miércoles, 19 de agosto de 2009

HASTA HOY...





Tras el estriado cristal de la ventanilla puedo ver el verde-azulado del mar de Puerto Cabello. Gran parte de los pasajeros llevan atuendos playeros. El aire está cargado de un tenue aroma a sa
litre y a aceites bronceadores. Un hombre viejo con sombrero de cogollo se sienta a mi lado. Coloca entre sus piernas un saco cargado de yuca. Quizás éste sea el único pasajero asiduo y legítimo de este tren. Los demás lo usan solamente para venir a la playa los fines de semana y otros, como yo ahora, por razones excepcionales. Un par de chicas veinteañeras se han sentado en el asiento diagonal al mío, de espaldas a la trayectoria que en breve (eso espero) el tren dará inicio.

El destartalado vagón aún conserva algo de su pretérita elegancia de primera clase. Hoy día su selecto estatus está totalmente devaluado. Todos los boletos cuestan lo mismo, así que el vagón de primera clase está destinado para los que lleguen primero. Igual todo el tren se está cayendo a pedazos. Los asientos tapizados con cuero rojo, de altos espaldares y cabeceras acolchadas, hace años que están rotos aquí y allá. Una gruesa y compacta capa de mugre barniza la madera del piso y las paredes de los pasillos. Los vidrios de las ventanillas están cruzados por rayas y fisuras como consecuencia de años de exposición a las ramas de los árboles y piedrecillas del camino. Algunos cristales están rotos o, simplemente, ya no existen.

Aún con las puertas abiertas el tren ha comenzado moverse. Una vez fuera de la estación, lo primero que veo es el cementerio de Puerto Cabello. Un poco más allá, la avenida intercomunal y, al fondo, los muelles y los cargueros fondeados. Miro la hora y son las tres y cincuenta de la tarde. Mi vuelo saldrá a las once de la noche. Si contamos las cuatro horas de trayecto ferroviario, debería estar en el aeropuerto de Barquisimeto a las nueve de la noche. Por carretera hubiera llegado antes, pero he querido evitar las alcabalas del camino.

El viejo a mi lado ha comenzado a cabecear. Las muchachas hablan entre sí. Una de ellas, mientras escucha a su compañera, me mira fijamente. Tiene ojos lindos, de color aceituna y forma oblicua, como los de una gata. Un grupo de hombres jóvenes fuman cerca de la puerta del vagón. Conversan animadamente sobre los resultados de un partido de béisbol mientras lanzan descaradas miradas al par de chicas. En el asiento paralelo al mío, una mujer amamanta a su pequeño bebé cubriéndose el pecho con una toalla descolorida.

Me concentro en el rostro de la bonita muchacha que de vez en cuando continúa dedicándome inquietantes miradas. Su cara tiene una expresión apasionada. El sol de la tarde entra por las ventanillas bañando con luz dorada sus brazos y piernas. No lleva maquillaje y, así, su belleza se exhibe con crudeza, dejando al descubierto algunas pequeñas marcas sobre su amplia frente. Aún así, por más desnuda que se me presente su persona, no podría adivinar absolutamente nada sobre su verdadera naturaleza. No sé si es una chica buena o mala. No sé si es inteligente o de cerrado entendimiento. No sé si es culta, informada o simplemente una desaguisada ignorante. Podría ser una oficinista bancaria, pero también podría ser una ramera. Sus manos arregladitas y de uñas bien pintadas, apenas me dicen que es una persona atenta a su aspecto. Tampoco me dicen nada las caras de los hombres que fuman alrededor de la puerta (¿serán obreros, acaso policías?), ni la de la mujer que sigue amamantando a su hijo ni la del viejo que dormita a mi lado.

Tampoco mi cara les dice nada a ellos. Me miran y ni siquiera sospechan que acabo de cometer un homicidio. O peor aún, he sido cómplice y testigo de un asesinato.

Había trabajado para monsieur Philippe Perrault desde que tenía diecisiete años de edad. Perrault era un viejo dedicado a la importación de champaña francesa y a la exportación de cacao en polvo. Vivía en las colinas de Altamira, una montaña al sur de Puerto Cabello en la cual se había instalado a comienzos del siglo XX una selecta y muy adinerada colonia francesa. Con el surgimiento de la actividad petrolera en los años treinta, la economía del puerto se contrajo aparatosamente, obligando a los galos a buscar otros destinos para sus negocios. Muchas de las catorce casas palaciegas que conformaban el asentamiento permanecieron deshabitadas durante años. A comienzo de los cincuenta Philippe Perrault adquirió a muy buen precio una de estas elegantes pero ruinosas mansiones. Recomendado por mi madre (que era su cocinera y encargada de la limpieza de la casa de Perrault) hace poco más de cinco años fui contratado como su asistente personal, lo cual me ha obligado desde escribir sus cartas, organizar sus archivos y hasta alimentarlo en su cama o bañarlo como a un bebé cuando caía enfermo. Jamás lamenté ni renegué de mis obligaciones, no así del endemoniado genio e insaciable avaricia del anciano. A los pocos meses de haber sido empleado suyo, mi madre murió súbitamente de un infarto cardíaco. Perrault asumió los gastos médicos y funerarios, lo cual me ató durante tres años a su servicio sin verle la cara a un sólo bolívar como salario por mis servicios. Según él, mi deuda aún no estaba saldada. Y como no conocía el monto adeudado, mal podía saber cual era el saldo que aún debía honrar. Hace poco menos de dos años, mientras le servía la cena, me informó que yo ya había logrado pagar la totalidad de su préstamo. A partir de ese momento yo esperaba comenzar a recibir nuevamente mi salario, pero me equivoqué. El viejo alegaba que dado que mis necesidades de comida y techo estaban resueltas, él retendría mi paga como una forma de ahorro para mí y que cuando yo necesitase algo, pues, él me entregaría la suma requerida. El caso fue que hasta para comprar una camisa yo debía recurrir a él, quien, además, se tomaba la libertad de opinar sobre el precio de la prenda, entregándome únicamente el dinero que él consideraba suficiente para la compra.

Lo que más me molestaba no era el cerco económico al que me había sometido, sino sus agresiones verbales y físicas. Cuando algo no era de su agrado no dudaba en asestarme sendos palmetazos sobre mi nuca llamándome, sin más, imbécil, tarado o cretino. Pero lo que realmente me resultaba intolerable era cuando intentaba golpearme con su bastón. Gracias a mis oportunos saltos había logrado salir ileso de estos ataques, pero aún así, no había forma de saltarme la humillación que me causaba ver esa estaca surcando el aire tratando de alcanzar mi cabeza.

¿Por qué no escapé de esa absurda esclavitud ni de esta permanente humillación? Antes que nada, porque no sabía a donde ir. Apartando a mi difunta madre, no tengo más familia en el mundo. Tampoco tenía dinero y, para colmo, carecía de un oficio definido. En casa de Perrault era jardinero, enfermero, cocinero, chofer, archivador y contable. Además, había aprendido a leer y escribir en francés. Pero fuera de esas paredes, no era nadie.

Pero hace exactamente una semana recibí una llamada telefónica liberadora. Era Jean-Claude, el hijo mayor de monsieur Philippe. Me reuní con él y Gérard (el hijo menor del viejo) en un roñoso restauran árabe del puerto. Como siempre, ambos andaban malencarados, con la barba de varios días sobre sus mejillas y ojeras que delataban noches de mal sueño. Igual que los recordaba, ese día también apestaban. Hacía más de dos años que habían huido a la isla de Martinica. Fueron a parar allí luego de que ambos hermanos fingieron un secuestro para sacarle unos reales al avaro padre. Sin embargo, Philippe Perrault se negó desde el primer momento a pagar ni un sólo bolívar a los supuestos raptores. Al final la policía descubrió la farsa y, para evitar la cárcel, ambos hombres huyeron del país.

Ahora regresaban y tenían un plan:

— Vamos a matar al viejo. ¿Tú que dices?
— Por mí, hagan lo que les venga en gana.
— Necesitamos tu ayuda. Manda a la cocinera para su casa y quédate solo con el viejo. Entonces nos presentaremos y lo matamos. Necesitamos además que averigües dónde guarda el dinero en efectivo. Tendrás tu parte en el botín, por supuesto.
— Sé donde guarda la plata, pero ignoro la combinación de la caja fuerte.
— ¿Y hay dinero?
— Debe haber unos treinta mil dólares. Quizás más.
— Suficiente. Y no te preocupes por la combinación: yo haré que el viejo me la dé.

Esta ha sido la semana más larga de mi vida. La piel del viejo Perrault olía a naftalina. Era un olor penetrante que no se le quitaba ni con el baño ni con las costosas colonias que se vaciaba encima. Esta semana he sentido que ese olor atravesaba su ropa, su saco y se levantaba desde cualquier lugar que el viejo estuviera para perseguirme por cada rincón de la casa. Verlo comer se me volvió una obligación intolerable. Aún para tragarse la espesa avena que cada noche le preparaba, el decrépito anciano debía masticarla incansablemente, chasqueando y entreabriendo la boca con cada movimiento de mandíbula, dejando a la vista la viscosa pasta blanca. Su voz nasal se me hizo más estridente y desafinada que de costumbre. Y todas sus órdenes las veía marcadas por el capricho y el antojo. Hubo momentos durante estos últimos días en que sentí tal odio y desprecio por el maldito viejo que más de una vez estuve a punto de abalanzármele encima y adelantarme así a la sorpresa que sus hijos le tenían preparada.

Hoy sábado en la mañana mandé a Guadalupe, la cocinera, para su casa. Alertados por mí, a los pocos minutos se aparecieron los hermanos Perrault. Una vez en el interior de la casa, los tres subimos las escaleras. Mientras ascendíamos, Jean-Claude y Gérard sacaron a relucir una pistola y un formidable puñal de cacería.

Entramos al estudio del viejo sin tocar a la puerta. Al ver a sus hijos armados, Philippe dejó sobre el escritorio el bolígrafo, se quitó sus lentes de lectura y, mirando fijamente a los dos hombres, les pregunto:

— Y ahora, ¿qué es lo que quieren, malparidos?
— Ya vas a ver lo que queremos, viejo cabrón.

Le confesaron que venían a matarlo y, de paso, a llevarse cualquier cosa que consideraran de valor. Pero aún en el caso de que no hubiera nada para llevarse, igual lo matarían. Philippe los retó a que, entonces, le mataran, ya que en la casa no había nada de valor, y si lo hubiera, no se los entregaría.

Así pasaron varios segundos, mirándose a los ojos los unos a los otros, como midiéndose. Fue entonces cuando el viejo giró levemente la cabeza y me lanzó una mirada de soslayo. Allí comprendió que yo estaba con ellos. Su rostro palideció de rabia.

Gérard quería acción y no perdió oportunidad para demostrarle al anciano padre que estaban hablando en serio. Se acercó a él, lo tomó por la mano, la colocó sobre el escritorio de madera y, allí mismo, se la atravesó con el puñal. El viejo lanzó un chillido estremecedor.

Usualmente el vejestorio aspecto de Perrault se asemejaba al de un buitre: la cabeza calva y estrecha, los ojitos chiquitos y acechantes, la nariz curva y puntiaguda encima del mentón hundido dentro de una cara que se había convertido en un fárrago de pellejos colgantes. Los dientes postizos le bailaban al hablar, dándole un aire ridículo y lastimoso a la vez. Pero ahora, herido como estaba, con el dentado puñal ensartado en su mano, el viejo Perrault parecía un buitre desplumado. Y la dentadura falsa, tal era el temblor de sus maxilares, apenas si podía evitar que se le saliera a saltos de la boca.

Asustado, Philippe trató de convencer a sus hijos que más les valía esperar a que él muriera de forma natural y heredar todo su dinero, que no era poco.

— Sabrá Dios a quien le habrás favorecido con tu herencia. Sólo por joder, eres capaz de haberle dejado todo a los gatos. Además, parece que si no te ayudamos, jamás te vas a morir.

Una sonrisilla maligna se dibujo en los delgadísimos labios de Philippe. Siempre he considerado que Gérard y Jean-Claude han sido unos bastardos hijos de puta. Nunca me gustaron y ahora, en aquel momento en el que estaban por darle muerte a su propio padre, menos aún me gustaban. Hubo un instante en el que pensé auxiliar al viejo y salvarlo de aquel trance mortal, pero sabía que el desgraciado me lo agradecería con un bastonazo en la cabeza o con uno de sus procaces insultos. Además, si llegaba a mostrar la menor resistencia a sus deseos, aquellos dos bandidos no tendrían el menor reparo en liquidarme junto con el viejo.

Philippe les dio la combinación para abrir la caja fuerte. Había treinta y dos mil dólares, nueve mil euros, un par de relojes de oro y una cadena de cochano. Jean-Claude repartió el botín allí mismo, delante del viejo. Esa era parte de su venganza. A mí me dieron ocho mil dólares y les advertí que me llevaría un dibujo a creyón que el viejo mantenía colgado en las penumbras de su habitación de dormir. Los hermanos no objetaron mi solicitud, pero, al escucharme, el viejo levantó su calva cabeza y me miró con sus ojitos de bribón. Sin embargo, no dijo nada. Nunca había escuchado su título, y acaso no lo tuviera, pero el dibujo era una posesiones más valiosas del viejo. Y si le era valiosa a ese desalmado, no era precisamente por su amor al arte, si no porque debía valer una verdadera fortuna: era un dibujo de Edgar Degas.

— Te llegó la hora, viejo infeliz — le advirtió Jean-Claude mientras tomaba del escritorio una pesada piedra de mar que hacía las veces de pisapapeles. Podía haberlo matado de un balazo o haberlo apuñalado. Pero no. El hijo necesitaba concentrar toda su ira y descargarla en un único y certero golpe. Se paró frente a su padre y le asestó con la piedra un descomunal porrazo en el parietal derecho. Philippe ni siquiera tuvo oportunidad de emitir quejido. Luego de recibir el golpe, su cabeza se desplomó sobre su enjuto pecho, manando un copioso chorro de sangre.

Fui a mi cuarto a buscar mi morral, el cual tenía preparado desde la noche anterior. Luego entré a la habitación del viejo y metí el Degas entre mi ropa. Los parricidas hermanos, envueltos ambos en un opresivo silencio, me bajaron en su carro hasta el puerto. Ni siquiera nos despedimos al yo salir del vehículo.

Dos días antes yo había reservado un pasaje para Puerto Rico. Una vez en la isla, decidiría si me iría a Miami o a Cuba. Cuando todo se hubiera calmado, viajaría a Francia o a España para vender el dibujo. Fui a la agencia de viajes donde pagué y retiré mi boleto aéreo. Luego tomé un taxi hasta la estación de trenes de Puerto Cabello.

Nadie se enteraría de la muerte del viejo por lo menos hasta mañana domingo. Sin embargo, no me confiaba de los hermanos Perrault. Sabía que podían denunciarme y hacerme pasar por el asesino, ya que mi propia huida me incriminaba. Además, cargaba encima los dólares en efectivo y el Degas. Si me atrapaban, estaría perdido, mientras que ellos, los Perrault, libres de toda culpa, se dispondrían a disfrutar de la jugosa herencia.

Abatidos como estaban luego del asesinato, ninguno de los hermanos me preguntó a dónde iría. Tal vez no les interesara saberlo o tal vez dieran por hecho que huiría hacia Caracas, buscando el aeropuerto de Maiquetía. En cualquier caso, podrían alertar a la policía para que me buscaran en las carreteras, pero jamás se les hubiera ocurrido buscarme en el tren, ya que era la vía más lenta para huir de Puerto Cabello.
*
El sol ya ha desaparecido en el horizonte y una creciente oscuridad comienza a envolvernos en el vagón. El tren se detiene unos minutos en la Estación de San Felipe, donde se baja el anciano de sombrero que iba sentado a mi lado.

Reiniciada la marcha, el tren atraviesa un caserío. Las luces del interior de las humildes viviendas ya están encendidas y, fugaces como un relámpago, logro captar algunas imágenes domésticas. Una mesa servida, una mujer sentada a la puerta de su casa, un hombre panzón caminando sin camisa, unos niños correteando en la calle. Vistos desde acá, desde el rayado cristal de la ventanilla del tren, me provoca ser uno de ellos. Tener una vida de verdad, una esposa, unos hijos, una cena servida. Pero también es probable que ellos, al mirarnos pasar una vez más dentro de los maltrechos vagones, nos miren de reojo y deseen estar en nuestros asientos y convertirse así en eternos viajeros y escapar, de una vez y para siempre, de sus vidas miserables y aburridas.

La chica que está sentada diagonal a mí se llama Patricia y estudia odontología. Apenas el viejo del sombrero se bajó del vagón, la chica me ha pedido un cigarrillo. Le he dicho que no fumo, pero igual se ha sentado a mi lado, para averiguar de dónde vengo. Me ha dicho su nombre y me ha sonreído de forma muy simpática. Es mucho más linda de cerca que de lejos.

A las ocho y treinta y dos minutos de la noche el tren arriba a la estación de Barquisimeto. Me despido de Patricia con un rápido apretón de manos. No tiene sentido que pida su número telefónico. Es probable que nunca más la vea.

Camino hacia la salida de la estación. En el trayecto veo un barcito y entro para tomarme una cerveza. Aún es temprano.

Recuerdo que una vez, de niño, un compañero de clases me confesó, para humillarme y hacerme daño, que mamá además de ser la cocinera, era la amante de monsieur Philippe Perrault y que yo era el hijo bastardo de esa unión. No creí una sola palabra de lo que me dijo aquel infeliz, pero la repulsiva idea me ha perseguido desde entonces.

Hasta hoy.

==============================================
Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.com