viernes, 15 de agosto de 2008

Tríptico de Venus



La viuda




Amo a mi esposa. Y ella a mí. Llevamos nueve años de casados y en ese tiempo nos hemos brindado toda la felicidad que nos ha sido posible. Sin embargo, todo lo nuestro no ha sido más que un lamentable error.

Conocí a Carla cuando era la mujer de Ricardo Madriz, mi amigo. Ricardo era director de fotografía para cine. Trabajamos juntos por primera vez en el rodaje de la película "Muerte al amanecer". En ese entonces, él era asistente de cámara y yo era asistente de producción. Crecimos juntos profesionalmente. Él se hizo director de fotografía y yo, jefe de producción. Participamos juntos en el rodaje de cuatro cortometrajes, doce spots publicitarios y siete largometrajes. Al llegar a los treinta años, yo me retiré del cine por razones económicas y me dediqué al negocio de las importaciones de productos químicos.

Ricardo supo resistir los altibajos del cine nacional y logró hacerse de un nombre con prestigio internacional gracias a un par de coproducciones extranjeras, entre ellas "Aragnofobia", producida por Spielberg. Ricardo y Carla se conocieron en Lyon, Francia. Ella también era venezolana. Al poco tiempo se casaron. Eso obligó a Ricardo a dedicarse básicamente a la publicidad, con lo que se garantizó una vida solvente en términos económicos. Se radicaron en Venezuela.

Hace ya varios años, un día Ricardo salió hacia Puerto La Cruz para fotografiar un documental sobre Mochima. A la altura de Clarines murió en un absurdo accidente de tránsito: el auto en que viajaban él y su asistente chocó contra un autobús que se había salido de la vía. El asistente golpeó su cabeza contra el parabrisas y sufrió severas contusiones craneales. Por su parte, Ricardo salió disparado del auto y fue a parar a la maleza de la carretera. Nadie se percató de su presencia. Varias horas más tarde, cuando llegaron al hospital otros miembros del equipo de filmación, fue cuando se dieron cuenta del lamentable error: en el momento de auxiliar a los heridos, las autoridades pensaron que el asistente viajaba solo y no se molestaron por buscar a otros heridos. Al regresar al lugar del accidente para rescatarlo, lo hallaron ya sin vida entre unos matorrales al borde de la carretera: una fractura expuesta del fémur y la vena femoral rota: había muerto desangrado. Fue una muerte absurda, mezquina, impropia para un tipo como Ricardo.

Cuando ocurrió esta tragedia, Carla tenía cuatro meses de embarazo. Y aquí tenemos ya todos los ingredientes para una telenovela fácil, baratona. Pero en la "vida real" las cosas no siempre resultan tan fáciles ni tan baratas.

Era frecuente encontrármela en las reuniones de amistades comunes, ya que Carla había "heredado" a los amigos de Ricardo. Muchos de ellos, a su vez, eran mis amigos. De igual forma, cuando yo organizaba reuniones en la terraza de mi casa, ella era una infaltable en mi lista de invitados.

Dos años después de la muerte de Ricardo, me topé con ella en una de esas reuniones. Estaba cambiada: llevaba el pelo largo y usaba una falda corta que dejaba al descubierto sus esbeltas piernas. Carla siempre fue amigablemente cariñosa conmigo. Pero esa noche, cuando ella colocaba su mano sobre mi hombro, yo me trastornaba. Y en el momento que ella se levantaba por un trago o un cigarrillo, mis ojos golosos no podían apartarse del sinuoso movimiento de sus torneadas piernas. Su risa me pareció dulce. Y cuando se inclinaba para dejarme encender sus cigarrillos, me cautivaba con su pelo revuelto resbalando sobre su frente, dándole un aspecto casi de eterna adolescente. Mientras hablaba con ella, descubría que sus ojos me gustaban cada vez más. Y cuando una mujer habla y uno piensa que sus ojos nos gustan, por lo general estás en problemas. Pero si ella sonríe y sientes que sus labios son el umbral de una selva mágica y enloquecedora, entonces estás perdido. Esa es una vieja ley de vida. Pero hay otras leyes más viejas, o más severas. Carla era la mujer de Ricardo. Siempre lo fue y parecía que ni su partida había sido capaz de cambiar eso. Desde su muerte, nadie le había conocido a Carla otra pareja. No digo que no hubiera tenido algún amante furtivo u ocasional, pero nadie sabía de él.

Pese a la fuerte atracción que Carla ejerció sobre mí aquella noche, no era cuestión de plantarme frente a ella y pedirle una cita. La tentación de tocarla era superada por un gigantesco muro de hechos concretos y categóricos: Ricardo y ella se AMARON, así, con mayúsculas. ¿Qué podía uno (yo) hacer allí? Además, cuando conoces a una chica a la que te provoca tocar, simplemente la invitas a salir, a cenar, a tomar unos tragos, a explorar el amor. ¿Y si no ocurre nada más? ¡Qué demonios!, pues no la llamas más nunca y asunto resuelto. Pero, con Carla, ¿qué podía yo hacer? ¿Invitarla a salir a ver qué pasaba? Y si pasa algo, ¿qué le vas a decir? ¿que la quieres, que la vas a querer más que nadie, más aún de lo que la quiso Ricardo? Chicas como Carla son una trampa: si entras es para quedarte, pero ¿cómo saber si quieres quedarte si antes no entras?

Ella iba a encender un cigarrillo cuando el encendedor se le escapó de las manos. Por puro impulso gentil me incliné para rescatarlo. En el camino, sin mala intención, rocé una de sus piernas. Su cuerpo se estremeció como abatida por un corrientazo. Busqué su mirada y durante dos segundos, quizás menos, ella me miró fijamente. Dos malditos segundos en los que sus ojos buscaron en los míos una chispa de deseo y encontraron una hoguera. Luego su mirada me esquivó con dureza, haciéndome sentir fuera de lugar. Sin embargo, los dados estaban echados y el azar ya había hecho lo suyo. Supe que desde Ricardo, nadie le había hecho el amor: era una verdadera viuda, otra raza de vírgenes.

Esa misma noche la invité a salir. Ella se excusó.

Comenzó a evitarme cada vez que coincidíamos en algún lugar. Ella sabía que yo sabía. Y yo sabía que ella sabía. Comprendí que había que amarla para poder tocarla, cosa difícil para un hombre de mi edad: ¿cómo amar lo que no tocas, como seguir amando lo que ya has tocado?

Finalmente aceptó salir. Lo hicimos como amigos, como camaradas. Como si continuáramos siendo la herencia de Ricardo. Esa fue mi ardid. Quizás también el de ella. Indistintamente siempre terminábamos en la barra de algún bar. De esta forma perdimos el camino tan certeramente encontrado cuando mi mano rozó su pierna. Pero me forcé en reencontrarlo. Creo que ella también.

Un día amanecimos en una tasca. La invité a bajar al litoral. Caminamos por la playa. Por fin, me atreví y la tomé de la mano. Ella se dejó. Me obligué a besarla. Y ella se dejó. Luego la besé de verdad, con ganas. Y la quise. Aún después de tocarla. Su sexo era un sexo tranquilo, sin angustia. Un poco más y podría decir que sin pasión. Pero ella fue una amante eficiente.

Ocho meses más tarde nos casamos. No fue cosa fácil. Eso de desear a la mujer del muerto era como apropiarse de su mejor traje o quitarle sus zapatos preferidos. Algún ademán de buitre debió moverse en mis entrañas.

Nos alejamos de los amigos comunes, de los testigos del pasado. Hicimos nuevas amistades. Tuvimos un hijo: Santiago, como yo.

Muchas veces me amó, eso es cierto. Pero algunas veces sé que mientras hacemos el amor, ella piensa en el otro, en el muerto. Es como si se dejara violar por mí. Y esas noches, pocas es verdad, han destruido años de amor. Entonces me provoca sacarla a patadas de mi vida, mandarla muy largo al carajo, escupir la cama en la que me ha dejado ultrajarla. Pero, ¡coño!, no tengo pruebas: apenas un gemido de su garganta, una brevísima mirada de vergüenza, un imperceptible rechazo de su entrepierna, una inexplicable mueca de ascos de viuda.






La clarividente

— Alexandra, ¿sabes que no puedo creerte, verdad?
—Eso es lo primero que sé.
Me mira y me dice:
— Ayer, Santiago, te soñé. El amor no es una respuesta, es una pregunta. No es la calma, sino la tormenta. No es la luz, ni la oscuridad, sino la luz en la oscuridad. O la oscuridad en la luz. El amor es la sombra de la luz.


Alexandra ha aprendido a hablar con los ángeles. Le dictan libros, poemas y oráculos. Una vez sus ángeles le prescribieron un génesis desconocido y un apocalipsis tan hermético que sólo ella podía interpretar. Era fácil creerla loca. Pero ella es una mujer como uno: lee a Lorca, Süskind, Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano), Miguel Hernández. Escucha a Serrat, a Lisa Gerard, a Saint Colombe y a Janis Joplin. Ve a Saura, Scorssese, y adoraba a Ridley Scott antes de filmar Hannibal.


— No puedes matarte. Busca otra salida, Santiago. Lo peor ya paso.


Lo peor ya paso, payaso, ¿no te das cuenta? Aullas como lobo, copiando la hermosa leyenda, sin acatar la sanguinaria disciplina del cantor.


— El amor es arduo. Y duele. Y si no duele, no es amor.


Ley de vida. Ley de sexo. Ley de amor. Leyes de hierro. ¿Es que acaso hay que ser abogado para vivir?


— Te soñé muerto, Santiago, pero eso aún no te corresponde. No es tu hora. Eso significa que vives muerto. O que vives como un muerto, o cerca de un muerto. O a pesar de un muerto.


¿Y el cadáver?


— Tal vez ya estés muerto, Santiago. !Oh, Santiago! ¿Estás muerto? Hay siete formas de morir. Una de ellas, negando a las otras seis. Reniegas del ángel. Por cada hombre, hay siete ángeles que le protegen, o le hunden. Siete.


¿Quieres un trago? Pero Alexandra no toma. No fuma. Se va a su casa temprano, a escuchar el dictado de los ángeles.


— Te queda la dicha. Noches de dicha. Pero no te atreves a tocarlas. O a tocar a una mujer. ¿No te gustan las mujeres? ¿Acaso no te gustan todas las mujeres? ¿Y si consigues el amor en una mujer que no te guste? ¿Crees que el amor va enredado a una mujer que te guste? A veces sí, a veces, no. Tin marín de dos pirigüe ... ¿En realidad continúas creyendo que la belleza pondrá al mundo de cabeza? Delirios de epiléptico, no le hagas caso.


El sexo me conduce al amor, el amor, al sexo. Divino círculo virtuoso.


— ¿Y la belleza, Santiago? ¿La belleza tiene algo que ver con ese círculo?


No. Nada. La muerte. La muerte es el camino del amor. Y el camino del amor es el camino de la muerte. ¿Haces el amor, Alexandra?


— Fastidia. Eso fastidia. Ahora me despierto con jóvenes en mi cama. Los jóvenes me excitan. Cada día los quiero más jóvenes. Son hermosos y tiernos y no saben nada de nada. Hay que enseñarles que el periódico sale todos los días. ¿No es eso lindo?


Me encontré con Alexandra en el Centro Plaza. Tenía el pelo cortísimo. No la reconocí. Se me abalanzó y me abrazó. La reconocí por su voz, por su mirada, quizás por su olor a inciensos. Ya nadie sabe qué pensar de Alexandra. Quizás esté loca. O quizás, ciertamente, haya aprendido a charlar con los ángeles.


Me dice que me soñó. Supo, antes que yo, que quiero matarme. Ella quiere relevarme de la obligación de volver a intentarlo. De volver a claudicar y volver a repetirme que tengo el derecho (o el deber) de volver a intentarlo. ¿Cuál es el límite entre el deber y el derecho?


— En un tribunal, es fácil. En la cama, es muy complicado. En el amor nadie lo sabe. Nadie sabe mucho acerca del amor.


¿Qué es la vida sin amor? ¿Una tumba? ¿Un monasterio? ¿Una discoteca?


— Si no puedes llorar, no puedes amar. Algo peor: si no puedes amar, ni siquiera podrás llorar.


Sólo quiero penetrarte. Poseerte. Reinar en mis dominios. Eyacular en tus entrañas, Carla.


— ¿Sabes lo peor? No poder decir si está bien o está mal. El amor es una pregunta, nunca una respuesta. Santiago, Salmo LXIX.





La prostituta

Ni Chacón ni yo podíamos con un trago más.


— Vámonos, chamo — le digo.


Pagamos la cuenta. Ya casi amanece cuando salimos de la Frasca de Toledo. Nos montamos en el carro, rumbo a su casa. Apenas ruedo un par de cuadras, me propone:


— Rico unas putas, ¿ah?
— ¿Quieres putas?
— Claro, hermano. Par de putas pa' los panas.
— ¿A dónde?
— Sigue derecho, cruza a la derecha, ahora a la izquierda. Derecho. Párate aquí.
Estaciono el carro, nos bajamos y caminamos hacia una casita con pinta de burdel. Antes de abrirnos la puerta, una vejuca nos mira con recelo a través de la reja. Chacón la tranquiliza diciéndole que andamos buscando chicas. La reja se abre. A partir de allí todo ocurre muy rápido. Veo a una muchacha de lindas piernas. Las piernas de las chicas siempre han sido para mí una fuente de placer y de problemas. Veo a Chacón sacarse la cartera y extraer unos billetes. Se me acerca y me dice, esta es tuya, ya está pagada. No pude ver bien a quien señalaba, pero reparo y le digo, esta no, aquella. Y me voy con la de lindas piernas.


Ella me conduce a un cuartucho mal iluminado. Me invita a entrar primero que ella. Cierra la puerta, me toma de la mano y me lleva hacia un lavamanos, pero no es precisamente las manos lo que ella me lava luego de obligarme a bajarme los calzones. Sin secarme, me coloca un condón. Vamos a la cama. Ella comienza a felarme, sin mucho éxito. La tomo por los hombros y le pido que se acueste. Le confieso que tal vez esa no sea la primera vez que me acueste con una puta, pero al menos si es la primera vez que me acuesto con una mujer a la que evidentemente le estoy pagando. Ella me escucha, malencarada. Le pregunto su nombre. Me dice Alexandra. Ese es el nombre de una amiga con la que nunca podría acostarme, le confieso. Ella, por fin, me sonríe. Yo me relajo un poco. Insisto en su verdadero nombre. Elisa. Con Z, aclara ella, de Elizabeth. Nombre sajón, pienso. Le cuento que todo es culpa de Chacón. ¿Quién es Chacón?, pregunta. Un buen amigo. Creo que quiso agasajarme contigo, pero no creo que pueda. Es un desperdicio, le digo. Una mujer tan linda y no poder hacerte nada. Ella sonríe de verdad, halagada. Le pido que me abrace. Lo hace con profesional ternura. Casi me provoca olvidar todo lo dicho y cobrarme el sexo ya pagado, pero alguien toca la puerta: Alexandra, veinte minutos.


— Tienes que salir — me dice.


Ella se levanta y medio se viste. Mientras yo me pongo los pantalones, me pregunta hacia dónde voy. “A dónde tú quieras”. “¿Me llevas hacia El Conde?” “Por supuesto”, le digo. “Espérame abajo”, me ordena.


Cuando salgo al recinto que hacía de sala de espera, ni pista de Chacón. Salgo a la calle y lo encuentro sentado sobre el capó del carro:


— Hermano, pensé que se había quedado dormido. ¿Cómo estuvo el polvo?
— Muy bueno —, le digo.
— Bien, entonces, a dormir.
— A dormir —le digo—, pero antes vamos a esperar a EliZa.
— ¿A quién?
— A EliZa. Con Z de Elizabeth.
— ¿Quien coño es EliZa?
— La chica con la que me acosté.
— ¿Le vas a dar la cola a la pe'azo 'e puta?
— A EliZa.
— Hermano, esas bichas son bien peligrosas.
— ¿Si?
— Claro, por eso se meten a putas.
— Sólo voy a darle la cola.
— Yo te acompaño.
— No hace falta.
— Claro que hace falta, hermano.


En eso hace su aparición EliZa.


¿Este es tu carro? Sí, le digo. Abro las puertas. Distribución: EliZa a mi lado, Chacón atrás. Destino: la casa de Chacón.


Cuando lo dejo en su casa, me advierte:


— Llámame cuando llegues a tu casa, hermano.
— De acuerdo.


De allí me dirijo a la casa de EliZa, en El Conde. Poco antes de llegar, le propongo: ¿quieres dormir conmigo un par de horas? Pero yo no te conozco. Ibas a hacer el amor conmigo, ¿y ahora no me conoces? No sé quién eres, me responde. ¿Cuanto cobras?, la enfrento. No es eso, me dice. ¿Y si me quieres robar? ¿Tú crees que yo te quiero robar? No sé, me responde. ¿Cuánto cobras?, insisto. Tanto, dice ella. De acuerdo, digo. Desvió el carro buscando un hotelito.


Nos acostamos vestidos. Dormimos un rato, profundamente. Soy yo quien primero se despierta. Comienzo a besar su cuello. Interrumpo su sueño. Me sonríe con expresión infantil y me pide que la deje dormir un poco más.


Cuando ambos ya estamos despiertos, ella pregunta mi edad. Cuarenta y siete. Es la edad de su padre, cosa que al parecer le causa mucha gracia. ¿No te da pena?: puedo ser tu hija. Me limito a quitarle la blusa y a recordarle que llevamos más de tres horas en el hotel. Quiero poner a prueba la tarifa acordada. Ella no dice nada. Sólo pregunta: ¿vamos a tirar? No lo sé, le digo mientras continúo desvistiéndola. Sus senos, pequeños, pero duros y firmes, están a mi alcance. Le pregunto si alguien los besó durante su jornada. Un par de tipos. ¿Te bañaste? No. Ve y báñate que quiero chuparlos, le ordeno como un padre que ha pillado a su hija con las manos sucias antes de ir a la mesa. EliZa, sumisa, se levanta y se baña.


Beso sus senos y me ordena que la penetre. Le pido uno de los muchos preservativos que lleva en su bolso. Me dice que no, que quiere ser penetrada sin nada, a capella. Me niego. Le argumento que es una chica de alto riesgo. Se ríe y me dice que mensualmente va y se chequea con exámenes de venéreas y de sida. Más sana que cualquier carajita que te tires por allí,— me advierte. — Más sana que tu mujer.
— ¿Más que Carla?
— ¿Tu mujer se llama Carla?
— Sí, claro. ¿Algún problema?
— Ninguno. En la cama con otra, aunque sea con una como yo, todos niegan a su mujer. Y cuando pagan generalmente es porque no tienen mujer o están cansados de ella.
— Yo tengo una y se llama Carla. Y no estoy cansado de ella.


Gran silencio. Saca un preservativo de su cartera y me lo pone.


Me la cojo. Rico.

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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones2256@mail.com