1
Su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración, como un conjuro. Si llegabas a contemplar su desnudez, sólo contemplarla, era suficiente para que supieras que eras el elegido de algún dios. Pero si lograbas tocarla, acariciar su piel bronceada y luminosa, dejar que tus dedos bordearán el vertiginosa alzamiento de sus muslos, sentir tu aliento rebotar sobre el sobrecogedor dibujo de su boca, entonces no podías hacer otra cosa que sentir que eras dios y que desde allí, desde ella, encaramado sobre la alta cima de sus senos pequeños y fulminantes, serías capaz de entenderlo todo.
2
Horacio
estaba en cuclillas frente a la fogata, removiendo los leños con una delgada
vara de madera. Vestía shorts rojos y una camiseta blanca. Yo estaba sentado
sobre el casco de un viejo peñero pesquero. Estábamos en las playas de Adícora.
Era de noche. Me pareció que nos bastaba con estar en silencio, pero él necesitaba
decirlo una vez más:
— Un día nos peleamos y decidimos terminar. Dos
meses más tarde nos encontramos por pura casualidad en Sabana Grande. La invité
una cerveza o un café, no recuerdo. En algún momento uno de los dos tocó la
mano del otro. Con ese gesto declaramos que la noche sería nuestra. Nos fuimos
a mi apartamento. Hicimos el amor. Terminamos dormidos. La luz del amanecer me
despertó. Hacía frío. Como aún estaba aturdido por el sueño y me creía solo, me
sorprendió encontrarme a una mujer en mi cama. Ella me daba la espalda y no
pude reconocerla de inmediato. Me bastó inclinarme un poco con la intención de
ver su rostro y, antes de lograrlo, ya la había recordado: era la mexicana. Uno
de sus brazos cubría sus senos, mientras el otro le servía de soporte a su
hermosa y altiva cabeza. Yo regresé sobre mi almohada. Su espalda estaba
desnuda. Antes de cubrirla con la cobija pude ver en ella una pequeña cicatriz
a la altura de su omoplato. No me preguntes cómo, pero nunca antes le había
visto esa pequeña marca sobre su piel. En ese momento pensé: "Coño, es una mujer. Sólo una
mujer".
3
Siempre
me pareció conocer a Horacio de toda la vida, aunque en realidad nos conocimos
en plena adolescencia, una mañana de octubre de 1975. Entró a nuestra aula de
clases llevando apenas un cuaderno en la mano. Caminó hacia la profesora y le
entregó un papelito. Lo hizo sin mirar a nadie. Después de leerlo rápidamente,
la profesora nos presentó al muchacho: Horacio Vegas. A partir de ese momento era
parte del curso de tercer año. Pero nosotros decidimos que jamás sería uno de
los nuestros. Desde el primer momento nos molestó su cara de muchacho asustado,
sus manos metidas en los bolsillos, su sonrisa imprecisa y tonta. Horacio
siempre causaba una pésima primera impresión. Pero siempre se las arreglaba
para enmendarse. Siempre.
Al
parecer él tampoco tenía mucho interés en mezclarse con nosotros. En los
recesos y en las horas libres se reunía con los muchachos del cuarto año, a
quienes parecía conocer de otro lado. Se trataban como amigos, lo cual nos
importaba menos que nada.
Su aspecto,
su actitud y su conducta delataban que no era muy buen estudiante y en
consecuencia los profesores habían comenzado a mirarlo con malos ojos: insistía
en ir a clases con el mismo cuadernito sucio con el que entró al aula el primer
día, se jubilaba a cada rato y lo habían pescado un par de veces fumando por
los jardines y baños del liceo. Además, tenía una especial reticencia para
visitar al barbero. En pocas palabras, le tenían el ojo puesto. Pero las cosas
no tardaron en cambiar. Para los exámenes trimestrales de febrero obtuvo
excelentes calificaciones en casi todas las materias, menos en Castellano y
Literatura. El Consejo de Maestros podía sospechar que había hecho trampas en
una o dos pruebas, pero no en todas y en cada una de ellas. A partir de ese
momento los profesores agarraron la manía de interrogarlo a cada rato en
clases, como para verificar la legitimidad de sus conocimientos. Y el tipo
respondía siempre bien. A veces, incluso más de lo que se le preguntaba. O, una
vez concluida su respuesta, se abalanzaba con alguna interrogante que complacía
mucho a los docentes y nos hacía quedar a los demás como verdaderos imbéciles.
Creo que allí fue cuando comenzamos a odiarlo de verdad. Cada día estábamos más
seguro de que era un farsante.
A nuestro
regreso de las vacaciones decembrinas, Horacio solicitó al profesor de
Educación Física ingresar al equipo de fútbol de nuestro curso. Tal vez él
hubiera preferido pertenecer al equipo de cuarto año, donde estudiaban sus
amigos, pero las reglas dictaban que los alumnos debían jugar en los equipos de
su mismo curso y, si sus méritos y habilidades lo destacaban, pasaría a formar
parte del equipo del liceo. Fue sometido a unas breves pruebas de resistencia y
de manejo del balón y fue aceptado. Comenzó como jugador emergente. Durante los
dos primeros partidos no le dejamos otra cosa que vernos jugar. En su tercer
partido tuvo su primera oportunidad de ingresar al campo de juego. Ninguno de
nosotros parecía dispuesto a pasarle el balón por nada del mundo, así que
Horacio parecía jugar él solo contra veintitrés contrincantes. Aun así, el
balón cayó a sus pies y no lo soltó hasta llevarlo hasta la propia puerta de la
portería enemiga. Sabíamos que él mismo hubiera podido meter aquel gol, pero
eso hubiera sido para él un glorioso y definitivo final. Levantó la cabeza,
reconoció a Miguel Andrade en una excelente posición y le cedió la pelota y,
con ella, la patada triunfal. Le caímos encima a Miguelucho para regodearlo con
nuestra alegría, aunque todos sabíamos que aquel gol era de Horacio, para quien
no hubo ningún reconocimiento. Sin embargo, a partir de ese momento lo dejamos
jugar. Aunque lo habían asignado como defensa, él mismo se encargó de
aclararnos que su mejor jugada era como delantero. Y nuestro equipo necesitaba
eso, un buen delantero. Y Horacio era el mejor que jamás habíamos tenido.
Aquel
partido fue contra los de cuarto año. O sea, que Horacio se vio obligado a
masacrar inmisericordemente a sus amiguetes de las horas libres.
Al
finalizar el juego Ricardo, nuestro capitán, se acercó a Horacio y le dijo:
"Bien hecho". Horacio devolvió el gesto con una breve sonrisa y
continuó recogiendo sus cosas. Suficiente para que el hielo quedara roto.
Nos
gustaba el fútbol, el básquet y las carreras de cien metros, pero no éramos ni
de lejos verdaderos deportistas. A escondidas bebíamos cerveza, tomábamos ron y
fumábamos marihuana. Horacio también lo hacía, pero era peor que todos nosotros
juntos: podía tragarse un botella de ron él solo y apenas dar indicios de
borrachera, no se conformaba con un poco de hierba sino que fumaba hachís y,
cuando no encontrábamos nada, el tipo había descubierto un fármaco sucedáneo:
Ritalín, un medicamento destinado para espantar el sueño en las horas de
estudios y que al triplicar o cuadriplicar la dosis te arrastraba hacia una
dulce euforia. Horacio llegó a tomar hasta diez pastillas de una sola vez,
buscando nuevas y peligrosas resonancias en su pequeña droga personal, lo cual
lo mantuvo en vela y con taquicardia casi durante una semana. Aun así no
titubeó en aspirar profundamente los vapores de la Coca— Cola hirviente o
respirar dentro de una bolsa plástica las emanaciones de la pega sintética.
Fuera lo que fuera que hiciéramos, Horacio era peor o mejor que nosotros, pero
nunca igual.
Como era
hijo de cubanos— gusanos y había pasado su infancia en Miami, Horacio podía
leer en inglés la revista Rolling Stones y comprender la letra de las
canciones que nosotros escuchábamos sin entender papa. Y fue él quien nos
introdujo en la vieja música de Jethro Tull, la banda Yes, la rasgada
voz negra de Janis Joplin, los estremecedores alaridos de Aian Gillan, el
alucinante teclado de Jon Lord y en las inclementes cuerdas de Erick Clapton.
Esos dinosaurios de cinco, ocho y hasta diez años atrás eran sus ídolos. Y él
los instauró sin dificultad en el altar de los nuestros: The Cure, Donna
Summer y Police. Pero no sólo era un rockómano empedernido, sino que deliraba
por Brahams, Orff, Sainte Colombe, Tchaikovski, Rimsky Korsakov, Mozart,
Scarlati y Vivaldi. Y los domingos por las mañanas, mientras nosotros dormíamos
como osos después de un sábado de rumba, él se iba para el Aula Magna a
escuchar conciertos de Beethoven o Stravinsky.
A los
dieciséis ya leía a Rilke, a Sallinger y a Hesse. Ignorantes como éramos, no se
nos ocurría otra cosa que burlarnos de él, pero Horacio no se daba ni por
enterado.
Los
profesores aprendieron a tolerarlo. Es más: a respetarlo. Horacio se convirtió
para ellos en una especie de incógnita, en un enigma de difícil digestión. No
era un buen alumno, de eso no había duda. Indisciplinado, sin respeto por las
normas, desordenado. Era un desastre. Pero a la vez era, quizás, el mejor
alumno de toda la clase: inteligente, sagaz, inquieto. Además, se había revelado
como uno de los mejores jugadores en el equipo de fútbol no ya del curso, sino
del liceo, selección a los que muy pocos lograban llegar. El resultado fue una
suerte de desprecio y de secreta admiración hacia un desastroso pero muy aprovechado
alumno.
Ese respeto
quizás se consolidó una vez que Horacio ganó el Concurso de Cuentos del liceo
con un relato sobre un...
…enmascarado que es un temible bandolero de caminos en una serranía andina. El hombre se coloca la máscara cuando es un adolescente y jura no quitársela jamás. Cumple su promesa durante años. Un día asalta a un grupo de viajeros, él solo, ya que era fiero y temido y nunca necesitó de secuaces para cometer sus fechorías. Allí encuentra a una chica de quien se enamora perdidamente. Ella también se siente atraída por él y el enmascarado lo sabe, sin que necesiten cruzar palabras. Él va y la busca al pueblo y luego de muchas peripecias, logra dar con su casa. Se ven, se besan y se confiesan su mutuo amor. El ya no es un adolescente, sino un hombre adulto. La chica se enamora de su voz, de sus manos, de su piel. El enmascarado comprende que la chica está enamorada de la leyenda, enamorada de su máscara, enamorada de sus hazañas y patrañas. Entonces quiere ser amado por completo e intenta, rompiendo su promesa juvenil, arrancarse la máscara, pero no puede hacerlo. Tal vez porque ni él mismo sabe quién habita realmente bajo ella y le da miedo quitársela, o tal vez sea que la máscara se ha adherido con tal fuerza a su piel y a su rostro que se ha convertido en parte de él mismo. Entonces el enmascarado comprende que es una leyenda y que jamás podrá ser un hombre verdadero. Comprende que es un sueño. Y cuando la chica despierta, él se desvanece en el aire, para siempre…
A pesar
de haber ganado ese concurso de liceo, o quizás precisamente por ello,
nuestra profesora de Castellano y Literatura estuvo mucho tiempo enojada con
Horacio, ya que esa era la única materia que llevaba aplazada desde que ingresó
al curso. Pero era un enojo fingido. Creo que todos siempre fingíamos estar
enojados con él, pero en el fondo lo admirábamos y hasta lo queríamos.
El relato
no sólo gustó a los viejos profesores del jurado (todos amantes de Isaac Casas
y Rubén Dario), sino que también a nosotros. En serio.
Con el
tiempo, reclutamos a Horacio y lo hicimos uno de los nuestros, creyendo que eso
era posible. Nos acompañó a escalar cerros, a manejar motos y a emborracharnos
con ron. Pero eso no le impedía fumarse un pito de marihuana con nosotros y
marcharse inmediatamente con su vieja Leica a fotografiar por allí
las calles solitarias del barrio, las puertas de las casas deshabitadas o a los
perros vagabundos. Era un solitario. Y era definitivamente diferente a nosotros.
Diferente a todos. Pero él actuaba como si tal diferencia no existiera, como si
nosotros fuéramos realmente sus inter
pares.
Pero
había una grieta que apocaba el esplendoroso brillo de su armadura, su pequeño
y mortal talón de Aquiles: le tenía miedo a las carajitas, a las mismas
muchachitas divinas y bobetas a quienes nosotros manoseábamos, besuqueábamos y
le metíamos mano durante cualquier sábado por la noche en cualquier fiesta en
cualquier rincón de cualquier casa. Les temía porque se sentía demasiado
bajito, demasiado feo, demasiado aburrido. Ni él mismo sabía que había
resuelto, porque le había dado la gana o porque no podía hacer otra cosa, que
las chicas serían para él el enigma del universo, el ojo del huracán sobre el
cual girarían todas sus preguntas sin respuestas.
4
Hoy se
cumplen dos semanas de la muerte de Horacio. Murió ahogado en las playas de
Cancún. Le faltaban sólo tres días para cumplir treinta y siete años.
Cuando
finalizamos la secundaria todos nos sentimos perdidos, pero Horacio fue quizás
el más desorientado de todos nosotros. Era como si toda su superioridad se hubiera
vuelto contra él para aplastarlo. Nos pareció que le había llegado la hora de
retornar a su pobreza, a su condición de inmigrante cubano sin futuro, a su
pequeña casa poblada de muebles viejos y baratos. Mientras nosotros entrábamos
a la Universidad para probar carreras y cambiarnos de Facultades, Horacio
continuaba fotografiando a los perros vagabundos, leyendo libros en su cuarto,
escuchando rock o música clásica o escribiendo cuentos que nunca terminaba ni
mostraba a nadie. Cuando todos pensábamos que terminaría como un
empleaducho tras el mostrador de alguna ferretería o como aprendiz en algún taller
mecánico de mala muerte, nos quedarnos boquiabiertos cuando nos vino con la
noticia de que había sido becado para a estudiar Administración de Empresas en
Roma. Esperábamos de él cualquier cosa, menos que se dedicara a una carrera
como esa, menos aún estudiarla en Italia. Todos nosotros fuimos más o menos buenos
estudiantes durante nuestros estudios universitarios. Unas veces más, otras
menos. Pero Horacio hizo una carrera brillante: se graduó Magna Culaudem.
Nunca más regresó a vivir a Venezuela. Al graduarse fue reclutado inmediatamente
por Alitalia. Visitaba el país un par de veces al año, durante el verano
y en las Navidades.
Creo que
la distancia nos hizo verdaderamente amigos. Ambos fuimos excelentes
corresponsales: nos escribíamos con frecuencia y fuimos forjando una suerte de
diario personal cuyo ejemplar estaba siempre en las manos del otro. Cada año
con cada visita era mucho más que grato encontrarnos para evocar aquellos tres
años compartidos en la escuela secundaria. Era como una veta inagotable.
Cuando se
ahogó, Sabrina estaba con él. Bueno, ella estaba recostada sobre la arena
mientras él sacrificaba su vida a las cálidas aguas del Caribe.
Antes de
entrar al agua Horacio dijo algunas cosas que Sabrina no supo o no pudo comprender:
Sabrina: (...) eran casi las cuatro de la tarde cuando
llegamos a la playa. Antes bebimos un par de tragos en el bar, poca cosa, tú
sabes. Como Horacio es tan seco y tan poco expresivo me extrañó que acariciara
mi cuello mientras me pedía que fuéramos a nadar un rato. Pedí al mesero que
nos llevara a la playa una botella de Bardolino, el preferido de Horacio.
Se sentó
a mi lado, en mi misma tumbona. Me puse los lentes oscuros. El me miró y lanzó
una carcajada. Siempre se andaba burlando de mis lentes oscuros retro. Hasta
allí me pareció que todo andaba bien. Fue después que tomó su primera copa de
vino que comenzó a decir cosas raras. Me preguntó si yo creía si a su funeral
iba a ir mucha o poca gente. Yo no le respondí nada. Al contrario, le pedí que
no me hablara de esas cosas tan macabras y oscuras. Pero él continuó. Nunca
hacía caso. Me dijo que él era de la opinión que su funeral sería un acto
social más bien solitario: padres, hermanos, algunos tíos, quizás algún primo y
sus amigos, su otra familia. Sin embargo, agregó, sé que hay una
mujer que no faltará a esa cita. La reconocerás por que lleva una cicatriz en
la frente, sobre su ceja derecha. No esperes una cicatriz horrible, es
simplemente una marca que le da cierto carácter a su bonito rostro. ¿Cómo
se llama?, le pregunté intrigada. Para ti no tiene nombre. Es mexicana y
tiene una cicatriz sobre su frente. Eso será suficiente para que la reconozcas.
Cuando llegue al velatorio vas a pedirle de mi parte que no quiero que vea mi
cadáver. Luego le dirás que es la mujer a la que más amé en mi vida.
¡¿Cómo?!, le pregunté más molesta que asombrada. Él me dijo que sabía que lo
había escuchado todo perfectamente y que no me repetiría nada.
Tú sabes
que nunca me planteé nada serio con Horacio. Nos veíamos, nos emborrachábamos y
la pasábamos bien, sin ataduras y sin ilusiones tontas. Eso es una cosa, pero
de allí a convertirme en mensajera de sus amoríos hay un gran trecho y se lo
hice saber. Le puse los puntos sobre las íes. Pero creo que ya no me escuchaba.
Volvió a
servirse otra copa. Permaneció en silencio un rato. Estoy segura que estaba
pensando en su muerte. Yo no lo sabía en ese preciso instante, pero luego me di
cuenta que en ese momento Horacio ya había decidido dejarse ahogar. Saboreó su
vino con un placer tan intenso que ahora me parece casi triste. Se levantó y se
hundió en el mar.
A los
pocos minutos escuché un escándalo por todas partes. La gente gritaba "un
ahogado, un ahogado". Jamás pensé que se tratara de Horacio. Tú y yo
sabemos lo bien que nadaba. Y en Cancún no se ahogan ni los bebés, menos un
hombre como Horacio.
Desde
lejos vi el cuerpo del ahogado tirado sobre la arena. El corazón me dio un
vuelco cuando me pareció reconocer a Horacio en el cuerpo del muerto. Me
levanté y caminé hacia él. Yo estaba como hipnotizada, como si de repente me
hubieran transportado a una pesadilla. No fue necesario llegar hasta el cadáver
para reconocerlo. Me puse a gritar como una loca y a correr por toda la playa.
Alguien me detuvo y comenzó a sacudirme tratando de hacerme reaccionar. Me
llevaron de vuelta al hotel y me dieron algo de beber para tranquilizarme.
Luego comenzaron a hacerme preguntas. Yo repetía una y otra vez que quería que
Horacio viniera. Me daba cuenta que estaba hablando como una loca y me aterraba
cada vez más al pensar que me quedaría así, deschavetada para el resto de mi
vida. ¡Vaya, que esa no era la manera de perder la cabeza por un hombre!
Al final
alguien me acompañó a la habitación y comenzaron a buscar documentos de
identificación y algún número telefónico. Me ofrecieron otro cuarto para que me
pudiera cambiar de ropa. Alguien se comunicó con mi familia en Caracas. Esa
misma noche me cambiaron a otro hotel bajo la custodia de una enfermera.
Al día
siguiente vino la policía a tomar mis declaraciones. Mi hermana se apareció
como a las tres de la tarde. Me informó que el cuerpo de Horacio saldría esa
misma noche para Nezahualcóyotl, una pequeña ciudad donde sus padres habían
decidido celebrar el velorio y el entierro. No tuve más remedio que abordar el
mismo avión donde viajaba su urna.
No podía
quitarme ni por un segundo de la cabeza el recado que me había encomendado dar.
Si se hubiera muerto un año después ni me hubiera preocupado por transmitir su
estúpido mensaje, pero bajo aquellas circunstancias sentía que su pedido había
sido el de un hombre agonizante que expresaba su última voluntad.
Fue un
velorio atiborrado de gente. Quizás Nezahualcóyotl, a pesar de ser un pequeño
pueblo mexicano, fue el lugar del mundo donde Horacio tuvo más amigos. Pero la
mujer de la cicatriz no se apareció nunca, ni al velatorio ni al entierro. Eso
me provocó una tristeza infinita porque me pareció que Horacio se había matado
por nada y para nada. Después del entierro me iba en llantos a cada rato. Todos
pensaban que era por él, pero en realidad era por la mujer esa que nunca se
apareció al funeral de Horacio (...)
5
Horacio,
las medias de nylon y los tacones altos de Mónica:
Horacio
era un tipo más bien feo y con los años había cultivado más barriga de la que un
hombre necesita, además de una pequeña papadita que le agregaba, a lo menos,
unos cinco años de edad. Por si fuera poco, sufría de una alopecia precoz. En
pocas palabras: era un tipo prácticamente invisible para las mujeres. Pero al
hablar se transfiguraba. No era ni su voz ni lo que decía, sino cómo lo decía.
Las mujeres, primero, bajaban la guardia, quizás por su misma falta de
atractivo. Pero a la media hora estaban enloquecidas por él. Sus ojos grandes y
tranquilos (parecían ojos de vaca, me confesó una amiga), se volvían vivos y
pícaros cuando hablaba. La inflexión de su voz se hacía firme, expresiva y
sensual. Tras la muerte de Horacio, fue Mónica quien me ayudó a descubrir todos
estos atributos seductores en él.
Mónica es
una amiga a quien le di clases en la Universidad hace un par de años. Tiene las
piernas más hermosas que jamás haya visto fuera de las fotografías de moda y un
par de glamorosos senos que serían el delirio de los más exigentes amantes. Y
como si hermosas piernas y espectaculares senos no fueran suficientes, se
gastaba un rostro brutalmente hermoso. En realidad, Mónica está como le daba la
gana. En su momento intenté ligármela, pero ambos entendimos rápidamente que la
cosa no funcionaría. Así que nos hicimos amigos. Y una amiga es lo mejor que
te puede pasar en la vida, casi mejor que una amante. Mónica es la mujer más presumida
y superficial que conozco. Y se derrite por los tipos altos y buenmozos, tipos
de mundo, como dice ella: viajados, con poder adquisitivo, de buen gusto. Un día
planeamos una salida: un dos pa´dos a ciegas. Ella llevaría a Gabriela,
de quien estaba seguro sería idéntica a ella, pero en versión feucha. Yo, por
mi parte, iría con Horacio, con toda la buena fe de la mala intención.
Mónica
siempre anda enfundada en medias de nylon y encaramada sobre sendos tacones.
Horacio y yo las pasamos recogiendo por su casa como a las siete de la noche.
Antes de ir a comer decidimos entrar a un piano— bar para tomar un par tragos.
En realidad era una excusa para relajarnos un poco y conocernos mejor. Cuando
nos bajamos del carro, el rostro de Mónica parecía un poema: le llevaba como
diez centímetros de ventaja a la altura de Horacio. Gabriela, por el contrario
resultó una chica sencilla y agradable: iba vestida con una amplia bata de lino
crudo y en la mano llevaba una carterita preciosa de cuero. Más nada. Aún con
esa sencillez, radiaba elegancia. Su pelo, tan negro y bien cortado bordeando
su rostro blanquísimo, le imprimía un aire de muñeca de porcelana. Su andar
desenvuelto y ágil delataba un cuerpo firme y atractivo bajo su batola de lino.
No fue que me volví loco, pero vaya que me gustó. Pero me temo que Mónica no
sintió lo mismo por mi propuesta.
Cuando
Horacio se levantó de la mesa para ir al baño, Mónica amenazó con matarme allí
mismo, frente a Gabriela:
— Yo te traigo una chica cheverísima y tú te
presentas con este espécimen de enano mudo.
— Cuando te bajes de tus tacones verás que es un
poquito más alto que tú.
— Jamás me quitaré un solo zapato cerca de este
tipo. ¡Qué bolas las tuyas! — protestó.
A su
regreso, Horacio aun continuó en silencio durante un rato más, porque creo que,
además de feo, continuaba siendo tímido con las mujeres. Pero de pronto empezó
a sonreír para sí mismo, como si hubiera encontrado una clave secreta que sólo
él podía entender. Entonces pensé: "Ya está: te jodiste, Mónica".
Ella se había limitado a ignorarlo mientras bebía con desgano su whisky.
Horacio se acercó a ella y le preguntó:
— ¿Has visto "Ma nuit chez Maud"?
— ¿Qué?
— La película, la de Erick Rommer.
— Casi no voy al cine — lo cortó Mónica.
— Y no te hace falta. Pero Maud, la amante de un
joven que persiste en casarse con su novia católica, se parece muchísimo a ti.
— ¡Ah!, ¿sí? ¿Y cómo es eso?
— ¿Recuerdas la descripción de la señora Zorni,
en "El caballero y la muerte"?
Horacio
sabía perfectamente que Mónica no tenía idea de qué le estaba hablando, así
que, sin esperar respuesta, continuó:
— Una mujer de una belleza enloquecedoramente
perfecta. Así es Maud en la película de Rommer, pero con el exquisito aderezo
de ser, además, sensual y apasionada.
Y
continuó hablándole sobre películas y libros. Horacio tenía el don de
poder hablar de poesía con analfabetas, de cine con ciegos o de música con
sordos. Siempre lo consideré un tipo culto, pero él lo rechazaba diciendo que
apenas era un hombre medio leído y medio escuchado, más nada. "Lo que pasa
es que ya nadie lee, entonces uno se compra tres libros y todos piensan que
eres culto", me refutaba. Sin embargo, pese a su opinión, a mí me parecía
un tipo culto. No como esos médicos o ingenieros que van al teatro, ven
películas, leen libros y asisten a conciertos, pero no saben luego donde carajo
colocar lo que reciben. De esa forma van archivando un Vivaldi sobre un Sartre
o sobre un Wilder, leen a García Márquez y a Isabel Allende y dicen que son
estupendos porque los dos escriben igualito, o vociferan su pasión por
cualquier intérprete de la música clásica, sin importarle quien sea,
simplemente porque está etiquetado como clásico. Horacio deliraba por Chaikovski,
Vivaldi, Colombe y Handel, pero le aburrían Wagner, Purcel y Litz, mientras que
sentía que Byrd y Stanley eran ostentosos e insípidos. Proust lo adormecía,
Joyce le parecía ilegible y Faulkner lo consideraba laberíntico, salvo en Absalom,
Absalom. Era lo suficientemente culto como para decir que la poesía no le
interesaba, salvo unos contundentes y definitivos versos de Kavafi, Machado,
Cadenas y Miranda. No como esos que andan por allí que no pueden leer un poema
sin que les parezca bello, sublime y tan
cargado de sensibilidad. Lo que quiero decir es que el tipo era distinto a
nosotros, pero no nos lo hacía sentir. O para ser más exactos: creo que en
realidad no sabía que era distinto.
Le
preguntó a Mónica cuál era su plato favorito. Al escuchar su respuesta, sugirió
ir a comer langostinos a una tasquita que conocía en Caraballeda, en el litoral
central. Un éxito rotundo. Paseamos luego por el malecón y terminamos
preparando kaipiriñas en el apartamento de Horacio. Cuando nos despedimos, ya
casi amanecía. Mónica dijo que ella se quedaba ya que no quería perderse por
nada del mundo el amanecer desde el balcón. Tuve que hacer un esfuerzo para que
no se me cayera la mandíbula allí mismo, delante de todo el mundo: jamás había
visto a una Mónica tan desatada, testigos mediante. Claro, pensé, la kaipiriña
es una bebida traicionera, un efectivo "quitapantaletas". Y los
dejamos allí, preparándose más tragos.
Al día
siguiente, como a las cuatro de la tarde, Mónica me llamó. Me preguntó por
Gabriela y le dije que era un buen prospecto. Asombrada, exclamó: "¿Y no
hicieron nada?"
— ¿Nada cómo qué?
— Nada de nada, tú sabes. Creo que le caíste
bien.
— Es probable, pero la lleve a su casa y nos
despedimos con un besito en la mejilla, como hace todo el mundo la primera
noche que salen juntos.
Ella
mordió el anzuelo.
— No te pongas moralista. No sé qué me paso. Es
un tipo encantador.
— Sí, claro. Yo tuve que salir contigo como diez
veces antes de que me dieras un besito. Con Horacio, tres kaipiriñas y a la
cama.
— Nadie ha hablado de cama.
— De acuerdo, ¿de qué hablaron?
— De nada. El tipo es un degenerado. Y es
incansable. Te dice y te hace tantas cosas. A las seis salimos a ver el
amanecer. Me contó de Maud. Me la describió en detalle.
— ¿De quién?
— De Maud, la de la película.
— Te impresionó eso, ¿no?
— Al comienzo no. Sabía que era una treta,
interesante, pero una treta. Pero al final, sí me interesó. Y mucho.
— ¿A qué hora llegaste a tu casa?
— Estoy llegando. ¿Dónde tenías guardado a este
hombre?
— Cuídate, ¿okey? Horacio es de cuidado.
Un mes
más tarde me volvió a llamar. Después de algunos rodeos, me preguntó:
— ¿Qué tiene, qué es lo que tiene ese Horacio
amigo tuyo?
Entonces
supe que Horacio había hecho lo suyo.
Siempre
sabía cómo entrar y cómo salir. Tenía el don de convertir lo banal en algo
trascendente. Porque Mónica era brutalmente hermosa, pero era simple, hueca,
intranscendente, vacua, fútil, trivial, frívola. Hasta que Horacio la tocó. El
la volvió mujer, la volvió Maud. Y ella se lo creyó. Quizás, por un momento, él
también.
6
En los
últimos años de su vida, Horacio se volvió casi un místico del sexo, como si
fuera la única religión en la que aún podía creer:
Horacio:
"Siempre me parece un milagro el hacerle el amor a una mujer, llegar a
través de su cuerpo a un par de segundos en los que te conviertes en un animal
primitivo y en un dios omnipotente, sentir que puedes todo y, a la vez, no
puedes nada. En esos dos, tres, diez segundos, logras sentirte tan poderoso y
tan indefenso, como si ambas fueran una misma cosa. En ese momento te atreves a
ver los ojos de la muerte, y si tienes el valor de dar un paso más, quizás
logres ver el amor. Todo a través de la piel, de las manos, de los dedos, de
los labios de una mujer. Es como un milagro, como un misterio, como un
enigma..."
7
Horacio
y la mexicana:
Hace
tres años, en enero de 1995, Horacio y yo andábamos de farra por los bares de
Caracas. Eran como las cuatro de la mañana y yo lo único que quería era
regresar a mi casa y tirarme en la cama a dormir la borrachera. Pero
Horacio era incansable. Insistió en buscar un bar abierto hasta que dimos con
uno en el centro de la ciudad.
— Los bares del downtown son los
mejores — me dijo mientras estacionaba
el carro.
— Eso será en Nueva York, Horacio. Aquí lo que
podemos conseguir es una puñalada.
Entramos
a aquel antro poblado de chulos, putas baratas y borrachines insaciables, como
nosotros. Sin embargo, todo era tan sórdido que era posible respirar un tenue
encanto de candidez en aquella taguara. Había dos barras: la de la izquierda
daba al bar, mientras que la otra daba hacia un breve escenario en la que un
organista y un guitarrista acompañaban a una hermosa chica que animaba el lugar
a punta de boleros. Caminamos hacia la barra de la izquierda, la que daba hacia
el bar. Horacio pidió un par de whiskies dobles. Yo no podía ni hablar de lo
pesado que tenía la lengua y los párpados. Él, en cambio, estaba como
resucitado frente al espectáculo que le brindaba la bolerista. Bastaba mirarla
un par de segundos para darse cuenta que su canto iba dedicado a un joven de
unos veinticinco años, apuesto y bien vestido, que estaba sentado prácticamente
frente a ella. Lo acompañaba una mujer delgadita con el pelo pintado de
amarillo que no le daba ni por los tobillos a la cantante.
Ella, la bolerista,
se acercaba al joven de la barra, seguramente su ex— novio o su ex— amante, se
inclinaba sobre él, bebía de su vaso, lo miraba directo a los ojos mientras
cantaba "mío, siempre serás mío, aunque otros brazos te abracen, aunque
otros labios te besen". El tipo le sostenía la mirada y de vez en
cuando le decía cosas al oído a su acompañante, quién, furiosa, no le quitaba
los ojos de encima a la cantante. El tipo era realmente guapo y creo que por
eso la otra tipa, la del pelito amarillo, se lo aguantaba todo mientras la otra
les cantaba.
Sin
apartar los ojos de la bolerista, Horacio me dijo:
— Esos dos que están allí — refiriéndose a la
cantante y al tipo apuesto de la barra — han hecho el amor como verdaderos animales
hace menos de veinticuatro horas. Pero ella debe ser tremenda: el chico está
tratando de escapar de ella pero no tiene ni puta idea de cómo hacerlo. Además
es más torpe que un adolescente torpe: mira el peazo'e vaina que se ha buscado
para darle celos a la cantante.
Yo apenas
si entendía lo que me decía, ya que lo único que quería era dormir. Sin embargo
Horacio hizo algo que me obligó a despabilarme: se levantó de su asiento y
caminó hasta llegar al escenario de la bolerista. Se acercó a ella y le susurro
algo al oído mientras ella, sorprendida, se dejaba arrebatar el micrófono de
las manos:
— Ustedes dos andan en una vaina — les dijo a la cantante y al joven apuesto y
bien vestido— y yo también. Todos aquí
andamos en una vaina, ¿no es así?
Un par de
borrachos respondieron afirmativamente, acompañándose de estruendosos aplausos.
Horacio espero a que hubiera un poco de silencio:
— Damas y caballeros, voy a permitirme cantarles
una pieza dedicada a una mujer que está muy lejos de mí, una mexicana que me
robó el corazón y un par de cosas más. Ella está muy lejos, en Nueva York.
Mañana, a esta misma hora, yo también estaré allí, pero aun así ella seguirá
estando lejos, más allá del alcance de mi mano. Quizás ahora, en este
preciso momento ella esté abriendo sus piernas y mostrándole el cielo a
otro. A su salud. Lo envidio: daría lo que no tengo por estar en la piel de ese
otro hombre, encaramado sobre la mujer que él se goza y que yo amo. Por ellos y
para ellos: "Madrigal".
Y se puso
a cantar, como un borrachín de botiquín barato mientras su cuerpo se contorneaba
al compás de la música como un enamorado sin esperanza. A mí no me había dicho
una sola palabra sobre la tal mexicana, pero se ponía un micrófono en la mano y
le contaba sus intimidades amorosas a más de una veintena de personas a las que
nunca había visto en su puta vida. Lo aplaudieron a rabiar. Se escucharon
peticiones. Aceptó un par de ellas. Yo me animé y pedí otro whisky y le mandé
uno a Horacio. La última pieza la cantó a dúo con la bolerista. La tomó por la
cintura y la apretujo contra su cuerpo. Mientras cantaban, la miraba a los
ojos, a los brazos, a sus senos turgentes y deseosos de escaparse del ajustado
vestido. La chica lo acompañaba y le sonreía, como si se hubiera olvidado
momentáneamente del otro, del tipo guapo de la barra.
Cuando terminaron
la canción, él la arrastró hasta el final del escenario, a un lugar mal
iluminado, pero no lo suficientemente mal iluminado. Allí hablaron no más de
cinco minutos hasta que finalmente la abrazó y la beso. La agarró por el culo y
le metió manos entre las tetas. No estuvo en eso más de treinta segundos
cuando el de la barra los descubrió, se levantó de un solo salto y se enfiló
contra ellos. Fue a ella a quien agarró por el brazo y los separó bruscamente,
mientras la insultaba:
— Puta de mierda, barata, eres una rata, una
cualquiera.
— ¿Y tú? — le respondía ella.
— ¿Tú no ves que me jodiste, que me estás
jodiendo?
— ¿Y tú? — insistía en preguntar la bolerista.
— ¿Y así querías que me casara contigo, puta?
Horacio
agarró al tipo por el brazo y se lo llevó como pudo a una de las mesas. Era
extraño, pero el joven apuesto no parecía molesto con Horacio, como si él no
hubiera sido el que le había estado manoseándole las tetas a su ex— novia. Los
mesoneros le pedían que se retirará y a mí me trajeron la cuenta, rogándome que
abandonáramos el local. Horacio accedió a retirarse, pero antes estuvo hablando
con el tipo por más de veinte minutos. La bolerista se reincorporó a su trabajo
y cantó "¿De qué te sirve tener y tener...?". La mujer de
pelito amarillo continuaba sentada en la barra, solita, esperando
lastimosamente a su hombre.
Horacio
se me acercó y me pidió que lo dejará en el bar. Me dijo que la bolerista
necesitaba compañía y él se la daría.
— ¿Y el tipo que anda con ella? — le pregunté preocupado.
— Ese es un pajuo, no sabe lo que quiere. La
carajita está que se babea por él y el muy imbécil se le presenta con una mujercita
desnutrida. Voy a esperarla y, si me deja, me voy con ella. Total: mañana
estará otra vez revolcándose con su galancito. Pero hoy la pasaremos bien, si
ella se deja.
Me fui y
lo dejé en la puerta del bar. La esperó durante más de dos horas, según me
contó luego. Me confesó que la bolerista tiraba como un ángel, aunque el ángel
era la otra, la mexicana.
8
Horacio y
lo sagrado:
Horacio
tenía una obsesión por lo sagrado. Decía cosas un poco raras, como que la
duda es el camino de la certeza o que la confianza era más sólida que la
verdad: "Todo el mundo pide
garantías, todo el mundo quiere pruebas", me decía, "pero las cosas básicas, las
verdaderamente importantes, no tienen pruebas ni garantías. Mi vida, por
ejemplo, ¿quién puede garantizar que para mañana, a esta misma hora, seguiré
con vida? ¿Quién puede garantizar que amaré eternamente a una mujer? ¿Quién
puede darme pruebas de que tú eres mi amigo?".
Horacio
buscaba lo esencial, lo básico, la osamenta. Pero siempre vivió en lo
superfluo, en lo ambiguo, en lo banal: en la piel…
9
Desde
hacía un tiempo Horacio tenía en mente la idea de montar una especie de bar en
el que se pudiera jugar billar, escuchar música, tomar cerveza fría, tequilas y
comer tacos mexicanos. Quería montarlo en Las Mercedes, en los Palos Grandes o,
de no ser posible allí, en algún lugar de la inhóspita y desértica carretera
entre Coro y Punto Fijo. El lugar lo llamaría "Tequila Sunrise".
Alguna vez me contó de dónde le venía esta idea:
Horacio: En
lugar de meternos en uno de los cinco mil bares que hay en Las Vegas, agarramos
la carretera del desierto, rumbo a Los Ángeles. No fue difícil encontrar
un lugar en el que pudiéramos tomar un trago: "Bay, bay, Brasil".
Bebimos cubalibres y bailamos zamba. Eran casi las dos de la mañana cuando
volvimos a la carretera. No teníamos prisa. Simplemente dejábamos el auto
correr. Jugamos a los forajidos y a los fugitivos, a los contrabandistas, a los
refugiados, a los exiliados políticos y a perdidos en el desierto.
Detuvimos la marcha y nos sentamos sobre el cálido capote del carro (un Mustang
´68 totalmente repotenciado que había alquilado en una especia de club
automotriz en Las Vegas) para mirar la fantasmagórica visión de un tren que
cruzaba el desierto como una gigantesca serpiente luminosa. Estuvimos en
silencio hasta que el tren se perdió en el horizonte casi infinito. Luego nos
quedó la luna y el sonido de las criaturas insomnes.
Nos
paramos en el "Big China" y desayunamos comida cantonesa. El
lugar estaba prácticamente vacío, lo cual es lo más inquietante que puede
ocurrirle a un restaurant, pero la comida resultó excelente. Salimos de allí
casi a las cinco de la mañana.
Volvimos
al auto en silencio. Pero eso no tenía nada que ver con el fastidio ni con el
hastío. Era un silencio de lujo, opcional: ambos sabíamos que podíamos comenzar
a hablar nuevamente de lo que nos diera la gana. Anduvimos un gran trecho así.
Yo manejaba despacio, muy despacio, como si no quisiera llegar nunca a mi
destino. "¿Cuál es la película más hermosa del mundo?", me preguntó
la mexicana sorpresivamente. Sin pensarlo dos veces le respondí: "Pieza
inconclusa para piano mecánico".
— Entonces, debo verla algún día — me dijo. — ¿Y la más triste?
— "El Gran Gatsby".
— De acuerdo. ¿Y la más inquietante?
— "Demage".
— ¿La más amorosa?
— "The Fisher King".
— ¿La más estúpida?
— "Love Story".
— ¿La más cobarde?
— "The touch".
— ¿La más apasionada?
— "Body heat".
— ¿La más bonita?
— "Frankie and
Johnny".
— ¿La más radical?
— "París— Texas".
— ¿La más impactante?
— La misma: "París— Texas".
Volvimos
a nuestro silencio. Ella encendió el reproductor y escuchamos a The doors: "The End". La mejor música para atravesar
cualquier desierto del mundo. Eran casi las diez de la mañana cuando pasamos
frente a un bar a orillas del camino. Nos detuvimos allí. Necesitábamos ir al
baño y tomar algo que nos devolviera a la vigilia. Los carros estacionados
frente a la fachada eran en su mayoría viejos rústicos, un par de pick ups
bañadas de arena y motocicletas de alta cilindrada. Al cerrarse la puerta tras
nosotros, el lugar quedó prácticamente en penumbras, como si se tratara de una
sala cinematográfica o de algún templo para rendir un extravagante culto. No es
que el sitio estuviera repleto, pero había más gente de la que uno pudiera
imaginarse a esa hora, a pesar de que era sábado.
Las
paredes estaban cubiertas con pinturas de escandalosos pero tristísimos
colores, muy a lo mexicano. En una de ellas estaba la figura de la Muerte
cubierta con un poncho multicolor mirando a una mujer de largos cabellos
negros y de hermosos ojos oscuros. Con una de sus manos ella sujetaba su falda,
mientras que con la otra se cubría el rostro. Pero aun así no dejaba de mirar a
la Muerte. El cuerpo de la mujer la rechazaba, pero en su mirada se notaba el
anhelo, el llamado de la invitación. La Muerte, de pie frente a ella, acababa
de arrojar una antorcha que aún humeaba a sus pies. Era como si para poder
tocar a esa mujer hubiera tenido que apagar la luz que le había guiado y le
había permitido encontrarla. A primera vista, era fácil pensar que la Muerte
era el verdugo del escenario. Pero si te detenías en las miradas, en el gesto
de las manos (ella dominando sus faldas, cubriéndose la cara, el descaro de su
mirada, el soberbio desacato de su cabellera; la Muerte apagando su luz, sus
manos vacías, sus ansias por provocar el encuentro), era difícil determinar
quién allí era el verdugo y quién la víctima. Quién mandaba y quien obedecía.
Quién era el perseguido y quien el perseguidor. El cuadro estaba firmado por un
tal Jimmy.
A su lado
había una imagen del desierto. Era una visión cercana, vista a través del ojo
humano. Eso hacía de ese desierto el lugar más solitario del mundo, como si
alguien intentara olvidar en él lo que sabía había perdido para siempre.
El cuadro describía un crepúsculo. Era triste y hermoso a la vez, como si en
ese lugar y en ese momento se conjugaran y se confundieran las fronteras del
olvido y la esperanza.
En la
pared de enfrente había otro cuadro en el que la Muerte (despojada de su poncho
multicolor, toda llena de huesos y de tiras de putrefacta materia orgánica)
aparecía arrodillada frente a la mujer de largos cabellos negros. La
Muerte aferraba con furia sus manos contra las caderas de la mujer,
mientras su lengua debía estar lamiendo con sed milenaria la
cavidad del sexo de ella. Pero la mirada de la mujer evitaba ver el rostro de
la muerte, como si hubiera encontrado en ella el sentido de su vida, pero sin
querer ni poder aceptarlo. La mujer miraba el desierto, tratando de ignorar el
placer que la poseía, tratando de negar la lengua que se la comía, tratando de
encontrar aún una esperanza frente a lo definitivo, a lo inaplazable, a lo
irremplazable.
El último
cuadro, un poco más pequeño que los demás, era el reinado de la Muerte. En
éste, la mujer de largos cabellos negros yacía sobre la arena, con sus piernas
apenas cubiertas por su falda, bajo el dominio del esplendoroso cuerpo de la
Muerte, alzándose erguida y soberbia sobre a los despojos de ella. La Muerte
tenía la actitud, la paradura del triunfador. Pero en su mirada vacía se podía
leer que su triunfo era un fracaso. Su logro, una pérdida. Su acierto, un
desacierto. Parecía comprender que su destino era destruir todo lo que tocaba y
desde allí, su condena a permanecer eternamente solitaria.
Alrededor
de estos murales, todos firmados por Jimmy, los clientes bebían cerveza,
escuchaban música y jugaban pool. Había en el aire un hedor a nicotina
encerrada y a cerveza rancia. Nos acercamos a la barra. Tras ella estaban una
mujer morena de ojos tristísimos y largas trenzas negras (quizás de origen
mexicano) y un gringo de unos treinta años, de pelo rubio largo, atado en la
nuca con un cordel de cuero, lo que le imprimía al rostro un cierto aire de
aristocrática nobleza. Intuí que él era el autor de los cuadros. Lo llamé por
su nombre:
— Jimmy...
Se acercó
con cierta pereza. La mujer, que se llamaba Matilde, apartó su vista de los
vasos que fregaba y nos miró con curiosidad. Una pieza de Madredeus se
dejaba escuchar. Aquel lugar, sin duda, era un lugar insólito.
— ¿Cómo estás? — me preguntó Jimmy mecánicamente, dando por
sentado que nos habíamos visto de antes, ofreciéndonos una lacónica sonrisa.
— Sé bueno y tráenos un par de tequilas,
por favor — le pedí.
— Sólo cerveza — nos aclaró, con la misma pereza con la que se
nos había acercado.
— Entonces dos, muy frías.
Los demás
clientes o jugaban billar o miraban jugar. Había un chico muy joven,
diecisiete, dieciocho años a lo sumo. Y había tipos muy viejos: un indio
(siempre hay un viejo indio en estos bares del oeste) vestido de kaki, rígido
como un maniquí, de pie frente a la mesa más concurrida del lugar. A ninguno de
los dos jugadores de esa mesa parecía molestarle la presencia del indio: al
contrario, parecían jugar para él, para su aprobación. Se colocaban a su
alrededor, bordeándole, esquivándole sin ignorarlo. De vez en cuando el indio
se movía para llevarse a los labios un sorbo de cerveza o para permitir un
mejor tiro a los jugadores.
La mujer
de ojos tristes fue quien nos trajo las cervezas. Nos preguntó:
— ¿Cubanos?
— No. Ella es mexicana. Y yo, venezolano.
— Muy pocos venezolanos vienen por acá. A su
salud — nos dijo, arrimando un par de
vasos colmados de fría cerveza.
Los
demás, los que rodeaban las mesas de billar, parecían estar marcados por la
huella de los verdaderos fugitivos: huían de la soledad, del calor del
desierto, de la luz cegadora del exterior, de la rutina, de la vida que no
querían llevar pero que seguirían llevando. Aquel lugar era como la negación de
todo. Allí continuaba siendo de noche, a pesar de que el sol lo achicharraba
todo afuera. Allí había diversión, a pesar de que sólo había aburrimiento y
fastidio. Había una extraña sensación de libertad, cuando en realidad
sólo había encierro.
Jimmy se
detuvo a fumar un cigarrillo casi frente a nosotros. Contemplaba las mesas del
salón cómo tratando de encontrar en ellas alguna cosa, algún detalle que nunca
antes hubiera visto en su vida. Me pareció que sólo con esa esperanza era
posible vivir en medio del desierto, en medio del encierro de aquel bar. En
realidad, pensé, sólo con esa esperanza es posible vivir en cualquier lugar del
mundo.
— Me gustan tus cuadros — le dije.
— A veces, a mí también—, comentó, sonriendo con
desgano.
— Te gusta la muerte, ¿no? — le pregunté.
— Un poco. Pero más me gusta el amor.
Como arrollado
por una bofetada, volví a mirar sus cuadros y entonces pude comprenderlos mejor:
eran cuadros de amor, de soledades, de sufrimientos insospechados, de triunfos
efímeros y ambiguos. Miré con más atención el de la mujer muerta y la Muerte de
pie, triunfante. Pude distinguir una pequeña mosca agazapada sobre el pezón de
la bella mujer: tanta belleza relegada al disfrute de una mosca, de un insecto
carroñero y nauseabundo. No había conquistadores ni conquistados, sólo dolor. Eran
cuadros de amor y muertes.
Cuando
volví mi atención hacia la barra, Jimmy nos estaba ofreciendo un par de vasitos
de cartón. Contenían tequila.
— Cortesía. No se vende.
Matilde,
la mujer de Jimmy, quizás estaba un poco gorda. Pero sus ojos tristes seguían
siendo hermosos. Ella, en su momento, debió haber sido la mujer de los cuadros.
Miré a mi
acompañante, a la mexicana, y la sentí la mujer más hermosa de la historia del
mundo. Y sentí que su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración,
como un conjuro. Entonces, en ese momento, sentí que sus labios guardaban un
secreto milenario y mortal. Me acerqué a ella, acaricié su pelo, su nuca, toqué
sus mejillas, la comisura de sus labios. ¿Sabes que lo más difícil que hay en
la vida es tocar a una mujer? Pero en ese momento lo hice, muy despacio, y
luego la besé. Entonces supe que su lengua era el comienzo y el final de un
laberinto deliciosamente venenoso.
Salimos
de aquel lugar casi a las doce del mediodía. La volví a besar antes de llegar
al carro, en medio de la luz cegadora del desierto. Palpé todo su cuerpo. Con
mi lengua recorriendo su boca. Con mis manos acariciando sus senos. Con mis
piernas auscultando sus piernas.
Antes de
arrancar el carro me volteé para mirar una vez más el lugar que acabábamos de
abandonar. La fachada estaba pintada de verde, con un tanque de agua color rojo
sobre el techo. Me pareció un camaleón moribundo en medio del desierto. Se
llamaba "Tequila Sunrise". Allí fue donde por primera vez
toqué a la mexicana.
10
Horacio
nunca quiso nombrar a la mexicana por su nombre. En una sola de sus cartas, me
habló de ella:
"...cada
mañana, al despertarme, no puedo evitar pensar en ella, en la mexicana. Hoy,
como de costumbre, lo volví a hacer. Pero hoy descubrí que había olvidado sus
manos. No sus ojos, ni su mirada, ni sus labios, ni su lengua viva en la
caverna de su boca. Todo eso lo llevo vivo en mi memoria. Pero sus manos se me
han olvidado. Sé que esto es solo el comienzo, que tarde o temprano se irán
borrando de mi memoria la textura de su piel, la forma de sus piernas, el olor
de su sexo. Cuando eso ocurra, ya no podrá hacerme daño: la habré olvidado y la
habré perdido. Porque aún me pertenece. Ella me pertenece a través del daño que
aún me provoca. Pero cuando ese dolor desaparezca, la habré abandonado para
siempre. Ya no la podré buscar ni siquiera dentro de mí. ¿Logras entender eso? Me
duele que me deje de doler."
11
Horacio: La verdad siempre está allí, al alcance de tu mano. Es uno quien no
quiere verla. La ocultas, la disfrazas, la transfiguras, la desfiguras, la
enmascaras, la finges, la tapas, la guardas, la pospones, la predispones, la
antepones, la postergas, la transfieres, la callas, la silencias, la
enclaustras. Pero ella, la verdad, siempre está allí. Eres tú, soy yo, somos
nosotros quienes la reinventamos y creemos en lo que no se puede (ni se debe)
creer.
12
Mi última
conversación con Horacio en Nueva York:
Hace tres
meses vi a Horacio por última vez. Ocurrió en Nueva York, donde Horacio vivía
desde hacía poco más de seis años, trabajando para American Airlines.
Hacía casi seis años Horacio había abandonado Aeroméxico la
cual lo había llevado a México, durante más de cinco años. Al parecer, era un
excelente gerente, pero extremadamente conflictivo, demasiado arriesgado para
el gusto conservador de sus superiores. Sin embargo, sus estrategias
funcionaban, sus cambios eran efectivos, sus políticas aumentaban las ganancias
de las empresas. Por eso lo buscaban y lo toleraban.
Lo
encontré, no sé cómo decirlo, preocupado, abrumado. Me recibió en su espaciosa
oficina provista con un gran ventanal que te mostraba gran parte de Manhattan,
como en las películas. Estaba vestido con pantalones grises, camisa azul y una
corbata de dibujos púrpuras y fondo rojo. Estuvo muy amable, pero, ¿cómo decirlo?,
distante, más bien ausente. Me explicó su nuevo proyecto: abrir nuevas rutas
hacia el Tíbet y Bangladesh. Vuelos directos con amplio soporte turístico. Me
mostró la empresa, me presentó a sus ejecutivos, me brindó café y guardó
silencio. Pensé que era el momento de retirarme. Quedamos en ir a cenar.
Cuando
llegué al Aquarius lo encontré sentado en la mesa, solo, tomando
un trago. Lo acompañé con un vodka. Hablamos mucho, prácticamente de todo, pero
era como si no hubiéramos hablado de nada. Seguía transmitiéndome esa sensación
de distancia, de ausentismo casi involuntario. En algún momento me pareció
pertinente preguntar si le ocurría algo. No respondió nada, al menos no de
inmediato, como si estuviera armando su respuesta.
— No sé, tal vez estoy trabajando mucho.
— Ya era hora, ¿no? — bromeé.
— Lo malo es que ya no quiero trabajar. Estoy
harto de la maldita línea aérea, sin embargo estoy trabajando más que nunca, al
estilo de ellos, presentando proyectos, redactando informes, elaborando
estadísticas que me permitan recursos para desarrollar nuevos proyectos que
luego vuelvo a trasformar en reportes y estadísticas para nuevos proyectos. ¡Es
una mierda!
— Tal vez necesitas un descanso.
Volvió a
callar. Por mucho rato. Bebió un sorbo grande de su trago.
— Sí, estoy cansado, muy cansado.
Sabía que
no se refería al trabajo.
— ¿Qué más hay? — le pregunté.
— Hay algo que no cuadra, algo que no tiene
sentido.
Se detuvo
de nuevo, como si algo le impidiera avanzar.
— ¿Qué cosa? — pregunté.
— No lo sé, tal vez es que me estoy poniendo
viejo.
— ¡Por dios, Horacio! Tienes treinta y seis años
— objeté.
— Me estoy poniendo viejo — ratificó. — Y cuando nos ponemos viejos es como si la
verdad saliera a flote. Soy un inútil, un desastre, un desorden absoluto. Nada
de lo que hago tiene sentido. Siempre me he movido por impulsos, como si
tuviera un resorte dentro de mí que me lleva de un lado a otro. Nadie hasta
ahora se ha dado cuenta de que lo que realmente soy: un inútil, un fracaso, un
verdadero perdedor. Un equivocado. Pero siento que ya no podré ocultarlo
por más tiempo. Volveré a renunciar a mi trabajo, comenzaré en otro sitio desde
cero, lo cambiaré todo, haré las cosas a mi modo. Pero eso ya no sorprende a
nadie, ni siquiera a mí mismo. Luego me volveré a aburrir y volveré a comenzar.
Y así con todo. Pronto, muy pronto estaré demasiado viejo para volver a comenzar
esta farsa.
— Para entonces tendrás suficiente dinero para
trabajar por tu cuenta, en lo que quieras.
— No tengo un puto centavo. Lo único que sé hacer
con el dinero es gastarlo.
Volvió a
hundirse en su silencio. Luego dijo:
— ¿Sabías que, a mi edad, mi padre tenía una
familia, cuatro hijos, una casa qué mantener, un lugar al que tenía que
proteger y a donde podía llegar? Él tenía un espacio en el mundo, unos hijos,
una mujer que lo amaba. Era una persona necesaria. En cambio, ¿quién me
necesita a mí? Si yo muriera en este instante, ¿quién me lloraría, quién
realmente me lloraría, digamos, un año después? No pido más. Fracasé. Soy un
fracaso. No tengo nada en las manos. Nada. Yo ya me di cuenta. Pronto los demás
lo notarán y me mandarán al carajo.
— ¿Quieres casarte? — pregunté, sin poder evitar sentir que era la
pregunta más ridícula que podía hacerle. No me respondió. Me sonrió
burlonamente y me dijo:
— Sólo estoy cansado, muy cansado, querido amigo.
Más nada. Y quiero que todo se acabe, pero no sé cómo. Soy como un rompecabezas
con muchas piezas perdidas, y ya no quiero seguir buscándolas. En realidad no
sé dónde buscarlas. Y me aburrí. ¿Recuerdas cuando se mató Julio Arcaya? La
familia se inventó una enfermedad incurable, un cáncer terminal o algo por el
estilo. El tipo estaba más sano que un toro, me lo confesó su médico. Pero la
familia, sobre todo su mujer, debía justificar su suicidio y se inventó lo de
la enfermedad incurable. Yo creo que el tipo se aburrió: visitó los museos que
debía visitar, vio las películas que debía ver, leyó los libros que le urgía
leer, escribió los poemas que tenía que escribir y amó a las mujeres que tuvo
que amar. Comprendió que el resto sería la repetición de lo mismo, pero
degradado, mediatizado, envejecido. Entonces se reventó los sesos de un balazo.
Más nada. Lo pudo todo y, tal vez, se dio cuenta de que no había podido nada.
Busco y, o lo encontró todo, o descubrió que no había nada qué encontrar. Sólo
fachadas. Sólo máscaras. Cosas que se parecen a cosas, pero que en el fondo no
son lo que parecen. Entonces despiertas y todo se desvanece. Y cuando
despiertas de ese sueño no tienes otra salida que matarte.
Sentí
amargura en su voz, en su mirada, en su vida. Me pareció que algo dentro de él
se había roto definitivamente.
— ¿Sabes? — me dijo — . Debe haber algo en mí que funciona
mal para no haber logrado el amor de nadie en estos treinta y seis años de
vida. Es decir, un amor provocado verdaderamente por mí. No el amor de tus
padres o el de tus hermanos: ese es un amor heredado. Me refiero a un
sentimiento que se haya originado verdaderamente por mí. Tal vez sea que no sé
amar y, en consecuencia, nadie me ha amado.
— Y la mexicana, ¿acaso no la amaste?
— No estoy seguro, ahora no estoy seguro. La
mexicana fue un invento, yo me la inventé, yo la creé. Quise ver en ella lo que
ella no era. Quise ver a dios a través de ella, y lo vi. Pero no sé si fui yo
quien quiso verlo o fue ella verdaderamente quien me lo mostró. Hay que estar
inspirado para ver el universo entre las piernas de una mujer. Pero, ¿eres tú
quien estás inspirado o es ella quien te inspira? ¿Quién lo sabe? Cansa mucho
estar inspirado. Amar es tan arduo. Y duele, duele demasiado.
Tomó otro
trago de su vaso y continuó:
— ¿Sabes? Quería ser escritor. Pero me dio miedo
necesitar contar algo y no saber hacerlo. Tal vez hubiera sido un pésimo
escritor, uno muy mediocre, pero hubiera tenido, a lo menos, la satisfacción
del intento. No lo pensé dos veces y me fui al lado contrario, a otro
departamento, a una oficina con aire acondicionado en la que no tuviera que
arriesgar el alma todos los días para poder sobrevivir. Un lugar que me
permitiera vivir, a secas. Y terminé viviendo en un desierto.
Una vez escribí
un relato sobre un hombre que amaba el mar y termina comprando un hotel de mala
muerte en medio de unas montañas secas y estériles, alejándose así de su pasión
por el mar que sospecha sería su perdición. Es decir, ese hombre, el de mi
cuento, se pierde por temor a perderse. Evita vivir junto al mar por temor a
acostumbrarse a su majestuosa belleza. ¿Comprendes? Entonces huye de esa
belleza que lo perturba para contemplarla desde lejos, sólo de vez en cuando,
sin tocarla, creyendo que así nunca perderá el poderoso y mágico poder de
maravillarlo. Es absurdo, pero eso hacemos. Al menos, eso es lo que he hecho
yo. Como si estuviéramos condenados a alejarnos de lo que más amamos para poder
seguir amándolo. Como si nos diera asco amar lo que tocamos, amar lo que
tenemos cerca.
No supe o
no quise entender lo que quería decirme. Quizás lo mismo le pasó a Sabrina.
Hace dos
semanas recibí la noticia de que Horacio se había ahogado. Ocurrió en
México, en Cancún.
Jamás,
definitivamente, me atreveré a llegar a los sitios a los que él se atrevió a
llegar. Jamás.
13
Horacio,
la muerte, el amor:
Muchas
veces en estas dos semanas me he preguntado por qué Horacio escogió México para
morir. En un primer momento pensé que había sido por la mexicana, pero luego
recordé que la mexicana vivía en Nueva York.
Ahora que
las cosas se han definido (la muerte es capaz de definir muchas cosas, más aun
si la muerte es voluntaria (¿qué digo, voluntaria? ¿o necesaria, irremediable,
inaplazable?), me vienen a la memoria conversaciones o fragmentos de cartas que
parecieron intranscendentes en su momento, meras extravagancias de Horacio:
Horacio: Los
mexicanos aprendieron a vivir con la presencia de la muerte. La aceptan como
parte de sus vidas. En el fondo, aspiran a ella. No la evitan, ni la esconden
ni la niegan. La asumen y la entienden. Y por eso le rinden homenaje. Se ríen y
se burlan de la mortal calavera. Y de esa forma conjuran el estremecimiento que
sentimos los demás frente a ella. Todos nos vamos a morir. Es un acto popular
al que todos estamos invitados. Todos, más tarde o más temprano, moriremos en
algún momento. Pero nadie lo dice, como si callándolo pudiéramos evitarlo. Como
si ignorándola pudiéramos burlarla.
Horacio: Tampoco
hablamos del amor. No tenemos cultura de amor. Asumimos que un día viene y se
detiene frente a ti y uno será capaz de reconocerlo y atraparlo. Le tememos más
al amor que a la muerte misma. Porque si la muerte es el fin del dolor, el amor
es el comienzo de todo dolor.
Horacio: Nunca nombramos lo esencial. Preferimos lo seguro a lo esencial.
Preferimos la garantía al riesgo. Somos pragmáticos. Buscamos respuestas y nos
olvidamos de las preguntas. Antes nos batíamos en duelo por una mujer o por una
infamia. Ahora tenemos un abogado a través del cual demandamos y ganamos. Un
abogado que te casa y te divorcia: un administrador y un guardián de tus
afectos, efectos y defectos. Ya no hay cabida para un hombre que atraviesa el
mundo guerreando en cruzadas con tan solo el pañuelo de la dama amada. Una
mujer a quien tal vez no haya besado, ni siquiera tocado su piel. Eran
soñadores, idealistas. Nosotros, en cambio, nos hemos vuelto eficientes: no nos
enamoramos sin antes verificar las bondades sexuales de la elegida. Nos hemos
vuelto excelentes calculadores y precarios apostadores. Pésimos amantes.
Horacio: Hacer el
amor es el medio, no es el fin. Es el camino que te lleva a otro sitio. No es
el llegadero.
¿Qué
buscaba Horacio en los bordes de la piel de una mujer? ¿Acaso la muerte, acaso
el amor? ¿Lo encontró o simplemente descubrió que era una falacia, un invento
de la literatura, un buen tema cinematográfico, una escaramuza hormonal, un
capricho genital, un desacierto de los sentidos, una causa perdida, una máscara
que al quitarla se desvanece en el aire, para siempre ..?
14
Bajo a
comprar cigarrillos. De regreso me detengo en mitad de mi calle, a mirar a
Caracas de cuerpo entero. Aun bajo la oscuridad de la noche, es posible
presentir su anarquismo, su frialdad. Es una ciudad para transitar, no para
vivir en ella. Hay que tener un sitio a donde ir para poder tolerarla y, desde
allí, amarla. Sin embargo, es hermosa. Tiene su gran montaña, cuyo perfil es
enloquecedoramente hermoso en las noches claras de luna llena. Una montaña
sirve para ocultar muchas cosas, para soportar muchas cosas. Me siento
desterrado de esta ciudad: como si ya no tuviera nada qué buscar en ella, como si
ya no tuviéramos nada qué perder en ella.
Horacio
lo supo y se marchó...
15
Trabajó
para Alitalia desde 1983 hasta 1986. Luego se alistó en Aeroméxico,
donde permaneció hasta 1992. De allí pasó a las oficinas de American Airline
en Nueva York.
Nació en
La Habana, aprendió a leer en Miami, creció en Caracas, se educó y trabajó en
Roma y Nezahualcóyotl, conoció las fatigas del amor en Nueva York y murió en
Cancún, el catorce de septiembre de 1998. Un trotamundos. Una especie extinta
de bardo sin poesía. Un saltimbanqui. Un amigo.
16
Ni por
azar ni por esfuerzo: porque hay en tu vientre un recodo al que nunca podré
llegar, por más profundo que te penetre, ni con el frenesí un animal delirante,
ni con el desafuero de un perro enloquecido. Hay un rincón de tus entrañas al
que nunca podré arribar. Un recoveco de tu alma, de tus huesos, de tus sueños y
pesadillas, un borde de tu hambre, de tu miedo, de tu aliento, de tu boca. Un
pliegue de tu piel, una hebra de tu pelo, una carnosidad de tus labios, un
lamento de tus innumerables dolores. Jamás llegaré a esa inclinación de tu
mirada, a ese receso de tus esfuerzos, a esa caricia de tus manos, a esa grieta
de tus murallas. A tu llanto. A tus anhelos. A tu cuerpo. A tus senos pequeños
y fulminantes. Porque me lo niegas todo negándome ese recodo, ese
minúsculo pliegue de tu carne en el que te atrincheras y te ríes de mi
terquedad, de mi empeño por amarte, de mi insistencia por besar esa boca en la
que te presagio sin poder encontrarte nunca, ni por azar ni por esfuerzo…
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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librerías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-9434019 ó 0412-2821956. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones1956@gamil.com