jueves, 23 de septiembre de 2010

La infructuosa búsqueda de Beatriz hasta cierto punto de la carretera negra que va desde Anaco hasta El Tigre.


Un hombre ama con desesperación a una mujer. Diego Felipe es su nombre. El de ella, Beatriz.

El le pide matrimonio. Ella acepta. Luego de más de un año de compromiso, dos días antes de la celebración de la boda civil, él la llama por teléfono y le dice, sin rodeos:

- Necesito que tengas presente que, pase lo que pase, te amo más de lo que te puedas imaginar, pero no me puedo casar contigo. Adiós.

Y cuelga.

Casi asfixiada por la sorpresa y la indignación, ella lo llama de vuelta a la oficina, a su casa, al celular, pero no logra rehacer el contacto. En la noche, Beatriz se presenta al apartamento de Diego Felipe. Tiene las llaves y entra. No hay nadie. Decide esperarlo hasta cualquier hora. Como un cazador solitario y paciente, se sienta en el sofá hasta caer vencida por el sueño. Cuando despierta son casi las cinco de la mañana. A las seis abandona el apartamento sin que el canalla haya dado señales de vida.

A las nueve va a buscarlo a la oficina. Nadie sabe de él desde el mediodía del día anterior. Como último recurso, lo busca en casa de la madre de Diego Felipe. Tampoco allí saben darle noticias de él. Beatriz no comenta nada sobre la última llamada de Diego.

Después de vagar durante horas en su carro por la ciudad, regresa a su casa casi a las cuatro de la tarde. Levanta el teléfono y llama a sus padres. Les dice que no habrá boda. No puede responder a ninguna de sus preguntas:

- Luego hablamos, cuando esté más tranquila, por favor.

Cuelga el teléfono y llora como una niña a quien le han pegado sin conocer las razónes.

Que no se casaría con Diego Felipe es un hecho, ni siquiera que el muy miserable se aparezca rogando perdón, explicando lo inexplicable, tratando de reconstruir con tractores y camiones de concreto el compromiso brutalmente roto. Recuperada del llanto, llama a Maricarmen, su amiga de toda la vida.

Maricarmen viene a acompañarla. Juntas maldicen a Diego Felipe. Luego se dedican a cosas más prácticas: llamar a los invitados, a sus invitados, y anunciarles que la boda ha sido pospuesta hasta nuevo aviso.

- ¡Plantada, el tipo me dejó plantada!- repite Beatriz cada cierto tiempo.

Pasada la rabia asesina del primer mes, la curiosidad y la confusión comienzan a tomar cuerpo en la mente de Beatriz: ¿qué había hecho ella para ser abandonada así, sin la más mínima explicación?, ¿qué le había pasado a Diego para actuar de una forma tan cobarde?, ¿había otra mujer?, ¿había descubierto que no la amaba?  Pero eso no fue lo que dijo en su última llamada. Él dijo, y eso lo recuerda ella muy bien: "te amo, pero no me puedo casar contigo".

Durante todo ese primer mes, Beatriz esperó a que Diego Felipe la llamara por teléfono, o apareciera cualquier noche en su casa o que la esperara a la salida de su oficina. Algo tendría que decir. Durante ese primer mes le pareció verlo en todos lados: en el puesto de periódicos, a la salida del estacionamiento, a la entrada del ascensor que tomaba para llegar a su oficina. Siempre había un hombre más o menos de su estatura, con una contextura parecida a la de él, con el cabello de su mismo color, o con algún traje o camisa parecida a las que él usaba. Pero ni una sola vez se hicieron realidad estos espejismos productos de su resentimiento y de su secreto deseo de volver a verlo, aunque fuera para matarlo.

Han pasado treinta y siete días desde la última llamada de Diego Felipe. Beatriz intenta contactarlo nuevamente: lo llama a su apartamento en la noche, tarde, muy tarde, pero, nadie responde el teléfono. Al día siguiente lo llama a la oficina, identificándose con el falso nombre de Irene Acosta. Tampoco está allí.

- ¿A qué hora regresa?
- Mire, señora, le voy a decir la verdad -le responde la recepcionista-, hace más de un mes que no sabemos nada de él.

Entonces tiene un presentimiento horrible: que está muerto, que lo ha atropellado un carro, que lo han asesinado en un asalto callejero o que se ha suicidado en un hotelucho de mala muerte. Esto último Beatriz lo consideraba absolutamente factible, ya que está convencida de la locura de Diego Felipe.

Apenas sale de la oficina se va directo al apartamento de Diego: todo sigue igual como ella lo había visto la última noche que durmió allí, sentada en el sofá. Antes de irse, interroga al conserje: hace más de un mes que no lo ha visto.

De allí sale directamente a la casa de la madre de Diego Felipe, sin llamar por teléfono para no alertar a nadie con su visita. Doña Esther, la madre de Diego, es quien le abre la puerta:

- ¡Beatricita, mi vida! No te he llamado porque estamos muertos de la pena contigo. No entiendo cómo Diego Felipe hizo algo semejante contigo.
- Necesito hablar contigo, así que déjame pasar. Necesito una explicación y la voy a obtener.
- Claro, hija, lo que quieras. Pasa, anda, pasa.

Ignorando la invitación a sentarse, pregunta:

- ¿Dónde está?, ¿dónde se esconde?
- No lo sé, hijita. Nadie lo sabe.
- Te voy a agradecer que no me llames "hija", y discúlpame la brusquedad.
- Sí,  claro, lo entiendo. Debes estar muy afectada
- No, Esther. Nadie sabe cómo me siento. Eso te lo puedo asegurar.
- Eso es verdad, Beatricita.
- Hace un mes que nadie sabe de él. ¿Alguien ha averiguado si sigue vivo o si está muerto?
- ¡Ay, Dios mío! Hemos revisado cuanto hospital existe, hemos hablado con toda la policía de Caracas, hemos contratado un detective privado y consultamos a una espiritista tratando de dar con su ubicación, pero todo ha sido inútil. Es como si la tierra se lo hubiera tragado. La policía nunca se tomó la cosa muy en serio: ellos piensan que, dada las circunstancias de la boda, Diego Felipe debe andar por allí disfrutando de la vida al lado de alguna jovencita.
- ¡Yo soy una jovencita!
- Sí, claro, mi vida. Pero sabes lo brutos que son los policías. Y además, no te conocen, ni sospechan lo linda que eres.
- Eso quiere decir que tampoco ustedes saben si está vivo o si lo mataron por ahí.
- Está vivo. No te avisamos porque supusimos que la cosa te daba igual. No por ocultarte nada, que tú bien sabes que en esta casa no se te oculta nada. Pero sí, está vivo. Hace unas dos semanas llamó a su hijita Nahir. San Judas Tadeo y el Sagrado Corazón de Jesús escucharon mis plegarias.
- ¿Y dónde está?
- Sabemos que vive, pero no dónde vive. Creo que ni siquiera a Nahir se lo dijo. Por cierto, preguntó por ti, muy interesado. Así que sea con quien sea que esté, el interés por ti sigue vivo. Quién quita que las cosas se arreglen entre ustedes.
- Ya no me interesa que se arregle nada, Esther. Sólo vine aquí para saber si tu hijo aún vivía. Y ya lo averigüé. Te agradezco que me hayas recibido.

Cuando sale de la casa está más furiosa que un mes atrás, cuando Diego la llamó para decirle, sin ningún tipo de explicación, que no se casaría con ella.

Corrieron muchos meses antes de que la rabia le dejara algún lugar para los buenos recuerdos de su relación con Diego Felipe: la noche que hicieron el amor por primera vez, cómo permitió que besara sus senos en medio de un estacionamiento solitario la primera noche que salieron juntos, cómo se había vuelto adicta a sus besos, a su lengua, a sus labios que despertaron en ella placeres adormecidos desde siempre en su cuerpo de mujer. Nunca dudó de su amor, nunca desconfió de él, y eso era quizás lo que más rabia le daba. Desde el comienzo había asumido que en esa relación ella era la perseguida y él, el perseguidor. Ella ponía las condiciones y él se plegaba a ellas. Y si alguien dejaba a alguien algún día, estaba segura de que sería ella.

En todos los meses que han transcurrido, nunca pensó que se hubiera escapado con otra mujer. Primero, porque eso sería demasiado vulgar para venir de Diego Felipe. Segundo, porque era virtualmente imposible que tuviera el tiempo y las energías necesarias para andar por allí con otra. Beatriz se sabía el centro de la vida de Diego Felipe. Hasta Nahir, su única hija, había quedado un poco al margen desde que ambos habían comenzado a salir juntos. Sin embargo, quedaba la posibilidad de que hubiera conocido a una mujer que lo hubiera deslumbrado como a un adolescente, estremecido hasta los huesos, removido hasta el más profundo de sus sueños, enloqueciendo desde entonces por ella, por esa otra mujer. Siempre le asustó un poco la desmesura del amor de Diego. Sospechaba que tanta desmedida, tanta intensidad podía volverse algún día contra ella. Entonces, ¿qué le quedaría? Sabía muy bien que Diego no permanecería a su lado por compromiso. De hecho, suspendió la boda a dos días de realizarla, simplemente porque le había dado la real gana. Pensó que había cometido el error de considerar que la pasión de Diego, además de ser decidida y absoluta, también sería eterna.

Así andan las cosas en su cabeza (casi nueve meses después de la canallesca llamada) cuando Maricarmen le cuenta que ha visto a Diego Armando, el hermano menor de Diego Felipe, en un vagón del Metro:

- Casi me da un infarto. Ya sabes cómo se parecen estos niños. Cuando lo vi, pensé que se trataba de Diego Felipe. Me acerqué a él para ver con quién andaba y resulta que era el hermano, muy amable, como siempre. Bueno, el Felipe también parecía muy amable y mira tú la perrada que te hizo.
- Ajá, ¿y entonces?
- El otro sigue perdido. Nadie sabe de él, sólo que está vivo.
- ¿Llama por teléfono?
- Eso mismo pregunté yo. Pero no, no llama. Bueno, lo hizo una sola vez, hace meses, a Nahir. Pero sabes cómo es de despistada esa niña: no se acuerda de nada de lo que le dijo el papá, así que es como si no hubiera llamado. O a lo mejor esta niña sabe más de lo que dice. Me parece que está tan loca como el papá.

Mientras Maricarmen sigue hablando, Beatriz acepta el hecho de que necesita hablar con Diego Felipe. Necesita una explicación, la que sea: está en un momento en el que ya puede escuchar cualquier cosa. Es allí cuando comienza su búsqueda.

Beatriz tiene un importante cargo administrativo en una entidad financiera. Consigue, a través de amigos en otros bancos, copia de los estados de cuenta de las tarjetas de crédito de Diego Felipe. El resultado es desalentador: todas habían sido canceladas hacía más de cinco meses.

Buscando otras vías, invita a Diego Armando a almorzar. Su opinión es que el hermano ha enloquecido o ha terminado de enloquecer, ya que siempre había estado un poco tocado. Un desmedido, sentencia Diego Armando. No, no cree que se haya ido con otra mujer, pero eso nunca se sabe, Beatriz. ¿La señal de vida? Mensualmente deposita  una cierta suma de dinero en la cuenta de ahorros de Verónica, la madre de Nahir. Así sabemos que está vivo. Sí, creo que te amó muchísimo, quizás mucho que más que a otras mujeres que compartieron con él mucho más tiempo que tú. Su vida cambió desde que te conoció, pero creo que se volvió loco. No lo tomes a mal, pero a veces pienso que enloqueció por ti.

Beatriz hace un gran esfuerzo para no llorar. Le parece ridículo llorar en público, más aun por un hombre por quien lo único que puede permitirse sentir es desprecio, pero aquella era la primera vez que alguien le recordaba el insospechado amor que ella había logrado despertar en Diego Felipe. Todo había terminado tan rápido, tan abrupta y brutalmente, que muchas veces llegó a dudar si todo ese amor no era más que producto de un sueño o de su imaginación.

Al día siguiente va a buscar a Nahir al liceo. No tarda en salir. Beatriz le pide que le permita acompañarla hasta su casa. Ante de despedirse, le dice:

- Debo hablar con tu papá. Es muy importante para mí encontrarlo y conversar con él. Y necesito de tu ayuda para eso.
- Yo no sé dónde está, Beatriz. Nadie lo sabe.
- Sé que has hablado con él por teléfono. ¿Qué te ha dicho?
- Muchas cosas.
- ¿Cuántas veces te ha llamado?
- Varias, por lo menos una vez a la semana.
- ¿Y no se lo has dicho a nadie?
- El no quiere que nadie lo sepa.
- ¿Por qué me lo dices a mí? ¿El te pidió que me lo dijeras?
- Te lo digo porque creo que necesitas saber cosas, sólo por eso. Y porque sé que aun te ama.
- Eso, ¿lo dices tú o lo dijo él?
- Lo dijo él. Una vez me pidió que si llegaba a hablar contigo, te dijera que te ama más que a nadie en el mundo. Me pidió que lo dijera en presente, no en pasado: te ama más que a nadie en el mundo. Eso me dolió, ¿sabes?
- ¿Qué te dolió?
- Que te ame a ti por encima de todo. Soy su hija.
- Son amores distintos.
- El nos abandonó a todos por ti.
- Fue a mí a quien abandonó, frente a todo el mundo, frente a mis amigos, frente a mi familia, frente a mis padres, casi con el traje de novia puesto.
- Él no te abandonó. Está huyendo de ti.

Después de un breve silencio en el que Beatriz tiene que aceptar que cada vez comprende menos, le pide a Nahir lo que ha ido a buscar:

- Necesito un gran favor tuyo: una fotocopia de la libreta de ahorros de tu mamá.
- Y eso, ¿para qué?
- Creo que si logró detectar desde dónde te deposita el dinero cada mes, puedo dar con él.
- ¿Y cómo vas a hacer eso?
- Tengo amigos. Tú sólo tráeme la libreta y yo me encargo del resto.

Sonriente, Nahir le responde:

- Mamá me va a matar si se entera.
- Si tú no se lo dices... - y deja en suspenso el resto de la frase mientras se despide agitando su mano.

Caminando de regreso hasta su carro, vuelve a Beatriz un recuerdo que la ha perseguido durante estos nueve meses: la última vez que vio a Diego Felipe. Esa última noche habían dormido juntos, en el apartamento de él. No habían hecho el amor porque ella estaba algo cansada y no se sentía del todo bien. Aquel último día se despertaron no como dos amantes agotados por las exigencias de la pasión, sino como una pareja más en el mundo que se disponía a ir a sus oficinas. Él la dejó en su casa, para que ella pudiera cambiarse de ropa. Se bajo del carro y se despidió de él con un beso muy rápido en los labios. Fue la última vez que lo tocó. Fue la última vez que fue tocada por él. Ahora, tal como estaban las cosas, era posible para cualquier hombre sobre la tierra acariciar nuevamente sus labios, todos tenían esa posibilidad, menos Diego Felipe. Y ella podría tocar a cualquier hombre en el mundo, menos a ese a quien estaba buscando y no sabía dónde. Era como si él hubiera muerto, y como si algo dentro de ella hubiera muerto con esa muerte.

Al día siguiente Nahir llama a Beatriz a la oficina:

- Ya la tengo. Fue facilísimo.

Sin embargo el plan fracasa apenas Beatriz intenta descodificar la información: los depósitos estaban hechos mediante transferencias telefónicas. Las llamadas  pudieron realizarse desde cualquier sitio del país, incluso desde el exterior.

Llama a Nahir y le comunica sus pobres resultados.

Dos meses más tarde, Nahir la llama a su casa:

- Creo que tengo algo.

Quedan en encontrarse al día siguiente.

- Me envió una nota con una persona, un señor mayor que se veía que no trabajaba para el correo ni para nadie. Más bien parecía un campesino. El sobre, por supuesto, no tenía remitente. Dentro había una nota para mí y esta fotografía.

Y la saca de la cartera, como un mago en medio de una función.

Beatriz la observa cuidadosamente: está más delgado y más bronceado, con el pelo más largo y despeinado por el viento. Se ve más joven. La expresión de su cara es extraña: no se ve feliz, pero parece estar conforme, satisfecho de estar allí, parado frente a un camión tomándose una fotografía para enviarla a su única hija.

- Es extraño verlo de nuevo. Gracias por mostrármela.
- Espera, espera. Con esta foto podemos encontrarlo.
- Si el sobre no tenía remitente, no veo cómo.
- ¿No ves nada?
- ¿Qué tengo que ver?
- Bueno, yo me pasé horas mirándola ayer. Tú apenas la has mirado un minuto y me la devuelves. Toma. Fíjate bien.

Luego de unos minutos, se la devuelve:

- No veo nada.
- ¿No ves ese anuncio de Corpoven? Está cortado, pero es un anuncio de Corpoven. Es decir, está en una bomba de gasolina.
- Ajá, ¿y entonces?
- Lo más importante: ¿ves ese autobús al fondo? Las letras dicen "Anaco-El Tigre". Casi no se leen, pero eso dicen.

Beatriz afina la vista y lo reconoce.

- ¡Es cierto!
- Ahora fíjate. Ese autobús puede estar allí por casualidad, y la bomba puede estar ubicada en Cabimas o en Apure. Si es así, no podremos hacer nada. Pero aquí, justo detrás de él, se ve parte del nombre del restaurante de la bomba: "...ondo". Sólo hay que ir y revisar la carretera entre Anaco y El Tigre y buscar una bomba Corpoven con un restaurante cuyo nombre termine en "...ondo". Papá debe andar por allí cerca.
- ¡Excelente trabajo, pequeña!

Beatriz solicita un permiso de una semana. Diez días más tarde, el segundo lunes del mes de mayo de 1994, Beatriz Valderrama sale a buscar a Diego Felipe Márquez por la carretera negra entre Barcelona y Ciudad Bolívar. A pesar de sus lentes oscuros, los colores del soleado día le llegan con todo su brillo y su esplendor. Escucha a Phill Collins y a los Rolling Stones. Como detesta el aire acondicionado, Beatriz va con las ventanas del auto abiertas, sintiendo la brisa caliente sobre su cara.
Son las dos de la tarde cuando llega a Barcelona. Se detiene en una bomba Corpoven para llenar su tanque de gasolina y tomar un poco de agua. Tiene la foto de Diego Felipe en su bolso, al alcance de su mano. Aquélla no es la bomba. Toma rumbo al sur, por la carretera que conduce hacia Anaco. Se detiene en cada una de las gasolineras Corpoven que va encontrando en la vía. Son casi las seis de la tarde y está a punto de llegar a El Tigre cuando de pronto, al salir de una curva, ve la gasolinera. Se detiene para confirmar. El restaurante se llama "Bajohondo", al igual que los caseríos cercanos. Considera que ya  es muy tarde para iniciar cualquier pesquisa. Se va hasta El Tigre y busca un hotel.

Apenas entra en la habitación comienza a desempacar. Extrae de su bolso un par de libros, los dos últimos que le había regalado Diego Felipe y que nunca había querido leer: Crónicas de motel, de Sam Shepard y El día de la langosta, de Nathanael West.  Intenta leerlos, pero no puede: está sobreexcitada y por primera vez desde que inició el viaje, se pregunta qué es lo que está haciendo, qué demonios es lo que está buscando. Si el tipo quiso irse, que se vaya. A la larga, qué importan las razones. Se fue y punto, a otra cosa. Pero ella está allí, en lo mismo. Llama al bar del hotel y pide un whisky con soda y mucho hielo. Repite la operación un par de veces más antes de irse a dormir. Ya en la cama cree descubrir que lo que más la asusta de volver a ver a Felipe es no sentir nada por él. Luego piensa que no, que lo que más la asusta de ese encuentro es que la tesis colectiva sea cierta: que se haya ido con otra mujer.

A las nueve de la mañana está de nuevo en su carro, rumbo a la estación de gasolina. Llega y camina hacia el restaurante, con la fotografía en la mano. Comenzará por los empleados. Entonces siente un enorme deseo de devolverse, agarrar sus cosas y largarse a su casa. Entra al restaurante. Se siente como una detective de película americana barata. No lo conocen por su nombre ni lo reconocen por la fotografía.

Interroga a cada cliente que llega a la estación: viajeros, empleados de las petroleras, camioneros grasientos y malolientes, campesinos. Nadie lo ha visto nunca.

Son casi las cuatro de la tarde cuando un viejo en una pick up destartalada lo reconoce:

- ¿Está seguro?
- Uhum-, responde-. Vive en Tascabañas, a veinte minutos de aquí.

Beatriz conduce su carro hacia Tascabañas, desviándose de la carretera negra para tomar una carreterita rural estrecha y llena de huecos en el desgastado pavimento. El camino está minado por docenas de letreros y vallas codificadas de Corpoven que señalan pozos petroleros. A su derecha, sobre una colina, se levanta un cementerio. Detiene su carro y se baja. Sube la pendiente a través de un estrecho camino. Quiere pensar qué dirá cuando lo vea, qué debe sentir, cómo soportar la sorpresa de su mirada. Es un cementerio con muy pocas cruces. Hay lápidas y epitafios, pero muy pocas cruces. Es un cementerio indio. Recordó que Felipe le había hablado de este cementerio, de esta comunidad indígena que se había acoplado a la civilización sin perder la esencia de su cultura: eran los Kariñas. Los había descubierto en su juventud, cuando estudiaba ingeniería, y se había ido a vivir con ellos por un par de meses, durante unas vacaciones de verano en la Universidad. Diego Felipe admiraba  a los Kariñas como los representantes de una cultura extraña, una cultura verdaderamente comunitaria para quienes lo sagrado aún tenía un valor fundamental en sus vidas. Ser gobernador, el equivalente a un cacique, era el más alto honor para ellos. Pero cuando alcanzaban tal distinción, se convertían en los hombres más pobres de la comunidad: ellos comían de la última ración, recibían el último beneficio producto de la venta de sus cosechas, sus casas eran las últimas en repararse. De esta forma lograban garantizar la seguridad y la prosperidad a su pueblo: si el gobernador y su familia bebían agua era porque ya la comunidad entera había calmado su sed.

Beatriz tiene la certeza de que Felipe está allí, con los Kariñas. Es lógico que haya venido a refugiarse allí, junto a la cultura que tanto había admirado desde su juventud.

Son casi las seis de la tarde. No pasan carros por el estrecho camino. Sólo se oyen los grillos y el sonido del viento, inquieto y triste. Abandona el cementerio indio y vuelve a su búsqueda en medio de los pozos de extracción de Corpoven.

Las calles de Tascabañas están desiertas, apenas unos niños jugando a perseguirse unos a otros. Las luces de las casas comienzan a encenderse. Beatriz se estaciona frente a un abasto. El dueño, un viejo kariña que atiende su negocio en jeans y sin camisa, admite conocer a Diego Felipe. Le dice que no está en el pueblo, que salió para el puerto, Puerto La Cruz, y que no regresará en dos o tres días.

- ¿Me puede decir cuál es su casa?

Un niño se ofrece a llevarla. La casa queda en las afueras del pueblo. Es una casita rural pintada de color ocre, con un pequeño jardincito ante la fachada. Las luces están apagadas. Como ya es de noche, lo único que se distingue es lo que alumbran las luces del carro de Beatriz. A una pregunta de ella, el niño le responde:

- Siembra merey y vende chinchorros de moriches. Es muy buen vendedor, pero no es muy buen agricultor. Su primera cosecha fue pobre y pequeñita. Por eso se fue, a comprar fertilizantes.
- ¿Vive solo?
- No vive con nadie- le responde su pequeño guía.

Beatriz deja al niño donde lo recogió, frente al abasto. El viejo bodeguero sale a recibirla  a la calle:

- A veces adelanta su regreso. Si es urgente lo suyo, pues venga mañana. Tal vez esté.

Esa noche apenas puede dormir. Al día siguiente se queda en la cama casi hasta el mediodía. En realidad no tiene nada que hacer. Se pone a leer y ve un poco de televisión. Al finalizar la tarde, decide volver a Tascabañas.

Se vuelve a detener en la bodeguita:

- Ya llegó. La está esperando.

Beatriz ya conoce el camino. Va despacio. La puerta de la casa está abierta. Antes de bajarse del carro, respira hondo. Llega al umbral y un segundo antes de anunciar su llegada con un toque de sus nudillos sobre la puerta, se retracta: su presencia no es una visita de cortesía, sino un allanamiento, una invasión al hombre que la dejó plantada. La casa está oscura, con las ventanas cerradas. Hay pocos muebles: una mesa, un par de sillas, un fogón,  una cama pequeña, un chinchorro y, algo inusual en una casa campesina: una pequeña biblioteca. No logra ver a nadie. De una pequeña puerta que conduce a otra habitación (quizás a un baño, tal vez a un depósito) aparece Diego Felipe. Efectivamente, tal como lo anunciaba la fotografía, está más delgado, con el pelo aún más largo y la piel más bronceada. Sin embargo, luce más fuerte, más firme que la última vez que se despidió de él en su carro. Pero lo que más le impresiona son sus ojos, su mirada: ha perdido ese aire de inocencia y satisfacción que tenía en el pasado, cuando aún la amaba y deseaba casarse con ella. Ahora es oscura y dura, como si hubiera aprendido a mirar en medio de insoportables dolores: es la mirada del que ha sobrevivido a un holocausto, del que ya sabe que ni la felicidad ni la paz se encuentran en ningún lugar.

- No te oí llegar. Te he esperado desde esta mañana. Anoche me avisaron, en el puerto, de tu visita.

Beatriz está paralizada. Diego Felipe pasa a su lado, muy cerca de ella y se dirige a la única ventana de la habitación. La abre, dejando entrar el sol de la tarde.

- Te puedo ofrecer café y agua.
- No tomo café, y tú lo sabes.
- Entonces agua.
- No te molestes, no tengo sed. Además, ya me voy. Sólo quería verte.
- ¿Sólo verme?
- No, en realidad no: me debes una explicación, Diego Felipe. ¿Qué significa todo esto? ¿Te volviste un ermitaño, me dejaste plantada para venir a buscar el nirvana con tus Kariñas? ¿Qué coño es esta  porquería de vida que estás llevando?
- Me gano la vida como puedo. Más nada.

Entonces pregunta lo que vino a preguntar:

- ¿Por qué dejaste de quererme?
- No he dejado de quererte.
- Entonces, Diego Felipe, ¿por qué me haces esto, por qué te haces esto?
- Hay días, cuando termino mi trabajo, en los que me voy a la carretera con mi camioneta y me estaciono al borde de la vía. Veo los carros que van hacia el norte, hacia Caracas. Siento envidia de ellos, de saber que en cinco horas esos viajeros estarán en la ciudad en la que tú vives, de sospechar que tal vez te vean al salir de la oficina, o haciendo el mercado, o entrando a tu casa. Ellos tienen al menos esa posibilidad.
- No entiendo de qué me estás hablando. Si tanto quieres verme, si tanto anhelas estar en la misma ciudad en la que vivo, por qué no lo haces. ¿Tienes miedo de lo que hiciste?
- Lo que hice lo sigo haciendo.
- Y yo, Diego, yo qué hice: ¿te engañé con otro hombre, te dije que había dejado de amarte, descubriste que soy una mujer detestable, insoportable, una alimaña? ¿Qué fue lo que viste?
- No podrías entenderlo.
- Inténtalo, anda: soy una mujer universitaria, con un post grado, manejo el departamento de tarjetas de crédito del segundo banco más importante del país, tengo más de cuarenta personas a mi cargo, en dos meses comenzaré a dictar un curso en la Universidad. Te aseguro que puedo por lo menos intentar entenderlo.
- Esto no se trata de inteligencia, Beatriz.
- Entonces dime tú de qué se trata.
- Lo intentaré.

Se acerca a la puerta y se pasa la mano por el pelo, tratando de darle un cierto orden a sus ideas. Prosigue hablando:

- ¿Recuerdas el día que estuvimos en playa El Agua, cuando se ahogaron aquel par de jovencitos?

Beatriz no responde, pero afirma con un movimiento de su cabeza.

- ¿Recuerdas lo que me dijiste?
- Dije muchas cosas ese día.
- El caso es el siguiente: al parecer uno de los jovencitos se ahogaba y el otro, su amigo, intentó salvarlo, pero también se ahogó. Al ver el gentío sobre un sólo punto de la playa, preguntamos y nos informaron. Entonces tú comentaste: "yo por eso no salvaría a nadie que se esté ahogando, si acaso a un hijo o a mi padre". No dije nada, pero me golpeó saber que yo no estaba en esa lista. No comenté nada y quise hacer como si no la hubiera escuchado. Sin embargo la frase me molestó, me fastidió durante semanas como una roca en el zapato. Pensaba: todo el mundo tiene un límite, el amor también lo tiene: hay cosas que se pueden hacer por él y cosas que no se pueden hacer. Es así de sencillo. Sin embargo, la molestia continuaba allí, porque si fueras tú quien se estuvioera ahogando, yo no dudaría en salvarte: qué sentido tendría la vida sin ti. Dejarte ahogar sería como dejarme ahogar a mí mismo. No sé si lo entiendes.
- ¿Por eso me dejaste, por una frase maldicha frente a un par de chicos ahogados?
- No, eso fue sólo un chispazo.
- ¿Qué más hubo?
- El día que te llamé por teléfono para cancelar la boda había leído en la prensa una noticia proveniente de Palermo: el desenlace de un juicio de más de un año de duración.  Luciano  Crescimanno había violado y degollado a Mariano Trezza, quien para entonces contaba tan solo doce años de edad. El pervertido criminal fue arrestado por la policía a las dos semanas, guiada por una serie de anónimos que comenzaron a llegar a la comisaría. El asesino conservaba en un compartimiento secreto de su baúl los interiores del pequeño Trezza. La defensa apoyó su trabajo en locura y desviaciones mentales de su cliente. Luego de más de un año de trabajo, el juez decide confinarlo en un sanatorio para enfermos mentales durante ocho años. La sesión se levanta y comienzan a trasladar al reo de vuelta a su celda. Nadie se extraña de ver en el salón, de pie, a Giocoma Trezza, la madre de Mariano, ya que ha estado presente en todas las sesiones. Se acerca a Luciano lo más que puede. Cuando lo tiene a dos metros de distancia, Giocoma saca de su bolso un pequeño revólver y lo descarga sobre el asesino de su hijo. Comienza a gritar: "ocho años, la vida de mi hijo no vale ocho años, ni diez ni veinte". La mujer es arrestada y ahora se abrirá un nuevo juicio, esta vez en su contra, por homicidio con premeditación y alevosía.
- No entiendo de qué me estás hablando.
- Del amor, Beatriz. Si el amor no sirve para que te levantes y defiendas con tu vida al objeto amado, entonces para qué sirve, para qué nos sirve, para que le sirve al otro. Esta mujer espera que su hijo reciba justicia de la corte. Ha podido matar a Luciano en cien oportunidades anteriores, pero ella espera. No es una asesina vengativa, es sólo una madre que espera justicia. Y la justicia dice: ocho años en un sanatorio y aquí no ha pasado nada. Entonces ella objeta: es una burla. Saca su revólver y lo ejecuta, a costa de su propia vida. Eso es el amor, una fuerza loca, terrible y temible, capaz de construirlo todo y devastarlo todo. Así te amo yo. De esa forma te amé el día que tomé el teléfono y huí de ti. Porque tú no me amas así.
- ¿Con qué derecho te atreves a medir la intensidad de mis sentimientos?
- Y si yo no tengo ese derecho, ¿quién lo tiene?
- ¿No podías contarme esto y arreglar el malentendido?
- No es un malentendido, Beatriz. No es una frase maldicha, poco feliz, lanzada en un momento inadecuado. Las palabras no son más que reflejos de las cosas. Una vez que entendí esto, lo entendí todo. Tú no me amas. Te dejas amar. Me dejas entrar en tu vida, en tu piel, en tu cuerpo. Y eso se parece mucho al amor, pero no es el amor. Tú te dejabas robar lo que yo quería de ti, pero nunca me lo diste con tus propias manos.
- ¿Y dejarme robar, como lo dices tú, no era una forma de darte lo que tú querías?
- No, Beatriz: y eso fue lo que descubrí el día que te llamé.
- No entiendo qué es lo que quieres.
- Eso lo sé. Por eso era inútil explicarte ni pedirte nada. Yo mismo tardé meses para poder entenderlo. Lo comprendí en un segundo, pero tardé meses antes de llegar a ese segundo terrible en el que me atreví a ver la verdad.
- Y todo lo que yo he pasado, Diego Felipe, todo mi sufrimiento, todas las humillaciones a las que me sometiste a la fuerza, toda mi incertidumbre, mis dudas, mis preguntas, ¿qué nombre tienes ahora para eso?
- No dudo que me ames.
- ¿Y entonces?
- Me amas, pero hasta cierto punto. Y a partir de allí, tu amor se quiebra, se fractura y se hace añicos. La gente suele amar así, hasta cierto punto: hasta que aparecen enfermedades, hasta que hay problemas de dinero, hasta que aparece alguien que nos guste más sexualmente. De esa forma he amado toda mi vida. Pero, paradójicamente, contigo aprendí que o se quiere por encima de todo, o no se quiere en lo absoluto. Ser amado hasta cierto punto, como tú me amas a mí, es nada, Beatriz: es como llegar de segundo en una competencia, es un buen intento, pero no una victoria.
- Te amo, Diego. Y tú lo sabes- le dice, tratando de endulzar su voz por encima de su enojo.
- Lo sé, pero me amas hasta que un día me ahogue en una playa y te des cuenta de que no necesitas salvarme, hasta que un día un camión me lleve un brazo y me quede manco o cojo, o hasta que enferme y tenga que pasar un año en una cama. Cuando me levante, sé que no estarás allí.
- Eso no lo puede saber nadie.
- Yo lo sé. Sé que yo me quedaría a tu lado y que tú no, porque tú sientes que para mí siempre habrá un sustituto, alguien que aún no conoces, pero que anda por allí cerca y podría tomar mi lugar en cualquier momento. Para mí, en cambio, tú eres única. ¿Ves la diferencia?
- Nadie puede querer a nadie de esa manera.
- ¡Claro!, por lo general nadie quiere a nadie de esa forma: es muy duro, es muy difícil, es apostar demasiado a una sola persona, a una sola jugada. Todos jugamos hasta cierto punto, y a partir de allí nos retiramos. Hace un par de años, cuando aún no estábamos juntos, un amigo murió de un infarto. Era homosexual. Su pareja era un chico unos diez años menor que él. Durante el velorio Javier, la pareja de mi amigo, estaba tranquilo, pero yo sabía que estaba destrozado. Sabía lo mucho que ambos se amaban. Desde ese día no pudo comer más: todo lo que tragaba lo devolvía. Le hicieron decenas de exámenes médicos, pero no tenía nada. Simplemente quería morirse. El mismo me lo dijo la última vez que hablamos. A los dos meses murió. Se murió de amor, Beatriz. Esto no ocurrió con una damisela romántica del siglo pasado, sino con un tipo más o menos de tu edad, que iba a discotecas, que trotaba, se emborrachaba, hacía el amor, un hombre que le gustaba manejar un auto nuevo y tener un buen televisor en su casa. Un tipo como tú o como yo, ni mejor ni peor. Cuando murió me pareció absurda aquella muerte: era un chico joven, inteligente, muy bien parecido. Sus posibilidades no estaban agotadas. Luego comprendí que no se había dejado morir porque sintiera que sus posibilidades de amar se hubieran agotado, sino simplemente porque amaba a un hombre y no podía ni quería comprender la vida sin él. Estamos acostumbrados a que todo es reemplazable: un carro, una casa, el televisor, la computadora.  Por extensión pensamos que también podemos sustituir a un hombre por otro, a una mujer por otra, incluso ganar con el cambio: porque es más joven, más bonita, más apasionada. Pero hay pérdidas  que son irreparables, posesiones que son únicas e irrepetibles. Entonces sentí envidia de su amor, de su enorme capacidad de amar. Pensé que jamás llegaría a querer a nadie de esa forma. Y ya ves, apareciste tú.

Entonces se acerca a Beatriz y ella lo deja acercarse. Lo va a dejar hacer lo que él quiera hacer, como la primera noche en que salieron. Siente y sabe que está loco, tal vez loco de amor por ella y eso la embriaga, la excita. Se va dejar asaltar una vez más, se va a dejar robar, se va a dejar quitar todo lo que él necesita tener de ella. Se siente atrapada en su demencia y ya no quiere pensar en nada. El la desviste mientras besa su cuello, su piel, la punta de sus senos. Entonces el infierno se apaga para Diego Felipe mientras que para Beatriz se enciende la pasión. La tiene de pie, desnuda. Todas las mujeres del mundo parecen convocarse en el brillo, en la tersura de su piel. La boca de él se inclina y besa sus pequeños y firmes senos, los succiona con hambre, hasta lograr sacar ese sabor a almendras y a perejil que siempre emanó de ellos. Se arrodilla a sus pies para olfatear la abertura de su pelvis. Su lengua la lame mientras sus labios sienten cómo la carne cruda de su sexo de mujer se abre como una flor húmeda y ardiente. Y quizás por esfuerzo, quizás por error, se acercan entre gemidos y susurros al verdadero amor. El la abraza con fuerza, como si en la piel de aquella mujer estuvieran escritas las claves y los destinos de toda su vida. Su pecho de hombre se estremece y tiembla como un árbol abatido por el viento. El suave temblor lo estremece por entero y mientras su esperma se escurre desesperada por entre las entrañas de la mujer amada, de su garganta brota un sollozo rezagado desde las noches eternas en las que comenzó a huir para siempre de Beatriz. Ella, regada de amor, satisfecha en su deseo, lo abraza.

Es más de la medianoche cuando ella despierta, sola en la cama. Siente frío y busca su ropa. Guiada por la luz de la luna que entra por la ventana, recoge sus cosas. No hay rastros de Diego. Se sienta en el chinchorro, se recuesta en él y se vuelve a dormir. No hay angustia en su espera.

La luz del sol la despierta. Llama a Diego Felipe, lo busca, pero no hay señales de él. Prepara café y bebe. Decide ir a buscarlo al pueblo. Cuando llega a su carro, encuentra una nota pegada al parabrisas:

"Ni aún tocándote, te puedo alcanzar.
Adiós"

Al menos ahora tiene una explicación. Por escrito.

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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones2256@gmail.com