jueves, 13 de mayo de 2010

EL ATOLONDRADO MUNDO DE DANIELA GOLDMAN


Me llamo Daniela Goldman, tengo doce años y soy judía. Esos son mis datos básicos. Mi familia es ortodoxa, pero he decidido que yo no lo seré, razón por la que a escondidas  como cerdo y  a la carne le pongo queso, ambos alimentos en un mismo plato.

Una de las razones por las que he decidido no ser muy ortodoxa en la práctica de mi religión es el chico Ricardo Arteaga. Es divino. Cierto que no es muy aplicado en los estudios, pero no lo necesita. Es arrogante y vanidoso, y cuando le preguntan algo en clase y no sabe la respuesta (cosa que ocurre con muchísima frecuencia), no se deja que lo hagan sentir bruto. Siempre responde con voz muy firme la razón por la cual no sabe lo que le han preguntado, o simplemente comienza a inventarse algo con tal seguridad que, de no ser por la cara de espanto de los profes, todos pensaríamos que esa sería la respuesta correcta.

Es muy lindo, pero en relidad es feíto. Se parece a un actor que a mi mamá le gusta mucho, un tal Steve McQueen. Es rubio, pero con el pelo muy rizado y reseco. Lo lleva muy corto. Su nariz es ancha y aplastada y sus ojos verdes. Le gusta mucho el deporte y se las arregla muy bien en las carreras de cien metros. Toca guitarra y, por cierto, es católico, pero tampoco es muy ortodoxo con su religión. Como yo.

Tengo una perra coquer spaniel, color caramelo. Se llama Lola, pero Elías, mi hermano mayor, la llama LALO-CA. O cuando la tropieza adrede, se diculpa con ella en tono burlón diciéndole LOLA-MENTO. A mí no megusta que la llame así  porque sé que ella lo entiende todo (comprende muy bien nuestro idioma) y se resiente, pero mientras más se lo protesto, pues, Elías más lo hace. Debe tener la cabeza llena de leche condensada o de chocolate derretido. Lola, en cambio, es educada y no se hace sus gracias en casa, sino en el jardín. Me costó mucho hacerla aprender, pero lo logré.

Además de Elías, tengo otra hermana llamada Raquel. Ella estudia quinto año. Elías, tercero, y yo apenas acabo de entar al primero de bachillerato. De mis profesores, el preferido es Eduardo López. Él nos da biología, pero sus clases no son para nada aburridas. Siempre trata de enlazar los conocimientos de su clase con cosas de la vida real. Por ejemplo, nos explica que esa locura que estamos sintiendo ahora las chicas por los chicos, y viceversa, es gracias a una explosión de hormonas en nuestros cuerpos. Cuando dice cosas así, todos nos reímos mucho, pero le prestamos muchísima atención.

En enero la profesora de matemáticas, Matilde, salió de permiso prenatal y en su lugar llegó la profesora Laura. Es la profesora más bonita de todo el liceo y creo que todas nosotras queremos ser como ella cuando seamos más grandes. Es morena, con la piel color canela. Sus cejas son espesas y gruesas, pero combinan muy bien con sus tupidas y largas pestañas. Su abundante pelo lacio que muchas de nosotras consideraríamos infernalmente aburrido, luce estupendamente bien gracias al corte que ella ha sabido escoger. Es menudita y muy delgada, pero su cuerpo está muy bien proporcionado y luce bien tanto en falda como en pantalones. Cuando usa falda, por lo general se pone botines, lo que le da un aspecto aún más juvenil al de su verdadera edad. Es divorciada y tiene una hija como de cuatro o cinco años. Se llama Jeniffer, digo, la hija.

El profesor Eduardo se va a casar a finales de año. No conocemos a su novia, pero sabemos que se llama Alicia y que trabaja como enfermera. De vez en cuando nos contaba algo de ella y nos informaba sobre algún detalle de sus planes de boda. Se le notaba a leguas que la quería mucho y de verdad. Pero a los pocos días de comenzar a darnos clases la profesora Laura, el profesor Eduardo dejó de hablarnos de su novia. De esto nos dimos cuenta después, cuando comenzaron a pasar cosas extrañas.

Al comienzo veíamos a los profes Laura y Eduardo hablar durante los recreos, pero en grupo, acompañados de otros profesores. Pero al poco tiempo comenzaron a andar ellos dos solos. Se sentaban en algún banquito y charlaban. Parecía que se la pasaban muy bien juntos, pero poco a poco las cosas cambiaron. Apenas si se reían y parecían hablar de cosas muy serias. Y mientras él le hablaba, ella bajaba la cabeza mientras dejaba que sus manos juguetearan con su pelo o con su falda. Y cuando sonaba el timbre que ponía fin al receso, ellos continuaban allí sentados, como si alguna fuerza muy grande les impidiera levantarse de sus asientos.

Una de nosotras logró averiguar que el señor que pasaba a recoger a la profesora Laura a la salida de clases en un carro muy elegante, era un alto ejecutivo de Petroleos de Venezuela. Supusimos que era su novio, ya que no era tan viejo como para ser su papá. Y tampoco nos hubiéramos creído que la profesora Laura hubiera dejado que su papá la pasara recogiendo a la salida de clases.

Un día Andrea, una de mis compañeras de clase, vio algo que no podíamos creer y que nos hizo comprender muchas cosas. Ella pidió permiso para ir al baño (una pésima costumbre que tiene desde la primaria) y en el camino logró ver a la profe Laura con el profe Eduardo medio ocultos entre los arbustos del jardín. A Andrea le paració extraño y, oculta tras una columna, se quedó un rato observándolos. De pronto él se inclinó y la besó en los labios. Andrea, sin haber ido aún al baño, se devolvió corriendo al aula de clase. Para nada, porque no nos pudo contar nada hasta que terminó la clase.

Al comienzo no le creímos: eran profesores y ambos tenían novio y novia. Pero ya era notorio que se pasaban el recreo juntos, siempre hablándose  con extrema seriedad.

A los pocos días yo misma vi como el profe le agarraba la mano a la profe en pleno recreo. Ella la liberó rápidamente, llevándosela al pelo, como tratando de disimular la osadía de su compañero. El profe la miraba de forma extraña. La miraba con dolor.

A los pocos días, Gabriela los encontró solos en la seccional del liceo y según ella, estaban agarrados de la mano. Gabriela se devolvió unos pasos, dejó caer unos libros al piso para hacer mucho ruido y luego entró a la seccional. Eso les pemitió a los profes separar sus manos y sus cuerpos.

Roraima fue otra que los encontró un día besándose en un rincón de la biblioteca. Ya nosotras andabamos por el liceo muy asustadas, ya que no sabíamos en que lugar podíamos llegar y encontrarnos a los tortolitos en plena faena amorosa.

Me dolía mucho lo que el profe le hacía a su novia. Lo hubiera entendido de otro profe, pero no de él.

Un día que mamá le prestó el carro a mi hernana Raquel, ella montó en el auto a por lo menos cincuenta de sus amigas. Yo iba absolutamente aplastada y no sé como fue que no morí asfixiada. Apenas todas lograron acomodar sus enormes caderas y prominentes senos, comenzaron a hablar de los profe Laura y Eduardo. ¡Ellas también estaban al tanto del romance! Entonces mi hermana, que siempre quiere saberselas todas, comentó que ella pensaba que ese par no se había ido aún a la cama y que por eso andaban por allí besándose como chiquillos.

Yo nunca había pensado en mis profes en la cama. Era una posibilidad, es verdad, pero jamás había pensado en eso. Y aunque me duela admitirlo, tuve que darle la razón a mi hermana: seguro que no se habían acostado ... aún.

Apenas llegué a casa llamé por teléfono a mis amiguitas y les comenté la conversación de las amigas de mi hermana. Aquello fue una verdadera  bomba, ya que pensábamos que solo nosotras sabíamos del romance entre los profesores.

Un día el profesor Eduardo llegó a clases con una carpetica amarilla. Intentó disimularla entre sus papeles de clase, pero todas nos dimos cuenta de qué se trataba: eran los manuscritos de su libro.

Hacía como ocho meses atrás el profe nos había mostrado copia de ese manuscrito, ya que lo iba a llevar a una casa editorial muy conocida. Después de un par de meses, nos comentó muy contento que habían aprobado su publicación. Era un libro de cuentos.

Cuando diecisiete niñas nos ponemos a detallar a un profesor, podemos hasta adivinar sus pensamientos. No nos costó nada descubrir que aquella carpetica era una copia de su libro que aún no había salido de imprenta, y supimos sus intenciones: darselo a leer a su a su nuevo amorsito, la profe Laura.

No vayan a creer que toda esta historia me hizo olvidar al chico Ricardo, tan lindo él. Las cosas iban bien, o al menos eso era lo que yo me imaginaba. A veces lo descubría mirándome en clase. Pero eso le molestaba mucho, digo, sentirse descubierto. Yo disumulaba y me hacía la desentendida.

Es increíble, pero apenas salimos de clase los chicos desaparecen, como si la tierra se los tragara. Una nunca se los encuentra en el automercado haciendo compras con sus mamás, ni en las tiendas, ni en las librerías, ni en las plazas, ni siquiera en las calles. Creo que todos andan peleados con el mundo entero y se ocultan de él, y solo confían y se sienten bien entre ellos mismos. Lo digo por Elías, mi hermano. Cuando le preguntamos que cómo está, invariablemente responde "perfecto". Aunque venga con la camisa rota a pedazos, con raspones en los codos o con la nariz partida, para él siempre todo está perfecto. Nunca ayuda para nada en la casa, ni siquiera con el jardín, que es cosa de hombres. Y si papá lo obliga a pasar la podadora de césped, entonces entra a la cocina cada dos minutos a tomar agua, aunque en realidad lo que busca es que estemos descuidados para robarse una cerveza. Ya lo pescaron una vez medio borracho y papá lo castigo muy duro, pero parece que a Elías no le importan mucho los castigos. Para mí, que terminará siendo un delicuente juvenil. Bueno, en cierta forma ya lo es. Mamá le descubrió una vez que había vendido el reproductor de VHS que él tenía en su cuarto. Con el dinero se compró un taco para jugar pool. ¿Se imaginan lo tarado que es? Pues papá y mamá lo obligaron a deshacer la venta del VHS y a que devolviera el dinero al comprador con el dinero de su mesada.

Sólo una vez me conseguí a Ricardo en la plaza. Yo andaba paseando a Lolita. Andrea iba conmigo. Entonces llegó Ricardo. Andaba solo, montando bicicleta. Me preguntó por la raza de Lola. Me dijo que él tenía un doberman, un verdadero salvaje, y que si su perro veía a mi perrita, seguro que la aprisionaba entre sus mandíbulas hasta matarla. Me advirtió que en estos casos él no podría hacer mucho, ya que el doberman entraba en una especie de trance de furia y ya no obedecía a nadie. Yo le escuché en silencio. Estaba tan contenta de verlo y tan emocionada de que me hablara, que no me dio tiempo a molestarme por la retahíla de idioteces que me dijo.

Los chicos tampoco parecían muy interesados en el idilio entre los profes Laura y Eduardo. Creo que su atención se concentraba únicamente en tratar de desnudar con la mirada a la profe Laura. Y cuando los chicos andan en eso, no son capaces de ver ni a un dinosaurio, aunque les camine frente a sus narices.

Cada día sentíamos más lástima por la pobre señorita Alicia, a quien sin haberla conocido nunca, sabíamos que su futuro matrimonio y felicidad estaban en pico'e zamuro. A veces odié con todas mi alma a la profe Laura. Odié su encantadora cara, sus hermosos vestidos, su glamorosa forma de caminar. Si no se hubiera atravesado en la vida del profe Eduardo, él continuaría amando a la señorita Alicia y sólo pensaría en casarse con ella y en hacerla feliz, como lo había hecho hasta hacía pocos meses. Pero también sabía que el profe Eduardo no era sólo una víctima de los encantos de la profe Laura. Hubiera podido resistirse a esa loca atracción y mirar hacia otro lado. Pero no, en su lugar se dejó embaucar por las linduras de la profe y se dejó arrastrar como si fuera un hombre libre de compromisos y ella, una señora libre. Ambos eran unos mentirosos y unos traidores.

Una semana después de haber visto al profe Eduardo con el manucristo de su libro, vimos a la profe Laura llevarlo en sus manos. Mientras nosotros resolvíamos larguísimos problemas de polinomios y de despeje de ecuaciones, ella aprovecha para leer el manuscrito. Lo leía con imponente seriedad, y se notaba que repasaba una y otra vez cada palabra, ya que tardaba como una hora en pasar de una página a la otra.

Durante esos días, ellos continuaban hablándose durante los recesos. Mientras conversaban, ella acariciaba el manuscrito con tal devoción que parecía que se tratara de una extensión del cuerpo del porfe Eduardo. Por lo general era él quien hablaba, mientras ella inclinaba la cabeza y miraba distraídamente hacia los lados o hacia el piso. A veces lo miraba y su cabeza dibujaba un gesto de negación a las palabras de su compañero. Me di cuenta de que ella también sufría, y por un momento mi desprecio por ellos desapareció y sentí mucha tristeza.

En ese momento decidí que nunca le sería infiel a nadie, a ningún hombre, ya fuera mi novio o mi esposo. Y si alguna vez sentía algo por otro hombre, se lo confesaría en el acto, para que él me protegiera de mis malos pensamientos. Eso haría.

Aunque ustedes no lo crean, hay muchas cosas que ya he decidido en mi vida. Como ya les dije, he decidido que no seré una judía ortodoxa como lo son mis padres, y dejaré incluso que mis hijos celebren la navidad. Aún no he decidido si seré arqueóloga o biologa marina, pero ya pronto lo haré. No he decidido a que edad exactamente me casaré, pero será entre los veinticinco y los treinta años. Antes seré muy joven, y después de esa edad, un poquito viejita. He decidido dejar que mis hijos tengan mascotas, y también decidí que no los andaré regañando por todo, en especial por el desorden de sus cuartos.

Andrea y María Fernanda son las únicas que saben lo que siento por Ricardo. Ellas sí saben guardar un secreto, cosa que muy pocos saben hacer. María Fernanda es una ilusa y está enamorada del profe Tom, un joven irlandés que nos da clases de inglés. Ella no necesita asistir a esa materia, ya que cuando niña vivió con sus padres un par de años en Kingstone, Inglaterra, pero aún así no falta ni a una sola clase.

El último sábado de mayo celebramos la Verbena Anual Profondos para mejoras del colegio. Son estupendas porque podemos ir vestidas como querramos y podemos llevar patines o pelotas para jugar. Las bicicletas no están permitidas. Las pasamos muy bien ya que comemos como cerdas durante todo el día y tomamos jugos y gaseosas hasta reventarnos. La verbena está organizada por los padres, quienes llevan comida, ensaladas, postres y jugos. También contratan juegos como competencias de tiro al blanco o arneses para escalar muros. Los alumnos debemos ayudar aistiendo a los representantes durante un par de horas, pero esto también es divertido.

Este año Andrea, María Fernanda, Gabriela y yo organizamos una pequeña pista de baile animada por un equipo de sonido portátil. La idea era que los bailarines concursaran y el mejor se llavaba la tercera parte de la colecta. El resto sería para el colegio. Pero fue un rotundo fracaso. Aunque arrastrábamos a los chicos a nuestra pequeña pista, ninguno se animaba a bailar, menos cundo le decíamos que debían pagar. Todas nos ofrecimos a bailar con ellos, pero ninguno se animo. Son imbéciles no de nacimiento, sino desde que sus padres eran novios. Preferían irse al tiro al blanco en donde estaba una muchacha en traje de baño sentada en una silla que colgaba en el aire sobre una pequeña alberca de agua. Si el lanzador acertaba a darle en el centro al  pasador que activaba el mecanismo del juego, la chica caía repentinamente al agua. Como no era fácil acertar, por lo general la chica siempre estaba distraída al momento de caer, por lo que invariablemente pegaba un grito. Hasta nosotras nos animamos a disparar nuestras pelotas contra el pasador, pero aunque acertamos un par de veces, no lo hicimos con suficiente fuerza.

Decidimos cerrar nuestra fracasada pista de baile y nos fuimos a patinar al patio central  del colegio. En eso, todas nos quedamos de una sola pieza. Vimos al profesor paseando por entre los kioskos, tomado de la mano de una hermosa chica. Sin duda, era la señorita Alicia. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia ellos, con tal ímpetud que no logré frenar a tiempo y me estrellé contra el profe. Como no tenía nada qué decirle ni qué preguntarle, me inventé que me había hecho daño en el tobillo. Se inclinó, movió mi pie de un lado a otro, y en algún momento pegué un pequeño quejido, para disimular, pero le dije que no era nada. La chica era muy blanca, de pelo castaño claro, casi rubio. Sus ojos eran grises oscuros. Era una belleza y me complació que no tuviera nada que envidiarle a la profe Laura en ese sentido. Sin embargo, con el alboroto de mi supuesta caída, el profe Eduardo no me presentó a su acompañante, el cual había sido el objetivo de mi treta.

Patinamos hasta que nos cansamos. Pero yo no podía dejar de pensar en la señorita Alicia, y en los profes Laura y Eduardo. La profesora Laura, por ejemplo, no había asistido a la verbena, cosa muy extraña ya que todos los profesores participaban de ella, incluso los suplentes. ¿Había ocurrido algo que le impidiera venir? ¿Habrían discutido ella y el profe Eduardo? Por otra parte, ¿por qué el profe Eduardo había llevado a su prometida al colegio? ¿Acaso la usaba para darle celos a la profe Laura? ¿O acaso la señorita Alicia había sospechado algo raro con respecto a su prometido y había ido a visitarlo para que supieran que era ella la quien mandaba en ese juego? Todo aquello era muy raro.

Yo estaba muy alterada y no sabía si estaba muy contenta o muy triste. Era como si estuviera apunto de que me pasara algo muy importante y yo me sentía absolutamente capaz de afrontarlo. Tal vez fuera el inclemente sol, tal vez el endiablado y humedo calor de mayo, tal vez los veloces latidos de mi corazón que impulsaban litros de sangre por segundo a mi cabeza, pero en aquel momento me sentí dispuesta a todo. Fue entonces cuando se me ocurrió acercarme a Ricardo y a pedirle que patinara conmigo. Era ahora o nunca, y todo se había vuelto tan repentinamente importante para mí que no podía quedarme sentada esperando a que las cosas pasaran.

María Fernanda y Andrea me escucharon horrorizadas cuando les conté mis intenciones. Gabriela me miró en silencio. Decidí no escucharlas y me fui a buscar a Ricardo. Lo encontré a orillas de la cancha de basket sentado en un  banco, junto a dos chicos más. Patiné con firmeza hacia ellos, aunque no sabía exactamente qué haría al llegar.

Me planté frente a él y le dije:

- ¿Puedo patinar con ustedes, Ricardo?

Todos se quedaron en silencio. Ricardo intercambio rapidísimas miradas con sus amiguetes. Luego, burlón, me respondió:

- ¡Ni lo sueñes!

Me quedé mirándolos en silencio. Sentía como la cara se me encendia y casi me quemaba. Lo peor es que sabía que ellos notarían mi reacción. Di media vuelta y me fui. Antes de alejarme lo suficiente logré escuchar que Ricardo se mofaba de mi nariz judía. Entonces quise quitarme el patín y estrellárselo en la cara. Mis amigas andaban más o menos cerca y me reuní con ellas. No les comenté nada, pero sabía que lo había visto todo. Me miraban de reojo, pero sin decir palabra. Entonces Gabriela hizo algo que no debió hacer: en un gesto de lástima, puso su mano sobre mi hombro. Entonces comencé a llorar y sabía que ya no pararía en mucho rato. Había perdido el control, así que me alejé de ellas y me fui hacia el borde del patio. Luego busqué el pasillo de los laboratorios que era uno de los pocos sitios que estaba sin gente. A la entrada de una de las aulas, había unos pupitres. Me senté en uno de ellos y le di rienda suelta a mi llanto.

Vi de reojo vi que alguien mayor se acercaba a mí. Pensé que sería algún profesor o algún bedel, ya que los baños de profesores andaban muy cerca de donde yo me encontraba. Lo que no me imaginé nunca es que fuera el profe Eduardo.

- ¿Qué te pasa, Daniela?
- Nada.
- Nadie llora así por nada, ¿qué te ocurre, te golpeaste?
- Nada. No me he golpeado.
- ¿Te peleaste con tus amiguitas?
- No, no.
-Entonces, ¿es por un chico?

Me molestó que hubiera acertado, y me molestó no poder negárselo. Al contrario, mi llanto cobró más fuerza y me impedía mover la boca. Creo que se asustó un poco, ya que tomó uno de los pupitres y se sentó frente a mí.

- Cálmate. Esas cosas nos pasan a todos. Y los primeros golpes suelen ser los más duros. Pero apenas eres una chiquilla, ya tendrás tiempo de aprender y de encontrar al chico indicado.

Mientras más me hablaba, más lloraba. Entre lágrimas, lo miraba con furia. Mi cabeza no podía pensar, sólo sentir. Quería hablarle, gritarle, pedirle que me dejara en paz, pero no me salían las palabras. Finalmente, no sé de dónde, me salió un hilo de voz:

- Odio a los hombres. Los odiaré siempre. Ya lo he decidido. Todos son unos patanes.

En su rostro se dibujo una sonrisa condecendiente. Me dijo:
- No nos juzgues a todo por uno solo.
- Todos son iguales - , le volví a confirmar. Ahora podía hablar, pero sabía que no podría controlar lo que diría. Era como si hubiera enloquecido.
- Fijese en usted mismo... - le dije, pero el llanto me impidió terminar la frase.
- ¿Qué pasa conmigo?- me preguntó, repentinamente serio.
- ¿Por qué le hace eso a su novia? ¿Por qué si no puede dejar en paz a la profesora Laura, por qué al menos no termina con su novia Alicia?

El profe Eduardo se quedó en silencio. Estaba pálido.

- Usted no tiene edad para entender estas cosas, señorita-, me dijo. Había comenzado la frase con un tono autoritario, pero en el camino rectificó y la terminó en un tono casi de confidencia-. La vida es muy complicada, muy enrededada.
- Y solo porque está confundido, ¿tiene que andar por todas partes besando a la señorita Laura y mostrándole su libro?
- Tú no puedes entender esas cosas aún.
- No necesito entender nada para comprender muy bien lo que usted está haciendo-, le dije. De verdad que no podía parar. Ni siquiera me daba cuenta de que le hablaba a un profesor, que muy bien podía levantarse y expulsarme durante una semana entera por indisciplina e irrspeto.
- Ambos estamos muy confundidos, pero no hemos hecho nada malo, ni lo haremos. Ya eso lo hemos discutido.
- No podrá dejar a la profe Laura. Se ve que la quiere mucho-. Yo ya casi había dejado de llorar, ya que esta historia también me interesaba mucho.
- No sé si la quiero, pero sí, me costará dejarla. Por eso ella renunció ayer. Ya nunca más la veré.
- ¿Renunció? ¿Por su culpa? Bueno, no por su culpa, digo, ¿renunció por usted?
- Sí, ayer.
- ¿Y siempre se va a casar con la señorita Alicia?
- Nunca pensé en dejarla plantada, eso nunca estuvo en discusión.
- ¿La ama?
- Daniela, creo que ya hemos hablado más de la cuenta sobre este tema.
- Sí, claro, profe.
- ¿Ya estás tranquila?
- Mucho. Temía que fuera a abandonar a su novia... - pero el profe me cortó.
- Daniela, Daniela, no me refiero a eso. Pregunto si ya estás más tranquila de tu llanten.
- Sí, claro. Ya estoy más tranquila.

Estuvimos un ratito más sentaditos en silencio. Luego él se levanto y se despidió. Dijo que ya había dejado a la señorita Alicia demasiado tiempo sola e iría a reunirse con ella.

Mientras estuvimos en silencio, temí que me preguntara que quién más sabía lo de él con la profe Laura, o que me hiciera prometer que no le diría nada a nadie. Pero no lo hizo. Eso me gustó.

A los pocos minutos de irse, me levanté. Busqué la salida del liceo y me fui a patinar sola, por allí. Estaba triste, pero a la vez muy contenta. Nunca comenté a mis amigas la conversación que había tenido con el profe Eduardo. Me gusta impulsarme con las piernas y dejarme luego desplazar sobre mis patines con las piernas muy firmes. Me gusta esa vibración en todo mi cuerpo. De pronto vi un colibrí revoloteando entre las flores. Me acerqué lo más cautelosamente que pude, y lo asusté. Cada vez que veo un colibrí, no puedo evitar asustarlo.

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Publicado en el libro "Japi berdei tu yu", Playco Editores Publicaciones. Primera Edición 2002. Segunda Edición 2007. Premio "Narrativa Juvenil Salvador Garmendia", edición 2002. Este libro podrá conseguirlo en las más importantes librerías del país. Para mayor información, favor comunicarse a los teléfonos 0212-2354736 y 0212-2372764.
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