domingo, 14 de junio de 2009

Sí, quiero...







Nadie respondió al timbre que insistentemente las chicas habían tocado. Claudia tomó su celular y llamó a Virginia.
— Está en la peluquería, que si queremos nos vayamos para allá— le informó Claudia a Rebeca.
— ¿Y qué demonios vamos a hacer allí?— objetó Rebeca.
— Bueno, eso es mejor que estarnos aquí sentadas esperando como unas pendejas— dijo Claudia, tapando el auricular con la palma de su mano, para evitar que se escuchara al otro lado de la línea.
— ¿Y a qué hora regresa?
— ¿Que a qué hora regresas, Virginia?.... No sabe, dice que aun no han comenzado con ella, ni siquiera le han lavado el pelo y el lugar parece que está repleta de gente— informó Claudia, volviendo a tapar el diminuto celular con la palma de su mano.
— Dile que nos llame cuando vaya a regresar, allí veremos qué hacemos.
— Virginia, cuando termines y te vengas para la casa, llámame al celular, pero no se te olvide, mira que andamos en jeans y franela y nos vamos a arreglar en tu casa, ¿okey? ¿Tienes el teléfono, no? Llámame, no se te olvide, y si no te cae la llamada, porque este aparato nunca funciona cuando debe, me dejas el mensaje en la grabadora, yo estaré pendiente de revisarla, ¿okey?

Apenas era la una de la tarde.

— Y ahora, ¿qué hacemos?— preguntó Claudia, guardando el telefonito en la mochila que llevaba a cuestas.
— ¿Seguro que escucharás el teléfono cuando te llamen? ¿No es mejor que lo tengas a la mano, para poder oírlo?
— Allí lo escucho. Si no, revisamos la grabadora, ya me oíste, se lo advertí. ¿Qué hacemos, a dónde nos vamos?
— ¿Sabes llegar al centro comercial ese que acabamos de pasar, el que está a un lado de la autopista? Creo que nos vendría bien una birra bien fría.

El viejo dodge dart 77 (el último de su estirpe) no sólo carecía de aire acondicionado, sino que a duras penas le bajaban y le subían las ventanas, lo que daba más o menos lo mismo, ya que lo que entraba por ellas no era más un chorro de aire caliente.

— No hemos debido llegar tan temprano— protestó Rebeca—, me enferma el calor, me pone frenética.
— A mí me erotiza. Me hace sudar, me hace sentirme húmeda por todas partes, me despierta, me espabila, me pone cachonda. Es igual que en la playa, el olor a salitre, a bronceador, a pescado frito... todo eso me excita...

Claudia daba vueltas y vueltas en el viejo carro, totalmente desorientada.

— ¿Estamos perdidas, no?— preguntó Rebeca
— Estamos buscando el camino que es otra cosa.
— ¡Estamos perdidas! ¿Le dijiste a Virginia que llegaríamos a esta hora?
— Se suponía que llegaríamos temprano...
— ¡No se lo dijiste, coño!

Claudia fue la primera sorprendida al llegar a la entrada del centro comercial.

Más de la mitad de los locales aún estaban cerrados o en proceso de instalación. Sólo habían abierto una tienda por departamentos —el único local con aire acondicionado—, una heladería y muchísimas tienditas ofreciendo ropa de pacotilla o zapatos baratos. Después de recorrer hasta el cansancio la tienda por departamentos, las dos mujeres se fueron a comer un helado.

— Este calor no lo aguanta nadie— protestó Rebeca.
— Eres tan amargada, coño. Todo te molesta, todo te ladilla, todo te encabrona. Por eso no hay hombre que te aguante.
— Mira quien habla, ¡la que se los tiene que quitar a carterazos de encima!
— Yo no tengo las tetas que tú tienes, cariño. Con tus tetas, mis ojos y mi simpatía, estaría montada en la cima del universo.
— Creo que fue mala idea venir para esta boda, y hablo por mí, ¿de acuerdo? ¿Ya le dijiste a Virginia que nos quedaríamos en su casa?
— Se supone, Rebeca, coño... ¿a dónde vamos a ir a las tres de la mañana, todas borrachas?
— A un hotel, cariño. A un hotel. Eso es lo que espera la gente que hagamos, a menos que advirtamos lo contrario. Capaz que el Alex y su mujercita tengan planeado quedarse en casa de Virginia y nos toque dormir con los novios.
— No sé por qué carajo viniste.
— Por Alex. Lo quiero mucho. Me llamo en persona y me explicó en detalle las razones por las que se casaba con esa chica, Julieta, creo.
— Giulianna, coño, se llama Giulianna.
— Yo no le pedí ninguna explicación, pero él me las dio. Además, siempre fue muy amable conmigo, siempre, desde que estudiábamos en el liceo. Por eso vine: por él. Porque mira que la hermanita, la Virginia esa, jamás me ha mirado con buenos ojos.
— Ahora resulta que Alex y tú son amigos del alma, ¡ja!, con lo mal que lo has tratado siempre. Si vienes por algo, debería ser por remordimiento, por tratar de ser al menos una vez amable con el pobre Alexander. Es obvio que te aguantó tantas pesadeces porque estaba enamorado de ti, y tú te aprovechaste.
—No aguanto este calor. Vámonos.
— ¿Adónde?
— No lo sé. A un cine. Vamos a ver una película. Al menos habrá aire acondicionado y podremos dormir un rato. Saca el celular ese de la mochila y póntelo en la cintura, capaz que te llamen y no lo escuchas.
— No me gusta llevarlo colgando en la cintura. No soy macho para llevar vainas colgando.
— Dámelo acá, yo lo cargo.

Salieron del centro comercial buscando una sala de cine. La única que tenía función antes de las cinco de la tarde era el Ritz, famoso en todo Maracay por sus funciones continuadas de cine porno.

— Este calor y estas vergas agigantadas, y una aquí sin un macho a la mano. Después una se pone fácil en la fiesta y dicen que una es puta.
— Coño, Claudia, cuidadito con una de las tuyas esta noche. Venimos juntas y nos vamos juntas, ¿estamos claras?
— Que sí, mujer, que no hago más que fantasear.

*

De niña me intrigaba la ruta de los perros: los veía pasar frente a la ferretería de papá, caminando de prisa, con determinación, como si supieran exactamente hacia donde querían ir. Pero los perros callejeros no tienen casa, es decir, la calle entera en su casa, así que debería darles igual estar aquí o allá, pero no es así: van de un lugar a otro, como si supieran lo que hacen. A veces se detienen, como si hubieran perdido el camino. Levantan la cabeza, ¿olfatean el aire?, y luego cambian la ruta, al trote, a paso rápido, como soldados con una encomienda que no debe tardar en llegar. Hoy al salir de la casa de la modista con mi vestido bajo el brazo, he visto a uno de estos perros. Me pasó por el lado, casi embistiéndome. Parecía un ejecutivo camino a una junta de accionistas. Luego, ya en el carro (mamá manejaba y hablaba hasta por los codos), me di cuenta que la ciudad estaba plagada de perros caminantes, como si se tratara de una invasión. Luego vi que las personas caminaban con igual frenesí. Caminaban y se detenían a mirarme. Entonces supe que ellos (tanto las personas como los perros) sabían de mi boda hoy en la noche. Todo el mundo y todos los perros se movían aquella mañana alrededor de la idea de que yo, Giulianna Sanguinetti, contraería nupcias. Una idea absurda, ¿no? Mamá acomoda el vestido sobre la cama. Lo arregla con amor, como si quien se casara fuera ella. En cierta forma, es así. Estoy en pantaletas, sostén y un fondo de seda color blanco nácar. Mis primas retocan innecesariamente mi peinado. Insisten en que siempre hay un pelo rebelde fuera de lugar. Mis hermanos caminan de un lado a otro, con un vaso de whisky en la mano. Cuando se embriagan, comienzan a hablar en voz alta. Y llevan horas hablando a voz en cuello. Están contentos y molestos. Parece que es así como creen que deben sentirse. Entregarán a su hermanita a los brazos, a la vida, a la cama de un extraño. De un venezolano, para colmo. Esa idea no se la tragan. Cuando no la ponen a la entrada, la ponen a la salida, me han advertido mil veces. Sé que lo estiman, pero también sé que lo desprecian. No importa cuantos años haya estudiado, el criollo es un empleadito, un asalariado. Tendré que vivir bajo el techo de un sueldo. Nunca habrá un bolívar de más en la casa. Nunca me regalará un carro en mi cumpleaños. Ni podremos contratar una enfermera durante mis días de post-parto. Mamá me mira, sonriente. Tiene el llanto a flor de piel. Ella llorará, no le costará hacerlo. Mis hermanos brindarán con mi marido. Le dirán cochinadas al oído. O lo amenazarán de muerte. Yo lloraré. En la ceremonia. Diré "Sí, quiero", y la voz se me quebrará. Lloraré a la salida de la iglesia, abrazando a mis amigas de la infancia, con el maquillaje de horas desparramado sobre mi rostro. Mamá me mira y me dice "ya es hora". Levanta el blanco vestido como una bandera que alguna vez me tocará a mí izar. Sus ojos se humedecen tras su sonrisa. Pero aún no es el momento de llorar.
*

Alex estuvo encantador en su boda: nervioso, tímido, penoso, hasta indeciso.

Cada vez que asisto a una boda, no puedo evitar pensar en los animales: tan libres, tan profanos, tan ausentes y presentes en todo. Nos miran con indiferencia, si es que acaso nos miran. Les importa un bledo todos y cada uno de nuestros tribales rituales. Para ellos todo radica en el hermoso dibujo de sus pieles, en el seductor sonido de sus cantos, en el estremecedor estruendo de sus rugidos, en la exquisita fetidez de sus mucosas, en la ferocidad de sus batallas pre-copulares. Hemos perdido todo eso a cambio de un poco de amor.

Claudia quiere emborracharse. Está alegre. Cree, a ojos cerrados, que esto es vivir. Sueña con encontrar al hombre de su vida. Hoy sueña con encontrarlo aquí. Cada hombre en esta fiesta es para ella un galán. Los hay jóvenes, viejos, pobres, adinerados, alegres, tristes. Ella, ansiosa, busca uno que la haga olvidar a los demás. Un hombre que sin ser nada, lo sea todo. Claudia, más que a un hombre, busca a un embaucador. A un genuino y legítimo estafador. Pero, ¿qué otra cosa puede ser un hombre sino un estafador de oficio y vocación?

Me acabo de tomar una foto con Alex y con su reciente esposa. Demasiado menuda, demasiado blanquita, demasiado fingida. No sé, dudo que se hayan acostado. Amable y espléndida, me dijo: "siéntete como en tu casa". Alex, coño, no le has contado nada de lo nuestro.

Pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Me levanto y camino hacia Alex. Lo miro a la cara. A los ojos. Al alma.

Claudia baila. Regresa y se sienta a mi lado. Me recrimina: "Estás tan amargada, Rebequita". Claudia está hermosa con su vestido rojo balado de lentejuelas. Los ojos le brillan. Sus labios están húmedos. Su cuerpo está mojado, sudoroso. Sus manos no paran de moverse. Sal a bailar, me ordena. Y se aleja de mí, en busca de ese hombre que la haga olvidar al resto de los hombres del mundo.

Permanezco sentada. No quiero levantarme de la mesa. Juro que si Alex me vuelve a mirar así, me levantaré y caminaré hasta su lado y me lo llevaré.

Pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa, tomar a Alex por el brazo y llevármelo.

Acepto la oferta: salgo a bailar. Ansioso, el tipo me envuelve en sus brazos. Lo freno. Le digo, sonriente, que así está mejor. Para que entienda. Pero no entiende nada. Busca presionarme, busca llevar mi cuerpo contra el suyo. Me separo y le vuelvo a sonreír.

Sólo una pieza y de vuelta a mi silla.

Me gustan los animales por su terquedad. Por su afán por querer llegar y llegar. Su determinación por no dejarse tocar. Su claridad por rehuir de todo lo humano.

Llegan los mariachis. La novia llora. Se abraza a Alex. Es, pienso yo, tan fingida, tan patética, tan de revista para mujeres. Su voz se quebró al decir “Sí, quiero” en la iglesia. Ahora Alex la recibe en sus brazos, comprensivo, fuerte, cariñoso. La mima con ternura y le limpia las lágrimas que caen sobre sus mejillas frente a los desafinados mariachis. Le sonríe. La acerca a su lado, como para hacerla verdaderamente suya. No sé, me parece que nunca se han acostado.

Alex está más gordo. Más grueso. Parece más hombre. Su nerviosismo lo hace tan auténtico. Habla con Giusepe, el padre de la novia. Lo mira a los ojos. Está sereno. Parece conocer todas sus preguntas. Parece conocer todas las respuestas. Tímido y nervioso, se mueve de un lado a otro. Habla con sus invitados y con los invitados de la novia. Pareciera que ha encontrado un lugar para su vida.

¿Por qué siento que esta boda debía ser para mí? ¿Por qué Alex me mira? y yo pienso (¿o lo sueño?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Perezosa, me llevo el trago a los labios. Felo mi vaso. Cualquier hombre podría notarlo. Todos, cualquiera, ¿menos tú, Alex?

Sueño (¿o realmente lo pienso?) que puedo levantarme de esta estúpida y aburrida mesa. Caminar hacia a ti y decirte "vente".

*
!Nunca se deja de trabajar! Todo, absolutamente todo, es trabajo. El pantalón me queda demasiado apretado. He engordado. La corbata descansa sobre mi panza, no sin antes arquearse bordeando el abultado abdomen. Maldito calor. Ya ni me preocupo por guardar el pañuelo en mi bolsillo: empapado desde hace horas, lo llevo en la mano, como si fuera una vieja beata con su rosario. Maruja, mi mujer, se merece un Oscar a la mejor actuación: nada logra borrar de su rostro su espléndida sonrisa. Casi siempre dejo que ella sea quien sonría por mí. Llegamos retardados y no encontramos mesa disponible. Saludamos a Giulianna y a Alex, los novios. Felices y aturdidos, se desbordan en atenciones a través de frases hechas. Entendemos que nos dan la bienvenida y que se alegran tanto de que hayamos asistido. Maruja se excusa por no haber podido estar presentes en la ceremonia. "Me encantan las bodas", dice mi mujer. Es mentira, pero lo dice con tal naturalidad que pienso que hasta ella misma se lo cree. Al verme, Giusepe se nos acerca, sonriente entre mesoneros y pasapalos. Nos estrechamos las manos y luego nos damos sendas palmadas en la espalda. Le explico que a uno de mis empleados se le ha muerto un hijo, hoy mismo, en la tarde, lo atropelló una moto, algo absurdo (lo digo en serio, el mortal accidente me ha impresionado profundamente), pero así es la vida, sentencio. Pobre chico, exclama Giusepe, por decir algo, sólo para no quedarse callado. Estábamos en el funeral, le informo. Por eso no hemos podido asistir a la ceremonia de tu hija, le explico. No te preocupes, hombre, me dice Giusepe. Vengan por acá, y nos abre paso con su descomunal corpulencia entre el estrecho pasillo repleto de invitados, mostrándonos el camino hacia las mesas. Nos ubica en una en la que hay un matrimonio mayor y una chica con cara de yonoquieroestaraquí. Antes de invitarnos a sentar, Giusepe hace las presentaciones de rigor, mientras pide permiso a los invitados de la mesa para ubicarnos en ella. La pareja de esposos mayores nos reciben con cortesía, pero la chica nos mira con cara de ¿yamíquémeimporta? Una vez sentados en la mesa, pienso que ya hemos cumplido con nuestro compromiso. Bien podríamos levantarnos e irnos a casa, darnos una ducha y dormir como nos merecemos. Pero las cosas no funcionan así. Tenemos que estar sentados aquí por lo menos un par de horas, tiempo mínimo para ver y ser vistos. Giusepe va a construir ciento veinte casitas en Turmero. Tiene en sus manos una oferta mía para el suministro e instalación de techos de machihembrado de madera de puy. Ya me advirtió que mis precios le parecen demasiado altos, muy pesados para su ajustado presupuesto. Nos reuniremos el próximo martes, en su oficina. Será una reunión de maleantes (o de mendigos), y ganará el que más se lamente. Sé que me comprará la madera y contratará mi instalación, la pregunta es cuánto pagará por ello. Maruja me pide le sirva un whisky. Ella está vestida de negro. Un traje ambiguo que sirve tanto para un funeral como para una boda. Le sirvo de la botella de etiqueta negra que está sobre la mesa. Antes le ofrezco al matrimonio y a la chica insoportablemente aburrida. Sólo ella es quien acepta que le vuelvan a llenar su vaso. Utilizo mi técnica de contar de uno hasta ocho mientras dejo verter el líquido. Cuando me voy al vaso de Maruja, me advierte que solo cuente hasta cuatro. Le gusta el whisky, pero muy suave. Bebe un sorbo y me sonríe aprobatoriamente. Me gustan los labios de Maruja. Los he besado tantas veces, y en este momento siento como si nunca los hubiera tocado. Pocas veces se maquilla, y al hacerlo, como hoy, su rostro se vuelve sensual. Sus ojos adquieren profundidad y su boquita roja y húmeda se hace lujuriosamente provocativa. Tenemos tres hijos y llevamos casi doce años de casados, pero en noches como esta de hoy, le haré el amor como si nunca antes la hubiera tocado. Miro su corpiño y me deleito con sus senos turgentes y redondos, firmes como los de una veinteañera. Tiene pecas en su pecho y en la espalda. A veces siento que conozco el dibujo de su piel de la misma forma que conozco el camino para ir a mi casa. Otras, como ahora, siento que esas pecas son un anagrama que ha sido escrito millones de siglos antes de mí, y que mi destino no es otro que descifrarlo una y otra vez. Sé que ella no piensa en nada de esto. Tal vez sospecha, al mirarme, que la estoy deseando. Pero también sabe que esa no es su misión en este momento. Erguida, cada momento mira a su alrededor, como tratando de ver cosas que ella sabe yo no puedo ver. Ya no sonríe, pero su rostro sigue estando sereno. Ha cruzado sus piernas y ha colocado una de sus manos sobre su rodilla. La acaricia con un movimiento lento e imperceptible. Tal vez lo está haciendo para mí, para mi propio placer, pero nada en ella delata esa intención. Con la otra mano, agarra su vaso. Maruja siempre sabe qué hacer con sus manos. Además, son unas lindas manos. Han comenzado a perder tersura, pero siguen siendo frescas, muy bien proporcionadas. Las uñas ni cortas ni largas, pero claramente delineadas. Las pinta de un rojo intenso, oscuro, un rojo sangre. Así lo hace desde el primer día que la conocí. Pero lo hace únicamente cuando se maquilla. Del resto, sólo les pone esmalte. Eso me encanta. Es como ver sus uñas desnudas, sin máscaras ni ropajes. El calor apenas hace que su piel brille. Una delgada película de sudor es todo lo que este maldito calor podrá exprimirle a su piel. En cambio, yo sudo como un cerdo. Incluso cuando hacemos el amor, sudo como un marrano. A ella le gusta. Seca mi frente con su mano y luego se unta los senos con mi sudor. Mi cuerpo pringado va humedeciendo el de ella, facilitándome el desplazamiento y el rítmico movimiento. En la cama coloco mis brazos bajo su espalda y me sujeto de sus blancos hombros, brindándole así apoyo al ímpetu de mi acoso. Entonces mi panza se desliza libre por sobre su vientre calado por mi transpiración. Maruja me mira a los ojos. No sé si sabe en las cosas que estoy pensando. Tal vez ella está consciente de que todo cuanto hace es para provocar en mí estos pensamientos, pero no lo sé, jamás hemos hablado de ello. Me dice que Luis Arteaga está en la boda. Lo acaba de ver con un tequeño en una mano y en la otra con un vaso de whisky. Maruja me dice que va al baño. Se levanta y se marcha. En el camino saluda a Luis y le dice donde estoy yo. Luis levanta su mano, me saluda alegremente y me promete, siempre con señas, que ya vendrá a mi mesa. Maruja atraviesa el pasillo y se pierde. Y yo con ella. Sin Maruja, sería un hombre perdido. Nunca sé que hacer con mis manos. Ni nunca sé que decir. Por eso dejo que sea ella quien hable por mí. Yo la sigo. Ella da un paso, yo luego doy cien. Pero sin ella, necesitaría una silla de ruedas hasta para ir a tomar agua. No tengo su aplomo, su capacidad para ver lo que yo no puedo. Es como un perro de caza: ella detecta la presa, yo le disparo. Pero incluso para disparar, ella debe azotarme con su cola para obligarme a apretar el gatillo. Soy como los demás hombres y me gustan otras mujeres. Las miro y las deseo, sobre todo a las mujeres de piel morena. Sus carnes parecen tan firmes, tan inmunes a la vejez. Pero ni aún deseándolas llego a imaginarme haciéndoles el amor. No, no es por virtud de mi parte. Siento que ninguna mujer puede hacer ni la décima parte de lo que sabe hacer Maruja en la cama. Y no es que Maruja sea una acróbata. Más bien es una mujer pasiva: se deja hacer y lo disfruta. Me refiero a ese cruzar las piernas y dejar caer su mano sobre su rodilla y acariciarla como si lo hiciera por mí. Maruja sigue perdida en el baño, y yo sigo perdido en la mesa, en esta boda latosa y sofocante. Maruja debe estar orinando con sus pantaleticas contra el piso, con sus lindas piernas abiertas. Maruja orina delante de mí. Se sienta en la poceta, se baja las pantaletas y lo hace allí, delante mío, mientras me rasuro la barba o cepillo mis dientes. Yo nunca lo he hecho delante de ella. Soy muy pudoroso. Cuando entro al baño, corro el pestillo. Entonces orino. Para los hombres orinar es un acto demasiado evidente, excesivamente obvio, vulgar. Las mujeres, en cambio, solo se sientan y se cubren con su propio cuerpo. Si no fuera por el sonido que hace el chorrito, nada las delataría. Pienso que al salir no nos iremos a casa. Los niños están bien cuidados, así que podríamos escaparnos a un hotel, a uno de esos para parejas urgidas. Ni siquiera se lo preguntaré. Simplemente la llevaré. Pagaré la habitación y entraremos en silencio, como un par de amantes furtivos. La desvestiré y la acostaré en silencio, sin palabras. La penetraré hasta el amanecer. Nos olvidaremos del sueño, del calor y del cansancio. Luis se inclina sobre su silla y con señas me amenaza que ya pronto vendrá. No puedo dejar de pensar en Maruja con sus pantaleticas contra el suelo, orinando. ¡Qué calor de mierda! Y nos tocó la mesa más tediosa de la fiesta. No deberíamos estar aquí. Hace años que ya no quiero hablar con nadie. Ya no quiero conocer a nadie más. Me aburre, me cansa, me exaspera responder qué hago cada día para ganarme la vida, y preguntar que hacen los otros para ganarse la de ellos. Todo el mundo se siente tan importante. Todo el mundo cree que su función en el mundo es la más importante. Sigo saludando a la gente por simple disciplina laboral. Yo les vendo, ellos compran. Ellos venden, yo les compro. La vida es una verdadera mierda. Veo venir a Maruja. Cuando pasa a mi lado, acaricia mi frente empapada de sudor. Por acto reflejo, me llevo el pañuelo a la cara. Maruja me dice seis. Le sirvo un whisky. Vierto el líquido de la botella sólo durante seis segundos. De no ser por Maruja, esta sería la mesa, la boda, la ciudad, el siglo más aburrido de la historia de la humanidad.
*
A LAS TRES DE LA MADRUGADA, EN LA AUTOPISTA CARACAS-MARACAY:

— Coño, te portaste como la propia loca.
— No me ladilles más, Claudia.
— ¿Qué te pasa? ¿Te enamoraste de Alex en el altar?
— Déjame en paz, ¿quieres?
— ¿Qué pensabas? ¿Acaso que se iba a ir contigo? Después de haberse casado frente a todos, ¿creías que se iba a ir contigo?
— No, no tiene cojones para hacerlo.
— Si eso es lo que esperabas, ¿no podías venirte aunque hubiera sido un día antes de la boda? Si me lo explicabas, hasta yo te hubiera traído.
— No sabía que me afectara tanto su matrimonio. Eso es todo.
— Pedazo'e loca. ¿No te acuerdas como trataste a Alex? Ni yo me imaginaba que hubieran tenido algo. Lo trataste como a un perro.
— Sí. Y él lo aceptó.
— Coño, mira que estás bien loca, Rebeca. Al menos acepta eso.
— Yo era su vida. Su todo. No tienes idea de cuántas cosas me dijo. Cosas que ningún hombre le dice a una mujer. Nadie me ha dicho lo que él me dijo. No tienes idea.
— Los hombres hablan, pero nunca dicen nada. Y cuando dicen algo, una no los deja escapar. Una se aferra a eso.
— Yo no pienso así, yo no me aferro a nadie. ¿No puedes ir más rápido? Me está matando el calor.
— Lo trataste como a un perro. Siempre pensé que Alex había estado enamorado de ti, pero jamás que tú le hubieras correspondido. Coño, que no es tu tipo.
— No tienes idea de lo que Alex puede ser ni lo que le sabe hacer a una mujer.
— Sí, si la tengo: es un tipo de pinga, un tipo resuelto, un tipo que dice allí voy y va.
— Sí, así es. Pero no tienes idea de cuántas cosas me dijo.
— Ni me importa. Tiempo muerto. Olvídate de eso. Ya está casado y ama a su esposa, ya te lo demostró. ¿Qué coño tomaste?
— Necesitaba tocarlo, besarlo.
— ¿Tienes alguna remota idea de lo que hiciste? ¡Qué espectáculo el que has dado!
— No. Simplemente me levanté y lo besé.
— Loca de mierda, ¿acaso estabas borracha?
— No me llames así.
— ¡Loca de mierda! Eso es lo que eres.
— Que me bajo del carro. Te lo advierto.
— Eso quisiera yo. ¡Qué vergüenza! Cuando quieras me paro y te dejo.
— No me fastidies, ¿quieres?
— Que no te fastidio, simplemente me paro y te dejo en la carretera. Me darás un gran alivio.
— Estás furiosa, ¿no?
— Coño, sí. ¡Que vergüenza!
— Sólo lo besé.
— Parecías una perra en celo tratando de meterle la lengua en la boca, en las orejas, por los ojos... ¡Qué vergüenza, coño!
— Alex amaba mi lengua...
— Trataste a Alex como a un perro...
— Y yo era su perra. Alex amaba que yo fuera su perra...
— Coño, no me hables más, quédate callada, ¿quieres?, ¿me harías ese favor? No me hagas dejarte en mitad de la carretera, loca de mierda...

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.net