viernes, 3 de diciembre de 2010

Anotaciones al margen I



Pudiera resultar presuntuoso de parte de un escritor, cuando está y se reconoce muy lejos de le celebridad literaria, ponerse a escribir sobre el oficio de la escritura. Con toda humildad, afirmo que no es esa mi intención. El oficio de escribir, para todos los que escribimos, seamos o no famosos, publicados o inéditos, interesantes o aburridos, talentosos o torpes, es siempre una actividad que conlleva muchísimas reflexiones.
Reconozco de entrada que no me asiste el derecho de sentar cátedra alguna. Lo que a partir de ahora me place escribir es un torpe acercamiento a los entretelones de la manía que tenemos muchos de escribir “cosas”.
Cuando abrí este blog hace algunos años, alentado por un buen amigo, decidí que solamente publicaría en él algunos de mis relatos ya publicados. Y así lo he hecho hasta hoy. Pero ahora me gustaría darle cabida a otro tipo de publicaciones, una suerte de sencillas y probablemente inútiles reflexiones sobre el acto de escribir. Además de otras cosas, por supuesto. Es decir, que de hoy en adelante, este blog comenzará a funcionar más como un verdadero blog. Aunque ya hayan pasado de moda.
No he armado, como debería, una estructura para desarrollar esas reflexiones. Las iré publicando en la medida como vayan viniendo. Tampoco he previsto una frecuencia de publicación. De igual forma, la serie podría morir con apenas esta aparición.
Voy a empezar por lo que más me interesa y me preocupa en este momento, y probablemente continúe haciéndolo de esa forma: con asuntos que me interesan.
Hace años, muchos años, que no logro escribir nada. Escribo cosas, pero nada funciona. Contrario quizás a los verdaderos escritores, yo no he logrado manejar ni dominar técnica alguna. En estos día leí en alguna parte algunas declaraciones del más reciente Premio Nobel en Literatura, Vargas Llosa, que decía que él escribía todos los días, se encontrara donde se encontrara. Imagino que hace años ha botado su vieja maquinita de escribir y la ha suplantado por alguna sofisticada laptop.
Yo no funciono bajo ese esquema disciplinario. Me puedo pasar años enteros sin escribir una puta palabra. Y no me molesta. Al contrario, me gusta que sea así. Sin embargo, a cada rato, a cada minuto, ando viendo, observando, disfrutando o sufriendo la vida y tratando de traducirlas a frases que quizás en algún momento pasen a formar parte de algún relato. Es un viejo vicio que manejo desde la adolescencia. Es decir, cuando veo el mundo y veo mi vida, no puedo evitar traducirla en frases, en escenas, en acontecimientos narrativos.
Volviendo a nuestro más reciente premio Nobel de Literatura, confieso mi antipatía. No por Vargas Llosa, que muy probablemente se lo merezca palabra por palabra, pulsito a pulsito. Pero pienso en escritores como Cortázar, el legendario Borges, o el extraordinario Álvaro Mutis, y no puedo dejar de pensar que el Nobel es un galardón a la injusticia. No por Vargas Llosa, que en breve estará presente en Estocolmo recitando su discurso, sino por los que nunca estuvieron ni estarán allí. Cada día el Nobel se parece más a un Oscar de la Academia de la Industria de las Artes y Técnicas Cinematográficas.
Creo que todo lo que se escribe como literatura, siempre termina siendo literatura. A veces es mala literatura, otras, las menos, buena literatura. Pero en todas hay una intensión literaria. Es como un raptus. O un arrebato. ¿Una inspiración? Es una forma de acercarse a la vida, de tratar de comprenderla, intentar compartir con otro lo que alguna vez vimos.
Leo poco. Pero cuando escribo, necesito leer mucho. Es como si necesitara verificar el maravilloso efecto que cada palabra y cada trama es capaz de producir en el lector. Es como si me urgiera verificar la magia a la que intento abordar a partir de palabras. Simples palabras. Sin embargo, cuando me planto de lleno en la escritura, rara vez pienso en la literatura. Escribo como si quisiera escribir canciones. A veces boleros, otras alguna milonga. En ocasiones una estrepitosa y dura pieza de rock.
Mientras escribo olvido la literatura y me dejo llevar por las canciones que escucho mientras lo hago. A veces son muchas. Otras, es una sola. La escucho una y otra vez. La dejo descansar un rato para luego volver a ella. Intento plagiarla. Alguna tonada o acorde me certifica el uso de una palabra o, incluso, el de una frase entera.
Como no soy un verdadero escritor, no domino ninguna técnica narrativa. Consecuencia de ellos, ni yo mismo sé de dónde han salido ni cómo he logrado desarrollar los relatos que he escrito. Sé que a veces todo nace de una sola frase que quiero enunciar, o de un gesto que quiero describir. A veces sé el final de un cuento. Y para poder mostrar ese final, necesito armarme de una historia. Allí la cosa es más o menos sencilla. Pero lo realmente difícil es cuando sólo logro visualizar el comienzo. O peor aún: cuando sólo visualizar una acción que no es ni el inicio ni el final de un relato.
Aunque parezca un mito o una frase manida, realmente los personajes logran cobrar vida propia. Y cuando se ponen a hablar, ni yo mismo sé lo que van a decir. Ellos tienen sus propias ideas y hablan por sí mismos. Yo no hago otra cosa que transcribir en la computadora lo que ellos van diciendo.
La estructura es otra cosa.
La estructura es como una escritura sobre la escritura. Las acciones se van generando y se van colocando una al lado, delante, encima de las otras. Por lo general utilizo una narrativa lineal y muy limpia. Pero cuando la historia comienza a complicarse, la linealidad ya no me funciona. Es entonces cuando comienzo a echar mano de otros recursos. Una vez que la historia está armada, los personajes han dicho que tienen que decir y la acción del relato la tengo totalmente definida, es cuando puedo comenzar a reestructurar, es decir, a jugar con la historia. Este juego, por lo general, implica una nueva escritura en la que desaparecen episodios, párrafos, frases y palabras. A veces, aparecen otras en su lugar. Otras no.
La revisión para mí es muy importante, y mi técnica es muy sencilla: comienzo a quitar todo lo que puedo quitar. Y si aún así la historia continúa funcionando, lo que suprimí simplemente estaba demás. Siempre me cuido de no eliminarlo todo, para no volver a quedarme nuevamente con la hoja en blanco. Es decir: con la pantalla del monitor en blanco.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La infructuosa búsqueda de Beatriz hasta cierto punto de la carretera negra que va desde Anaco hasta El Tigre.


Un hombre ama con desesperación a una mujer. Diego Felipe es su nombre. El de ella, Beatriz.

El le pide matrimonio. Ella acepta. Luego de más de un año de compromiso, dos días antes de la celebración de la boda civil, él la llama por teléfono y le dice, sin rodeos:

- Necesito que tengas presente que, pase lo que pase, te amo más de lo que te puedas imaginar, pero no me puedo casar contigo. Adiós.

Y cuelga.

Casi asfixiada por la sorpresa y la indignación, ella lo llama de vuelta a la oficina, a su casa, al celular, pero no logra rehacer el contacto. En la noche, Beatriz se presenta al apartamento de Diego Felipe. Tiene las llaves y entra. No hay nadie. Decide esperarlo hasta cualquier hora. Como un cazador solitario y paciente, se sienta en el sofá hasta caer vencida por el sueño. Cuando despierta son casi las cinco de la mañana. A las seis abandona el apartamento sin que el canalla haya dado señales de vida.

A las nueve va a buscarlo a la oficina. Nadie sabe de él desde el mediodía del día anterior. Como último recurso, lo busca en casa de la madre de Diego Felipe. Tampoco allí saben darle noticias de él. Beatriz no comenta nada sobre la última llamada de Diego.

Después de vagar durante horas en su carro por la ciudad, regresa a su casa casi a las cuatro de la tarde. Levanta el teléfono y llama a sus padres. Les dice que no habrá boda. No puede responder a ninguna de sus preguntas:

- Luego hablamos, cuando esté más tranquila, por favor.

Cuelga el teléfono y llora como una niña a quien le han pegado sin conocer las razónes.

Que no se casaría con Diego Felipe es un hecho, ni siquiera que el muy miserable se aparezca rogando perdón, explicando lo inexplicable, tratando de reconstruir con tractores y camiones de concreto el compromiso brutalmente roto. Recuperada del llanto, llama a Maricarmen, su amiga de toda la vida.

Maricarmen viene a acompañarla. Juntas maldicen a Diego Felipe. Luego se dedican a cosas más prácticas: llamar a los invitados, a sus invitados, y anunciarles que la boda ha sido pospuesta hasta nuevo aviso.

- ¡Plantada, el tipo me dejó plantada!- repite Beatriz cada cierto tiempo.

Pasada la rabia asesina del primer mes, la curiosidad y la confusión comienzan a tomar cuerpo en la mente de Beatriz: ¿qué había hecho ella para ser abandonada así, sin la más mínima explicación?, ¿qué le había pasado a Diego para actuar de una forma tan cobarde?, ¿había otra mujer?, ¿había descubierto que no la amaba?  Pero eso no fue lo que dijo en su última llamada. Él dijo, y eso lo recuerda ella muy bien: "te amo, pero no me puedo casar contigo".

Durante todo ese primer mes, Beatriz esperó a que Diego Felipe la llamara por teléfono, o apareciera cualquier noche en su casa o que la esperara a la salida de su oficina. Algo tendría que decir. Durante ese primer mes le pareció verlo en todos lados: en el puesto de periódicos, a la salida del estacionamiento, a la entrada del ascensor que tomaba para llegar a su oficina. Siempre había un hombre más o menos de su estatura, con una contextura parecida a la de él, con el cabello de su mismo color, o con algún traje o camisa parecida a las que él usaba. Pero ni una sola vez se hicieron realidad estos espejismos productos de su resentimiento y de su secreto deseo de volver a verlo, aunque fuera para matarlo.

Han pasado treinta y siete días desde la última llamada de Diego Felipe. Beatriz intenta contactarlo nuevamente: lo llama a su apartamento en la noche, tarde, muy tarde, pero, nadie responde el teléfono. Al día siguiente lo llama a la oficina, identificándose con el falso nombre de Irene Acosta. Tampoco está allí.

- ¿A qué hora regresa?
- Mire, señora, le voy a decir la verdad -le responde la recepcionista-, hace más de un mes que no sabemos nada de él.

Entonces tiene un presentimiento horrible: que está muerto, que lo ha atropellado un carro, que lo han asesinado en un asalto callejero o que se ha suicidado en un hotelucho de mala muerte. Esto último Beatriz lo consideraba absolutamente factible, ya que está convencida de la locura de Diego Felipe.

Apenas sale de la oficina se va directo al apartamento de Diego: todo sigue igual como ella lo había visto la última noche que durmió allí, sentada en el sofá. Antes de irse, interroga al conserje: hace más de un mes que no lo ha visto.

De allí sale directamente a la casa de la madre de Diego Felipe, sin llamar por teléfono para no alertar a nadie con su visita. Doña Esther, la madre de Diego, es quien le abre la puerta:

- ¡Beatricita, mi vida! No te he llamado porque estamos muertos de la pena contigo. No entiendo cómo Diego Felipe hizo algo semejante contigo.
- Necesito hablar contigo, así que déjame pasar. Necesito una explicación y la voy a obtener.
- Claro, hija, lo que quieras. Pasa, anda, pasa.

Ignorando la invitación a sentarse, pregunta:

- ¿Dónde está?, ¿dónde se esconde?
- No lo sé, hijita. Nadie lo sabe.
- Te voy a agradecer que no me llames "hija", y discúlpame la brusquedad.
- Sí,  claro, lo entiendo. Debes estar muy afectada
- No, Esther. Nadie sabe cómo me siento. Eso te lo puedo asegurar.
- Eso es verdad, Beatricita.
- Hace un mes que nadie sabe de él. ¿Alguien ha averiguado si sigue vivo o si está muerto?
- ¡Ay, Dios mío! Hemos revisado cuanto hospital existe, hemos hablado con toda la policía de Caracas, hemos contratado un detective privado y consultamos a una espiritista tratando de dar con su ubicación, pero todo ha sido inútil. Es como si la tierra se lo hubiera tragado. La policía nunca se tomó la cosa muy en serio: ellos piensan que, dada las circunstancias de la boda, Diego Felipe debe andar por allí disfrutando de la vida al lado de alguna jovencita.
- ¡Yo soy una jovencita!
- Sí, claro, mi vida. Pero sabes lo brutos que son los policías. Y además, no te conocen, ni sospechan lo linda que eres.
- Eso quiere decir que tampoco ustedes saben si está vivo o si lo mataron por ahí.
- Está vivo. No te avisamos porque supusimos que la cosa te daba igual. No por ocultarte nada, que tú bien sabes que en esta casa no se te oculta nada. Pero sí, está vivo. Hace unas dos semanas llamó a su hijita Nahir. San Judas Tadeo y el Sagrado Corazón de Jesús escucharon mis plegarias.
- ¿Y dónde está?
- Sabemos que vive, pero no dónde vive. Creo que ni siquiera a Nahir se lo dijo. Por cierto, preguntó por ti, muy interesado. Así que sea con quien sea que esté, el interés por ti sigue vivo. Quién quita que las cosas se arreglen entre ustedes.
- Ya no me interesa que se arregle nada, Esther. Sólo vine aquí para saber si tu hijo aún vivía. Y ya lo averigüé. Te agradezco que me hayas recibido.

Cuando sale de la casa está más furiosa que un mes atrás, cuando Diego la llamó para decirle, sin ningún tipo de explicación, que no se casaría con ella.

Corrieron muchos meses antes de que la rabia le dejara algún lugar para los buenos recuerdos de su relación con Diego Felipe: la noche que hicieron el amor por primera vez, cómo permitió que besara sus senos en medio de un estacionamiento solitario la primera noche que salieron juntos, cómo se había vuelto adicta a sus besos, a su lengua, a sus labios que despertaron en ella placeres adormecidos desde siempre en su cuerpo de mujer. Nunca dudó de su amor, nunca desconfió de él, y eso era quizás lo que más rabia le daba. Desde el comienzo había asumido que en esa relación ella era la perseguida y él, el perseguidor. Ella ponía las condiciones y él se plegaba a ellas. Y si alguien dejaba a alguien algún día, estaba segura de que sería ella.

En todos los meses que han transcurrido, nunca pensó que se hubiera escapado con otra mujer. Primero, porque eso sería demasiado vulgar para venir de Diego Felipe. Segundo, porque era virtualmente imposible que tuviera el tiempo y las energías necesarias para andar por allí con otra. Beatriz se sabía el centro de la vida de Diego Felipe. Hasta Nahir, su única hija, había quedado un poco al margen desde que ambos habían comenzado a salir juntos. Sin embargo, quedaba la posibilidad de que hubiera conocido a una mujer que lo hubiera deslumbrado como a un adolescente, estremecido hasta los huesos, removido hasta el más profundo de sus sueños, enloqueciendo desde entonces por ella, por esa otra mujer. Siempre le asustó un poco la desmesura del amor de Diego. Sospechaba que tanta desmedida, tanta intensidad podía volverse algún día contra ella. Entonces, ¿qué le quedaría? Sabía muy bien que Diego no permanecería a su lado por compromiso. De hecho, suspendió la boda a dos días de realizarla, simplemente porque le había dado la real gana. Pensó que había cometido el error de considerar que la pasión de Diego, además de ser decidida y absoluta, también sería eterna.

Así andan las cosas en su cabeza (casi nueve meses después de la canallesca llamada) cuando Maricarmen le cuenta que ha visto a Diego Armando, el hermano menor de Diego Felipe, en un vagón del Metro:

- Casi me da un infarto. Ya sabes cómo se parecen estos niños. Cuando lo vi, pensé que se trataba de Diego Felipe. Me acerqué a él para ver con quién andaba y resulta que era el hermano, muy amable, como siempre. Bueno, el Felipe también parecía muy amable y mira tú la perrada que te hizo.
- Ajá, ¿y entonces?
- El otro sigue perdido. Nadie sabe de él, sólo que está vivo.
- ¿Llama por teléfono?
- Eso mismo pregunté yo. Pero no, no llama. Bueno, lo hizo una sola vez, hace meses, a Nahir. Pero sabes cómo es de despistada esa niña: no se acuerda de nada de lo que le dijo el papá, así que es como si no hubiera llamado. O a lo mejor esta niña sabe más de lo que dice. Me parece que está tan loca como el papá.

Mientras Maricarmen sigue hablando, Beatriz acepta el hecho de que necesita hablar con Diego Felipe. Necesita una explicación, la que sea: está en un momento en el que ya puede escuchar cualquier cosa. Es allí cuando comienza su búsqueda.

Beatriz tiene un importante cargo administrativo en una entidad financiera. Consigue, a través de amigos en otros bancos, copia de los estados de cuenta de las tarjetas de crédito de Diego Felipe. El resultado es desalentador: todas habían sido canceladas hacía más de cinco meses.

Buscando otras vías, invita a Diego Armando a almorzar. Su opinión es que el hermano ha enloquecido o ha terminado de enloquecer, ya que siempre había estado un poco tocado. Un desmedido, sentencia Diego Armando. No, no cree que se haya ido con otra mujer, pero eso nunca se sabe, Beatriz. ¿La señal de vida? Mensualmente deposita  una cierta suma de dinero en la cuenta de ahorros de Verónica, la madre de Nahir. Así sabemos que está vivo. Sí, creo que te amó muchísimo, quizás mucho que más que a otras mujeres que compartieron con él mucho más tiempo que tú. Su vida cambió desde que te conoció, pero creo que se volvió loco. No lo tomes a mal, pero a veces pienso que enloqueció por ti.

Beatriz hace un gran esfuerzo para no llorar. Le parece ridículo llorar en público, más aun por un hombre por quien lo único que puede permitirse sentir es desprecio, pero aquella era la primera vez que alguien le recordaba el insospechado amor que ella había logrado despertar en Diego Felipe. Todo había terminado tan rápido, tan abrupta y brutalmente, que muchas veces llegó a dudar si todo ese amor no era más que producto de un sueño o de su imaginación.

Al día siguiente va a buscar a Nahir al liceo. No tarda en salir. Beatriz le pide que le permita acompañarla hasta su casa. Ante de despedirse, le dice:

- Debo hablar con tu papá. Es muy importante para mí encontrarlo y conversar con él. Y necesito de tu ayuda para eso.
- Yo no sé dónde está, Beatriz. Nadie lo sabe.
- Sé que has hablado con él por teléfono. ¿Qué te ha dicho?
- Muchas cosas.
- ¿Cuántas veces te ha llamado?
- Varias, por lo menos una vez a la semana.
- ¿Y no se lo has dicho a nadie?
- El no quiere que nadie lo sepa.
- ¿Por qué me lo dices a mí? ¿El te pidió que me lo dijeras?
- Te lo digo porque creo que necesitas saber cosas, sólo por eso. Y porque sé que aun te ama.
- Eso, ¿lo dices tú o lo dijo él?
- Lo dijo él. Una vez me pidió que si llegaba a hablar contigo, te dijera que te ama más que a nadie en el mundo. Me pidió que lo dijera en presente, no en pasado: te ama más que a nadie en el mundo. Eso me dolió, ¿sabes?
- ¿Qué te dolió?
- Que te ame a ti por encima de todo. Soy su hija.
- Son amores distintos.
- El nos abandonó a todos por ti.
- Fue a mí a quien abandonó, frente a todo el mundo, frente a mis amigos, frente a mi familia, frente a mis padres, casi con el traje de novia puesto.
- Él no te abandonó. Está huyendo de ti.

Después de un breve silencio en el que Beatriz tiene que aceptar que cada vez comprende menos, le pide a Nahir lo que ha ido a buscar:

- Necesito un gran favor tuyo: una fotocopia de la libreta de ahorros de tu mamá.
- Y eso, ¿para qué?
- Creo que si logró detectar desde dónde te deposita el dinero cada mes, puedo dar con él.
- ¿Y cómo vas a hacer eso?
- Tengo amigos. Tú sólo tráeme la libreta y yo me encargo del resto.

Sonriente, Nahir le responde:

- Mamá me va a matar si se entera.
- Si tú no se lo dices... - y deja en suspenso el resto de la frase mientras se despide agitando su mano.

Caminando de regreso hasta su carro, vuelve a Beatriz un recuerdo que la ha perseguido durante estos nueve meses: la última vez que vio a Diego Felipe. Esa última noche habían dormido juntos, en el apartamento de él. No habían hecho el amor porque ella estaba algo cansada y no se sentía del todo bien. Aquel último día se despertaron no como dos amantes agotados por las exigencias de la pasión, sino como una pareja más en el mundo que se disponía a ir a sus oficinas. Él la dejó en su casa, para que ella pudiera cambiarse de ropa. Se bajo del carro y se despidió de él con un beso muy rápido en los labios. Fue la última vez que lo tocó. Fue la última vez que fue tocada por él. Ahora, tal como estaban las cosas, era posible para cualquier hombre sobre la tierra acariciar nuevamente sus labios, todos tenían esa posibilidad, menos Diego Felipe. Y ella podría tocar a cualquier hombre en el mundo, menos a ese a quien estaba buscando y no sabía dónde. Era como si él hubiera muerto, y como si algo dentro de ella hubiera muerto con esa muerte.

Al día siguiente Nahir llama a Beatriz a la oficina:

- Ya la tengo. Fue facilísimo.

Sin embargo el plan fracasa apenas Beatriz intenta descodificar la información: los depósitos estaban hechos mediante transferencias telefónicas. Las llamadas  pudieron realizarse desde cualquier sitio del país, incluso desde el exterior.

Llama a Nahir y le comunica sus pobres resultados.

Dos meses más tarde, Nahir la llama a su casa:

- Creo que tengo algo.

Quedan en encontrarse al día siguiente.

- Me envió una nota con una persona, un señor mayor que se veía que no trabajaba para el correo ni para nadie. Más bien parecía un campesino. El sobre, por supuesto, no tenía remitente. Dentro había una nota para mí y esta fotografía.

Y la saca de la cartera, como un mago en medio de una función.

Beatriz la observa cuidadosamente: está más delgado y más bronceado, con el pelo más largo y despeinado por el viento. Se ve más joven. La expresión de su cara es extraña: no se ve feliz, pero parece estar conforme, satisfecho de estar allí, parado frente a un camión tomándose una fotografía para enviarla a su única hija.

- Es extraño verlo de nuevo. Gracias por mostrármela.
- Espera, espera. Con esta foto podemos encontrarlo.
- Si el sobre no tenía remitente, no veo cómo.
- ¿No ves nada?
- ¿Qué tengo que ver?
- Bueno, yo me pasé horas mirándola ayer. Tú apenas la has mirado un minuto y me la devuelves. Toma. Fíjate bien.

Luego de unos minutos, se la devuelve:

- No veo nada.
- ¿No ves ese anuncio de Corpoven? Está cortado, pero es un anuncio de Corpoven. Es decir, está en una bomba de gasolina.
- Ajá, ¿y entonces?
- Lo más importante: ¿ves ese autobús al fondo? Las letras dicen "Anaco-El Tigre". Casi no se leen, pero eso dicen.

Beatriz afina la vista y lo reconoce.

- ¡Es cierto!
- Ahora fíjate. Ese autobús puede estar allí por casualidad, y la bomba puede estar ubicada en Cabimas o en Apure. Si es así, no podremos hacer nada. Pero aquí, justo detrás de él, se ve parte del nombre del restaurante de la bomba: "...ondo". Sólo hay que ir y revisar la carretera entre Anaco y El Tigre y buscar una bomba Corpoven con un restaurante cuyo nombre termine en "...ondo". Papá debe andar por allí cerca.
- ¡Excelente trabajo, pequeña!

Beatriz solicita un permiso de una semana. Diez días más tarde, el segundo lunes del mes de mayo de 1994, Beatriz Valderrama sale a buscar a Diego Felipe Márquez por la carretera negra entre Barcelona y Ciudad Bolívar. A pesar de sus lentes oscuros, los colores del soleado día le llegan con todo su brillo y su esplendor. Escucha a Phill Collins y a los Rolling Stones. Como detesta el aire acondicionado, Beatriz va con las ventanas del auto abiertas, sintiendo la brisa caliente sobre su cara.
Son las dos de la tarde cuando llega a Barcelona. Se detiene en una bomba Corpoven para llenar su tanque de gasolina y tomar un poco de agua. Tiene la foto de Diego Felipe en su bolso, al alcance de su mano. Aquélla no es la bomba. Toma rumbo al sur, por la carretera que conduce hacia Anaco. Se detiene en cada una de las gasolineras Corpoven que va encontrando en la vía. Son casi las seis de la tarde y está a punto de llegar a El Tigre cuando de pronto, al salir de una curva, ve la gasolinera. Se detiene para confirmar. El restaurante se llama "Bajohondo", al igual que los caseríos cercanos. Considera que ya  es muy tarde para iniciar cualquier pesquisa. Se va hasta El Tigre y busca un hotel.

Apenas entra en la habitación comienza a desempacar. Extrae de su bolso un par de libros, los dos últimos que le había regalado Diego Felipe y que nunca había querido leer: Crónicas de motel, de Sam Shepard y El día de la langosta, de Nathanael West.  Intenta leerlos, pero no puede: está sobreexcitada y por primera vez desde que inició el viaje, se pregunta qué es lo que está haciendo, qué demonios es lo que está buscando. Si el tipo quiso irse, que se vaya. A la larga, qué importan las razones. Se fue y punto, a otra cosa. Pero ella está allí, en lo mismo. Llama al bar del hotel y pide un whisky con soda y mucho hielo. Repite la operación un par de veces más antes de irse a dormir. Ya en la cama cree descubrir que lo que más la asusta de volver a ver a Felipe es no sentir nada por él. Luego piensa que no, que lo que más la asusta de ese encuentro es que la tesis colectiva sea cierta: que se haya ido con otra mujer.

A las nueve de la mañana está de nuevo en su carro, rumbo a la estación de gasolina. Llega y camina hacia el restaurante, con la fotografía en la mano. Comenzará por los empleados. Entonces siente un enorme deseo de devolverse, agarrar sus cosas y largarse a su casa. Entra al restaurante. Se siente como una detective de película americana barata. No lo conocen por su nombre ni lo reconocen por la fotografía.

Interroga a cada cliente que llega a la estación: viajeros, empleados de las petroleras, camioneros grasientos y malolientes, campesinos. Nadie lo ha visto nunca.

Son casi las cuatro de la tarde cuando un viejo en una pick up destartalada lo reconoce:

- ¿Está seguro?
- Uhum-, responde-. Vive en Tascabañas, a veinte minutos de aquí.

Beatriz conduce su carro hacia Tascabañas, desviándose de la carretera negra para tomar una carreterita rural estrecha y llena de huecos en el desgastado pavimento. El camino está minado por docenas de letreros y vallas codificadas de Corpoven que señalan pozos petroleros. A su derecha, sobre una colina, se levanta un cementerio. Detiene su carro y se baja. Sube la pendiente a través de un estrecho camino. Quiere pensar qué dirá cuando lo vea, qué debe sentir, cómo soportar la sorpresa de su mirada. Es un cementerio con muy pocas cruces. Hay lápidas y epitafios, pero muy pocas cruces. Es un cementerio indio. Recordó que Felipe le había hablado de este cementerio, de esta comunidad indígena que se había acoplado a la civilización sin perder la esencia de su cultura: eran los Kariñas. Los había descubierto en su juventud, cuando estudiaba ingeniería, y se había ido a vivir con ellos por un par de meses, durante unas vacaciones de verano en la Universidad. Diego Felipe admiraba  a los Kariñas como los representantes de una cultura extraña, una cultura verdaderamente comunitaria para quienes lo sagrado aún tenía un valor fundamental en sus vidas. Ser gobernador, el equivalente a un cacique, era el más alto honor para ellos. Pero cuando alcanzaban tal distinción, se convertían en los hombres más pobres de la comunidad: ellos comían de la última ración, recibían el último beneficio producto de la venta de sus cosechas, sus casas eran las últimas en repararse. De esta forma lograban garantizar la seguridad y la prosperidad a su pueblo: si el gobernador y su familia bebían agua era porque ya la comunidad entera había calmado su sed.

Beatriz tiene la certeza de que Felipe está allí, con los Kariñas. Es lógico que haya venido a refugiarse allí, junto a la cultura que tanto había admirado desde su juventud.

Son casi las seis de la tarde. No pasan carros por el estrecho camino. Sólo se oyen los grillos y el sonido del viento, inquieto y triste. Abandona el cementerio indio y vuelve a su búsqueda en medio de los pozos de extracción de Corpoven.

Las calles de Tascabañas están desiertas, apenas unos niños jugando a perseguirse unos a otros. Las luces de las casas comienzan a encenderse. Beatriz se estaciona frente a un abasto. El dueño, un viejo kariña que atiende su negocio en jeans y sin camisa, admite conocer a Diego Felipe. Le dice que no está en el pueblo, que salió para el puerto, Puerto La Cruz, y que no regresará en dos o tres días.

- ¿Me puede decir cuál es su casa?

Un niño se ofrece a llevarla. La casa queda en las afueras del pueblo. Es una casita rural pintada de color ocre, con un pequeño jardincito ante la fachada. Las luces están apagadas. Como ya es de noche, lo único que se distingue es lo que alumbran las luces del carro de Beatriz. A una pregunta de ella, el niño le responde:

- Siembra merey y vende chinchorros de moriches. Es muy buen vendedor, pero no es muy buen agricultor. Su primera cosecha fue pobre y pequeñita. Por eso se fue, a comprar fertilizantes.
- ¿Vive solo?
- No vive con nadie- le responde su pequeño guía.

Beatriz deja al niño donde lo recogió, frente al abasto. El viejo bodeguero sale a recibirla  a la calle:

- A veces adelanta su regreso. Si es urgente lo suyo, pues venga mañana. Tal vez esté.

Esa noche apenas puede dormir. Al día siguiente se queda en la cama casi hasta el mediodía. En realidad no tiene nada que hacer. Se pone a leer y ve un poco de televisión. Al finalizar la tarde, decide volver a Tascabañas.

Se vuelve a detener en la bodeguita:

- Ya llegó. La está esperando.

Beatriz ya conoce el camino. Va despacio. La puerta de la casa está abierta. Antes de bajarse del carro, respira hondo. Llega al umbral y un segundo antes de anunciar su llegada con un toque de sus nudillos sobre la puerta, se retracta: su presencia no es una visita de cortesía, sino un allanamiento, una invasión al hombre que la dejó plantada. La casa está oscura, con las ventanas cerradas. Hay pocos muebles: una mesa, un par de sillas, un fogón,  una cama pequeña, un chinchorro y, algo inusual en una casa campesina: una pequeña biblioteca. No logra ver a nadie. De una pequeña puerta que conduce a otra habitación (quizás a un baño, tal vez a un depósito) aparece Diego Felipe. Efectivamente, tal como lo anunciaba la fotografía, está más delgado, con el pelo aún más largo y la piel más bronceada. Sin embargo, luce más fuerte, más firme que la última vez que se despidió de él en su carro. Pero lo que más le impresiona son sus ojos, su mirada: ha perdido ese aire de inocencia y satisfacción que tenía en el pasado, cuando aún la amaba y deseaba casarse con ella. Ahora es oscura y dura, como si hubiera aprendido a mirar en medio de insoportables dolores: es la mirada del que ha sobrevivido a un holocausto, del que ya sabe que ni la felicidad ni la paz se encuentran en ningún lugar.

- No te oí llegar. Te he esperado desde esta mañana. Anoche me avisaron, en el puerto, de tu visita.

Beatriz está paralizada. Diego Felipe pasa a su lado, muy cerca de ella y se dirige a la única ventana de la habitación. La abre, dejando entrar el sol de la tarde.

- Te puedo ofrecer café y agua.
- No tomo café, y tú lo sabes.
- Entonces agua.
- No te molestes, no tengo sed. Además, ya me voy. Sólo quería verte.
- ¿Sólo verme?
- No, en realidad no: me debes una explicación, Diego Felipe. ¿Qué significa todo esto? ¿Te volviste un ermitaño, me dejaste plantada para venir a buscar el nirvana con tus Kariñas? ¿Qué coño es esta  porquería de vida que estás llevando?
- Me gano la vida como puedo. Más nada.

Entonces pregunta lo que vino a preguntar:

- ¿Por qué dejaste de quererme?
- No he dejado de quererte.
- Entonces, Diego Felipe, ¿por qué me haces esto, por qué te haces esto?
- Hay días, cuando termino mi trabajo, en los que me voy a la carretera con mi camioneta y me estaciono al borde de la vía. Veo los carros que van hacia el norte, hacia Caracas. Siento envidia de ellos, de saber que en cinco horas esos viajeros estarán en la ciudad en la que tú vives, de sospechar que tal vez te vean al salir de la oficina, o haciendo el mercado, o entrando a tu casa. Ellos tienen al menos esa posibilidad.
- No entiendo de qué me estás hablando. Si tanto quieres verme, si tanto anhelas estar en la misma ciudad en la que vivo, por qué no lo haces. ¿Tienes miedo de lo que hiciste?
- Lo que hice lo sigo haciendo.
- Y yo, Diego, yo qué hice: ¿te engañé con otro hombre, te dije que había dejado de amarte, descubriste que soy una mujer detestable, insoportable, una alimaña? ¿Qué fue lo que viste?
- No podrías entenderlo.
- Inténtalo, anda: soy una mujer universitaria, con un post grado, manejo el departamento de tarjetas de crédito del segundo banco más importante del país, tengo más de cuarenta personas a mi cargo, en dos meses comenzaré a dictar un curso en la Universidad. Te aseguro que puedo por lo menos intentar entenderlo.
- Esto no se trata de inteligencia, Beatriz.
- Entonces dime tú de qué se trata.
- Lo intentaré.

Se acerca a la puerta y se pasa la mano por el pelo, tratando de darle un cierto orden a sus ideas. Prosigue hablando:

- ¿Recuerdas el día que estuvimos en playa El Agua, cuando se ahogaron aquel par de jovencitos?

Beatriz no responde, pero afirma con un movimiento de su cabeza.

- ¿Recuerdas lo que me dijiste?
- Dije muchas cosas ese día.
- El caso es el siguiente: al parecer uno de los jovencitos se ahogaba y el otro, su amigo, intentó salvarlo, pero también se ahogó. Al ver el gentío sobre un sólo punto de la playa, preguntamos y nos informaron. Entonces tú comentaste: "yo por eso no salvaría a nadie que se esté ahogando, si acaso a un hijo o a mi padre". No dije nada, pero me golpeó saber que yo no estaba en esa lista. No comenté nada y quise hacer como si no la hubiera escuchado. Sin embargo la frase me molestó, me fastidió durante semanas como una roca en el zapato. Pensaba: todo el mundo tiene un límite, el amor también lo tiene: hay cosas que se pueden hacer por él y cosas que no se pueden hacer. Es así de sencillo. Sin embargo, la molestia continuaba allí, porque si fueras tú quien se estuvioera ahogando, yo no dudaría en salvarte: qué sentido tendría la vida sin ti. Dejarte ahogar sería como dejarme ahogar a mí mismo. No sé si lo entiendes.
- ¿Por eso me dejaste, por una frase maldicha frente a un par de chicos ahogados?
- No, eso fue sólo un chispazo.
- ¿Qué más hubo?
- El día que te llamé por teléfono para cancelar la boda había leído en la prensa una noticia proveniente de Palermo: el desenlace de un juicio de más de un año de duración.  Luciano  Crescimanno había violado y degollado a Mariano Trezza, quien para entonces contaba tan solo doce años de edad. El pervertido criminal fue arrestado por la policía a las dos semanas, guiada por una serie de anónimos que comenzaron a llegar a la comisaría. El asesino conservaba en un compartimiento secreto de su baúl los interiores del pequeño Trezza. La defensa apoyó su trabajo en locura y desviaciones mentales de su cliente. Luego de más de un año de trabajo, el juez decide confinarlo en un sanatorio para enfermos mentales durante ocho años. La sesión se levanta y comienzan a trasladar al reo de vuelta a su celda. Nadie se extraña de ver en el salón, de pie, a Giocoma Trezza, la madre de Mariano, ya que ha estado presente en todas las sesiones. Se acerca a Luciano lo más que puede. Cuando lo tiene a dos metros de distancia, Giocoma saca de su bolso un pequeño revólver y lo descarga sobre el asesino de su hijo. Comienza a gritar: "ocho años, la vida de mi hijo no vale ocho años, ni diez ni veinte". La mujer es arrestada y ahora se abrirá un nuevo juicio, esta vez en su contra, por homicidio con premeditación y alevosía.
- No entiendo de qué me estás hablando.
- Del amor, Beatriz. Si el amor no sirve para que te levantes y defiendas con tu vida al objeto amado, entonces para qué sirve, para qué nos sirve, para que le sirve al otro. Esta mujer espera que su hijo reciba justicia de la corte. Ha podido matar a Luciano en cien oportunidades anteriores, pero ella espera. No es una asesina vengativa, es sólo una madre que espera justicia. Y la justicia dice: ocho años en un sanatorio y aquí no ha pasado nada. Entonces ella objeta: es una burla. Saca su revólver y lo ejecuta, a costa de su propia vida. Eso es el amor, una fuerza loca, terrible y temible, capaz de construirlo todo y devastarlo todo. Así te amo yo. De esa forma te amé el día que tomé el teléfono y huí de ti. Porque tú no me amas así.
- ¿Con qué derecho te atreves a medir la intensidad de mis sentimientos?
- Y si yo no tengo ese derecho, ¿quién lo tiene?
- ¿No podías contarme esto y arreglar el malentendido?
- No es un malentendido, Beatriz. No es una frase maldicha, poco feliz, lanzada en un momento inadecuado. Las palabras no son más que reflejos de las cosas. Una vez que entendí esto, lo entendí todo. Tú no me amas. Te dejas amar. Me dejas entrar en tu vida, en tu piel, en tu cuerpo. Y eso se parece mucho al amor, pero no es el amor. Tú te dejabas robar lo que yo quería de ti, pero nunca me lo diste con tus propias manos.
- ¿Y dejarme robar, como lo dices tú, no era una forma de darte lo que tú querías?
- No, Beatriz: y eso fue lo que descubrí el día que te llamé.
- No entiendo qué es lo que quieres.
- Eso lo sé. Por eso era inútil explicarte ni pedirte nada. Yo mismo tardé meses para poder entenderlo. Lo comprendí en un segundo, pero tardé meses antes de llegar a ese segundo terrible en el que me atreví a ver la verdad.
- Y todo lo que yo he pasado, Diego Felipe, todo mi sufrimiento, todas las humillaciones a las que me sometiste a la fuerza, toda mi incertidumbre, mis dudas, mis preguntas, ¿qué nombre tienes ahora para eso?
- No dudo que me ames.
- ¿Y entonces?
- Me amas, pero hasta cierto punto. Y a partir de allí, tu amor se quiebra, se fractura y se hace añicos. La gente suele amar así, hasta cierto punto: hasta que aparecen enfermedades, hasta que hay problemas de dinero, hasta que aparece alguien que nos guste más sexualmente. De esa forma he amado toda mi vida. Pero, paradójicamente, contigo aprendí que o se quiere por encima de todo, o no se quiere en lo absoluto. Ser amado hasta cierto punto, como tú me amas a mí, es nada, Beatriz: es como llegar de segundo en una competencia, es un buen intento, pero no una victoria.
- Te amo, Diego. Y tú lo sabes- le dice, tratando de endulzar su voz por encima de su enojo.
- Lo sé, pero me amas hasta que un día me ahogue en una playa y te des cuenta de que no necesitas salvarme, hasta que un día un camión me lleve un brazo y me quede manco o cojo, o hasta que enferme y tenga que pasar un año en una cama. Cuando me levante, sé que no estarás allí.
- Eso no lo puede saber nadie.
- Yo lo sé. Sé que yo me quedaría a tu lado y que tú no, porque tú sientes que para mí siempre habrá un sustituto, alguien que aún no conoces, pero que anda por allí cerca y podría tomar mi lugar en cualquier momento. Para mí, en cambio, tú eres única. ¿Ves la diferencia?
- Nadie puede querer a nadie de esa manera.
- ¡Claro!, por lo general nadie quiere a nadie de esa forma: es muy duro, es muy difícil, es apostar demasiado a una sola persona, a una sola jugada. Todos jugamos hasta cierto punto, y a partir de allí nos retiramos. Hace un par de años, cuando aún no estábamos juntos, un amigo murió de un infarto. Era homosexual. Su pareja era un chico unos diez años menor que él. Durante el velorio Javier, la pareja de mi amigo, estaba tranquilo, pero yo sabía que estaba destrozado. Sabía lo mucho que ambos se amaban. Desde ese día no pudo comer más: todo lo que tragaba lo devolvía. Le hicieron decenas de exámenes médicos, pero no tenía nada. Simplemente quería morirse. El mismo me lo dijo la última vez que hablamos. A los dos meses murió. Se murió de amor, Beatriz. Esto no ocurrió con una damisela romántica del siglo pasado, sino con un tipo más o menos de tu edad, que iba a discotecas, que trotaba, se emborrachaba, hacía el amor, un hombre que le gustaba manejar un auto nuevo y tener un buen televisor en su casa. Un tipo como tú o como yo, ni mejor ni peor. Cuando murió me pareció absurda aquella muerte: era un chico joven, inteligente, muy bien parecido. Sus posibilidades no estaban agotadas. Luego comprendí que no se había dejado morir porque sintiera que sus posibilidades de amar se hubieran agotado, sino simplemente porque amaba a un hombre y no podía ni quería comprender la vida sin él. Estamos acostumbrados a que todo es reemplazable: un carro, una casa, el televisor, la computadora.  Por extensión pensamos que también podemos sustituir a un hombre por otro, a una mujer por otra, incluso ganar con el cambio: porque es más joven, más bonita, más apasionada. Pero hay pérdidas  que son irreparables, posesiones que son únicas e irrepetibles. Entonces sentí envidia de su amor, de su enorme capacidad de amar. Pensé que jamás llegaría a querer a nadie de esa forma. Y ya ves, apareciste tú.

Entonces se acerca a Beatriz y ella lo deja acercarse. Lo va a dejar hacer lo que él quiera hacer, como la primera noche en que salieron. Siente y sabe que está loco, tal vez loco de amor por ella y eso la embriaga, la excita. Se va dejar asaltar una vez más, se va a dejar robar, se va a dejar quitar todo lo que él necesita tener de ella. Se siente atrapada en su demencia y ya no quiere pensar en nada. El la desviste mientras besa su cuello, su piel, la punta de sus senos. Entonces el infierno se apaga para Diego Felipe mientras que para Beatriz se enciende la pasión. La tiene de pie, desnuda. Todas las mujeres del mundo parecen convocarse en el brillo, en la tersura de su piel. La boca de él se inclina y besa sus pequeños y firmes senos, los succiona con hambre, hasta lograr sacar ese sabor a almendras y a perejil que siempre emanó de ellos. Se arrodilla a sus pies para olfatear la abertura de su pelvis. Su lengua la lame mientras sus labios sienten cómo la carne cruda de su sexo de mujer se abre como una flor húmeda y ardiente. Y quizás por esfuerzo, quizás por error, se acercan entre gemidos y susurros al verdadero amor. El la abraza con fuerza, como si en la piel de aquella mujer estuvieran escritas las claves y los destinos de toda su vida. Su pecho de hombre se estremece y tiembla como un árbol abatido por el viento. El suave temblor lo estremece por entero y mientras su esperma se escurre desesperada por entre las entrañas de la mujer amada, de su garganta brota un sollozo rezagado desde las noches eternas en las que comenzó a huir para siempre de Beatriz. Ella, regada de amor, satisfecha en su deseo, lo abraza.

Es más de la medianoche cuando ella despierta, sola en la cama. Siente frío y busca su ropa. Guiada por la luz de la luna que entra por la ventana, recoge sus cosas. No hay rastros de Diego. Se sienta en el chinchorro, se recuesta en él y se vuelve a dormir. No hay angustia en su espera.

La luz del sol la despierta. Llama a Diego Felipe, lo busca, pero no hay señales de él. Prepara café y bebe. Decide ir a buscarlo al pueblo. Cuando llega a su carro, encuentra una nota pegada al parabrisas:

"Ni aún tocándote, te puedo alcanzar.
Adiós"

Al menos ahora tiene una explicación. Por escrito.

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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones2256@gmail.com

jueves, 13 de mayo de 2010

EL ATOLONDRADO MUNDO DE DANIELA GOLDMAN


Me llamo Daniela Goldman, tengo doce años y soy judía. Esos son mis datos básicos. Mi familia es ortodoxa, pero he decidido que yo no lo seré, razón por la que a escondidas  como cerdo y  a la carne le pongo queso, ambos alimentos en un mismo plato.

Una de las razones por las que he decidido no ser muy ortodoxa en la práctica de mi religión es el chico Ricardo Arteaga. Es divino. Cierto que no es muy aplicado en los estudios, pero no lo necesita. Es arrogante y vanidoso, y cuando le preguntan algo en clase y no sabe la respuesta (cosa que ocurre con muchísima frecuencia), no se deja que lo hagan sentir bruto. Siempre responde con voz muy firme la razón por la cual no sabe lo que le han preguntado, o simplemente comienza a inventarse algo con tal seguridad que, de no ser por la cara de espanto de los profes, todos pensaríamos que esa sería la respuesta correcta.

Es muy lindo, pero en relidad es feíto. Se parece a un actor que a mi mamá le gusta mucho, un tal Steve McQueen. Es rubio, pero con el pelo muy rizado y reseco. Lo lleva muy corto. Su nariz es ancha y aplastada y sus ojos verdes. Le gusta mucho el deporte y se las arregla muy bien en las carreras de cien metros. Toca guitarra y, por cierto, es católico, pero tampoco es muy ortodoxo con su religión. Como yo.

Tengo una perra coquer spaniel, color caramelo. Se llama Lola, pero Elías, mi hermano mayor, la llama LALO-CA. O cuando la tropieza adrede, se diculpa con ella en tono burlón diciéndole LOLA-MENTO. A mí no megusta que la llame así  porque sé que ella lo entiende todo (comprende muy bien nuestro idioma) y se resiente, pero mientras más se lo protesto, pues, Elías más lo hace. Debe tener la cabeza llena de leche condensada o de chocolate derretido. Lola, en cambio, es educada y no se hace sus gracias en casa, sino en el jardín. Me costó mucho hacerla aprender, pero lo logré.

Además de Elías, tengo otra hermana llamada Raquel. Ella estudia quinto año. Elías, tercero, y yo apenas acabo de entar al primero de bachillerato. De mis profesores, el preferido es Eduardo López. Él nos da biología, pero sus clases no son para nada aburridas. Siempre trata de enlazar los conocimientos de su clase con cosas de la vida real. Por ejemplo, nos explica que esa locura que estamos sintiendo ahora las chicas por los chicos, y viceversa, es gracias a una explosión de hormonas en nuestros cuerpos. Cuando dice cosas así, todos nos reímos mucho, pero le prestamos muchísima atención.

En enero la profesora de matemáticas, Matilde, salió de permiso prenatal y en su lugar llegó la profesora Laura. Es la profesora más bonita de todo el liceo y creo que todas nosotras queremos ser como ella cuando seamos más grandes. Es morena, con la piel color canela. Sus cejas son espesas y gruesas, pero combinan muy bien con sus tupidas y largas pestañas. Su abundante pelo lacio que muchas de nosotras consideraríamos infernalmente aburrido, luce estupendamente bien gracias al corte que ella ha sabido escoger. Es menudita y muy delgada, pero su cuerpo está muy bien proporcionado y luce bien tanto en falda como en pantalones. Cuando usa falda, por lo general se pone botines, lo que le da un aspecto aún más juvenil al de su verdadera edad. Es divorciada y tiene una hija como de cuatro o cinco años. Se llama Jeniffer, digo, la hija.

El profesor Eduardo se va a casar a finales de año. No conocemos a su novia, pero sabemos que se llama Alicia y que trabaja como enfermera. De vez en cuando nos contaba algo de ella y nos informaba sobre algún detalle de sus planes de boda. Se le notaba a leguas que la quería mucho y de verdad. Pero a los pocos días de comenzar a darnos clases la profesora Laura, el profesor Eduardo dejó de hablarnos de su novia. De esto nos dimos cuenta después, cuando comenzaron a pasar cosas extrañas.

Al comienzo veíamos a los profes Laura y Eduardo hablar durante los recreos, pero en grupo, acompañados de otros profesores. Pero al poco tiempo comenzaron a andar ellos dos solos. Se sentaban en algún banquito y charlaban. Parecía que se la pasaban muy bien juntos, pero poco a poco las cosas cambiaron. Apenas si se reían y parecían hablar de cosas muy serias. Y mientras él le hablaba, ella bajaba la cabeza mientras dejaba que sus manos juguetearan con su pelo o con su falda. Y cuando sonaba el timbre que ponía fin al receso, ellos continuaban allí sentados, como si alguna fuerza muy grande les impidiera levantarse de sus asientos.

Una de nosotras logró averiguar que el señor que pasaba a recoger a la profesora Laura a la salida de clases en un carro muy elegante, era un alto ejecutivo de Petroleos de Venezuela. Supusimos que era su novio, ya que no era tan viejo como para ser su papá. Y tampoco nos hubiéramos creído que la profesora Laura hubiera dejado que su papá la pasara recogiendo a la salida de clases.

Un día Andrea, una de mis compañeras de clase, vio algo que no podíamos creer y que nos hizo comprender muchas cosas. Ella pidió permiso para ir al baño (una pésima costumbre que tiene desde la primaria) y en el camino logró ver a la profe Laura con el profe Eduardo medio ocultos entre los arbustos del jardín. A Andrea le paració extraño y, oculta tras una columna, se quedó un rato observándolos. De pronto él se inclinó y la besó en los labios. Andrea, sin haber ido aún al baño, se devolvió corriendo al aula de clase. Para nada, porque no nos pudo contar nada hasta que terminó la clase.

Al comienzo no le creímos: eran profesores y ambos tenían novio y novia. Pero ya era notorio que se pasaban el recreo juntos, siempre hablándose  con extrema seriedad.

A los pocos días yo misma vi como el profe le agarraba la mano a la profe en pleno recreo. Ella la liberó rápidamente, llevándosela al pelo, como tratando de disimular la osadía de su compañero. El profe la miraba de forma extraña. La miraba con dolor.

A los pocos días, Gabriela los encontró solos en la seccional del liceo y según ella, estaban agarrados de la mano. Gabriela se devolvió unos pasos, dejó caer unos libros al piso para hacer mucho ruido y luego entró a la seccional. Eso les pemitió a los profes separar sus manos y sus cuerpos.

Roraima fue otra que los encontró un día besándose en un rincón de la biblioteca. Ya nosotras andabamos por el liceo muy asustadas, ya que no sabíamos en que lugar podíamos llegar y encontrarnos a los tortolitos en plena faena amorosa.

Me dolía mucho lo que el profe le hacía a su novia. Lo hubiera entendido de otro profe, pero no de él.

Un día que mamá le prestó el carro a mi hernana Raquel, ella montó en el auto a por lo menos cincuenta de sus amigas. Yo iba absolutamente aplastada y no sé como fue que no morí asfixiada. Apenas todas lograron acomodar sus enormes caderas y prominentes senos, comenzaron a hablar de los profe Laura y Eduardo. ¡Ellas también estaban al tanto del romance! Entonces mi hermana, que siempre quiere saberselas todas, comentó que ella pensaba que ese par no se había ido aún a la cama y que por eso andaban por allí besándose como chiquillos.

Yo nunca había pensado en mis profes en la cama. Era una posibilidad, es verdad, pero jamás había pensado en eso. Y aunque me duela admitirlo, tuve que darle la razón a mi hermana: seguro que no se habían acostado ... aún.

Apenas llegué a casa llamé por teléfono a mis amiguitas y les comenté la conversación de las amigas de mi hermana. Aquello fue una verdadera  bomba, ya que pensábamos que solo nosotras sabíamos del romance entre los profesores.

Un día el profesor Eduardo llegó a clases con una carpetica amarilla. Intentó disimularla entre sus papeles de clase, pero todas nos dimos cuenta de qué se trataba: eran los manuscritos de su libro.

Hacía como ocho meses atrás el profe nos había mostrado copia de ese manuscrito, ya que lo iba a llevar a una casa editorial muy conocida. Después de un par de meses, nos comentó muy contento que habían aprobado su publicación. Era un libro de cuentos.

Cuando diecisiete niñas nos ponemos a detallar a un profesor, podemos hasta adivinar sus pensamientos. No nos costó nada descubrir que aquella carpetica era una copia de su libro que aún no había salido de imprenta, y supimos sus intenciones: darselo a leer a su a su nuevo amorsito, la profe Laura.

No vayan a creer que toda esta historia me hizo olvidar al chico Ricardo, tan lindo él. Las cosas iban bien, o al menos eso era lo que yo me imaginaba. A veces lo descubría mirándome en clase. Pero eso le molestaba mucho, digo, sentirse descubierto. Yo disumulaba y me hacía la desentendida.

Es increíble, pero apenas salimos de clase los chicos desaparecen, como si la tierra se los tragara. Una nunca se los encuentra en el automercado haciendo compras con sus mamás, ni en las tiendas, ni en las librerías, ni en las plazas, ni siquiera en las calles. Creo que todos andan peleados con el mundo entero y se ocultan de él, y solo confían y se sienten bien entre ellos mismos. Lo digo por Elías, mi hermano. Cuando le preguntamos que cómo está, invariablemente responde "perfecto". Aunque venga con la camisa rota a pedazos, con raspones en los codos o con la nariz partida, para él siempre todo está perfecto. Nunca ayuda para nada en la casa, ni siquiera con el jardín, que es cosa de hombres. Y si papá lo obliga a pasar la podadora de césped, entonces entra a la cocina cada dos minutos a tomar agua, aunque en realidad lo que busca es que estemos descuidados para robarse una cerveza. Ya lo pescaron una vez medio borracho y papá lo castigo muy duro, pero parece que a Elías no le importan mucho los castigos. Para mí, que terminará siendo un delicuente juvenil. Bueno, en cierta forma ya lo es. Mamá le descubrió una vez que había vendido el reproductor de VHS que él tenía en su cuarto. Con el dinero se compró un taco para jugar pool. ¿Se imaginan lo tarado que es? Pues papá y mamá lo obligaron a deshacer la venta del VHS y a que devolviera el dinero al comprador con el dinero de su mesada.

Sólo una vez me conseguí a Ricardo en la plaza. Yo andaba paseando a Lolita. Andrea iba conmigo. Entonces llegó Ricardo. Andaba solo, montando bicicleta. Me preguntó por la raza de Lola. Me dijo que él tenía un doberman, un verdadero salvaje, y que si su perro veía a mi perrita, seguro que la aprisionaba entre sus mandíbulas hasta matarla. Me advirtió que en estos casos él no podría hacer mucho, ya que el doberman entraba en una especie de trance de furia y ya no obedecía a nadie. Yo le escuché en silencio. Estaba tan contenta de verlo y tan emocionada de que me hablara, que no me dio tiempo a molestarme por la retahíla de idioteces que me dijo.

Los chicos tampoco parecían muy interesados en el idilio entre los profes Laura y Eduardo. Creo que su atención se concentraba únicamente en tratar de desnudar con la mirada a la profe Laura. Y cuando los chicos andan en eso, no son capaces de ver ni a un dinosaurio, aunque les camine frente a sus narices.

Cada día sentíamos más lástima por la pobre señorita Alicia, a quien sin haberla conocido nunca, sabíamos que su futuro matrimonio y felicidad estaban en pico'e zamuro. A veces odié con todas mi alma a la profe Laura. Odié su encantadora cara, sus hermosos vestidos, su glamorosa forma de caminar. Si no se hubiera atravesado en la vida del profe Eduardo, él continuaría amando a la señorita Alicia y sólo pensaría en casarse con ella y en hacerla feliz, como lo había hecho hasta hacía pocos meses. Pero también sabía que el profe Eduardo no era sólo una víctima de los encantos de la profe Laura. Hubiera podido resistirse a esa loca atracción y mirar hacia otro lado. Pero no, en su lugar se dejó embaucar por las linduras de la profe y se dejó arrastrar como si fuera un hombre libre de compromisos y ella, una señora libre. Ambos eran unos mentirosos y unos traidores.

Una semana después de haber visto al profe Eduardo con el manucristo de su libro, vimos a la profe Laura llevarlo en sus manos. Mientras nosotros resolvíamos larguísimos problemas de polinomios y de despeje de ecuaciones, ella aprovecha para leer el manuscrito. Lo leía con imponente seriedad, y se notaba que repasaba una y otra vez cada palabra, ya que tardaba como una hora en pasar de una página a la otra.

Durante esos días, ellos continuaban hablándose durante los recesos. Mientras conversaban, ella acariciaba el manuscrito con tal devoción que parecía que se tratara de una extensión del cuerpo del porfe Eduardo. Por lo general era él quien hablaba, mientras ella inclinaba la cabeza y miraba distraídamente hacia los lados o hacia el piso. A veces lo miraba y su cabeza dibujaba un gesto de negación a las palabras de su compañero. Me di cuenta de que ella también sufría, y por un momento mi desprecio por ellos desapareció y sentí mucha tristeza.

En ese momento decidí que nunca le sería infiel a nadie, a ningún hombre, ya fuera mi novio o mi esposo. Y si alguna vez sentía algo por otro hombre, se lo confesaría en el acto, para que él me protegiera de mis malos pensamientos. Eso haría.

Aunque ustedes no lo crean, hay muchas cosas que ya he decidido en mi vida. Como ya les dije, he decidido que no seré una judía ortodoxa como lo son mis padres, y dejaré incluso que mis hijos celebren la navidad. Aún no he decidido si seré arqueóloga o biologa marina, pero ya pronto lo haré. No he decidido a que edad exactamente me casaré, pero será entre los veinticinco y los treinta años. Antes seré muy joven, y después de esa edad, un poquito viejita. He decidido dejar que mis hijos tengan mascotas, y también decidí que no los andaré regañando por todo, en especial por el desorden de sus cuartos.

Andrea y María Fernanda son las únicas que saben lo que siento por Ricardo. Ellas sí saben guardar un secreto, cosa que muy pocos saben hacer. María Fernanda es una ilusa y está enamorada del profe Tom, un joven irlandés que nos da clases de inglés. Ella no necesita asistir a esa materia, ya que cuando niña vivió con sus padres un par de años en Kingstone, Inglaterra, pero aún así no falta ni a una sola clase.

El último sábado de mayo celebramos la Verbena Anual Profondos para mejoras del colegio. Son estupendas porque podemos ir vestidas como querramos y podemos llevar patines o pelotas para jugar. Las bicicletas no están permitidas. Las pasamos muy bien ya que comemos como cerdas durante todo el día y tomamos jugos y gaseosas hasta reventarnos. La verbena está organizada por los padres, quienes llevan comida, ensaladas, postres y jugos. También contratan juegos como competencias de tiro al blanco o arneses para escalar muros. Los alumnos debemos ayudar aistiendo a los representantes durante un par de horas, pero esto también es divertido.

Este año Andrea, María Fernanda, Gabriela y yo organizamos una pequeña pista de baile animada por un equipo de sonido portátil. La idea era que los bailarines concursaran y el mejor se llavaba la tercera parte de la colecta. El resto sería para el colegio. Pero fue un rotundo fracaso. Aunque arrastrábamos a los chicos a nuestra pequeña pista, ninguno se animaba a bailar, menos cundo le decíamos que debían pagar. Todas nos ofrecimos a bailar con ellos, pero ninguno se animo. Son imbéciles no de nacimiento, sino desde que sus padres eran novios. Preferían irse al tiro al blanco en donde estaba una muchacha en traje de baño sentada en una silla que colgaba en el aire sobre una pequeña alberca de agua. Si el lanzador acertaba a darle en el centro al  pasador que activaba el mecanismo del juego, la chica caía repentinamente al agua. Como no era fácil acertar, por lo general la chica siempre estaba distraída al momento de caer, por lo que invariablemente pegaba un grito. Hasta nosotras nos animamos a disparar nuestras pelotas contra el pasador, pero aunque acertamos un par de veces, no lo hicimos con suficiente fuerza.

Decidimos cerrar nuestra fracasada pista de baile y nos fuimos a patinar al patio central  del colegio. En eso, todas nos quedamos de una sola pieza. Vimos al profesor paseando por entre los kioskos, tomado de la mano de una hermosa chica. Sin duda, era la señorita Alicia. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia ellos, con tal ímpetud que no logré frenar a tiempo y me estrellé contra el profe. Como no tenía nada qué decirle ni qué preguntarle, me inventé que me había hecho daño en el tobillo. Se inclinó, movió mi pie de un lado a otro, y en algún momento pegué un pequeño quejido, para disimular, pero le dije que no era nada. La chica era muy blanca, de pelo castaño claro, casi rubio. Sus ojos eran grises oscuros. Era una belleza y me complació que no tuviera nada que envidiarle a la profe Laura en ese sentido. Sin embargo, con el alboroto de mi supuesta caída, el profe Eduardo no me presentó a su acompañante, el cual había sido el objetivo de mi treta.

Patinamos hasta que nos cansamos. Pero yo no podía dejar de pensar en la señorita Alicia, y en los profes Laura y Eduardo. La profesora Laura, por ejemplo, no había asistido a la verbena, cosa muy extraña ya que todos los profesores participaban de ella, incluso los suplentes. ¿Había ocurrido algo que le impidiera venir? ¿Habrían discutido ella y el profe Eduardo? Por otra parte, ¿por qué el profe Eduardo había llevado a su prometida al colegio? ¿Acaso la usaba para darle celos a la profe Laura? ¿O acaso la señorita Alicia había sospechado algo raro con respecto a su prometido y había ido a visitarlo para que supieran que era ella la quien mandaba en ese juego? Todo aquello era muy raro.

Yo estaba muy alterada y no sabía si estaba muy contenta o muy triste. Era como si estuviera apunto de que me pasara algo muy importante y yo me sentía absolutamente capaz de afrontarlo. Tal vez fuera el inclemente sol, tal vez el endiablado y humedo calor de mayo, tal vez los veloces latidos de mi corazón que impulsaban litros de sangre por segundo a mi cabeza, pero en aquel momento me sentí dispuesta a todo. Fue entonces cuando se me ocurrió acercarme a Ricardo y a pedirle que patinara conmigo. Era ahora o nunca, y todo se había vuelto tan repentinamente importante para mí que no podía quedarme sentada esperando a que las cosas pasaran.

María Fernanda y Andrea me escucharon horrorizadas cuando les conté mis intenciones. Gabriela me miró en silencio. Decidí no escucharlas y me fui a buscar a Ricardo. Lo encontré a orillas de la cancha de basket sentado en un  banco, junto a dos chicos más. Patiné con firmeza hacia ellos, aunque no sabía exactamente qué haría al llegar.

Me planté frente a él y le dije:

- ¿Puedo patinar con ustedes, Ricardo?

Todos se quedaron en silencio. Ricardo intercambio rapidísimas miradas con sus amiguetes. Luego, burlón, me respondió:

- ¡Ni lo sueñes!

Me quedé mirándolos en silencio. Sentía como la cara se me encendia y casi me quemaba. Lo peor es que sabía que ellos notarían mi reacción. Di media vuelta y me fui. Antes de alejarme lo suficiente logré escuchar que Ricardo se mofaba de mi nariz judía. Entonces quise quitarme el patín y estrellárselo en la cara. Mis amigas andaban más o menos cerca y me reuní con ellas. No les comenté nada, pero sabía que lo había visto todo. Me miraban de reojo, pero sin decir palabra. Entonces Gabriela hizo algo que no debió hacer: en un gesto de lástima, puso su mano sobre mi hombro. Entonces comencé a llorar y sabía que ya no pararía en mucho rato. Había perdido el control, así que me alejé de ellas y me fui hacia el borde del patio. Luego busqué el pasillo de los laboratorios que era uno de los pocos sitios que estaba sin gente. A la entrada de una de las aulas, había unos pupitres. Me senté en uno de ellos y le di rienda suelta a mi llanto.

Vi de reojo vi que alguien mayor se acercaba a mí. Pensé que sería algún profesor o algún bedel, ya que los baños de profesores andaban muy cerca de donde yo me encontraba. Lo que no me imaginé nunca es que fuera el profe Eduardo.

- ¿Qué te pasa, Daniela?
- Nada.
- Nadie llora así por nada, ¿qué te ocurre, te golpeaste?
- Nada. No me he golpeado.
- ¿Te peleaste con tus amiguitas?
- No, no.
-Entonces, ¿es por un chico?

Me molestó que hubiera acertado, y me molestó no poder negárselo. Al contrario, mi llanto cobró más fuerza y me impedía mover la boca. Creo que se asustó un poco, ya que tomó uno de los pupitres y se sentó frente a mí.

- Cálmate. Esas cosas nos pasan a todos. Y los primeros golpes suelen ser los más duros. Pero apenas eres una chiquilla, ya tendrás tiempo de aprender y de encontrar al chico indicado.

Mientras más me hablaba, más lloraba. Entre lágrimas, lo miraba con furia. Mi cabeza no podía pensar, sólo sentir. Quería hablarle, gritarle, pedirle que me dejara en paz, pero no me salían las palabras. Finalmente, no sé de dónde, me salió un hilo de voz:

- Odio a los hombres. Los odiaré siempre. Ya lo he decidido. Todos son unos patanes.

En su rostro se dibujo una sonrisa condecendiente. Me dijo:
- No nos juzgues a todo por uno solo.
- Todos son iguales - , le volví a confirmar. Ahora podía hablar, pero sabía que no podría controlar lo que diría. Era como si hubiera enloquecido.
- Fijese en usted mismo... - le dije, pero el llanto me impidió terminar la frase.
- ¿Qué pasa conmigo?- me preguntó, repentinamente serio.
- ¿Por qué le hace eso a su novia? ¿Por qué si no puede dejar en paz a la profesora Laura, por qué al menos no termina con su novia Alicia?

El profe Eduardo se quedó en silencio. Estaba pálido.

- Usted no tiene edad para entender estas cosas, señorita-, me dijo. Había comenzado la frase con un tono autoritario, pero en el camino rectificó y la terminó en un tono casi de confidencia-. La vida es muy complicada, muy enrededada.
- Y solo porque está confundido, ¿tiene que andar por todas partes besando a la señorita Laura y mostrándole su libro?
- Tú no puedes entender esas cosas aún.
- No necesito entender nada para comprender muy bien lo que usted está haciendo-, le dije. De verdad que no podía parar. Ni siquiera me daba cuenta de que le hablaba a un profesor, que muy bien podía levantarse y expulsarme durante una semana entera por indisciplina e irrspeto.
- Ambos estamos muy confundidos, pero no hemos hecho nada malo, ni lo haremos. Ya eso lo hemos discutido.
- No podrá dejar a la profe Laura. Se ve que la quiere mucho-. Yo ya casi había dejado de llorar, ya que esta historia también me interesaba mucho.
- No sé si la quiero, pero sí, me costará dejarla. Por eso ella renunció ayer. Ya nunca más la veré.
- ¿Renunció? ¿Por su culpa? Bueno, no por su culpa, digo, ¿renunció por usted?
- Sí, ayer.
- ¿Y siempre se va a casar con la señorita Alicia?
- Nunca pensé en dejarla plantada, eso nunca estuvo en discusión.
- ¿La ama?
- Daniela, creo que ya hemos hablado más de la cuenta sobre este tema.
- Sí, claro, profe.
- ¿Ya estás tranquila?
- Mucho. Temía que fuera a abandonar a su novia... - pero el profe me cortó.
- Daniela, Daniela, no me refiero a eso. Pregunto si ya estás más tranquila de tu llanten.
- Sí, claro. Ya estoy más tranquila.

Estuvimos un ratito más sentaditos en silencio. Luego él se levanto y se despidió. Dijo que ya había dejado a la señorita Alicia demasiado tiempo sola e iría a reunirse con ella.

Mientras estuvimos en silencio, temí que me preguntara que quién más sabía lo de él con la profe Laura, o que me hiciera prometer que no le diría nada a nadie. Pero no lo hizo. Eso me gustó.

A los pocos minutos de irse, me levanté. Busqué la salida del liceo y me fui a patinar sola, por allí. Estaba triste, pero a la vez muy contenta. Nunca comenté a mis amigas la conversación que había tenido con el profe Eduardo. Me gusta impulsarme con las piernas y dejarme luego desplazar sobre mis patines con las piernas muy firmes. Me gusta esa vibración en todo mi cuerpo. De pronto vi un colibrí revoloteando entre las flores. Me acerqué lo más cautelosamente que pude, y lo asusté. Cada vez que veo un colibrí, no puedo evitar asustarlo.

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Publicado en el libro "Japi berdei tu yu", Playco Editores Publicaciones. Primera Edición 2002. Segunda Edición 2007. Premio "Narrativa Juvenil Salvador Garmendia", edición 2002. Este libro podrá conseguirlo en las más importantes librerías del país. Para mayor información, favor comunicarse a los teléfonos 0212-2354736 y 0212-2372764.
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