viernes, 27 de junio de 2008

ACUÑA(LO) POR PARTES...

NOTA PRELIMINAR:

En este relato aparecen una serie de notas al pie de página que, lamentablemente, no pueden reproducirse en este blog sino al final del relato. Si el lector tiene paciencia, en cada oportunidad que se tropiece con cada una de estas notas, podrá dirigirse al final de la publicación y leer el contenido de ellas. La otra opción es ser muy memorioso, retenerlas y leer el contenido de todas al final. Yo recomiendo la primera opción. Pero ya sabemos lo que vale las recomendaciones del autor a la hora en que el lector decide leer un trabajo.

Cuando mis colegas se enteraron de mis intenciones de abrir un seminario que versaría sobre la obra literaria de Rosendo Acuña, los más discretos se limitaron a guardar un silencio glacial.

No es secreto para nadie la pasión —o adicción— que sentía Acuña por ver sus escritos en letra impresa. Grafómano impenitente, no dudó en publicar verdaderos adefesios que, inevitablemente, terminaron por oscurecer lo mejor de su obra. Pero esos pocos títulos (me refiero a los mejores), algunos de ellos de brevísima extensión, son verdaderas joyas de la poesía y de la narrativa contemporánea venezolana.

Cuando alguien, como yo ahora, lo menciona, el lector entendido admite sin reparos que los primeros cuentos y poemas de Acuña fueron promisorios y apuntalaban hacia una obra literaria de mayor envergadura que, finalmente, nunca llegó. Es así que lo mejor de su trabajo ha quedado relegado implacablemente a una maestría de novato o a una mera inspiración juvenil. Difiero de ellos: esta apreciación no hace más que delatar la ignorancia del lector en apariencia entendido: Acuña publicó en 1953, a la edad de diecisiete años, su primer libro: "Poemas para nadie"
[1]. Sin lugar a dudas, una obra aguda y exquisita. En 1955 consigue el primer lugar en el concurso de cuentos del Concejo Municipal de Caracas con el relato "¿A dónde miran los ángeles cuando miran al cielo?" Dos años más tarde publica un libro de relatos[2] en el que además del ya mencionado, destacan dos importantes textos narrativos: "Canción de cuna para un diablo enfermo" y "Macuto". Con el primero ("Canción de cuna...") logra, a mi juicio, uno de los puntos climáticos de su obra: un texto de apenas diez páginas que puede ser leído como un relato poético o como un poema narrativo. Cualquiera sea nuestra elección como lectores o como impertinentes taxonomistas, la obra hay que decretarla como un paso obligado dentro de nuestra literatura del siglo XX.

Luego, es cierto, comenzaron a aparecer los libros menores: críticas y reseñas literarias, comentarios cinematográficos y teatrales, una historia interpretativa de la plástica venezolana. Para 1970 ya había publicado tres novelas, cada una de ellas peor que la otra. Pero en 1974 publica un librito de apenas treinta y tres páginas, continente de un largo poema, más bien un monólogo, titulado: "Confesiones a Altuser"
[3]. Era esa la diminuta obra poética para la cual había estado preparándose durante casi veintiún años de torpeza creativa.

Si "Canción de cuna ..." es un niño malcriado que logra conmovernos, irritarnos y avergonzarnos a un mismo tiempo, "Confesiones ..." es un guerrero enardecido que no duda ni por un minuto en levantar su hacha de batalla para decapitarnos de un solo y certero tajo.

En 1986, dos años después de su repentina muerte, aparece "Cantos mercenarios para una mujer de la calle", un conjunto de poemas derrotistas y descentralizadores de los valores materialistas, éticos y afectivos de una sociedad marcada por el consumo mercantilista y la urgencia por el éxito. En ella Acuña nos muestra una mirada resentida ante lo que para él había sido una vida llena de grandes pérdidas, profundas amarguras y eternas privaciones.




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Confieso que no fueron pocas mis reflexiones —muchos más mis temores— antes de atreverme a abrir una cátedra sobre Rosendo Acuña. Primero que nada, no soy una autoridad en literatura venezolana. De hecho todos mis cursos han versado sobre narrativa norteamericana: William Faulkner, Carson McCullers, el incomparable J.D. Sallinger, Truman Capote (uno de ellos exclusivamente sobre "Música para camaleones"), Raymond Carver, William Kennedy, Nathanael West, Scott Fitzgerald o "las maravillosas maquinarias"
[4] narrativas de Donald Barthelme.

Pese a ello, o quizás motivado precisamente por esta irresistible atracción profesional hacia la narrativa norteamericana, fue que llegué a descubrirme como un obcecado lector de la obra de Acuña: descarnada, lacerante, irónica y cínica, cargada más de pretensiones humanas que literarias. Sus protagonistas son seres solitarios y perdedores, personajes abofeteados implacablemente por la noción que insistimos y perseveramos en llamar felicidad. En pocas palabras, seres honrada y legítimamente fracasados y humillados.

Mi segundo paso fue decidirme entre abrir un curso convencional, una lectura dirigida o un seminario. La primera opción me obligaría a un discurso absolutamente académico: exponer información y esperar, pasivamente, intervenciones o preguntas de mis alumnos, sin ninguna garantía de que ello llegara a ocurrir. La lectura dirigida me limitaría a un recorrido hedonístico de su trabajo: yo seleccionaba fragmentos de obras para su lectura en clase y los alumnos escucharían, sin más. El seminario, en cambio, además de permitirme la exposición de un cierto punto de vista sobre una determinada obra, obligaría al estudiante a una investigación y participación continua a lo largo de su evolución. Es decir, el encuentro docente sería un acto dialéctico e interactivo entre el profesor y el aula. Pero, precisamente por ello, los objetivos académicos de un seminario debían estar sustentados sobre bases absolutamente sólidas. De hecho, un estudiante de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello podía cursar cuantos cursos o lecturas dirigidas quisiera (siempre y cuando no sobrepasara su carga académica), pero nunca podría cursar más de un seminario durante un mismo semestre. De hecho, los seminarios son las cátedras con mayor número de créditos.

El primer obstáculo que tuve que solventar fue justificar teóricamente la validez de abrir un seminario sobre un escritor devaluado y poco apreciado como lo es Acuña dentro el medio académico y literario venezolano. Después de muchas vueltas y maromas intelectualosas, encontré un concepto que a la vez de servirme de tesis, la podría usar como título para el seminario: “Rosendo Acuña, literatura incomprendida y subliteratura editada”. Luego se me ocurrió el pequeño ardid de encerrar el título entre signos interrogativos: “Rosendo Acuña, ¿literatura incomprendida o subliteratura editada?”

Al final mordieron el anzuelo: el Consejo Académico aprobó la apertura del Seminario.




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Para mí, la tesis del poeta o narrador juvenil es una tesis errada: creo que, antes que nada, Rosendo Acuña fue más poeta que narrador, y lo fue desde el momento que sus manos escribieron su primer verso, hasta prácticamente el día en que dejó de existir. En el medio hubo mucha basura, es verdad, pero no podemos permitir, como ya dije al principio, que la pestilencia de esa porquería escrita y —por desgracia, publicada— nos arrebate el dulce aroma de su más auténtica poesía.



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Rosendo Acuña nació el 27 de julio de 1936 en la población guariquense de Parapara de Ortiz. El escritor fue hijo de padre desconocido y de una mujer analfabeta que se ganaba la vida como sirvienta doméstica. El mismo Rosendo fue analfabeta hasta la edad de diez años, lo cual podría explicar de alguna forma su concepción del lenguaje como un instrumento utilitario: para él la palabra escrita era una herramienta a su servicio, nunca lo contrario: el escritor esclavo y obediente servidor de la palabra. Apenas dominó la lectura y la escritura, se volvió un lector insaciable. La única referencia a los autores de quienes se alimentó durante estos primeros años de lecturas, la encontramos en una carta enviada a su amigo Ángel Cuevas:


«(...) todo fue casi por accidente. Un poeta me llevaba al otro, como si hubiera caído en un río de aguas turbulentas del que me era imposible escapar. Vicente Huidobro me condujo a Vallejo, de allí salté a Ercasty, Neruda, Ramos Sucre, Eliot, Miguel Hernández, Girondo. No pude tampoco resistirme al encantamiento de Nietzshe ni a las poderosas novelas de Dumas y Dostoievsky ...»
(A Cuevas, 23/1/1968)



A pesar de la buena acogida de "Poemas para nadie", los críticos no lograban hacerla encajar ni como una obra post-romántica, ni modernista, ni surrealista, ni simbólica. Incluso tenían sus reservas para catalogarla como un verdadero poema. Lo mismo ocurrió con los relatos "Canción de cuna para un diablo enfermo" y "Macuto". A pesar de que "Macuto" es un cuento cuidadosamente ubicado en la población guaireña del mismo nombre, con diálogos que delataban por sí mismos la condición social y cultural de sus personajes, con una detallada descripción de escenarios y acciones, sus resultados estaban muy lejos de ser catalogados como meramente costumbristas o criollistas. Acuña jamás se cobijó bajo ninguna tendencia literaria, o tal vez se acogió a muchas, creando su propio ropaje narrativo. De sus posteriores novelas no podemos decir lo mismo: eran relatos realistas, cargados de situaciones extraídas prácticamente del acontecer político nacional con personajes torpemente concebidos, maniqueos, predecibles, incapaces de subyugar al lector.


Son obvias las contradicciones que afloran entre su obra y su vida. Acuña asume la literatura casi como un acto místico, doloroso, profundamente moral y desprovisto de toda vanidad:


«Me gustaría decir, aún bajo pecado de plagio, que para mí la literatura es lo que para Jerome David Sallinger: una religión. Pero no, para mí es un leprocomio: un lugar al que se va a sufrir por OBLIGACIÓN y sólo la muerte nos puede librar de semejante espanto.»
(A Cuevas, 22/10/78)



«He conocido escritores que asumen su oficio con la mítica disciplina de las ocho horas de trabajo diario. Son como cirujanos asumiendo su rutina, sin pedirle a sus manos otra cosa que destreza y exactitud a la hora de amputar un brazo o una pierna. Personalmente, prefiero a los escritores temblorosos y angustiados que a duras penas logran evitar desmayarse cuando ven el chorro de sangre que emana de la vida.

«Admiro y respeto a los escritores que logran ver sus libros como un 'producto a ser vendido' una vez que colocan sus manuscritos en manos de sus editores. Pero si yo hiciera algo semejante, dudaría de la legitimidad de cada una de mis palabras. Seguramente, como siempre, yo sea el equivocado.»
(A Micaela Katz, 14/9/80)

Sin embargo, a pesar de su declarada ‘pureza literaria’, es notoria su especial predilección por académicos, teóricos literarios o escritores a la hora de seleccionar a los amigos con quienes se mantuvo unido durante años a través de una prolífica correspondencia. A Ángel Cuevas y a Micaela Katz los conoce en septiembre de 1966 durante el coloquio "Literatura política o compromiso social" organizado por la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela
[5]. Katz, en representación de la Universidad de California, venía con una ponencia sobre poesía chicana, mientras que el teórico mexicano Cuevas habló sobre la “Literatura Urgente”, una tesis que lo había paseado por toda Latinoamérica y con la que sostenía la validez y vigencia del panfleto literario, del graffiti y del relato testimonial como vehículos expresivos de los nuevos sentimientos que embargaban el alma de los pueblos.

A Javier Luque, escritor judío de origen cubano, lo había conocido un par de años antes (1964), en la Habana, durante un congreso literario organizado por Casa de las Américas. Allí conoció también al entonces aclamado autor de "Memorias del Subdesarrollo": Edmundo Desnoes, uno de sus novelistas preferidos. Acuña llevaba bajo el brazo su segunda novela: "Tierra de Sangre"
[6], un híbrido periodístico-novelado sobre la guerrilla y el fracaso de la Reforma Agraria venezolana, auspiciada por el entonces presidente venezolano Rómulo Betancourt.

Tanto con Luque, Katz y Cuevas mantiene una larga conversación literaria durante poco más de veinte años, sin embargo, es con Luque con quien asume un tono más personal e íntimo:

«No entiendo tu fascinación por "Canción de cuna para un diablo enfermo", pero confieso que me halagas a rabiar. "¿Una delicada mueca a medio camino entre la sonrisa y el escupitajo?", me escribes. ¿Me endosas la fría soledad del emperador Adriano en las catastróficas llanuras del Escamandro? ¿Me hablas de los upanishads sánscritos? ¿A dónde pretendes llevarme? ¿Qué, no te basta con decir que es un texto muy triste? ¿No te basta confesarme que te ha hecho llorar e irritar a un mismo tiempo? No, no intentes confundirme, amigo mío...

«"Macuto" no es más que un texta-mento prematuramente escrito. No hay en ese relato la más mínima intención de acercarme a un sentimiento sagrado, ni siquiera religioso. Es, sin más, un cuento de putas... Hay tristeza en él, y mucha, mucha soledad. Pero eso, tú lo sabes, no es suficiente para convocar a lo sagrado...»

«"¿A dónde miran los ángeles cuando miran al cielo?" es sólo un sueño, Luque. Más nada. Un deseo incumplido de buscar y no encontrar. La dura ley del que pregunta y no obtiene respuestas. Es simplemente un cuento sobre el amor. ¿Por qué nadie logra leerlo de esa forma?»
(A Luque, 25/11/65)

En relación a "Canción de cuna para un diablo enfermo", esto es lo que le escribe a la profesora Katz:

«¿Qué más cree usted que me hubiera gustado hacer que mancillar el nombre de Dios? No pude más que mentarlo, y luego, injuriarlo. Es decir: blasfemar. Eso lo hace cualquier español al "cagarse en la virgen" por lo menos diez veces al día. No me dé méritos que no merezco ni merecen mis escritos»
(A Katz, 12/7/68).



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Alexandra Guanipa, una de las cursantes del seminario, se presentó una noche con un retrato fotocopiado de Rosendo Acuña. Debió ser tomado cuando el poeta tenía unos cuarenta años de edad. Confieso que no conocía este documento. Uno a uno fuimos mirando en silencio la fotografía de un hombre mestizo, gordo, calvo, en mangas de camisa. Parecía más un camionero que un escritor. Sus ojos pequeños y rasgados no transmitían inteligencia, al contrario. Al final de la clase Alexandra me obsequió la fotocopia con la imagen de Acuña.



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En febrero de 1972 su única hija, Victoria, cae gravemente enferma a consecuencia de una meningitis bacteriana, resistente a casi todos los antibióticos conocidos para la época. Cuando la infección fue clínicamente contenida, el daño era irreparable: Victoria podría, con ayuda, apenas caminar. Había perdido totalmente el control de su motricidad, incluso para la micción y la defecación: se había vuelto como una bebé de meses a la que habría que asear y alimentar hasta el último día de su vida.

En una carta a su amigo Luque encontramos lo siguiente:


«No, no la amo. Como tampoco amamos las tumbas donde yacen nuestros muertos: tal vez veneremos esas cárcavas, tal vez las conmemoremos con flores cada vez que nos acercamos a ellas, pero sería una infamia y una hipocresía decir que amamos ese pedazo de tierra que se ha tragado a las personas a quienes más hemos profesado tanto amor. Y eso es mi hija: una tumba que persiste en respirar, mear y cagar».
(A Luque, 20/12/1972)


Dos años más tarde (1974) Victoria muere a la edad de diecinueve años.



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Mónica Bastidas, otra de las cursantes, intervino una semana después de haber visto la fotografía de Acuña:

— Es deprimente, profesor. Todo es deprimente en este hombre: su vida, sus poemas, sus cuentos, su aspecto físico. En la foto que vimos, se ve sucio, feo, con la cara grasosa. ¿Cómo podía ser la vida de un hombre así? ¿Quién podría compartir con él el amor? Era un fracasado en todos los sentidos. Tiene una hija y se le muere. Escribe y publica como un loco, pero nadie lo reconoce como escritor. No tiene criterio para discernir lo bueno de lo malo entre todo lo que crea. Tampoco supo aceptar que lo que tenía que decir ya lo había dicho en sus primeros cuentos y que debía tener la decencia de quedarse callado para siempre.

Tomás Fonseca llegó a afirmar que “ese tipo (Acuña) no era capaz de comprender verdaderamente lo que escribía, que era como esos locos parlanchines que un buen día dicen una idea genial, pero hasta allí. No dejan de ser locos por eso, ni tampoco son genios por ello”

— Me leí su segunda novela, “Alma Roja”
[7]—continuó Fonseca—, y es una bazofia. Eso no tiene ni pies ni cabeza: para contar la vida y penurias de un campesino apureño, Acuña estructura un tratado social trotskista, un canto al comunismo, una oda al Che Guevara, pero aderezadas con teorías religiosas orientales en las que habla del Nirvana, de Buda, de Soroastro. Lanza vomitonas filosóficas dignas de un Cioran trasnochado. Mete poemas suyos, obras de teatro, usa párrafos de varias páginas de longitud omitiendo cualquier tipo de signos de puntuación, como si quisiera ser muy vanguardista. Se ve que el tipo se metió una sobredosis de biblioteca e, indigestado, salió por allí a expeler lo que no pudo digerir.

Esa noche fue casi imposible no hablar de Poe, Baudelaire y Bukowski. Nos paseamos por esa orilla habitada por escritores malditos en el sentido literal del término, escritores cuyas palabras emanaban como un pus que, sin lograr sanar la herida, al menos la liberaban de sus más despiadadas presiones.

Yo escuchaba a mis alumnos intervenir a favor o en contra de Acuña, pero tanto los unos como los otros lo hacían con una mueca de asco y de desprecio en sus palabras o en el tono en que las decían. Estábamos diseccionando a un hombre que alguna vez estuvo vivo y que alguna vez escribió. Ahora abríamos sus libros para subrayar con marcador amarillo las pocas palabras que de alguna forma nos tocaban o atacaban. Éramos como un puñado de arqueólogos desenterrando una momia sin que sus manos agarrotadas, su boca petrificada o sus ojos cerrados y resecos fueran evidencia suficiente para reconocerla (a la momia, digo) como a uno de los nuestros, como a un ser que alguna vez fue un humano.

El dolor de la literatura de Acuña parecía brotar de su propia vida. Pero lo que no lográbamos ver ni aceptar era que el dolor de su vida, era el mismo que el nuestro. Sus fracasos y sus desencuentros no eran ni peores ni más significativos que los nuestros, sólo que era más fácil decretar que él, el que señalaba la ruta equivocada, era el equivocado.

Le indiqué a Mónica Bastidas y al resto del seminario que estábamos pasando por alto dos obras que jamás hubieran sido escritas si, tal como había dictaminado lapidariamente la señorita Bastidas, Acuña hubiera asumido que ya no tenía nada más que escribir: "Confesiones a Altuser" y "Cantos mercenarios para una mujer de la calle".




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«Vivimos, y no nos da vergüenza decirlo, en el siglo más tonto de la historia de la humanidad. Digo tonto por no decir mediocre, carroñero, rapiñero, depredador. Nos alimentamos del saqueo, del hurto y de la invasión de lo que en el pasado fueron verdaderas civilizaciones. Como niños, hemos caído en el fatuo engaño de creer a ojos cerrados que la solución es la única salida al problema. Esa errada fe nos ha hecho arrogantes y vanidosos. Y hemos olvidado lo esencial: nuestro trágico sino. Y al olvidarlo, al pretender ocultarlo bajo el breve entusiasmo de que somos finalmente los dueños de nuestro destino, hemos narcotizado la conciencia de que tarde o temprano moriremos, para regresar a la nada de la que un día nacimos. De rodillas o de pie, jóvenes o viejos, en la alegría o en la desgracia, siempre moriremos. Esa capacidad de poder elegir aún ante lo que es inevitable —es decir, ante la muerte— es la génesis de la libertad, el único privilegio que nos hace diferentes de un tigre o de una bacteria. Sólo a partir de esa conciencia vertiginosa de muerte y libertad, es posible, sólo posible, concebir al amor. Y sólo el amor puede hacernos más humanos.

(A Luque, 25-11-74)

En esas breves treinta y tres páginas sobre las que florece el poema “Confesiones a Altuser”, Acuña se desmantela a sí mismo, y con él, a todos nosotros, las soberbias criaturas que nacimos para alimentar a la más mediocre de todas las culturas que la humanidad haya vivido (sic). Un hombre de edad indefinida se inclina en mitad del camino y con palabras limpias y precisas, se confiesa. Por momentos pensamos que Altuser es Dios, o una amante secreta y nunca olvidada, o la cercana presencia de la muerte (“tú, que todo lo puedes, no puedes hacer nada para evitarme”). En otras páginas de las confesiones encontramos a un hombre solo y temeroso, escarbando con sus uñas las murallas del confín más solitario del universo, lugar donde ya no se puede creer ni en los dioses, mucho menos en los hombres, menos aún en el amor, menos que menos en la vida. Su inútil gesto de escarbar es, ¿acaso?, un testimonio de su huida o una demostración de su terca e infantil necesidad de seguir buscando: “lo peor es que sé que más allá, tampoco hay nada...”

“... sólo soy un glotón, un acaudalado y miserable comedor de pecados”.

Así terminan sus confesiones...





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En 1977 Acuña abandona Caracas. Sin éxito intenta radicarse en Maracaibo. De allí se va a Mérida, donde logra establecerse como taxista. Lleva una vida monástica, consiguiendo apenas lo necesario para comer y pagar la renta de una modesta casita. Su nuevo oficio le permite dedicarse a sus dos viejas pasiones: la lectura y la bebida. Por algunas cartas deducimos que su actividad literaria en esta época fue muy intensa:

«... estoy escribiendo una novela donde pongo en práctica mi tesis de que el hombre es un ser solitario por naturaleza, y gregario por cobardía. Todas sus relaciones y funciones sociales han fracasado porque son falsas e hipócritas. El matrimonio, la paternidad, el amor, todo es un fracaso. Por encima de ellos se alzan los amantes. Y lo logran gracias a que ellos son fragmentarios e imprecisos, volátiles y breves. Pero desde el primer momento en que buscan la permanencia el uno al lado del otro, se pierden. El amor sólo es posible cuando asume su propia naturaleza solitaria e incompartible con nadie. Es una experiencia personal en donde el otro no es más que un objeto de veneración».
(A Cuevas, 2/8/77)

Hay un párrafo de otra carta enviada a Luque unos meses más tarde, donde manifiesta una repentina conciencia sobre la calidad de su escritura:

«¿Sabes cuantos libros escribió el poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios, a quien todos conocemos mejor como Almafuerte? Dos libros, Javier. Sólo eso le ha bastado para ser recibido en la corte de los inmortales. En cambio, yo escribo sin parar y hasta quedarme sin aliento, pero es como si nunca hubiera escrito nada. Ya ni siquiera creo que seré un autor póstumo, como Góngora o Kafka...»
(A Luque, 6/6/78)


A la hora de su muerte, nunca se encontraron rastros de sus últimos trabajos. Así lo dice Laura Díaz en carta dirigida a Javier Luque, fechada el tres de enero de 1985:

«(...) no sólo tengo referencias de las que usted me nombra, sino de otras novelas y otros muchos cuentos y poemas en los que dijo haber estado trabajando, pero que nunca me dejó leer. Cada día se volvía más receloso con sus escritos y no quería mostrarlos hasta que no estuvieran totalmente terminados. Sin embargo, poco o nada hacía para corregir lo que escribía. Su mesa estaba llena de papeles y cuadernos, pero era muy poco lo que llegaba a su maquina de escribir.

«Me temo que lo que escribía era muy malo y él mismo decidió destruirlo. No crea que se lo digo de mala fe. No. Fíjese usted, cuando terminó de escribir “Cantos mercenarios para una mujer de la calle", me lo mostró al instante, con las palabras escritas de su puño y letra. Y cuando lo pasó a máquina, apenas si cambio tres o cuatro cositas, nada sustancial. Sabía que era bueno, y lo mostraba. Por eso digo que los otros trabajos debieron ser muy poca cosa y quizás por faltarles calidad, los destruyó».




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Estudiante de Letras en la Universidad de Los Andes, Laura Díaz contaba con dieciocho años de edad cuando conoció a Rosendo Acuña en Mérida. Se había enterado de su presencia en la ciudad y lo buscó hasta dar con él. Para finales de ese mismo año (1979), Laura se había ido a vivir con Acuña.

«Tiene dieciocho años y no necesita ser bonita: le basta su edad y su gracia, con lo cual no quiero decir que sea una mujer (o una niña -adelantándome a tus predecibles comentarios-) fea. Es ceremoniosa y cree en los rituales: bañarse a diario, tender la cama por las mañanas, colocar la ropa sucia en su sitio, adornar con una cayena algún rincón de la habitación, servir la mesa (aunque sea para comer hallaquitas con mantequilla y guarapo endulzado con papelón) o decir cosas lindas y esperanzadoras después de hacer el amor. Pero quizás lo más importante de ella es que es alegre, legítimamente alegre: sonríe a cada momento y se ríe de mis manías y mis achaques con una risa estruendosa y cristalina, como un manantial joven y travieso».
(A Luque, 24/10/79)


«Estos meses han sido los más felices de mi vida, y me asusto: como la alegría de los tísicos, quizás esta sea para mí una felicidad postrera. Me asusto no por el fin de mi vida, sino porque este postre me sepa a poco, por haber llegado demasiado tarde a mi mesa, casi a la hora de rendir mis cuentas.

«La chiquilla quiere ser narradora, pero sólo de cuentos. No le interesa la novela y apenas si lee poesía: Kavafi, un par de versos de Antonio Machado, "Derrota" de Rafael Cadenas, el Capítulo 7 de la “Rayuela” de Cortázar (al que ella misma clasifica con seriedad académica como poesía) y "Anotaciones de otoño", de Julio Miranda. Más nada. Con una ternura infinita de su parte, su breve lista la remata con mi cuento (para ella un poema) "Canción de cuna para un diablo enfermo".

(A Luque 15-02-80):




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Acuña no logró publicar en vida "Cantos mercenarios para una mujer de la calle". Su lamentable prestigio lo antecedía a todas partes. Los pocos que recordaban su nombre, no lo consideraban otra cosa que un borrachín empecinado en escribir cuentos, novelas y poemas impublicables. La aparición de "Confesiones a Altuser", casi diez años antes, había sido una edición prácticamente clandestina de apenas quinientos ejemplares. Quizás algún funcionario cultural lo había mandado a la imprenta más por lástima que por convicción. Los pocos ejemplares que hoy se consiguen de ese texto se encuentran únicamente en la Biblioteca Nacional.




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A mediados de 1983 Laura y Acuña se separan, pero continúan estrechamente vinculados hasta su muerte. En una de las últimas cartas a Luque, cuando ya Acuña estaba atacado por el cáncer, le escribe:

«Hoy más que nunca la pobreza me abruma. Las satisfacciones elementales de los hombres más pobres se me presentan como lujos exquisitos: una mujer, un hogar, unos hijos, una salida al cine, ir a cenar pollo en brasas de vez en cuando. Poder excederme y comprar un libro sin la conciencia de que mi presupuesto mensual se irá a la basura, todo eso es casi un sueño para mí.

«Sé que la muerte me acecha: me he caído desmayado en tres ocasiones: una de ellas dando clases de ortografía en una academia para secretarias, otra en la calle, la tercera en mi casa. Laura me encontró tirado en el piso de la cocina. Me daba por muerto, así de débil sería mi respiración. Me desperté entre sus sollozos. Fue una alegría doble: revivir, la primera de ellas; la segunda: saborear aunque fuera unas migajas de ese viejo amor que aún late por mí en el corazón de Laura, mi chiquilla.

«Laura me visita todas las mañanas y me llama por teléfono en las noches. Hablamos poco. Todo es tan extraño: cuando la conocí, pensé que su misión en mi vida era brindarme un poco de felicidad. Me equivoqué: su verdadera tarea es visitar cada mañana mi casita para verificar que aún sigo con vida. Ella se encargará de mis trámites mortuorios. De no ser por ella, sé que depositarían mi cadáver un una fosa anónima, una tumba para indigentes, un sepulcro sin nombres. Morimos cuando somos olvidados, Javier: y a mí, en vida, ya nadie me recuerda. Soy un hombre muerto que camina. Algo menos, gracias a Laura.

«Ahora, con la muerte tocando a mi puerta, se me antoja un poco más de vida. Cada día que vivo, lo pienso el último. Y como no soy ni nunca he sido un hombre sabio, esa conciencia me hunde en la más extrema innocuidad. No soy más que un ser decrépito esperando, con el cuello obedientemente extendido, el golpe final del verdugo.
R. Acuña.»
(A Luque, 28/6/84)

El veintiocho de diciembre de 1984, día de los Santos Inocentes, Rosendo Acuña muere en el Hospital Central de Mérida.



*

En un estricto sentido académico, consideré que el seminario había sido un éxito: hubo polémica, opiniones encontradas, investigaciones particulares que arrojaron documentos poco conocidos (como la foto de Rosendo Acuña, o el prólogo del Dr. Alonso Almeida a la segunda edición del libro de cuentos "¿A dónde miran los ángeles cuando miran al cielo?") Si bien no podría vanagloriarme de haber logrado la reivindicación de la obra de Acuña ante mi alumnado, al menos conseguí que sus textos fueran leídos una vez más, quizás desde un punto de vista más amplio.

Sin embargo, no podía librarme de la sensación personal de que todo el seminario había resultado un estruendoso fracaso, que había equivocado de plano la perspectiva desde la cual he debido afrontar la vida y la obra de Acuña. El patrón usado había sido superficial y errado.

Sobre el escritorio de mi cubículo tenía un envejecido ejemplar de “Poemas para nadie”, su obra iniciática. Había un reto y una provocación en ese título, una advertencia de que sólo debía ser leído por unos pocos elegidos, o quizás por ninguno. Me preguntaba sobre las cosas que Acuña había escrito y destruido durante los años que antecedieron su muerte. ¿Serían realmente malos y merecían ser extirpados? ¿O habría entre ellas alguna página o quizás alguna frase lo suficientemente buena como para justificar el resto del conjunto? Desde la cómoda silla de mi escritorio comprendí que la mejor manera de acercarse a Rosendo Acuña era no acercarse a él de ninguna forma.



NOTAS DE PIE DE PÁGINA:
[1]"Poemas para nadie". Palacios & Pumar Editores. Caracas, Venezuela. 1953.
[2]"Macuto y otros relatos acuáticos". Fundacultura. Caracas, Venezuela. 1957.
[3]"Confesiones a Altuser". Ediciones Concejo Municipal del Distrito Federal, Caracas, Venezuela. 1974.
[4] Según el crítico literario Peter S. Prescott.
[5] En misiva escrita a Luque en diciembre de 1963:
«¿No te parece irónico que sea una Escuela de Sociología la que haya convocado a los escritores que consideramos nuestro oficio como un acto profundamente comprometido con los destinos del hombre nuevo latinoamericano? Mientras esto ocurre, la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela se desvela, entre buenos vinos y sabrosos canapés, por leer a Homero, a Proust, a Jorge Luis Borges y a Joyce. Nosotros mismos, los venezolanos, hemos hecho de la literatura un asunto de señoritas».
[6] "Tierra de Sangre", Editorial Cienfuegos, La Habana, Cuba. 1963.
[7] Ediciones Siglo XX. Gobernación Estado Apure. 1968.

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