miércoles, 28 de abril de 2010

La misteriosa e inaudible voz del Señor


El malecón estaba sembrado de viernes por la noche: parejas abrazadas, borrachines aglomerados sobre los muros alrededor de una botella, putas viejas y baratas caminando infatigablemente. Eduardo desvió sus pasos y se dirigió hacia la primera de las callecitas transversales que encontró. Ocultos tras de un árbol de mango, un par de muchachos compartían una lata de cerveza. Uno de ellos le salió al paso y le pidió un cigarrillo. Él lo negó con un gesto de manos.

- Ven acá - dijo el muchacho, mientras sacaba  una pistola. - Agáchate.

Lo empujó hacia el árbol y lo obligó a ponerse en cuclillas. El otro muchacho, un mulato regordete, lo esperaba con un cuchillo en la mano:

- Dame la plata - le dijo el de la pistola.
- No te doy un carajo - les dijo Eduardo con firmeza.
- Tú te quieres morir hoy, ¿no? - le preguntó el de la pistola.
- No te voy a dar un coño - repitió Eduardo.
- Sácate la cartera - ordenó el mulato.
- ¿Me vas a matar? - preguntó Eduardo, retador.
- Sólo te voy a destripar, huevón. Sólo eso. Haz que me arreche y te hago comer las tripas- le respondió.
- ¿Por qué no te callas y lo haces?
- Que me des la plata, coño - insistió el otro, el de la pistola.
- Tú no me estás oyendo, ¿verdad? Ya te dije que no te voy a dar un carajo.

El mulato del cuchillo le asestó una patada en la espalda que lo hizo caer al piso. El de la pistola le dio un cachazo en la cara, mientras su compañero volvía a patearlo en las costillas.

- Te gusta eso, ¿verdad? Te gusta que te coñaceen, ¿no? Te gusta comer mierda, ¿no?

Eduardo se cubría la cabeza con los brazos, sin decir nada. El mulato le revisó los bolsillos y le sacó la cartera. El otro le quitó el reloj y un anillo. Mientras evaluaban el botín, Eduardo les dijo:

- Mariconcito, ¿por qué no me pegas el tiro? ¿Te da cague?

El de la pistola se agachó nuevamente y puso su cara grasienta y brillante junto al rostro de Eduardo:

- No me provoques, maldito hijo de puta, no me provoques...
- Mariquito cagón - repitió Eduardo, convulsionado por una risita histérica.

El tipo cargó la pistola y la estrujó contra la mejilla de Eduardo. El dedo le temblaba.

- Tranquilo, tranquilo - le dijo el otro -, ese pendejo lo que está es borracho.

El de la pistola continuaba hundiendo su arma contra la mejilla de Eduardo. Lo único que le quedaba por hacer era apretar el gatillo.

- Se me mueve el dedito y te mueres, cabrón. Se te desparraman los sesos sobre la calle entera.  Se te abre la frente en dos. Se te saltan los ojos. Mañana te comen los gusanos.
- Entonces mueve el culo, huevón. Mueve el culo - volvió a retar Eduardo.

El de la pistola se levantó de un solo salto. Se puso de pie frente a Eduardo y le dio una última patada en el estómago. Eduardo ya no pudo decir nada más.

Los tipos se fueron en silencio. Eduardo permaneció tirado en el piso un rato más. Cuando se levantó se sintió mareado. La nariz y la boca le sangraban. Se limpió con la manga de la camisa. Se apoyó contra el árbol y lo abrazó. Entonces comenzó a temblar, de miedo. No pudo evitar irse en vómitos.







- Coño, viejo, así no puedes estar aquí - le dijo Aureliano, el barman del "Neptuno", cuando lo vio sentado en la barra.

- Sólo dame un ron. Seco, por favor.

Aureliano ignoró el pedido. Se fue a un extremo del mostrador y le hizo señas a una mujer que atendía a otra que, por su ropa, parecía ser una cliente. Cuando se acercó, le habló casi al oído, señalando a Eduardo con la mirada.

Belkys caminó hacia él:

- Ven, acompáñame - le dijo con tono autoritario.
- Coño, Aureliano es un huevón. Lo único que tiene que hacer es traerme un maldito ron y más nada.
- ¿Tú te has visto en el estado que andas?

Tenía el labio superior y el ojo izquierdo hinchados, las mejillas y la barbilla cubiertas de sangre reseca, el pelo y el bigote los llevaba amarillentos de tierra.

- ¿Quién te hizo eso?
- Un par de mariquitos. Pero los voy a joder.
- Ven, acompáñame. Sólo voy a ver qué te hicieron.

Lo tomó firmemente de la mano. Eduardo se dejó llevar. Belkys lo arrastró a través de la pista de baile, lo sumergió luego por una puertecita angosta y bajita que estaba al fondo y lo ayudó a subir por unas escaleras oscuras. Al final se veía el resplandor de la luz amarilla y mortecina del segundo nivel. Desde allí apenas se oía la música del "Neptuno". El piso era de madera. Atravesaron un pasillo poblado por puertas a lado y lado. Algunas estaban abiertas. En su interior había otras muchachas más o menos de la misma edad y del mismo tipo de Belkys: mestizas de piel canela con la cara pintorreada y los pelos alborotados, todas con faldas cortísimas, mostrando las piernas cubiertas con medias de nylon y calzando enormes y puntiagudos tacones. Fumaban y hablaban, echadas sobre el borde de sus camas. Belkys no necesitó de llaves para abrir la puerta de su cuarto. Encendió la luz y se separó de Eduardo. Acomodó como pudo el desorden de su cama  e invitó al hombre a sentarse.

- Lo que quiero es un ron, no sentarme en ninguna cama de mierda.

Belkys lo miró pacientemente, respiró hondo y salió, cerrando la puerta tras ella. La diminuta habitación tenía por ventana un pequeño boquete forrado con tela metálica en la parte superior de la pared del fondo. Estaba tan alto que para poder ver a través de él, había que encaramarse obligatoriamente en alguna silla. En la pared de enfrente había un espejito. Se levantó y se miró en él.

- ¡Mierda! - exclamó. Se volvió a sentar. Buscó en el bolsillo de la camisa, pero no encontró su cajetilla de cigarros. Se dejó caer sobre la cama.

Estaba casi dormido cuando Belkys volvió a aparecer. Llevaba en las manos una botella de ron medio vacía, una poncherita de plástico llena de agua y una toalla que alguna vez debió ser roja. Eduardo abrió sus ojos para recibirla, pero no se levantó. Le dolían las costillas.

- Vamos, levántate. Aquí no te puedes dormir.

Eduardo obedeció mecánicamente. Se reincorporó dolorosamente.

- Toma - le dijo mientras le entregaba la botella de ron -. No tengo vasos.

Puso la poncherita en el piso para luego humedecer una punta de la toalla. Con el extremo mojado comenzó a limpiarle la cara, mientras que con la parte seca iba restregando la mugre humedecida. El tratamiento era insuficiente para quitar el desastroso aspecto de Eduardo, pero al menos lo convertía en un desastre limpio. El ojo izquierdo parecía continuar hinchándose cada vez más. Desabotonó la camisa del hombre y se la quitó. Buscó en un baúl, sacó una franela y se la puso.

- ¿Qué te pasó?
- Me asaltaron. Un par de mariquitos. Pero los voy a matar. No les di un coño. Me entraron a patadas y me lo quitaron todo, pero yo no les di nada.
- Un tiro es lo que te han podido dar, por pendejo.
- Baja y cómprame una caja de Lucky.
- Si vuelvo a bajar me tendré que quedar.
- Diles que estoy contigo. Yo pago.
- Eso no se puede.
- ¿Qué pasa? ¿Acaso mi dinero no vale?
- No tienes dinero, ¿no y que te robaron todo? Además, te acostaste con Yajaira y no pagaste. Nadie se quiere acostar más contigo.
- No me acosté con ella: me la cogí.
- Eres un cerdo, coño - dijo Belkys tirando la toalla sobre la cama. Buscó en la gaveta de la mesita de noche y sacó una cajetilla de Belmont.  Se la puso a Eduardo sobre la cama.
- Y no le pagué porque olía a morcilla, a morcilla podrida con ajo y cebolla.
- Das asco, ¿sabes?
- Asco da esta vaina - dijo, señalando el Belmont  que encendía.

Belkys agarró la cajetilla y sacó un cigarrillo para ella. Eduardo empinó la botella y bebió un enorme trago. Arrugó la cara.

- Quiero que te quedes conmigo.
- No se puede. No tienes real y le debes la noche a Yajaira. Te aceptan en el bar porque eres cliente viejo, más nada. Pero ya no te quieren aquí.
- ¿Quién no me quiere?
- Nadie. Ni las muchachas, ni Aureliano, ni Rodolfo, ni Johnny.
- Pues, que se vayan todos al mismísimo carajo. Me sabe a mierda.
- A nosotras también.
- ¿No te provoca quedarte conmigo, así, sin que nadie se entere, tirando de verdad?

Belkis era fea. Tenía la cara redonda y los cachetes inflados. Su boca era amorfa, como sin limites entre sus labios y el resto del rostro, con los ojos pequeñitos como escondidos entre la gordura de sus mofletes. Cuando alguna vez la había besado, Eduardo sintió que su lengua era como un músculo baboso e impreciso. Le repugnaba besarla, aceptar esa babosidad sobre su cuello, sobre sus labios. Pero tenía lindos senos y bellas piernas. Prefería besar su sexo que su boca. Porque su sexo era hermoso. Su abertura vaginal tenía la perfección que no tenían sus labios.

- Si no pagas, no me provoca mucho.
- Ven acá, acércate un poquito.
- Tengo que bajar. Quédate un rato más, pero no te duermas. Te tienes que ir.
- Espera un minuto - le dijo. Se puso de pie. Buscó la cajetilla y sacó otro Belmont-. Déjame verte solamente. Quiero ver tus piernas.
- No se puede.
- A ver. Sólo las piernas. Casi las veo por completo, pero quiero verlas sin las medias.

Se inclinó frente a ella y le levantó la diminuta falda.

- Son lindas. Cada vez que las miro, siento que estoy mirando las piernas de una mujer, de una hembra de verdad.
- Sólo mira.
- Voy a mirar. Sólo mirar.
- No me toques.
- No te toco. Acaricio tus piernas. Sobre tus medias. Estoy tocando tus medias.
- Tengo que bajar.  Allá abajo hay una tipa con un celular que repica cada diez minutos. El novio la busca y le pregunta que dónde está. El tipo le entró a coñazos. Ella dice que él está loco por ella y que fue por eso que lo hizo, pero yo no creo que un tipo que le pegue a una mujer pueda quererla. Tal vez la quiso, pero desde el momento que le pega, deja de quererla. Ella está jugando con él por el telefonito ese que tiene y le dice "caliente, frío", mientras el tipo se acerca o se aleja. Cuando el tipo agarra la ruta equivocada, ella le dice: "frío". Cuando retoma el camino correcto, le dice: "vas bien: tibio". Yo le dije: "dile que estás con otro, que te lo está metiendo, que te gusta que otro te lo meta, que te asusta y te encanta que otro te posea". Pero ella le dice: "estoy con un señor muy simpático que me está invitando tragos y se ríe bellísimo".  La tipa es medio tonta. No sé cómo vino a parar acá. Capaz que le haya dicho al novio la dirección exacta del bar y esté dándole ahora mismo la paliza de su vida.

Mientras hablaba, Eduardo había logrado quitarle las medias de nylon. Sabía que debajo de ellas nunca usaba pantaletas. Belkys le mostraba la desnudez de sus piernas. Eduardo recorría su piel con sus manos, apenas tocándola.

- Voy a olerte.

Y sin esperar su aprobación, acercó  su rostro a sus piernas.

- Voy a olerte toda, sin tocarte.

Y levanto aún más su falda. El sexo de Belkys quedó a la vista. Eduardo pasó su nariz por encima de la vellosidad de su pelvis. La olfateó hambriento. Se aproximó.  Con sus manos separó un poco las piernas de la mujer.  Sacó su lengua y la tocó.  Ella misma se abrió aun un poco más.  El continuaba jugando a olerla. Pero no tardó en hundir su cara en el monte oscuro de su sexo. La lamió con brío e impudicia. Sus manos buscaron sus senos. Intentó acostarla.  Ella aprovechó esa maniobra para separarse bruscamente de él. Eduardo sintió un agudo dolor en las costillas.

- Déjame. Te dije que no tocaras. Tengo que bajar.

Se puso las medias y se acomodó la falda. Antes de salir, le dijo:

- Págale a Yajaira. Ya nadie te quiere por aquí.






El malecón estaba semidesierto. Quedaban los beodos inagotables, las putas más viejas y repulsivas y algún caminante trasnochado. El mar seguía golpeando con obstinada vehemencia el empedrado malecón. Eduardo se sentó sobre el muro y miró a los pocos caminantes que aún poblaban su noche. De vez en cuando miraba el mar. El viento arrastraba los papeles y la basura, haciéndolos deambular la calle como extrañas criaturas nocturnas.

En algún lugar, en alguna habitación, en alguna cama, tal vez un par de amantes estuvieran intentando acercarse al amor a través de sus cuerpos, de sus voces, de la acrobacia de sus manos, del impredecible efecto de la confesión de sus secretos, de la fragilidad de sus sonrisas, de la incansable búsqueda de sus miradas, del inútil intento por olvidar lo pasado.

Eduardo se levantó y caminó de nuevo hacia el callejón donde horas antes lo habían asaltado. Le dolía respirar. Pensó que tal vez le habían fracturado algún hueso. No había nadie en la calle oscura. Arribó sin novedad a la otra vía, solitaria pero bien iluminada. Anduvo por ella. Tendría que caminar por lo menos una hora antes de llegar a su casa. Buscó un cigarrillo inútilmente: había olvidado la cajetilla de Belmont  en la habitación de Belkys. Un carro pasó a su lado. Iba muy despacio. Se detuvo pocos metros delante suyo. Era una patrulla. De su interior bajó un policía gordo.

- Documentación, ciudadano.
- No tengo, señor agente. Me asaltaron
- Muéstreme su denuncia.
- No he puesto ninguna denuncia. Me asaltaron, me fui a tomar un trago y lo único que quiero es llegar a mi casa.
- Contra la pared.
- Le estoy diciendo que me asaltaron, dos carajitos... - replicó Eduardo.

El policía sacó, amenazante, el rolo de su cinturón.

- Que te pongas contra la pared.

Eduardo obedeció. El pecho le dolía. El policía palpó con violencia las piernas, la cintura y la espalda. Le hizo daño.

- Coño, ¡ten cuidado! - protestó Eduardo.
- Móntate en la unidad.
- ¿Para qué?
- ¡Que te montes te digo! Aquí el que pregunta soy yo.
- A mí me asaltaron y me entraron a patadas. Yo soy la víctima y ¿soy yo quien va preso?

De la patrulla se bajó el otro policía, el conductor.

- Móntate en la unidad y en la comisaría haremos las averiguaciones.
- Lo que quiero es irme a mi casa. No me voy a montar en ninguna patrulla de mierda.

Con un rapidísimo movimiento de mano, el policía gordo golpeó con su rolo el muslo derecho de Eduardo. Se encorvó de dolor y perdió el equilibrio, pero no cayó al piso. El otro policía-conductor intervino:

- Sargento...
- No se meta, cabo. No se meta - advirtió el policía gordo. Volvió a golpearlo, esta vez en el brazo.
- Sargento, conozco a este hombre...

El sargento retrocedió como por arte de magia. El cabo continuó hablando:

- Trabaja en el puerto, en aduanas. Es gerente de una agencia. Se conoce a toda la Guardia Nacional del puerto.
- Un gerente no anda como un vago caminando sin papeles por las calles, con la camisa llena de sangre y con la cara hinchada como un cochino- replicó el sargento.
- Ando por la calle como me da la gana, gordinflón de mierda, maldito hijo de puta, grandísimo coño de tu madre.

El sargento se estremeció de rabia ante el insulto, pero también se asustó. Retrocedió aún un paso más. ¿Quién demonios podía atreverse a hablarle así, con aquella facha de maleante nocturno?

- Prepare su arma, cabo. Este hombre es peligroso.
- Yo lo conozco, sargento. Este tipo se sienta a beber cervezas con mi comandante y con el coronel de la Guardia de aduanas.
- Retírese a la unidad, cabo - ordenó el sargento.
- Cuidado con lo que hace, sargento. No se meta en problemas.

El cabo obedeció. El sargento guardó el rolo y lo siguió.  Cojeando por el dolor que aun le causaba en la pierna el rolazo recibido, Eduardo se encaminó contra el policía gordo:

- Te jodiste, gordito. Estás bien jodido, ¿me oíste? Mañana, a esta misma hora, te vas a morir de la ladilla pagando calabozo. Voltéate. Mírame. Me llamo Eduardo Landaeta. Escúchalo bien. Eduardo Landaeta. No vas a tener un fin de semana libre en los próximos diez años. ¿Sabes quién voy a decir me  que puso la cara así? Tú, maricón, con tu rolito de mierda.

El sargento se detuvo y se volteó para encararlo.

- Anda, mariconcito. Saca tu pistolita. Dispara. ¿Sabes qué voy a hacer mientras estés en el calabozo? Me voy a coger a tu mujer. Voy a acabarle en la boca. Tu mujer me lo va a mamar mientras te pudres de la ladilla en tu calabozo. Le voy a chupar las tetas y se lo voy a meter bien duro, huevonote. No me importa que sea una negra gorda, como tú, igual me la voy a coger.

El cabo llamó al sargento:

- Sargento, móntese. Vámonos de aquí.

El sargento se volteó nuevamente y terminó de llegar a la patrulla. Se montó en ella y, antes de largarse, le gritó a Eduardo: ¡Loco de mierda!

Eduardo sintió un fuerte dolor en el pecho. Apenas si podía respirar. Tenía ganas de volver a vomitar pero no pudo. Estaba asustado. Tenía miedo y dolor. Se tiró al piso. Sintió algo parecido al deseo de llorar. Se recostó contra la pared de la fachada de una casa y se durmió.






- ¿Tienes plata?

Eduardo retrocedió contra la pared que le había servido de apoyo mientras dormía. Frente a su cara, a menos de diez centímetros, tenía el rostro de un viejo pestilente y desdentado.

- ¿Tienes o no? - volvió a preguntar el viejo.
- Nada. No tengo nada.
- Malo, eso está malo. Siempre hay que llevar algo de plata. ¿Tienes algo para tomar? ¿Algún cigarrito?

Eduardo no respondió nada. No sabía si estaba despierto o si aquello era parte de una pesadilla.

- Yo sí tengo. Toma - el viejo sacó de su mugriento pantalón una botellita de aguardiente. Bebió un enorme trago y luego se la pasó a Eduardo. El brebaje amargo y picante lo estremeció y, de alguna manera, lo revivió:

- ¿Tienes cigarros? - le preguntó al viejo.
- Unos cuantos.
- Dame uno.

Eduardo sintió frío. Le quitó al viejo la botella de la mano y se empinó otro trago largo. Su cuerpo se sacudió involuntariamente.

- Tienes un problema en ese ojo, un problema bien gordo - dijo el viejo riéndose como un demente.
- No. El problema creo que está en las costillas. Casi no puedo respirar. Me asaltaron. Pero yo no les di nada. Me lo tuvieron que quitar a coñazos.
- A mí ya no me asaltan. ¿Quién me va querer asaltar a mí? - dijo el viejo, volviendo a reírse enajenadamente.

El viejo recuperó su botella de las manos de Eduardo, se levantó y comenzó a caminar, sin despedirse. Eduardo se reincorporó y lo alcanzó.

- ¡Hey!, ¿a dónde vas?
- Tengo cosas qué hacer.
- ¿Qué coño vas a hacer a esta hora?
- Cosas. Muchas cosas.
- Dame otro trago.
- Pequeño. Toma. Pero yo sostengo la botella. A ti se te pega. Luego se me acaba y, ¡zuas!, todos se pierden.

Eduardo tomó su trago y continuó caminando al lado del viejo. Sin darse cuenta, se encontró nuevamente en la callejuela en la que lo habían asaltado. Continuaron andando hasta el malecón. Estaba desierto. La cercanía del mar pareció excitar al viejo. Volvió a sacar su botellita y bebió un trago corto. Esta vez entregó la botella a Eduardo, pero apenas si se mojó los labios.

Como si hubiera enloquecido de pronto, el viejo pegó un salto y se encaramó sobre el muro del malecón. Una vez allí, comenzó a ejecutar una extraña danza. Luego se detuvo y concentró su mirada en el negro mar.

- Es hermoso. Demasiado hermoso.  En él vive la voz del Señor. Nadie lo sabe, ni siquiera el mismo Papa, pero de allí es de donde sale la voz de Dios.

El viejo sacó de sus bolsillos una flauta y comenzó a tocarla. Sus soplidos eran absolutamente inarmónicos, pero el sonido resultante era dulce y tranquilizador. De pronto se detuvo y ofreció su flauta a Eduardo:

- ¿Quieres tocarla?
- No, no sé hacerlo.
- Yo tampoco. Es fácil. Sólo tienes que soplar y pensar en Dios. Más nada.
- Dame otro trago, anda - suplicó Eduardo.
- Chiquito, muy chiquito, para que dure. "De lo bueno poco", decía mi madre. Y tenía razón.
- De lo bueno, todo - objetó Eduardo
- Es verdad. Tú también tienes razón.

A lo lejos apareció un buque. Estaba lleno de luces, probablemente repleto de turistas. Si se te antoja, pensó Eduardo, podías pensar que era un barco fantasma, y trastocar su alegre visión en un pequeño destello triste y melancólico en medio del mar negro y tenebroso.

- ¿No te parece lindo? - preguntó Eduardo al viejo.
- ¿Te refieres al Todopoderoso?
- Estoy hablando del barco. ¿Te gustan los barcos?
- ¡Jamás me montaría en un barco, señor! ¡Jamás! Oyelo bien. Soy un hombre de tierra firme. Y amo el mar porque nos esconde y nos enseña la voz del Señor. Sólo por eso. Estoy loco. Lo sé. Conozco a muchos que lo están y no lo reconocen. Pero aunque no lo admitan ni lo sepan, ellos tienen una misión. Una santa misión, como la mía.
- ¿Y cuál es tu misión?
- Escuchar el mar, en las noches. Sólo así Dios estará seguro de que por lo menos hay un hombre que escucha su voz.
- ¿Y qué te dice? - preguntó Eduardo, descaradamente burlón.
- Su voz es un susurro y nunca sé realmente lo que me dice. Pero la oigo. Es suave y dulce, como un murmullo de las olas. A veces debo tomar mucho para poder escucharla, pero sé que él entiende mis pobres debilidades.

El buque continuaba acercándose.

- Y tú, ¿qué buscas? - preguntó el enajenado viejo.
- Un carajo.
- Malo, eso está malo.
- ¿Quieres la verdad? Hoy quería tirarme una puta o que me pegaran un tiro. Sólo eso. Pero no conseguí ninguna de las dos cosas.
- No buscaste bien.

El viejo acarició su botellita con avaricia. Mojó sus labios y la volvió a ofrecer.

- Hoy tuve verdaderas ganas de tirarme a la Belkys. Nada más. Es fea, pero tiene ricas piernas.
- A mí ya no se me para, ni siquiera en las mañanas. A veces Lucrecia se deja lamer. Hiede como una mona, pero me gusta chupársela. No siempre, pero a hay noches en que no puedo evitarlo.
- ¿Es puta?
- No. Lucrecia está loca, como yo. Pero no es puta. Ella no te cobra ni nada. Cuando le paso la lengua, ella repite: "Marcos, Marcos, Marcos...". Todos se la pueden chupar. Y ella se deja. Pero no hace más que llamar a Marcos mientras se lo haces.

El viejo volvió a encumbrarse para danzar nuevamente sobre el muro del malecón. El buque se había acercado lo suficiente para proyectar con total claridad sus fantasmagóricas luces.

- ¿A dónde coño vas?
- Tengo muchas cosas que hacer. La voz del Señor me llama. Tiene cosas que decir y yo debo estar allí para escucharlas.
- ¿Me regalas un último cigarro?

Sin mirarlo, el viejo buscó en todos sus bolsillo hasta conseguir un cigarrillo deforme y con la piel arrugada.

- Toma - le dijo.

En el poco tiempo que Eduardo se detuvo para encender el cigarrillo, el viejo había ganado una distancia enorme. Caminaba realmente muy aprisa, dando enormes zancadas, como si repentinamente hubiera sido poseído por el demonio. Eduardo tuvo que correr para volver a alcanzarlo. Lo encontró sentado en el suelo, con los ojos cerrados, murmurando palabras inaudibles que parecían ser parte de un rezo. Eduardo lo miró durante unos segundos y lo abandonó, comprendiendo que de alguna o de muchas maneras el viejo había retornado al corazón de su chifladura.

A lo lejos lo vio dar carreritas en círculo, mientras gritaba que ya era tarde. Eduardo buscó un banquito y se sentó a observar primero al loco, luego al buque que ya comenzaba a alejarse. Pensó que en algún lugar, en algún cuarto, en alguna cama, tal vez muy cerca de ellos, por lo menos un par de amantes intentaran de alguna forma acercarse al amor. Quizás ese intento, sin garantías de triunfo, fuera suficiente para darle algún sentido a la noche.

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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones2256@gmail.com

viernes, 16 de abril de 2010

Enloquecer en Toledo, o la misteriosa soledad del cometa


Una conversación con Roraima en el "Sevillana Latina", Madrid, España.
Tanto tiempo sin verla y está como cuando me despedí de ella en Maiquetía, cuatro años atrás. Beso sus mejillas y presiento sus senos desnudos y recios bajo su blusa de algodón. Nos hemos citado en la Gran Vía. Me arrastra a tomar vino. Le cuento algunas cosas de mi vida, de Violeta y Marisela. Me expresa su rechazo por Violeta ("nunca entendí como pudiste casarte con una mujer así") y su asombro ante Marisela:
- ¿Y te sientes bien con ella? - me pregunta.
- Si me lo hubieras preguntado ayer, incluso hoy en la mañana, te hubiera dicho que sí. Pero en este momento no sé qué responderte.
Me sonríe con picardía, con malicia, como sospechando una treta en mi respuesta. Paga la cuenta, me pregunta si me apetece bailar y me invita al "Sevillana Latina".
- Hoy serás mi invitado de honor, en todo - me dice, pícara.
El "Sevillana Latina" está atestado de gente. No es un lugar pequeño, pero aún así apenas si puedes caminar. Luego de unos breves minutos logramos conseguir un asiento en la barra. Roraima, por supuesto, tiene influencia entre los mozos. Bailamos salsa, merengue y rumba flamenca. Ella tiene un extraordinario sentido del ritmo. Sus piernas largas y delgadas se mueven con pasos cortos y rápidos, manteniéndolas siempre muy juntas, lo que le brinda a su cuerpo una estructura de cosa firme y apretada. Su cintura, en cambio, es inquieta y elástica, acompañándote con soltura en cualquier movimiento que le ordenes. Pero tal vez lo más seductor de su baile es su cuello, largo y finísimo. Su hermosa cabeza se balancea sobre ese cuello bronceado e incansable, brindándole a su pelo un movimiento estremecedor y salvaje. Me marea bailar con ella, sentir sus piernas firmes moviéndose contra mis piernas vigilantes, sentir sobre mi pecho la tibia desnudez de sus senos redondos y duros. Nunca he hecho el amor con Roraima, pero siempre he fantaseado con la idea: debe ser una de esas experiencias que tardan en ser olvidadas. Pero eso me asusta. Porque Roraima es una mujer dura para el amor. La conocí casada con Miguel Adolfo y, después de su divorcio, le he conocido un par de amantes, en Caracas. Y en ninguno de los casos la he visto enamorarse, ni siquiera estremecerse con un poquito de afecto. Ella sabe lo buena que está y se sabe capaz de enloquecer a cualquier hombre. Y cuando se entrega, lo hace como un premio, como un regalo delicioso al hombre que ella ha escogido. Pero el premio tiene su precio y Roraima se vende cara. Ella tiene que recibir mucho para poder pasar a la entrega. Y cuando se fastidia, lo abandona todo, de un solo golpe, sin importarle nada. Creo que a Roraima le interesa muy poco el amor. Por encima de todo es una mujer calculadora. Por eso me asusta y he preferido fantasear con ella y permanecer de este lado de la frontera en la que me es posible continuar siendo su amigo.
Sin embargo, sé que esta noche Roraima está al alcance de mi mano. Lo presiento en el ritmo de sus piernas, en la forma como sus pasos se hacen cada vez más cortos y más lentos, permitiéndome entrar como un ladrón furtivo en la cuenca de sus muslos. Su cintura se ha vuelto independiente de mi dirección y se mueve a su capricho, a su propio ritmo cíclico y ondulante, como enseñándome un demo de lo que será su baile amatorio. Y su cuello se inclina hacia atrás para dejar que sus ojos me miren sin que sea necesario apartar la dulce presión que sus senos ejercen contra mi pecho. Me pregunta:
- ¿Cuando te vas?
- Pasado mañana.
- ¡Qué rápido!
- No quiero darle lata a Javier. Siempre es un fastidio tener invitados en casa. Diez días es más que suficiente.
- Te puedes quedar en mi casa, a tu aire - me ofrece. La miro a los ojos mientras ella impulsa imperceptiblemente su cuerpo contra el mío. Le sonrío:
- Eso sería una bomba de tiempo, Roraima.
Luego de unos segundos de silencio, me responde:
- Tienes razón: sería una bomba, pero no de tiempo.
Me marea. Roraima me marea. Me la imagino desnuda haciendo el amor escuchando rumba flamenca o merengue. Decirle: baila. Y seguir sus movimientos, la danza de su cintura mientras sus piernas se van abriendo para dejar al descubierto sus húmedos olores de hembra. Lo pienso, pero no lo digo. Porque Roraima me asusta.
- Lástima que no quieras - comenta. Y su cuerpo se devuelve a la formalidad del baile.
Al regresar a la barra ordena un par de Rioja.
- Hoy estuve en Toledo -
- Ya lo sé. Ya me lo dijiste - me responde con desgano.
- Fue un paseo extraño. Me pasó algo raro...
- ¿Raro cómo qué? - me pregunta con cierta curiosidad.
- Me sentí como si anduviera errado en la vida, como si siempre hubiera vivido de una forma equivocada.
- Eso nos pasa a todos por lo menos una vez a la semana. No te preocupes: eso es normal, si estás vivo, claro.
- Pero esto fue distinto. ¿Cómo te lo digo?, fue una sensación inoportuna. Siempre pensamos que estamos equivocados frente al fracaso o las contrariedades, cuando las cosas nos salen mal. Pero es extraño pensar en eso frente al disfrute, en medio de un paseo turístico. Después de almorzar me fui a caminar y me perdí en las calles de Toledo. Eso me hizo sentir bien. De pronto me vino la certeza de que había pasado toda mi vida así, perdido, equivocado, errando. Como si hubiera vivido la vida que me habían ofrecido y no la que yo hubiera elegido. Como si me hubiera pasado toda la vida yendo a un restaurant en el que el mesonero no espera mis órdenes, sino que simplemente me trae lo que le da la gana, con la certeza de que el hambre me obligará a comerlo. Pero al final quien paga la comida soy yo, no él. Caminando en Toledo me di cuenta de que si yo pago la factura, entonces el derecho a elegir es mío, no del mesonero.
- ¿Me estás diciendo que descubriste el agua tibia?
- Más o menos. Cosa muy importante si te has pasado toda la vida dándote duchas de agua fría.
- ¿Sabes? A veces me pareces un niño, a veces los hombres en general me parecen niños. Les cuesta tanto entender tantas cosas.
- Creo que enloquecí, ¿sabes? Sé que ..., bueno, no lo sé. Pero creo que ya nada será igual. Y sospecho que eso me producirá mucho dolor. Estoy asustado.
- Huelo que en todo esto hay una mujer, una difícil, ¡para tu suerte! - me dice sonriente, como satisfecha de comprobar el endiablado poder femenino, aunque sea el de otra.
- Es extraño cómo ocurren las cosas. Hace como dos años estuve con Marisela en Bejuma...
- ¿Bejuma?
- Un pueblito al lado de Cuyagua.
- ¡Cuyagua! Amo sus playas. Allí perdí mi virginidad. Tenía diecisiete años. Cuyagua está hecha para el amor.
- Pero Marisela y yo no estábamos en Cuyagua, sino en Bejuma, como a quince minutos caminando.
- No lo conozco. Tal vez sea nuevo. Yo conozco Cuyagua. Allí me desvirgaron.
- Nuevo nada. Es más antiguo que Cuyagua, sólo que Cuyagua se puso de moda y todo el mundo lo conoce y media Caracas menor de veinticinco años debe haber fornicado en sus playas. Bejuma apenas tiene tres calles y no más de ciento cincuenta habitantes. La electricidad proviene de una vieja planta eléctrica que se enciende de siete a nueve de la noche. Esa es su vida nocturna. Marisela y yo estuvimos allí durante una semana. Nos alojamos en una habitación de una vieja casa construida a medias con ladrillos y a medias con barro. Estando allí, Marisela se enfermó. Estaba resfriada y la fiebre y los vómitos no la dejaron dormir en toda la noche. Para conseguir un médico habríamos tenido que ir hasta Ocumare o quizás hasta Maracay, así que tuvimos que arreglárnosla con lo que teníamos: un par de aspirinas, unas tazas de limonada que preparó la dueña de la casa y unas compresas de agua fresca. Al amanecer ambos caímos rendidos por el sueño. Nos levantamos casi al mediodía. La fiebre había desaparecido y Marisela se sentía mucho mejor, aunque agotada por los estragos de la noche. Salí a buscar algo de comida y no le permití que se levantara durante todo el día, pero al final de la tarde ella insistió en dar una vuelta por el pueblo, hasta la orilla del riachuelo, para tomar un poco de aire, tú sabes. La tarde era cálida y me pareció que esa caminata no le haría mal. Cuando llegamos al riachuelo se sintió muy cansada. Se sentó en una roca bajo las ramas de una mata de mango. Recostó su cabeza contra el tronco del árbol y cerró sus ojos. Yo la cubrí con el suéter que llevaba en mi mano, previendo cualquier variación en el clima. Al verla descansar, me pareció que se estaba muriendo, aunque sabía que simplemente estaba cansada. Entonces acaricié su rostro frágil y demacrado, como si con ese gesto pudiera espantar la muerte que mi imaginación había invitado. Tocaba sus mejillas, pero era como si estuviera acariciando su alma. Y en aquel momento sentí que haría cualquier cosa para no perder a aquella mujer. No era hermosa en aquel momento. Estaba pálida y ojerosa, pero la sentí más hermosa que nunca, más deseable que nunca. En ese momento descubrí que la amaba.
- ¡Qué romántico!
- No te burles, coño, que esto es importante. Siempre me sorprendió la manera como el amor se nos muestra de improvisto, sin antesala y sin advertencia. Muchas veces me he preguntado: ¿y si no hubiéramos dado ese paseo, habría descubierto alguna vez que la amaba? ¿Y si ella no se hubiera cansado con la caminata, si no hubiera recostado su cabeza contra el árbol, si no hubiera cerrado sus ojos como si se estuviera muriendo, qué hubiera pasado? Me pregunto: ¿La amé en ese instante o ya la amaba antes, la noche anterior, mientras ella vomitaba sobre una poncherita de plástico? ¿La amaba y no lo había descubierto o la aprendí a amar mientras ella reposaba su cansancio? Si ese paseo no se hubiera dado, ¿cómo hubiera ocurrido esa revelación? ¿Hubiera ocurrido ese mismo día o seis meses, un año más tarde? ¿Qué hubiera pasado si las cosas no hubieran ocurrido como ocurrieron?
- Muchas preguntas para interrogar un asunto demasiado simple.
- Pocas, diría yo para interrogar a un milagro.
- ¿Ahora eres creyente? - se vuelve a burlar. Roraima está más ácida que un limón.
- Un milagro es algo que ocurre pero que es asquerosamente inusual que ocurra, ¿entiendes? Como cuando pasa un cometa. Es un enigma. Matemáticamente es posible determinar su trayectoria en los próximos diez siglos, pero eso no es más que la descripción del milagro. Lo verdaderamente inexplicable es cómo es que el maldito cometa recorre el espacio durante cientos de años sin chocar contra nada. O tal vez el milagro, el enigma sea que algún día encuentre finalmente la muerte en la soledad de su camino. Así son nuestras vidas: recorremos una ruta durante años sin que ocurra nada. De pronto una mujer inclina su cabeza contra un árbol y chocas de frente contra el amor.
- Te entiendo. ¿Otro? - me pregunta señalando nuestros vasos vacíos.
- No. Para mí un ron seco.
- Te acompaño.
No hay sino Gran Reserva. No es lo mejor, pero funciona para recordar a la patria.
- Hoy en Toledo me ocurrió algo parecido.
- ¿Te enamoraste de nuevo?
- No sé para qué te hablo. No haces más que reírte.
- Es que te pones tan pomposo que no puedo evitarlo. Pero no me burlo, no creas. Te escucho atentamente.
- Ven, creo que la pasarás mejor si bailamos.
- Después. Cuéntame de Toledo.
- Primero fue en el tren. Todos estos días Ana o Javier me han acompañado a todas partes. Han sido unos extraordinarios anfitriones, por cierto. Pero hoy tenían cosas que hacer. De esa forma, hoy fue mi primer día solo en España. Me fui a la estación de trenes y decidí ir a Toledo. Me confundí de andén y perdí el tren de las ocho y diez. Estuve tentado en cancelar el viaje e irme a otro sitio, pero no lo hice. Abordé el vagón y continué con mi plan original. En Aranjuez el tren fue abordado por unas diez personas, entre ellas una familia colombiana. Tú sabes, empiezan a hablar entre ellos y lo descubres por el acento y esas cosas. Ese fue el primer zarpazo. Yo me sentía bien, realmente bien, te lo juro. Ellos, los colombianos, se sentaron muy cerca de mí. Comencé a observarlos. Eran un matrimonio, él de unos cuarenta y ella de unos treinta y cinco, con un par de hijos. El varón de unos catorce y la niña de unos nueve años. Me pareció que eran felices. De pronto pensé que ese hombre y yo éramos muy parecidos y, a la vez, muy distintos: él tenía dos hijos y yo tenía dos hijas, más o menos de la misma edad. El tenía una pareja y yo también. El llevaba una cámara de video colgada al hombro y yo tenía una cámara fotográfica colgada a mi cuello. El viajaba en un tren rumbo a Toledo, y yo también. Sin embargo, y ese pensamiento no sé de donde carajo me vino, yo tenía todo eso roto, disperso, hecho pedazos. Yo tenía todo lo que él tenía, pero era él quien era feliz, mientras que yo no hacía más que tratar de serlo: era yo quien viajaba solo en ese tren, sin pareja, sin hijas, sin destino. Pensé en Violeta y no en Marisela. Eso fue extraño, ¿sabes?, muy extraño. Sentí un dolor profundísimo, como si me estuvieran atizando los huesos. Casi me voy en llanto, allí mismo, frente a los demás viajeros. Estaba totalmente deschavetado, de atar, te lo juro. Pensé, al fin, en Marisela. Y descubrí, o me atreví a descubrir, que ella es la única mujer que podría unir esos pedazos rotos, pero ella no hace nada al respecto, ni lo hará nunca. No le interesa. Descubrí que ella era sólo un pedazo más, un trozo incapaz de llegar al todo. ¿Me explico?
- No mucho...
- Ella lo puede todo, pero a la vez no puede nada. A los pocos minutos llegamos a Toledo. Me pasé lo que quedaba de la mañana tomando fotografías. A las dos de la tarde entré a almorzar una tasquita. Bebí un par de cervezas y comí algo ligero, como si tuviera prisa. En realidad estaba inquieto, muy inquieto. Apenas terminé, volví a la calle. Después de más de una hora de caminata me di cuenta de que me había perdido. Me gustó sentirme así, a la deriva, sin rumbo.
- Eso ya me lo dijiste - cortó Roraima.
- Te aburro. ¿Prefieres que bailemos?
- ¡Que no, coño! Sigue contando, pero no te repitas.
- Entonces vi a la toledana.
- ¿Cuál toledana?
- En una de las callecitas, muy cerca de la casa de El Greco. Estaba regando matas en el balcón de su apartamento. Vestía un pantalón corto y una blusa anaranjada muy ceñida. Me acerqué a ella para verla mejor. Ella me miró extrañada y me sonrió. Entonces la deseé, con furia, como un animal en celo.
- ¿Y..?
- Solo eso. La deseé. Luego pensé en Marisela. La pensé más como ausencia que como presencia, ¿me explico? Marisela-la-que-no-está. Sentí que le había llegado la hora, que su tiempo se había vencido. A veces pienso que la vida tiene su propio reloj y desconocemos la duración de sus medidas. A todo le llega su hora, y muchas veces nuestra voluntad no cuenta para nada. Llega y punto. He esperado durante casi tres años que el amor llegue a Marisela, pero nunca llega. Llega la pasión, alguna forma de cariño, alguna forma de ternura, pero nunca el amor. El tiempo de esperar se me terminó. Eso lo sé, pero me asusta: no es mi decisión. Algo o alguien decidió por mí, y yo simplemente me limité a descubrirlo, a leer el decreto.
- ¿La vas a dejar?
- Creo que ya le dejé. En Toledo. Allí dejé a Marisela, mientras miraba la franela naranja de la toledana.
- Pero, tú quieres dejarla, ¿no?
- Lo último que deseo en el mundo es dejarla.
- ¡Estás loco!
- Sí. Creo que enloquecí en Toledo.
- O tal vez recobraste la razón. Ven. Sácame a bailar.
Son casi las cinco de la mañana cuando salimos del "Sevillana Latina". Estamos borrachos. La tomo de la mano y caminamos hacia Virgen del Lluc. No apareció un maldito taxi durante todo el trayecto.
- Esta mierda de ciudad es un pueblo mugroso - protesto.
- ¡Bingo! - exclama Roraima, muerta de la risa sabrá dios por qué razón.
- ¿Dónde coño está la vida nocturna de Madrid? - pregunto.
- En nuestros corazones.
Entonces mi cuerpo se inclina hacia adelante, como empujado por un dedo gigantesco. Me sostengo como puedo contra el capote de un Renault y me voy en vómitos. Roraima permanece a mi lado, diligente y atenta.
- Disculpa - digo, sólo por decir algo.
- Gajes del oficio, compañero - me consuela.
Seguimos caminando en silencio. De pronto me detengo para decirle:
- Ella lo puede todo, pero no lo sabe. Hoy enloquecí gracias a que no le perdono su ignorancia. No sabe lo que ella me significa. Ella piensa que la vida es así. Y ese es su acierto y su error. Marisela está muerta. ¡Muerta! Debo estar loco. Tal vez el muerto soy yo. ¿O soy yo el vivo? ¿Soy yo quien respiro?
- Estás borracho. Anda, camina. Me muero de sueño.- me dice Roraima.
- Si y no, Roraimita. Creo que nunca más la veré. Regresaré a Caracas y ella no estará. Ella no está. ¿Sabes lo que es un zarzal?
- Creo que sí.
- No, no lo sabes. Es una pesadilla. Un enjambre de espinas en el que buscas y no encuentras nada. Allí habita Marisela: en su jardín de zarzales. Ella camina y yo la persigo. Ella camina como quiere y yo la persigo como puedo.
- Mira que la quieres, ¿no?
Seguimos caminando. Roraima me deja tomarla de su cintura.
Nos despedimos al amanecer, frente a la entrada de su edificio. Intento besarla, pero ella esquiva mi boca con una suave dulzura Acaricia mis labios durante unos segundos y me dice:
- Es una lástima, pero lo pensaste demasiado.
(No me doy cuenta en ese momento, pero qué torpeza intentar besar a una mujer que te acaba de ver vomitar. Vainas de borracho).
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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones2256@gmail.com