Si no miras, no tocas.
Y si no vas a tocar, ¿para qué me miras?
Y si no vas a tocar, ¿para qué me miras?
Me mudé al Christoforo en junio de 1994, un edificio viejo y oscuro, con gruesos marcos de madera frente a las puertas y escaleras de granito blanco con elegantes pasamanos de caoba oscuro. Los portones del ascensor, que permanecía la mayor parte del tiempo averiado, se abrían hacia adelante y no en forma lateral. Detrás de la pesada lamina de metal, había una rejilla de madera entrelazada la cual debía ser recogida como un acordeón gigante que permitía el acceso al usuario. Dentro de la cabina, colgaba sobre la pared del fondo un pequeño espejo de forma ovalada que permitía a las damas dar un último vistazo a su maquillaje o a los caballeros, la oportunidad de un ajuste final al nudo de sus corbatas.
Confieso que lo que me hizo decidir fue la excelente ubicación del edificio: calle Villaflor de Sabana Grande, a sólo unos pasos del bulevar y de la estación del Metro de Caracas. El apartamento estaba ubicado en el cuarto piso, quedando apenas dos niveles más por encima del mío. Disponía de un amplio salón que podía usarse como recibidor y comedor, una cocina más bien pequeña y una habitación con baño propio y una enorme ventana. A un extremo del salón principal había un diminuto balconcito al que se llegaba a través de unas romanillas, replica tropicalizada de los pisos madrileños.
Aunque pequeño, aquel espacio era más que suficiente para mí. Me había separado de mi mujer seis meses atrás, así que mi equipaje se reducía a la ropa, algunos libros que había logrado rescatar del huracán de la separación, un par de discos (Woodstock y una recopilación de Janis Joplin), una máquina de escribir eléctrica, un reproductor portátil de sonido y un pequeño televisor a color. Por suerte, el apartamento incluía nevera, cocina, una desgarbada cama matrimonial y una vieja y raída butaca forrada en tela roja.
En aquellos días me esforzaba por crearme una nueva rutina: me marchaba a mi oficina a las siete y treinta de la mañana y al salir de ella por las tardes, trataba de propiciar algún encuentro con amigos o con alguna amiga; si no, me obligaba a ir al cine de siete a nueve, tratando de hacerme entender que la vida continuaba su curso y que yo podía y debía insistir en participar en ella. Sin embargo, cuando mejor me sentía era cuando me iba directo de la oficina a mi apartamento. A veces apenas si me aflojaba un poco el nudo de la corbata, me preparaba un Gin Tonic con mucho hielo, abría las romanillas del balcón y me sentaba en la vieja butaca a fumar y a observar el agitado pasar de la noche. Desde mi asiento podía ver las vestustas paredes del edificio vecino al Christoforo. Para poder ver un segmento del transitado boulevar debía sacar, prácticamente, la cabeza fuera del balcón. La penumbra que poco a poco se apoderaba del salón parecía hacer más fácil que los sonidos de la noche entraran a él.
A los pocos días de haberme mudado, una noche me sobresalté a consecuencia de los gritos de una mujer en medio de lo que parecía ser una pelea doméstica. Entre los gritos pude escuchar claramente cómo se rompían platos y otros objetos de vidrio al estrellarse contra el piso o las paredes de mis vecinos. La pelea tenía lugar justo en el apartamento contiguo, cuyo balcón estaba separado del mío por apenas medio metro de pared externa. Me di cuenta de que en aquella pelea la única que emitía alaridos era la mujer, lo cual no dejó de causarme cierta gracia. A los pocos minutos la sentí sollozar. Estaba muy cerca de mí, probablemente llorando desde su balcón. Al rato la escuché hablar muy bajito, casi en susurros: "Déjame, no me toques, coño. Eres un cerdo. Un maldito cerdo asqueroso. Mira, me das asco", dijo. Luego habló con más fuerza, con un tono amenazante: "Ya te dije que te fueras, por las buenas. He tratado de portarme lo más decente posible, así que no me obligues a volverme violenta. Tú no me has visto con un cuchillo en las manos, y es mejor para ti que no lo veas. Agarra tus trapos y lárgate de una maldita vez. No quiero volver a verte en mi vida".
El tipo, si es que se trataba de un tipo, no decía palabra alguna. A los pocos segundos escuché que abría la puerta, probablemente para marcharse y no ver nunca lo que aquella mujer era capaz de hacer con un cuchillo en las manos. Corrí a mi puerta para mirar por el ojo mágico, pero no logré ver nada. En cambio, sí escuché claramente cuando cerró la puerta y el ruido del motor del ascensor que aquel día sí funcionaba. Volví presuroso al balcón, tratando de no perderme nada. Pero lo único que pude distinguir fueron unos apagados sollozos y ver como cada cierto tiempo alguien arrojaba una colilla aún encendida al vacío. No pude evitar sentirme como un voyeur auditivo.
Al sábado siguiente conocí a mi vecina. Yo estaba esperando el ascensor en el momento en que ella salía de su apartamento. Era una chica joven, de unos veintidós o veintitrés años, menudita y delgada, de piel color caramelo y el pelo negrísimo y muy corto, con una pollina que le caía rebeldemente sobre la frente. En sus brazos llevaba cargado un gato siamés. Se detuvo frente al ascensor sin hacer el menor intento por saludar. Aquello no me pareció un gesto grosero de su parte. Era, simplemente, como si no fuera capaz de verme, como si yo fuera invisible para ella. Cuando el ascensor llegó, yo halé la puerta mientras ella recogía la reja y se introducía en la cabina. Como si estuviera pensando en otra cosa, marcó el botón de PB. Antes de llegar, acarició y besó un par de veces a su gatito con una dulzura que rayaba en la devoción. He visto a madres besar de esa forma a sus hijos, y he visto a personas amar a sus animales como si fueran sus hijos. Pero había algo insólito en aquel afecto. Quizás era muy joven y demasiado bonita para buscar en animales lo que no podía encontrar entre humanos.
Apenas llegamos a PB, recogió ella misma la reja y empujó la maciza puerta con el peso de su breve cuerpo. Luego se alejó confirmándome esa sensación de que le era absolutamente invisible. Antes de alcanzar la salida, arrojó descuidadamente el gato al piso, quien comenzó a seguirla de mala gana. Al llegar a la calle, se detuvo un par de segundos, como tratando de decidir el rumbo. Tomó a la izquierda. Mi destino iba en la dirección contraria.
Yo continuaba en mi afán por alimentar mi nueva rutina. Películas americanas, muchachas que conocía en la oficina o en algún McDonald's durante un almuerzo en la hora libre de oficina, vasos de cerveza que se calentaban mientras jugaba pool con los amigos. Tenía casi treinta y nueve años, pero continuaba siendo un hombre atractivo. No me resultaba difícil conocer a una chica, seducirla, llevarla a mi apartamento, escuchar algo de música, destapar unas cervezas, descorchar una botella de vino, inventar comidas con la nevera abierta como menú. Sin embargo, los mejores seguían siendo aquellos días en que salía de la oficina y me iba solo, directo a mi apartamento.
A veces mi vecina tenía visita. Me llegaba el olor a pizza recalentada en el horno o el ácido aroma de la salsa para espaguetis. Sus amigos se concentraban en el balcón. Había música. Bon Jovi, Sting, Juan Luis Guerra. Cuando sus invitados se marchaban al borde de la media noche, ella aprovechaba para escuchar los tristes coros de Marin Marais o la enérgica pasión de Falla. Tenía una especial preferencia por Carmen y por The Doors.
En aquellos meses en que el mundo y la vida me eran hostiles y crueles, en los que me sentía aguijoneado de muerte y no sabía encontrar ni el lugar ni el momento adecuado para terminar de morirme, encontré en aquella chica a un semejante. A alguien que había sido tocado por la vida como quien es tocado por una centella. A alguien que busca, herida, su pequeña cueva, para sanarse o para morir dignamente.
Le inventé una historia a mi vecina: había estado enredada con un chico un poco mayor que ella. Un chico guapo, por supuesto. Un chico de pelo largo, amarrado permanentemente con una cola a la altura de la nuca. Un chico robusto, no gordo, sino fortachón. Un chico alto capaz de hacerle el amor con fuerza, con la ciega energía del deseo puro, un chico tan hermoso que no necesitaba decir nada en esos inciertos minutos que siguen al amor del cuerpo. Le bastaba con abrazarla, con encender un cigarrillo, con levantarse a buscar un vaso de agua a la cocina. Un chico que usaba chaquetas de cuero, y se desplazaba en una moto o quizás un jeep descapotable. Su música era Gun&Roses , Dick Dale & His Del-Tones o Alikuana. Pero un día la chica, mi vecina, descubrió que el chico se acostaba con otra. Y lo maldijo. Lo encaró: no me toques, eres un asqueroso cerdo maldito. A ella, como a mí, la vida la había aguijoneado de muerte. El veneno nunca es rápido. Se mete en la sangre, recorre tus venas, se apodera de tu cuerpo. Luego te asfixia, te nubla la mirada, te oscurece el cielo azul. Y cada día te cuesta más volver a levantarte, despertarte para perseguir una rutina que no quieres ni deseas. Buscas la suave oscuridad de la madrugada, la butaca roja, el vaso de ginebra pura. Una muerte lo más ligth posible.
Los sábados en la noche, después de las diez, comenzaban a brotar de su apartamento viejas baladas de The Beatles, de Ricardo Cocciante, o música de Nirvana, The Doors, Björk, Aire (de Bach), Falla (Amor Brujo: yo no sé que siento ni qué me pasa cuando este mardito gitano me farta - ¿dónde?, ¿en la cama o en el respeto?). La presentía como un animalito eterno, buscando desesperada en el pasado y en el presente el antídoto a la mortal mordida. Contemplaba su sombra reflejada en la sucia pared del edificio de al lado. La veía arrojar al vacío las colillas de sus cigarrillos. La imaginaba buscando a su gato, abrazarlo, besarlo con insólita dulzura.
Un día nos tropezamos a la entrada del edificio. Ella iba cargada de bolsas del mercado, seguida por su gato. Me adelanté y abrí la puerta con mis llaves. Igual que la vez anterior, ella entró al edificio como si la puerta la hubiera abierto Dios, a quien pocas veces agradecemos que nos permita volver a respirar. Cuando vio la nota que alertaba que el ascensor estaba, una vez más, dañado, dio un zapatazo contra el piso. El siamés maulló al unísono, quizás asustado por el gesto de su dueña o quizás protestando por el largo camino que aún le tocaba recorrer. Comenzamos a subir, ella, el gato y yo, casi juntos. Estuve tentado a ofrecerme a ayudarla con las bolsas, pero me dio miedo presentarme como un aparecido, como un ser que venía de la nada. Ibamos por el tercer piso cuando algún ángel me ayudó e hizo que la bolsa en la que llevaba sus naranjas se rompiera y rodaran unas cuantas escaleras abajo. Logré atrapar varias. Ella puso las bolsas sobre un peldaño de las escaleras y comenzó a recoger las que pudo. En total, rodaron apenas unas nueve naranjas. Cuando me acerqué a ella con las frutas rescatadas, me indicó que las pusiera en otra bolsa. Cuando lo hice, me dijo: "muy amable, señor", y volvió a ignorarme. Llamó a su gato: "Minino", y continuó su camino. Ambos llegamos a nuestros respectivos apartamentos prácticamente al mismo tiempo. Cuando me armé de valor para despedirme de ella, ya había cerrado su puerta.
Un par de meses después fui con una compañera de oficina al "Pop '68", un diminuto pub donde podías escuchar jazz en vivo y beber hasta que te diera la gana, sin preocuparte por la hora. Contrario a la sugerencia del nombre, el sitio está siempre atestado de jóvenes menores de veinticinco años. A mi amiga no le gustaba mucho el jazz, así que lo único que la mantenía en vilo eran los sendos vasos de vodka con agua quina que a cada rato pedía. Sería una presa fácil. Como los meseros no se daban a basto, yo mismo iba a la barra y pedía mis tragos y los de mi amiga. En una de esas me tropiezo -¿adivinen?- ¡con mi vecina! Me miró a los ojos y luego bajó los suyos. Se detuvo un segundo frente a mí, se sonrió nerviosa y coquetamente, recogió con sus manos la rebelde pollina y me saludó. Dijo: "hola", y se marchó.
Llevé el trago a mi amiga y bebí el mío de un solo golpe. Estaba excitado. La tenía allí, sin el balcón, sin el maldito ascensor, sin el gato que le robaba los besos. Estaba sentada al fondo, en la barra. Lucía radiante, feliz, sin que nadie, menos yo, pudiera sospechar su infinita tristeza, su larga amargura de cantos y coros tristísimos.
Una noche me descubrió. Yo estaba sentado en mi butaca roja, auscultándola, tratando de descifrar la ubicación de sus pasos. Desde su balcón, ella preguntó, a quemaropa:
- Estás fumando, ¿no?
Sorprendido, apenas atiné a responder:
- Sí ...
- ¿Me das uno?
No esperó mi contesta. La escuché caminar. Cuando abrí mi puerta, ella estaba allí. Llevaba una franela holgada y unos jeans desteñidos. Tomó el cigarrillo que le ofrecí y aceptó la llama de mi encendedor. Me dijo, mirándome a los ojos:
- "Minino" se escapó. Es macho. No lo quise castrar y se marchó.
- ¡Cuánto lo siento! - le dije.
- Los machos siempre se van - dijo.
Y le quise decir que yo la escuchaba en las noches, que disfrutaba su música, que la espiaba desde mi balcón, que sentía sus pasos nocturnos mientras yo trataba de conciliar un descanso que no me era posible, que yo jamás me atrevería a dejar a una mujer tan hermosa como tú, a una mujer que me espantara el sueño para provocarme otros sueños con tu piel de caramelo. Te consolaré tocando la punta de tus dedos, despeinando tu corto cabello, besando los labios que otros engañaron.
Pero no dije nada. Se me ocurrió invitarla a pasar a mi apartamento, pero temí asustarla. Aspiró con fuerza el cigarrillo recién encendido y dijo:
- Gracias, señor.
Ese asunto del señor me mataba. Yo era, si acaso, diez, trece años mayor que ella. Diez años más tarde, y nadie notaría (mucho) la diferencia. Caminó despacio hacia su apartamento. Yo continué mudo, a sabiendas de que había tenido mi oportunidad y la había perdido.
A los pocos días la encontré sentada en una de las mesitas del café que quedaba justo al frente del Christoforo. Estaba abatida y ojerosa. Su piel había cobrado esa palidez de los enfermos. Mientras abría la puerta de entrada del edificio, me armé de valor, me volví sobre mis pasos y me acerqué a ella:
- ¿Aún no aparece "Minino"? -
- ¿Qué? - preguntó ella, extrañada, como si no supiera de qué le hablaba.
- El gatito ... - insistí, nervioso.
- No, no. Se fue. No creo que vuelva. Ya no. Ojalá que esté con una gatita y que no lo haya matado un carro.
- Si quieres hablar (Do you want to talk about it, frase recurrente en las películas americanas).
- No, no. No quiero hablar.
Sonreí, probablemente como un imbécil y me retiré, probablemente como un imbécil.
Al día siguiente, en el pasillo de mi apartamento, me tropecé con un gentío. Había policías, enfermeros, curiosos, la conserje, los otros vecinos. Había un muerto en el apartamento contiguo al mío, en el apartamento de mi vecina. Durante unos segundos abrigué la absurda esperanza de que la chica hubiera hecho uso de los cuchillos de su cocina contra el chico de la chaqueta negra. Pero no, la muerta era ella.
Bajé las escaleras, ya que el ascensor continuaba dañado. Al llegar a la salida del edificio miré a mi derecha y a mi izquierda. Caminé a la izquierda, atreviéndome a ausentarme de la oficina y a seguir los pasos de una chica que ya no existía.
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VERSIÓN REVISADA (septiembre 2008). Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones@cantv.net.
2 comentarios:
Acuso presencia de mi paso por este blog. Gran reto por delante leerle y con esta falta de tiempo que padezco, más aún, pero es grato tenerlo en favoritos para pasear en días agitados. Mil saludos.
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