viernes, 17 de octubre de 2008

COMO UNA FLOR DE CARNE VIVA ANTE MI BOCA

Caminaba por calles solitarias, rumbo a mi casa. Bajo la luz del farol, como en una de esas viejas fotografías en blanco y negro, una mujer aguardaba parada en una esquina. Quizás sólo esperaba por un taxi. O a lo mejor a que apareciera un cliente. Su aspecto y su pose desafiante ante la soledad de la calle me hicieron sentir temor y atracción: piernas largas, falda corta, altos tacones. Poseía, aun sin moverse, una femineidad descarada, casi impúdica. Pasé a su lado, observándola de reojo. Ella ni me miró. De su cuerpo emanaba un aroma a perfume caro. Exudaba lascivia y carnalidad. Seguí de largo, no sin antes girar la cabeza para disfrutar una vez más de la sensual figura de la mujer.

No eran ni las diez de la noche pero las calles estaban prácticamente desiertas. El hampa irreductible, la ya crónica crisis económica que nos embarga desde hace años y quizás hasta nuestra propia naturaleza pacata han hecho que Caracas regrese a los albores de su antigua condición de aldea. De sus años cosmopolitas apenas si nos quedan las autopistas y algunos pequeños rascacielos, ahora con sus ventanales a oscuras, ahorrando energía eléctrica.

Un carro pasó a mi lado aminorando la marcha. Era un mustang vino tinto último modelo. Los vidrios ahumados me impedían ver hacia su interior. Instintivamente, me arrimé hacia la fachada de los edificios de la calle, buscando un poco de protección. No creía que me fueran a asaltar, pero nunca se sabe. El mustang aceleró y continuó su camino, doblando a la derecha en la siguiente en la esquina.

Dos minutos más tarde el carro regresó. Esta vez sí se detuvo y frenó a pocos metros delante de mí. Yo me paré y aguardé a ver qué pasaba, pero nada. El carro permanecía allí, inmóvil, sin que nadie se bajara ni se montara en él. Con mucha precaución reanudé mi marcha. Por la acera de enfrente apareció un trío de parroquianos, quizás de regreso de algún bar. Yo aproveché la imprevista compañía para apurar mi paso y adelantarme al carro estacionado, sin embargo, cuando estaba frente a él, la ventanilla del copiloto se bajó. Pude distinguir a dos mujeres. Una de ellas, la que iba al volante, me llamó.

— Señor, por favor.

Traté de ignorarlas, pero la mujer hizo sonar su bocina. Me detuve y les presté atención a lo que trataban de decirme.

— Señor, por favor, ¿nos puede ayudar?

Me acerqué al carro. Efectivamente, eran dos mujeres. En el asiento trasero no había nadie.

— Estamos perdidas. Andamos buscando el hotel Hilton, pero de verdad que no tenemos ni idea.
— Bueno, realmente están algo lejos. Deben bajar buscando la avenida Urdaneta para luego tomar hacia la plaza Oleary y de allí agarrar por la Lecuna. Al final, cruzan a la derecha. Allí encontrarán al hotel.

Ya me había acercado lo suficiente a ambas mujeres y, aunque la situación era extraña, no parecían peligrosas. La que me hablaba era una chica de piel clara y una melena rubia que apenas le tocaba los hombros. La otra era morena, con el pelo negro y largo, recogido en una improvisada coleta. Ambas eran extraordinariamente atractivas y ninguna parecía mayor de treinta años.

— Está bien, muchas gracias, pero, ¿sabes algo?: no vamos a llegar. Yo soy de Mérida y ella es del Zulia y apenas si conocemos Caracas. Dime, ¿podrías acompañarnos e indicarnos el camino?
— ¡Claro que no! Ya estoy llegando a mi casa y estoy muerto de cansancio.
— Anda, vale, no seas malo. Cuando lleguemos al Hilton te pagamos un taxi para que te traiga de regreso a tu casa.

Comencé a asustarme y me aparté un poco del carro cuando de pronto reconocí a la mujer que iba sentada en el asiento del copiloto: era la misma que minutos antes había visto un par de cuadras atrás, bajo el farol.

— Bueno ... ¿De verdad necesitan que las acompañe?
— Claro que sí, mi vida. Te pagaremos el taxi apenas lleguemos.
— No, no, ese no es el problema. Yo me lo puedo pagar.

La mujer con la que me había tropezado minutos antes tuvo que bajarse del carro para dejarme entrar al asiento trasero. Hasta el momento ella no había dicho palabra, lo que la envolvía en un aire aún más misterioso y seductor.

Ya en el carro, comencé a guiarlas hacia el Hilton. Luego les pregunté:

— Y si no es indiscreción de mi parte, ¿qué van a hacer al Hilton?
— Vamos a una especie de fiesta.
— Ah, está bien. Y díganme, ¿no les da miedo montar en el carro a un desconocido como yo?
— No, para nada. Estamos armadas, las dos. Y si no haces exactamente lo que te digamos, pues no creo que la vayas a pasar muy bien.

Tragué grueso. Cierto que eran dos mujeres, pero bastaba una sola de ellas, armada como decían que estaban, para someterme. Mis posibilidades de pedir ayuda eran casi nulas. Sin embargo, me tranquilizó el hecho de que la mujer rubia seguía obedeciendo las instrucciones que yo le daba para llegar al Hilton.

— ¿Te asustaste, no? No te vamos a hacer nada, cariño, pero tampoco te pongas a meternos miedo. De verdad que andamos bien armadas.
— Discúlpame, no fue mi intención. Sólo trataba de ayudarlas.
— Lo sabemos, y te lo agradecemos mucho. Ahora, ¿hacia dónde?
— A la derecha.
— Yo me llamo Roxana, y ella, Nadhir. ¿Y tú?
— Gabriel — como ellas no lo hicieron, yo tampoco quise darles mi apellido.
— Mucho gusto, Gabriel.

La chica morena, Nadhir, continuaba en silencio.

Lo primero que se me vino a la mente es que las dos mujeres eran prostitutas: hermosas, jóvenes, del interior del país, armadas (según Roxana), montadas en un carro de lujo y buscando desesperadamente un hotel para asistir a una "especie" de fiesta.

— Y tú, Gabriel, ¿qué haces para ganarte la vida?
— Soy ingeniero de sistemas y trabajo en una compañía de instalación de cableado estructurado.
— ¡Vaya!, ingeniero, qué bien. ¿Y qué hacías caminando por esas calles?
— Vivo por allí, cerca de donde ustedes me recogieron.
— Y, ¿no tienes carro?
— Le están revisando. Lo compré hace poco y tiene algunos detallitos.
— ¿Qué carro es?
— Un Neon.
— Mmm, pues, no tienes cara de tener un Neon.
— ¿No?
— Definitivamente, no. Te veo en una Blazer, o en una Autana. Un vehículo rústico. O en un Lexus, si a ver vamos —, dijo Roxana, riéndose.
— Díganme algo, pero no se vayan a molestar, ¿de acuerdo?
— Pregunta, anda.
— Dale la vuelta a la plaza, luego agarra a la izquierda. Dime algo, ¿ustedes son prostitutas, verdad?

Roxana se quedó en silencio. Indudablemente, había metido la pata y pensé que ella sacaría su pistolita y me metería un tiro en la frente, allí mismo. Pero para mi sorpresa, Nadhir, la chica que había visto bajo el faro, fue quien se volteó hacía mí y, muy sonriente, me miró fijamente a los ojos para preguntarme:

— ¿Parecemos prostitutas?

Tenía una voz grave, profunda.

— No, no. No lo parecen. Simplemente preguntaba para hablar de algo...
— No lo somos — me cortó Nadhir, sin dejar de mirarme ni de sonreír—, pero andamos en eso. Todas las mujeres del mundo andamos en eso.

Nos quedamos unos minutos en silencio. Fue Roxana quien lo rompió:

— Mira los cojones que tienes, pendejito. Venir a insultarnos en nuestro propio carro sólo porque te hemos pedido un poco de ayuda. ¿Tú crees que lo del arma es puro cuento, verdad?
— No, no, yo ya no creo nada.
— ¿O crees que porque nos estás ayudando, puedes venir y acostarte con una de nosotras, o con las dos? Dime, ¿te has acostado alguna vez con dos mujeres?
— ¿Qué?
— Con dos mujeres a la vez, pero con dos mujeres así como nosotras.
— No, nunca. Óyeme, que no he querido ofenderlas. Estábamos conversando animadamente y se me ocurrió preguntarles si eran putas, más nada. Pero lo hice sin ánimos de ofender.
— ¿Quieres acompañarnos a la fiesta?
— ¿Cómo?
— ¿Qué piensas, Nadhir?, ¿lo invitamos?
— Me encantaría.
— ¿Vienes con nosotras?


Si sentadas en el carro parecían hermosas, al caminar se volvían demoledoramente bellas. Soy un tipo alto y muy pocas veces la estatura de una mujer me ha resultado un problema, pero estas dos, montadas en sus tacones, casi que me sobrepasaban. Desde que nos habíamos bajado del mustang yo me limitaba a seguirlas. Hacia un buen rato que me ignoraban, a tal punto que si yo me hubiera escabullido no creo que lo hubieran notado. Llegamos a la recepción del hotel donde ellas pidieron instrucciones para llegar a una de las suites.

Justo un segundo antes de que nos abrieran la puerta de la habitación ambas mujeres me tomaron por el brazo, como si se hubieran puesto de acuerdo con antelación. Hicieron una entrada teatral, o más bien cinematográfica. Inundaron el recinto con sonoros saludos y ninguna de las dos se apartó de mis brazos hasta tanto no acudieron a saludarlas los que parecían ser los personajes más importantes de la reunión.

No era aquello, ciertamente, lo que yo me había imaginado. Era una recepción decorosa. Había un par de conocidos actores de televisión, algunos personajes de la política y reconocidos hombres de negocios como el constructor Alfredo Carneiro. Estaban presentes damas de respetable presencia y otras ataviadas con escandalosa sensualidad, al mejor estilo de mis dos recientes amigas.

Fui presentado como ingeniero y, como no lo sabían, las muchachas me inventaron un apellido con resonancias de abolengo: Azpurua. Nadie pareció sorprendido ni especialmente intrigado por mi presencia. Las chicas no tardaron en confundirse con los demás invitados, abandonándome a mi propia suerte.

Nadhir, la chica del farol, se movía de un lado a otro del salón. La dureza de su rostro había adquirido una expresión gentil, pero continuaba atrincherada en su parco silencio. Con muy pocas personas parecía sentirse realmente cómoda, y era con ellas con quienes aparentemente podía entablar conversación.

Después de un buen rato, ella caminó hacia la terraza. Buscó un rincón solitario y se entregó al disfrute de su copa de vino y a la contemplación de la adormecida ciudad. Yo estaba hablando con un tipo que decía ser escritor y que me estaba mareando contándome los muchísimos premios que había recibido por su obra. Me deshice de él y me fui hacia donde estaba Nadhir. Me detuve a su lado, sin decir palabra. Ella giró levemente su cabeza, hasta reconocerme. Entonces me aproximé un poco más y le dije:

— De verdad lamento mucho mi comentario en el carro. Me comporté como un imbécil.

Ella me escuchó con indiferencia, pero inmediatamente comenzó a reírse de mí:

— No te adelantes. A lo mejor sí somos putas. Pero te digo que si estás aquí en este momento es por habernos hecho esa pregunta tan osada y picante. Yo no soy así, pero mira que Roxana sí que es muy sensible. Yo pensé que te iba a bajar del carro a patadas.
— Me lo merecía. Soy un verdadero patán.

Nadhir se quedó callada por unos instantes, mirándome directamente a los ojos, o dejándome que yo contemplara los suyos. Luego me preguntó:

— Yo te gusto mucho, ¿verdad?

La pregunta hecha así, a quemarropa, me desarmó:

— Sí, mucho.
— Y dime, ¿qué estarías dispuesto a hacer para acostarte conmigo?
— Lo que sea.
— ¿Eres de los que se enamoran?
— A veces.
— Vaya, ¡qué decepción!

Giró sobre sí misma y volvió a contemplar la desolada avenida. Repentinamente se apartó del antepecho de la terraza y me abandonó sin decir palabra. La seguí con la mirada hasta que se perdió entre las demás personas.

Cuando regresé al salón fui sorprendido por un inesperado silencio. Uno de los invitados acababa de ajustarse a su cuerpo un cello para luego interpretar una pieza de Jean-Baptiste Lully. Una muchacha a mi lado me miró a los ojos y me hizo un comentario en francés que no fui capaz de comprender. Nadhir se había sentado en una de las poltronas, extendiendo su brazo derecho a todo lo ancho del respaldar. No miraba hacia ningún lugar en particular, como si la velada le resultara mortalmente aburrida y prefiriera estar en otro sitio. Sin embargo, apenas comenzaron a sonar las cuerdas del cello, su atención se concentró en el joven músico.

La chica que me había hablado en francés me tomó por el brazo, pero lo hacía sin mirarme, como si se tratara de un acto involuntario. Luego me soltó, dio unos pasos y buscó, al parecer, un lugar que le permitiera disfrutar mejor de la triste melodía.

Cuando la interpretación musical concluyó, nadie aplaudió en señal de reconocimiento. Inmediatamente una voz masculina comenzó a declamar un poema que hablaba de una última noche entre dos jóvenes amantes condenados a una amarga separación.

Un viejo canoso de elegante aspecto se sentó en uno de los posa brazos de la poltrona donde estaba sentada Nadhir y comenzó a acariciar su larga y oscura cabellera. Ella, indiferente y con evidente fastidio, se dejaba tocar.

Una vez que el declamador finalizó su triste historia de amor, la iluminación se apagó para dar paso a la luz de una de lámpara estroboscópica. Inmediatamente comenzó a sonar un rock muy lento de ascendencia árabe, probablemente una pieza de Lisa Gerrard, Tempest, me atrevería a asegurar. Cobijados bajo la onírica luminaria, los invitados se movieron lentamente, como tratando de encontrar un mejor lugar. Entre el intermitente engaño de la luz, pude ver como el viejo canoso se había inclinado sobre Nadhir para besarla en la boca. De pronto, de la nada, un par de personajes aparecieron en mitad del salón. Eran un hombre y una mujer con los cuerpos laboriosamente pintados con flores multicolores, animales fantásticos y serpientes adormecidas. Ambos encubrían su desnudez bajo el exótico maquillaje. Se pararon el uno frente al otro, mirándose a los ojos. El hombre rompió la quietud de la pareja dando un repentino paso hacia la mujer, quien retrocedió rápidamente ante el acoso. Los brazos de él se alzaron sobre su cabeza, amenazadores. La mirada de ella no se apartaba de los ojos del hombre. Los brazos del hombre comenzaron a descender, sin que la mujer se moviera de su sitio. Sólo sus ojos parecían tener vida: miraba a uno y otro lado, sospechando las intenciones del hombre. Paralizada o hechizada, dejaba que las manos de su compañero bordearan su cuerpo. Respondiendo a un súbito cambio en el ritmo de la música, la mujer dio un nuevo salto hacía atrás, buscando la huida. Pero el hombre la seguía con terca devoción. Ambos actores ¿o bailarines? recorrieron el pequeño espacio que los invitados le concedían en el centro del salón. Cansado o ansioso, el hombre desnudo y de piel pintada hizo presa con sus brazos a la cintura de la mujer desnuda y de piel pintada. La atrajo hacía sí y acercó su boca a la boca de la mujer, siempre amenazante pero sin decidirse a actuar. Ambos comenzaban a sudar y sus pieles coloreadas brillaban como fugaces relámpagos de colores bajo la luz centelleante de la lámpara estroboscópica. El hombre mantuvo su brazo izquierdo sujetando firmemente la cintura de la mujer mientras que con la otra forzaba la cabeza de ella, obligándola a que su boca se acoplara a la de él. Mientras era besada a la fuerza, ella comenzó a frotar sus manos contra los muslos del hombre, buscando con fingida torpeza el erecto pene. Una vez encontrado el viril y prominente miembro, la mujer apartó violentamente sus labios de los de la boca invasora. Se inclinó hasta que, de rodillas, su rostro quedó a la altura de la pelvis del hombre. Entonces comenzó a felarlo. No había simulación ni sugerencia. A pesar de la relampagueante luz, era obvio como la mujer introducía en su boca el pudendo eréctil de su compañero. Los invitados permanecían en silencio, inmóviles, hipnotizados. La bailarina ¿o actriz? se acostó sobre la alfombra, echó los brazos sobre su cabeza y entreabrió sus piernas. Su compañero comenzó a besar y lamer los firmes muslos de la mujer, bordeando la humedecida y ardiente caverna, pasando una y otra vez la enorme y sedienta lengua por sobre los labios del sexo de ella. Luego se arrodilló, tomó entre sus manos la majestuosidad de su méntula y la introdujo en la deliciosa y mojada hendidura de la actriz ¿o bailarina?

Fue entonces cuando una de las damas más espontáneas gritó "coño" y se acercó lentamente al hombre desnudo de piel pintada, buscando sus labios, mientras sus manos trataban de alcanzar las redondas tetas de la muchacha tirada sobre la alfombra. Se produjo un tumulto entre los invitados. Algunos se abrazaban entre ellos, otros se besaban apasionadamente mientras algunos simplemente aprovechaban la situación para despojarse de algunas de sus ropas.

Repentinamente me di cuenta de la presencia de Nadhir a mi lado. Acercó su rostro a mi oído y me susurró:

— Cuando la música termine, di al maestresala que vas a la habitación catorce. Queda en el piso uno. Aguarda diez minutos y bajas. Allí te espero.

Antes de poder preguntar nada, Nadhir ya había desaparecido entre el inquieto enjambre de invitados que se arremolinaban alrededor de la pareja de fornicadores.

Cuando la música terminó y el salón volvió a estar iluminado por una suave luz amarillenta, a duras penas pude comprender que tenía que acercarme a un viejo corpulento y calvo, trajeado de etiqueta, quien supuse debía ser el maestresala. Estaba dedicado a responder preguntas o repartir discretas instrucciones entre los invitados semidesnudos o, de plano, ya totalmente desnudos.

Me acerqué a él y le dije:

— Habitación catorce.

El hombre revisó un papel que llevaba en uno de los bolsillos de su elegante saco. Me miró desconfiando y me preguntó:

— ¿La catorce? ¿Está seguro?
— Absolutamente
— Pues, entonces, debe esperar — me ordenó, sin una pizca de amabilidad.
— ¿Cómo?
— Siéntese allí. Yo lo llamaré en unos minutos.

De hecho, muchos no necesitaban habitación. Cualquier sitio parecía bueno para amancebarse. El viejo canoso que había besado y manoseado a Nadhir, ahora estaba en la terraza con los pantalones al suelo. Detrás de él, engarzado en un movimiento rítmico y frenético, el joven cellista lo poseía.

A los pocos minutos me llamó el viejo de etiqueta:

— Tome, señor. La catorce.

Me dio una tarjeta magnética.

Aturdido abrí la puerta y salí de la suite. El pasillo estaba vacío. Llamé al ascensor y bajé hasta el piso uno. La tarjeta, efectivamente, me permitió el acceso a la habitación número catorce. Estaba oscura, así que antes de entrar golpeé la puerta con mis nudillos:

— ¿Se puede?

Nadie respondió. Recordé que Nadhir me había pedido que esperara diez minutos después de que me entregaran la tarjeta, pero igual entré y cerré la puerta tras de mí. Había una lamparita de noche encendida, pero no había nadie dentro de la habitación. La brisa que entraba por el acceso que daba al balcón movió la cortina. Detrás de ella, parada en la pequeña terraza, estaba Nadhir.

— Hola — le dije, anunciándome. Ella me miró con desgano y continuó mirando hacia la piscina iluminada pero desierta. Al fondo se veía a algunas personas tomando en un bar construido bajo el techo de una enorme churuata.

— Si quieres un whisky, sírvete tú mismo. La botella, el vaso y la hielera están sobre la neverita.

Me acerqué a ella y comencé a contemplarla. Su rostro estaba cubierto por una delgada película de grasa, lo que le daba un cautivante brillo a su piel color canela. Sus ojos, su pelo, sus cejas y sus pestañas se veían aún más negras en medio de la penumbra. Su boca era gruesa y carnosa, pero exquisitamente dibujada. De sus orejas colgaban unos pendientes metálicos, probablemente oro blanco. Quería acercarme, provocar de una vez el encuentro, pero no me atrevía. En realidad ni siquiera estaba seguro de que me iba a permitir tocarla. Entonces decidí aceptar su oferta del whisky y entré nuevamente a la habitación para servírmelo. Cuando me disponía a volver al balcón, ya ella estaba en la cama, sentada.

— Soy wayúu.
— ¿Sí?
— Guajira. Soy una indígena guajira.
— Sé lo que es una wayúu.
— Nos gusta que nos llamen indígenas y no indios.
— Es bueno saberlo...
— ¿Te has acostado alguna vez con una guajira?
— No que yo sepa...
— Creéme, si te hubieras acostado con una de nosotras, lo sabrías.

La mujer cruzó sus perfectas piernas, apenas cubiertas por la corta falda.

— Ven, acuéstate a mi lado — me pidió.

Me metí en la cama, recostándome sobre el espaldar de madera del lecho, muy cerca de Nadhir.

— ¿Viste a Roxana?
— No, no sé donde anda. Cuando bajé no la vi por ninguna parte.
— ¿Sabes? Fue muy gracioso que nos preguntaras si éramos prostitutas, porque Roxana sí lo es.
— ¿Sí?
— Sí. Por eso es que hay que tratarla como a una dama.
— ¿Y tú, también eres... ?
— No, yo soy una dama, así que tendrás que tratarme como a una ...
— Como a una puta — la interrumpí.
— Exactamente — afirmó, sonriéndome por primera vez desde que nos habíamos bajado del carro.

Puestas sobre la mesa lo que parecían ser sus reglas, Nadhir se levantó de la cama y comenzó a desvestirse. En pocos segundos su cuerpo desnudo se alzaba frente a mis ojos. Yo me senté al borde de la cama y la tomé por la cintura, atrayéndola hacia mí. Dócil, se dejó. Cuando ya la tenía a mi lado comencé a olfatear y a besar su ombligo. Ella hizo descansar sus brazos sobre mis hombros. Bajé mis manos y apreté sus recias nalgas. Su cuerpo se contrajo. Al sentir que mi boca buscaba su sexo, ella levantó una de sus piernas y la apoyó sobre la cama, facilitándome el dulce camino hacia su hendidura de mujer. El olor de sus emanaciones era intenso y los pliegues róseos donde se escondía su clítoris eran suaves y calientes, resbaladizos a causa de los lujuriosos aceites que comenzaban a mojarlos. Pasé mi lengua una y otra vez por sobre los labios de su vulva. Luego introduje mi lengua, saboreando el exquisito manjar que se abría como una flor de carne viva ante mi boca. Sus manos se contrajeron sobre mis hombros. Acaricié sus brazos. Luego aparté mi boca de su monte de pelos y me levanté, buscando sus senos. No eran grandes, tampoco pequeños, pero sí redondos y turgentes. Paseé mis labios sobre sus erectos pezones, jugueteando con ellos antes de comérmelos con un apetito que apenas podía controlar. Al chuparlos, de sus senos pareció emanar una sustancia entre amarga y dulzona, pero en cualquier caso deliciosa. Luego busqué su boca. Los labios eran suaves, pero su lengua era firme, recia, compacta. Se movía en su cavidad como un animal receloso que controlaba cada uno de los movimientos de mi propia lengua, cortando cruelmente mi ansia de avanzar, para luego replegarse y permitirme disfrutar de su paladar, de sus dientes, de sus encías y de la misma lengua que ahora se abalanzaba hacia la mía, frotándome con tenacidad. Tal era la fuerza de su lengua que en momentos pensé quería expulsarme de su oquedad, pero inmediatamente se retractaba y me succionaba, como si quisiera tragarme. Me olvidé de todo su cuerpo y me concentré en esa boca hermosa y perversa hasta que casi me hizo perder el aliento.

Como pude, me aparté de ella para comenzar a desvestirme. Nadhir me interrumpió con sus manos y comenzó a hacerlo ella misma. Me quitó la corbata y desabotonó mi camisa. Colocó sus dedos sobre mi pecho y los paseó sobre mi piel hasta alcanzar mi espalda. Entonces me abrazó. Sus labios recorrieron mi cuello, mis hombros, mi pecho. Yo aproveché para hundir mis dedos en su larga cabellera. Al quitarme la camisa, ella pellizco, como una niña traviesa, mis tetillas. Acercó su boca a ellas y las besó casi con ternura. Contemplaba mi pecho con un placer casi malsano, como si se olvidara de que yo estaba presente y que podía ver el voraz apetito de sus ansias. Luego me miró fijamente a los ojos mientras su mano se introducía bajo mi pantalón. Ella quería observar en mi cara el reflejo del placer que me provocarían sus dedos al encontrarse con mi enardecido miembro. Lo agarró con mano suave pero firme. Apretó el pene y comenzó a mover sus dedos sobre mi glande. Luego lo soltó para librarse del pantalón que se interponía entre mi falo y su boca. No sé de donde saqué fortaleza para evitar correrme en su boca. Sabía que esto no era más que el comienzo de una larga noche y debía aguantarme hasta donde me fuera posible.

Desnudos ambos, se metió a la cama. Yo corrí hacia ella y agarré sus piernas largas y sinuosas. Acaricié sus rodillas, sus muslos, me acerqué a su sexo. Regresé, hambriento, a sus senos. Ella misma me los servía con sus manos, sujetándolos entre sus dedos, facilitándome que pudiera tragármelos por completo. Sabía que luego me esperaban sus suaves labios y su lengua complaciente y castigadora. La besé hasta que sus dientes y sus fuertes succiones laceraron mi boca y mi lengua. Sus mordiscos iban desde la más delicada contracción de sus dientes sobre mis labios hasta terminar en una intensa, fuerte y brevísima dentellada que me sacudía de dolor.

Borracho de gozo, la aparté de mi lado, abrí sus piernas y me monté sobre ella. Entonces la penetré, pero sin encontrar el menor sosiego, al contrario. La sostuve por los hombros para aumentar el empuje de mis despechados movimientos. Bajo mis ojos tenía su rostro sudoroso y más hermoso que nunca. Ella contemplaba el mío, como extasiada ante todo el placer que había logrado desatar en mí. De vez en cuando ella bajaba su mirada para observar como la penetraba. En un momento ella me tomó por las mejillas y me advirtió:

— No vayas a acabar hasta que yo te lo pida.

Casi inmediatamente, fue ella quien terminó. Su cuerpo entero se tensó y su vagina apretó con tal fuerza mi pene que llegué a temer me hiciera daño. Sus uñas se clavaron en mis brazos, en mi espalda, en mi cuello. Hambrienta, ella buscó mi boca. Luego, asfixiada, la apartó, buscando aire. Entonces gimió como un animal herido. Recuperada de su arrobamiento, cubrió mi espalda con sus brazos y me ordenó que continuara. Comenzó a indicarme la forma en que quería se lo hiciera. Primero muy suave, muy lento. Luego más y más rápido y más fuerte, conduciéndome a un vertiginoso farallón en el que temía caer y dejar que mi esperma se desparramara violentamente dentro de su cuerpo de hembra.

En un momento ella se separó de mí, se puso de espaldas y me ofreció sus espléndidas nalgas. Comencé a besarlas y mordisquearlas. Con sus manos ella las abrió, mostrándome la oscurísima aréola que bordeaba su culo. Comprendiendo sus deseos, lo besé. La piel allí era de una exquisita suavidad. Enloquecido por el acre olor, quise meter mi lengua allí adentro. Pero ella me detuvo interponiendo su mano entre mi boca y su minúsculo y apretado agujerito. Me ordenó que se lo metiera. Levantó su trasero apoyándose sobre sus manos y rodillas. Yo la tomé por la cintura y, forzándome, le introduje mi rígido príapo. Ella no paraba de gemir. Una vez que lo tuvo dentro, dejó caer su cabeza sobre la cama, exigiéndome que se lo metiera más fuerte y más profundo. Luego comenzó a lanzar unos sollozos que me hicieron temer estuviera llorando de suplicio, pero no era así: era otro tipo de goce, más descarnado, más doloroso, quizás más gustoso para ella.

Cuando terminó su delicioso sufrimiento, me pidió que se lo sacara con suavidad.

Pensé que ya todo había terminado, pero no. Apenas lo tuve afuera, ella se volteó, separó nuevamente sus piernas y me invitó a continuar.

Más que a mis caricias, descubrí que la excitaba mi voz. Comencé a guiarla en su placer, a decirle que se lo estaba metiendo, a ordenarle el momento en que debía llegar al clímax, acompañando mis palabras con nuevos y portentosos movimientos de mi pelvis. Si antes había tenido muchos orgasmos, los de ahora eran de una suculenta intensidad y muchísimo más prolongados.

Sé que debía estar exhausto, pero me sentía como bajo el influjo de alguna droga o de algún portentoso maleficio. Estaba sudando y los brazos me dolían, ya que los usaba como recias columnas para poder mantener mi torso levantado y de ese modo disfrutar mejor mirando la exuberante hermosura de Nadhir. Yo continuaba adelante, arrebatado de gozo, esperando que en cualquier momento ella me exigiera nuevas posiciones o insospechadas excursiones hacia algún delirante recodo de su cuerpo. Extenuada, ella me pidió que acabara.

Contemplé su rostro, su pelo empapado de sudor, aspiré profundo y reconocí en su piel los últimos rastros de su perfume. Miré sus ojos, su boca, sus cejas. Tenía una cara hecha para el amor, para la lujuria. Entonces exploté. Caí sobre su cuerpo, prensándola con desesperación mientras yo convulsionaba dentro de una gigantesca ola de placer y sosiego. Sentí la rigidez de sus muslos, la presión hiriente de sus paredes vaginales contra mi pene y supe que ella había acabado una vez más.

Nos dormimos en silencio.

Al día siguiente me advirtió que yo debía abandonar la habitación del hotel antes del mediodía. No pregunté las razones.

— Nunca más nos veremos, ¿verdad?
— No, no creo. Pero fue bueno que nos hayamos visto al menos una vez, ¿no te parece?

Antes del mediodía, salí a luz de la calle como quien despierta de un sueño. Me dolían los labios irritados y mi lengua lacerada. Eso me decía que el sueño había sido real. Sin embargo, era un hecho que jamás volvería a verla. Y eso la hacía, desde ya, una mujer imaginaria.

Ella tenía razón: era bueno que nos hubiéramos visto y tocado por lo menos durante una noche. Pero, entonces, ¿por qué sentía que era más lo que había perdido que lo que había ganado esa noche?



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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@gmail.com