la décima parte de lo que sabe hacer Maruja en la cama. Y no es que Maruja sea una acróbata. Más bien es una mujer pasiva: se deja hacer y lo disfruta. Me refiero a ese cruzar las piernas y dejar caer su mano sobre su rodilla y acariciarla como si lo hiciera por mí. Maruja sigue perdida en el baño, y yo sigo perdido en la mesa, en esta boda latosa y sofocante. Maruja debe estar orinando con sus pantaleticas contra el piso, con sus lindas piernas abiertas. Maruja orina delante de mí. Se sienta en la poceta, se baja las pantaletas y lo hace allí, delante mío, mientras me rasuro la barba o cepillo mis dientes. Yo nunca lo he hecho delante de ella. Soy muy pudoroso. Cuando entro al baño, corro el pestillo. Entonces orino. Para los hombres orinar es un acto demasiado evidente, excesivamente obvio, vulgar. Las mujeres, en cambio, solo se sientan y se cubren con su propio cuerpo. Si no fuera por el sonido que hace el chorrito, nada las delataría. Pienso que al salir no nos iremos a casa. Los niños están bien cuidados, así que podríamos escaparnos a un hotel, a uno de esos para parejas urgidas. Ni siquiera se lo preguntaré. Simplemente la llevaré. Pagaré la habitación y entraremos en silencio, como un par de amantes furtivos. La desvestiré y la acostaré en silencio, sin palabras. La penetraré hasta el amanecer. Nos olvidaremos del sueño, del calor y del cansancio. Luis se inclina sobre su silla y con señas me amenaza que ya pronto vendrá. No puedo dejar de pensar en Maruja con sus pantaleticas contra el suelo, orinando. ¡Qué calor de mierda! Y nos tocó la mesa más tediosa de la fiesta. No deberíamos estar aquí. Hace años que ya no quiero hablar con nadie. Ya no quiero conocer a nadie más. Me aburre, me cansa, me exaspera responder qué hago cada día para ganarme la vida, y preguntar que hacen los otros para ganarse la de ellos. Todo el mundo se siente tan importante. Todo el mundo cree que su función en el mundo es la más importante. Sigo saludando a la gente por simple disciplina laboral. Yo les vendo, ellos compran. Ellos venden, yo les compro. La vida es una verdadera mierda. Veo venir a Maruja. Cuando pasa a mi lado, acaricia mi frente empapada de sudor. Por acto reflejo, me llevo el pañuelo a la cara. Maruja me dice seis. Le sirvo un whisky. Vierto el líquido de la botella sólo durante seis segundos. De no ser por Maruja, esta sería la mesa, la boda, la ciudad, el siglo más aburrido de la historia de la humanidad.
*
A LAS TRES DE LA MADRUGADA, EN LA AUTOPISTA CARACAS-MARACAY:

— Coño, te portaste como la propia loca.
— No me ladilles más, Claudia.
— ¿Qué te pasa? ¿Te enamoraste de Alex en el altar?
— Déjame en paz, ¿quieres?
— ¿Qué pensabas? ¿Acaso que se iba a ir contigo? Después de haberse casado frente a todos, ¿creías que se iba a ir contigo?
— No, no tiene cojones para hacerlo.
— Si eso es lo que esperabas, ¿no podías venirte aunque hubiera sido un día antes de la boda? Si me lo explicabas, hasta yo te hubiera traído.
— No sabía que me afectara tanto su matrimonio. Eso es todo.
— Pedazo'e loca. ¿No te acuerdas como trataste a Alex? Ni yo me imaginaba que hubieran tenido algo. Lo trataste como a un perro.
— Sí. Y él lo aceptó.
— Coño, mira que estás bien loca, Rebeca. Al menos acepta eso.
— Yo era su vida. Su todo. No tienes idea de cuántas cosas me dijo. Cosas que ningún hombre le dice a una mujer. Nadie me ha dicho lo que él me dijo. No tienes idea.
— Los hombres hablan, pero nunca dicen nada. Y cuando dicen algo, una no los deja escapar. Una se aferra a eso.
— Yo no pienso así, yo no me aferro a nadie. ¿No puedes ir más rápido? Me está matando el calor.
— Lo trataste como a un perro. Siempre pensé que Alex había estado enamorado de ti, pero jamás que tú le hubieras correspondido. Coño, que no es tu tipo.
— No tienes idea de lo que Alex puede ser ni lo que le sabe hacer a una mujer.
— Sí, si la tengo: es un tipo de pinga, un tipo resuelto, un tipo que dice allí voy y va.
— Sí, así es. Pero no tienes idea de cuántas cosas me dijo.
— Ni me importa. Tiempo muerto. Olvídate de eso. Ya está casado y ama a su esposa, ya te lo demostró. ¿Qué coño tomaste?
— Necesitaba tocarlo, besarlo.
— ¿Tienes alguna remota idea de lo que hiciste? ¡Qué espectáculo el que has dado!
— No. Simplemente me levanté y lo besé.
— Loca de mierda, ¿acaso estabas borracha?
— No me llames así.
— ¡Loca de mierda! Eso es lo que eres.
— Que me bajo del carro. Te lo advierto.
— Eso quisiera yo. ¡Qué vergüenza! Cuando quieras me paro y te dejo.
— No me fastidies, ¿quieres?
— Que no te fastidio, simplemente me paro y te dejo en la carretera. Me darás un gran alivio.
— Estás furiosa, ¿no?
— Coño, sí. ¡Que vergüenza!
— Sólo lo besé.
— Parecías una perra en celo tratando de meterle la lengua en la boca, en las orejas, por los ojos... ¡Qué vergüenza, coño!
— Alex amaba mi lengua...
— Trataste a Alex como a un perro...
— Y yo era su perra. Alex amaba que yo fuera su perra...
— Coño, no me hables más, quédate callada, ¿quieres?, ¿me harías ese favor? No me hagas dejarte en mitad de la carretera, loca de mierda...

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.net