lunes, 22 de agosto de 2022

EL TEQUILA SUNRISE (Versión corregida 23 de agosto de 2022)

A la memoria de Julio Miranda,
compañero del alma, compañero

 

1

Su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración, como un conjuro. Si llegabas a contemplar su desnudez, sólo contemplarla, era suficiente para que supieras que eras el elegido de algún dios. Pero si lograbas tocarla, acariciar su piel bronceada y luminosa, dejar que tus dedos bordearán el vertiginosa alzamiento de  sus muslos, sentir tu aliento rebotar sobre el sobrecogedor dibujo de su boca, entonces no podías hacer otra cosa que sentir que eras dios y que desde allí, desde ella, encaramado sobre la alta cima de sus senos pequeños y fulminantes, serías capaz de entenderlo todo.

2

Horacio estaba en cuclillas frente a la fogata, removiendo los leños con una delgada vara de madera. Vestía shorts rojos y una camiseta blanca. Yo estaba sentado sobre el casco de un viejo peñero pesquero. Estábamos en las playas de Adícora. Era de noche. Me pareció que nos bastaba con estar en silencio, pero él necesitaba decirlo una vez más:

—  Un día nos peleamos y decidimos terminar. Dos meses más tarde nos encontramos por pura casualidad en Sabana Grande. La invité una cerveza o un café, no recuerdo. En algún momento uno de los dos tocó la mano del otro. Con ese gesto declaramos que la noche sería nuestra. Nos fuimos a mi apartamento. Hicimos el amor. Terminamos dormidos. La luz del amanecer me despertó. Hacía frío. Como aún estaba aturdido por el sueño y me creía solo, me sorprendió encontrarme a una mujer en mi cama. Ella me daba la espalda y no pude reconocerla de inmediato. Me bastó inclinarme un poco con la intención de ver su rostro y, antes de lograrlo, ya la había recordado: era la mexicana. Uno de sus brazos cubría sus senos, mientras el otro le servía de soporte a su hermosa y altiva cabeza. Yo regresé sobre mi almohada. Su espalda estaba desnuda. Antes de cubrirla con la cobija pude ver en ella una pequeña cicatriz a la altura de su omoplato. No me preguntes cómo, pero nunca antes le había visto esa pequeña marca sobre su piel. En ese momento pensé: "Coño, es una mujer. Sólo una mujer".

3

Siempre me pareció conocer a Horacio de toda la vida, aunque en realidad nos conocimos en plena adolescencia, una mañana de octubre de 1975. Entró a nuestra aula de clases llevando apenas un cuaderno en la mano. Caminó hacia la profesora y le entregó un papelito. Lo hizo sin mirar a nadie. Después de leerlo rápidamente, la profesora nos presentó al muchacho: Horacio Vegas. A partir de ese momento era parte del curso de tercer año. Pero nosotros decidimos que jamás sería uno de los nuestros. Desde el primer momento nos molestó su cara de muchacho asustado, sus manos metidas en los bolsillos, su sonrisa imprecisa y tonta. Horacio siempre causaba una pésima primera impresión. Pero siempre se las arreglaba para enmendarse. Siempre.

Al parecer él tampoco tenía mucho interés en mezclarse con nosotros. En los recesos y en las horas libres se reunía con los muchachos del cuarto año, a quienes parecía conocer de otro lado. Se trataban como amigos, lo cual nos importaba menos que nada.

Su aspecto, su actitud y su conducta delataban que no era muy buen estudiante y en consecuencia los profesores habían comenzado a mirarlo con malos ojos: insistía en ir a clases con el mismo cuadernito sucio con el que entró al aula el primer día, se jubilaba a cada rato y lo habían pescado un par de veces fumando por los jardines y baños del liceo. Además, tenía una especial reticencia para visitar al barbero. En pocas palabras, le tenían el ojo puesto. Pero las cosas no tardaron en cambiar. Para los exámenes trimestrales de febrero obtuvo excelentes calificaciones en casi todas las materias, menos en Castellano y Literatura. El Consejo de Maestros podía sospechar que había hecho trampas en una o dos pruebas, pero no en todas y en cada una de ellas. A partir de ese momento los profesores agarraron la manía de interrogarlo a cada rato en clases, como para verificar la legitimidad de sus conocimientos. Y el tipo respondía siempre bien. A veces, incluso más de lo que se le preguntaba. O, una vez concluida su respuesta, se abalanzaba con alguna interrogante que complacía mucho a los docentes y nos hacía quedar a los demás como verdaderos imbéciles. Creo que allí fue cuando comenzamos a odiarlo de verdad. Cada día estábamos más seguro de que era un farsante.

A nuestro regreso de las vacaciones decembrinas, Horacio solicitó al profesor de Educación Física ingresar al equipo de fútbol de nuestro curso. Tal vez él hubiera preferido pertenecer al equipo de cuarto año, donde estudiaban sus amigos, pero las reglas dictaban que los alumnos debían jugar en los equipos de su mismo curso y, si sus méritos y habilidades lo destacaban, pasaría a formar parte del equipo del liceo. Fue sometido a unas breves pruebas de resistencia y de manejo del balón y fue aceptado. Comenzó como jugador emergente. Durante los dos primeros partidos no le dejamos otra cosa que vernos jugar. En su tercer partido tuvo su primera oportunidad de ingresar al campo de juego. Ninguno de nosotros parecía dispuesto a pasarle el balón por nada del mundo, así que Horacio parecía jugar él solo contra veintitrés contrincantes. Aun así, el balón cayó a sus pies y no lo soltó hasta llevarlo hasta la propia puerta de la portería enemiga. Sabíamos que él mismo hubiera podido meter aquel gol, pero eso hubiera sido para él un glorioso y definitivo final. Levantó la cabeza, reconoció a Miguel Andrade en una excelente posición y le cedió la pelota y, con ella, la patada triunfal. Le caímos encima a Miguelucho para regodearlo con nuestra alegría, aunque todos sabíamos que aquel gol era de Horacio, para quien no hubo ningún reconocimiento. Sin embargo, a partir de ese momento lo dejamos jugar. Aunque lo habían asignado como defensa, él mismo se encargó de aclararnos que su mejor jugada era como delantero. Y nuestro equipo necesitaba eso, un buen delantero. Y Horacio era el mejor que jamás habíamos tenido.

Aquel partido fue contra los de cuarto año. O sea, que Horacio se vio obligado a masacrar inmisericordemente a sus amiguetes de las horas libres.

Al finalizar el juego Ricardo, nuestro capitán, se acercó a Horacio y le dijo: "Bien hecho". Horacio devolvió el gesto con una breve sonrisa y continuó recogiendo sus cosas. Suficiente para que el hielo quedara roto.

Nos gustaba el fútbol, el básquet y las carreras de cien metros, pero no éramos ni de lejos verdaderos deportistas. A escondidas bebíamos cerveza, tomábamos ron y fumábamos marihuana. Horacio también lo hacía, pero era peor que todos nosotros juntos: podía tragarse un botella de ron él solo y apenas dar indicios de borrachera, no se conformaba con un poco de hierba sino que fumaba hachís y, cuando no encontrábamos nada, el tipo había descubierto un fármaco sucedáneo: Ritalín, un medicamento destinado para espantar el sueño en las horas de estudios y que al triplicar o cuadriplicar la dosis te arrastraba hacia una dulce euforia. Horacio llegó a tomar hasta diez pastillas de una sola vez, buscando nuevas y peligrosas resonancias en su pequeña droga personal, lo cual lo mantuvo en vela y con taquicardia casi durante una semana. Aun así no titubeó en aspirar profundamente los vapores de la Coca— Cola hirviente o respirar dentro de una bolsa plástica las emanaciones de la pega sintética. Fuera lo que fuera que hiciéramos, Horacio era peor o mejor que nosotros, pero nunca igual.

Como era hijo de cubanos— gusanos y había pasado su infancia en Miami, Horacio podía leer en inglés la revista Rolling Stones y comprender la letra de las canciones que nosotros escuchábamos sin entender papa. Y fue él quien nos introdujo en la vieja música de Jethro Tull, la banda Yes, la rasgada voz negra de Janis Joplin, los estremecedores alaridos de Aian Gillan, el alucinante teclado de Jon Lord y en las inclementes cuerdas de Erick Clapton. Esos dinosaurios de cinco, ocho y hasta diez años atrás eran sus ídolos. Y él los instauró sin dificultad en el altar de los nuestros: The Cure, Donna Summer y Police. Pero no sólo era un rockómano empedernido, sino que deliraba por Brahams, Orff, Sainte Colombe, Tchaikovski, Rimsky Korsakov, Mozart, Scarlati y Vivaldi. Y los domingos por las mañanas, mientras nosotros dormíamos como osos después de un sábado de rumba, él se iba para el Aula Magna a escuchar conciertos de Beethoven o Stravinsky.

 

A los dieciséis ya leía a Rilke, a Sallinger y a Hesse. Ignorantes como éramos, no se nos ocurría otra cosa que burlarnos de él, pero Horacio no se daba ni por enterado.

Los profesores aprendieron a tolerarlo. Es más: a respetarlo. Horacio se convirtió para ellos en una especie de incógnita, en un enigma de difícil digestión. No era un buen alumno, de eso no había duda. Indisciplinado, sin respeto por las normas, desordenado. Era un desastre. Pero a la vez era, quizás, el mejor alumno de toda la clase: inteligente, sagaz, inquieto. Además, se había revelado como uno de los mejores jugadores en el equipo de fútbol no ya del curso, sino del liceo, selección a los que muy pocos lograban llegar. El resultado fue una suerte de desprecio y de secreta admiración hacia un desastroso pero muy aprovechado alumno.

Ese respeto quizás se consolidó una vez que Horacio ganó  el Concurso de Cuentos del liceo con un relato sobre un...

…enmascarado que es un temible bandolero de caminos en una serranía andina. El hombre se coloca la máscara cuando es un adolescente y jura no quitársela jamás. Cumple su promesa durante años. Un día asalta a un grupo de viajeros, él solo, ya que era fiero y temido y nunca necesitó de secuaces para cometer sus fechorías. Allí encuentra a una chica de quien se enamora perdidamente. Ella también se siente atraída por él y el enmascarado lo sabe, sin que necesiten cruzar palabras. Él va y la busca al pueblo y luego de muchas peripecias, lo­gra dar con su casa. Se ven, se besan y se confiesan su mutuo amor. El ya no es un adolescente, sino un hombre adulto. La chica se enamora de su voz, de sus manos, de su piel. El enmascarado comprende que la chica está enamorada de la leyenda, enamorada de su máscara, enamorada de sus ha­zañas y patrañas. Entonces quiere ser amado por completo e intenta, rompiendo su promesa juvenil, arrancarse la máscara, pero no puede hacerlo. Tal vez porque ni él mismo sabe quién habita realmente bajo ella y le da miedo quitársela, o tal vez sea que la máscara se ha adherido con tal fuerza a su piel y a su rostro que se ha convertido en parte de él mismo. Entonces el enmascarado comprende que es una leyenda y que jamás podrá ser un hombre verda­dero. Comprende que es un sueño. Y cuando la chica des­pierta, él se desvanece en el aire, para siempre

A pesar de haber ganado ese concurso de liceo, o quizás precisamente por ello,  nuestra profesora de Castellano y Literatura estuvo mucho tiempo enojada con Horacio, ya que esa era la única materia que llevaba aplazada desde que ingresó al curso. Pero era un enojo fingido. Creo que todos siempre fingíamos estar enojados con él, pero en el fondo lo admirábamos y hasta lo queríamos.

El relato no sólo gustó a los viejos profesores del jurado (todos amantes de Isaac Casas y Rubén Dario), sino que también a nosotros. En serio.

Con el tiempo, reclutamos a Horacio y lo hicimos uno de los nuestros, creyendo que eso era posible. Nos acompañó a escalar cerros, a manejar motos y a emborracharnos con ron. Pero eso no le impedía fumarse un pito de marihuana con nosotros y marcharse inmediatamente con su vieja Leica  a fotografiar por allí las calles solitarias del barrio, las puertas de las casas deshabitadas o a los perros vagabundos. Era un solitario. Y era definitivamente diferente a nosotros. Diferente a todos. Pero él actuaba como si tal diferencia no existiera, como si nosotros fuéramos realmente sus inter pares.

Pero había una grieta que apocaba el esplendoroso brillo de su armadura, su pequeño y mortal talón de Aquiles: le tenía miedo a las carajitas, a las mismas muchachitas divinas y bobetas a quienes nosotros manoseábamos, besuqueábamos y le metíamos mano durante cualquier sábado por la noche en cualquier fiesta en cualquier rincón de cualquier casa. Les temía porque se sentía demasiado bajito, demasiado feo, demasiado aburrido. Ni él mismo sabía que había resuelto, porque le había dado la gana o porque no podía hacer otra cosa, que las chicas serían para él el enigma del universo, el ojo del huracán sobre el cual girarían todas sus preguntas sin respuestas.


4

Hoy se cumplen dos semanas de la muerte de Horacio. Murió ahogado en las playas de Cancún. Le faltaban sólo tres días para cumplir treinta y siete años.

Cuando finalizamos la secundaria todos nos sentimos perdidos, pero Horacio fue quizás el más desorientado de todos nosotros. Era como si toda su superioridad se hubiera vuelto contra él para aplastarlo. Nos pareció que le había llegado la hora de retornar a su pobreza, a su condición de inmigrante cubano sin futuro, a su pequeña casa poblada de muebles viejos y baratos. Mientras nosotros entrábamos a la Universidad para probar carreras y cambiarnos de Facultades, Horacio continuaba fotografiando a los perros vagabundos, leyendo libros en su cuarto, escuchando rock o música clásica o escribiendo cuentos que nunca terminaba ni mostraba a nadie. Cuando todos pensábamos que terminaría  como un empleaducho tras el mostrador de alguna ferretería o como aprendiz en algún taller mecánico de mala muerte, nos quedarnos boquiabiertos cuando nos vino con la noticia de que había sido becado para a estudiar Administración de Empresas en Roma. Esperábamos de él cualquier cosa, menos que se dedicara a una carrera como esa, menos aún estudiarla en Italia. Todos nosotros fuimos más o menos buenos estudiantes durante nuestros estudios universitarios. Unas veces más, otras menos. Pero Horacio hizo una carrera brillante: se graduó Magna Culaudem. Nunca más regresó a vivir a Venezuela. Al graduarse fue reclutado inmediatamente por Alitalia. Visitaba el país un par de veces al año, durante el verano y en las Navidades.

Creo que la distancia nos hizo verdaderamente amigos. Ambos fuimos excelentes corresponsales: nos escribíamos con frecuencia y fuimos forjando una suerte de diario personal cuyo ejemplar estaba siempre en las manos del otro. Cada año con cada visita era mucho más que grato encontrarnos para evocar aquellos tres años compartidos en la escuela secundaria. Era como una veta inagotable.

Cuando se ahogó, Sabrina estaba con él. Bueno, ella estaba recostada sobre la arena mientras él sacrificaba su vida a las cálidas aguas del Caribe.

Antes de entrar al agua Horacio dijo algunas cosas que Sabrina  no supo o no pudo comprender:

Sabrina: (...) eran casi las cuatro de la tarde cuando llegamos a la playa. Antes bebimos un par de tragos en el bar, poca cosa, tú sabes. Como Horacio es tan seco y tan poco expresivo me extrañó que acariciara mi cuello mientras me pedía que fuéramos a nadar un rato. Pedí al mesero que nos llevara a la playa una botella de Bardolino, el preferido de Horacio.

Se sentó a mi lado, en mi misma tumbona. Me puse los lentes oscuros. El me miró y lanzó una carcajada. Siempre se andaba burlando de mis lentes oscuros retro. Hasta allí me pareció que todo andaba bien. Fue después que tomó su primera copa de vino que comenzó a decir cosas raras. Me preguntó si yo creía si a su funeral iba a ir mucha o poca gente. Yo no le respondí nada. Al contrario, le pedí que no me hablara de esas cosas tan macabras y oscuras. Pero él continuó. Nunca hacía caso. Me dijo que él era de la opinión que su funeral sería un acto social más bien solitario: padres, hermanos, algunos tíos, quizás algún primo y sus amigos, su otra familia. Sin embargo, agregó, sé que hay una mujer que no faltará a esa cita. La reconocerás por que lleva una cicatriz en la frente, sobre su ceja derecha. No esperes una cicatriz horrible, es simplemente una marca que le da cierto carácter a su bonito rostro. ¿Cómo se llama?, le pregunté intrigada. Para ti no tiene nombre. Es mexicana y tiene una cicatriz sobre su frente. Eso será suficiente para que la reconozcas. Cuando llegue al velatorio vas a pedirle de mi parte que no quiero que vea mi cadáver. Luego le dirás que es la mujer a la que más amé en mi vida. ¡¿Cómo?!, le pregunté más molesta que asombrada. Él me dijo que sabía que lo había escuchado todo perfectamente y que no me repetiría nada.

 

Tú sabes que nunca me planteé nada serio con Horacio. Nos veíamos, nos emborrachábamos y la pasábamos bien, sin ataduras y sin ilusiones tontas. Eso es una cosa, pero de allí a convertirme en mensajera de sus amoríos hay un gran trecho y se lo hice saber. Le puse los puntos sobre las íes. Pero creo que ya no me escuchaba.

Volvió a servirse otra copa. Permaneció en silencio un rato. Estoy segura que estaba pensando en su muerte. Yo no lo sabía en ese preciso instante, pero luego me di cuenta que en ese momento Horacio ya había decidido dejarse ahogar. Saboreó su vino con un placer tan intenso que ahora me parece casi triste. Se levantó y se hundió en el mar.

A los pocos minutos escuché un escándalo por todas partes. La gente gritaba "un ahogado, un ahogado". Jamás pensé que se tratara de Horacio. Tú y yo sabemos lo bien que nadaba. Y en Cancún no se ahogan ni los bebés, menos un hombre como Horacio.

Desde lejos vi el cuerpo del ahogado tirado sobre la arena. El corazón me dio un vuelco cuando me pareció reconocer a Horacio en el cuerpo del muerto. Me levanté y caminé hacia él. Yo estaba como hipnotizada, como si de repente me hubieran transportado a una pesadilla. No fue necesario llegar hasta el cadáver para reconocerlo. Me puse a gritar como una loca y a correr por toda la playa. Alguien me detuvo y comenzó a sacudirme tratando de hacerme reaccionar. Me llevaron de vuelta al hotel y me dieron algo de beber para tranquilizarme. Luego comenzaron a hacerme preguntas. Yo repetía una y otra vez que quería que Horacio viniera. Me daba cuenta que estaba hablando como una loca y me aterraba cada vez más al pensar que me quedaría así, deschavetada para el resto de mi vida. ¡Vaya, que esa no era la manera de perder la cabeza por un hombre!

Al final alguien me acompañó a la habitación y comenzaron a buscar documentos de identificación y algún número telefónico. Me ofrecieron otro cuarto para que me pudiera cambiar de ropa. Alguien se comunicó con mi familia en Caracas. Esa misma noche me cambiaron a otro hotel bajo la custodia de una enfermera.

Al día siguiente vino la policía a tomar mis declaraciones. Mi hermana se apareció como a las tres de la tarde. Me informó que el cuerpo de Horacio saldría esa misma noche para Nezahualcóyotl, una pequeña ciudad donde sus padres habían decidido celebrar el velorio y el entierro. No tuve más remedio que abordar el mismo avión donde viajaba su urna.

No podía quitarme ni por un segundo de la cabeza el recado que me había encomendado dar. Si se hubiera muerto un año después ni me hubiera preocupado por transmitir su estúpido mensaje, pero bajo aquellas circunstancias sentía que su pedido había sido el de un hombre agonizante que expresaba su última voluntad.

Fue un velorio atiborrado de gente. Quizás Nezahualcóyotl, a pesar de ser un pequeño pueblo mexicano, fue el lugar del mundo donde Horacio tuvo más amigos. Pero la mujer de la cicatriz no se apareció nunca, ni al velatorio ni al entierro. Eso me provocó una tristeza infinita porque me pareció que Horacio se había matado por nada y para nada. Después del entierro me iba en llantos a cada rato. Todos pensaban que era por él, pero en realidad era por la mujer esa que nunca se apareció al funeral de Horacio (...)

 

5

Horacio, las medias de nylon y los tacones altos de Mónica:

Horacio era un tipo más bien feo y con los años había cultivado más barriga de la que un hombre necesita, además de una pequeña papadita que le agregaba, a lo menos, unos cinco años de edad. Por si fuera poco, sufría de una alopecia precoz. En pocas palabras: era un tipo prácticamente invisible para las mujeres. Pero al hablar se transfiguraba. No era ni su voz ni lo que decía, sino cómo lo decía. Las mujeres, primero, bajaban la guardia, quizás por su misma falta de atractivo. Pero a la media hora estaban enloquecidas por él. Sus ojos grandes y tranquilos (parecían ojos de vaca, me confesó una amiga), se volvían vivos y pícaros cuando hablaba. La inflexión de su voz se hacía firme, expresiva y sensual. Tras la muerte de Horacio, fue Mónica quien me ayudó a descubrir todos estos atributos seductores en él.

Mónica es una amiga a quien le di clases en la Universidad hace un par de años. Tiene las piernas más hermosas que jamás haya visto fuera de las fotografías de moda y un par de glamorosos senos que serían el delirio de los más exigentes amantes. Y como si hermosas piernas y espectaculares senos no fueran suficientes, se gastaba un rostro brutalmente hermoso. En realidad, Mónica está como le daba la gana. En su momento intenté ligármela, pero ambos entendimos rápidamente que la cosa no funcionaría. Así que nos hi­cimos amigos. Y una amiga es lo mejor que te puede pasar en la vida, casi mejor que una amante. Mónica es la mujer más presumida y superficial que conozco. Y se derrite por los tipos altos y buenmozos, tipos de mundo, como dice ella: viajados, con poder adquisitivo, de buen gusto. Un día planeamos una salida: un dos pa´dos  a ciegas. Ella llevaría a Gabriela, de quien estaba seguro sería idéntica a ella, pero en versión feucha. Yo, por mi parte, iría con Horacio, con toda la buena fe de la mala intención.

Mónica siempre anda enfundada en medias de nylon y encaramada sobre sendos tacones. Horacio y yo las pasamos recogiendo por su casa como a las siete de la noche. Antes de ir a comer decidimos entrar a un piano— bar para tomar un par tragos. En re­alidad era una excusa para relajarnos un poco y conocernos mejor. Cuando nos bajamos del carro, el rostro de Mónica parecía un poema: le llevaba como diez centímetros de ventaja a la altura de Horacio. Gabriela, por el contrario resultó una chica sencilla y agradable: iba vestida con una amplia bata de lino crudo y en la mano llevaba una carterita preciosa de cuero. Más nada. Aún con esa sencillez, radiaba elegancia. Su pelo, tan negro y bien cortado bordeando su rostro blanquísimo, le imprimía un aire de muñeca de porcelana. Su andar desenvuelto y ágil delataba un cuerpo firme y atractivo bajo su batola de lino. No fue que me volví loco, pero vaya que me gustó. Pero me temo que Mónica no sintió lo mismo por mi propuesta.

Cuando Horacio se levantó de la mesa para ir al baño, Mónica amenazó con matarme allí mismo, frente a Gabriela:

—  Yo te traigo una chica cheverísima y tú te presentas con este espécimen de enano mudo.

—  Cuando te bajes de tus tacones verás que es un poquito más alto que tú.

—  Jamás me quitaré un solo zapato cerca de este tipo. ¡Qué bolas las tuyas! —  protestó.

A su regreso, Horacio aun continuó en silencio durante un rato más, porque creo que, además de feo, continuaba siendo tímido con las mujeres. Pero de pronto empezó a sonreír para sí mismo, como si hubiera encontrado una clave secreta que sólo él podía entender. Entonces pensé: "Ya está: te jodiste, Mónica". Ella se había limitado a ignorarlo mientras bebía con desgano su whisky. Horacio se acercó a ella y le preguntó:

—  ¿Has visto "Ma nuit chez Maud"?

—  ¿Qué?

—  La película, la de Erick Rommer.

—  Casi no voy al cine —  lo cortó Mónica.

—  Y no te hace falta. Pero Maud, la amante de un joven que persiste en casarse con su novia católica, se parece muchísimo a ti.

—  ¡Ah!, ¿sí? ¿Y cómo es eso?

—  ¿Recuerdas la descripción de la señora Zorni, en "El caballero y la muerte"?

Horacio sabía perfectamente que Mónica no tenía idea de qué le estaba hablando, así que, sin esperar respuesta, continuó:

—  Una mujer de una belleza enloquecedoramente perfecta. Así es Maud en la película de Rommer, pero con el exquisito aderezo de ser, además, sensual y apasionada.

Y continuó hablándole sobre películas y  libros. Horacio tenía el don de poder hablar de poesía con analfabetas, de cine con ciegos o de música con sordos. Siempre lo consideré un tipo culto, pero él lo rechazaba diciendo que apenas era un hombre medio leído y medio escuchado, más nada. "Lo que pasa es que ya nadie lee, entonces uno se compra tres libros y todos piensan que eres culto", me refutaba. Sin embargo, pese a su opinión, a mí me parecía un tipo culto. No como esos médicos o ingenieros que van al teatro, ven películas, leen libros y asisten a conciertos, pero no saben luego donde carajo colocar lo que reciben. De esa forma van archivando un Vivaldi sobre un Sartre o sobre un Wilder, leen a García Márquez y a Isabel Allende y dicen que son estupendos porque los dos escriben igualito, o vociferan su pasión por cualquier intérprete de la música clásica, sin importarle quien sea, simplemente porque está etiquetado como clásico. Horacio deliraba por Chaikovski, Vivaldi, Colombe y Handel, pero le aburrían Wagner, Purcel y Litz, mientras que sentía que Byrd y Stanley eran ostentosos e insípidos. Proust lo adormecía, Joyce le parecía ilegible y Faulkner lo consideraba laberíntico, salvo en Absalom, Absalom. Era lo suficientemente culto como para decir que la poesía no le interesaba, salvo unos contundentes y definitivos versos de Kavafi, Machado, Cadenas y Miranda. No como esos que andan por allí que no pueden leer un poema sin que les parezca bello, sublime y tan cargado de sensibilidad. Lo que quiero decir es que el tipo era distinto a nosotros, pero no nos lo hacía sentir.  O para ser más exactos: creo que en realidad no sabía que era distinto.

Le preguntó a Mónica cuál era su plato favorito. Al escuchar su respuesta, sugirió ir a comer langostinos a una tasquita que conocía en Caraballeda, en el litoral central. Un éxito rotundo. Paseamos luego por el malecón y terminamos preparando kaipiriñas en el apartamento de Horacio. Cuando nos despe­dimos, ya casi amanecía. Mónica dijo que ella se quedaba ya que no quería perderse por nada del mundo el amanecer desde el balcón. Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me cayera la mandíbula allí mismo, delante de todo el mundo: jamás había visto a una Mónica tan desatada, testigos mediante. Claro, pensé, la kaipiriña es una be­bida traicionera, un efectivo "quitapantaletas". Y los dejamos allí, preparándose más tragos.

Al día siguiente, como a las cuatro de la tarde, Mónica me llamó. Me preguntó por Gabriela y le dije que era un buen prospecto. Asombrada, exclamó: "¿Y no hicieron nada?"

—  ¿Nada cómo qué?

—  Nada de nada, tú sabes. Creo que le caíste bien.

—  Es probable, pero la lleve a su casa y nos despedimos con un besito en la mejilla, como hace todo el mundo la primera noche que salen juntos.

Ella mordió el anzuelo.

—  No te pongas moralista. No sé qué me paso. Es un tipo encantador.

—  Sí, claro. Yo tuve que salir contigo como diez veces antes de que me dieras un besito. Con Horacio, tres kaipiriñas y a la cama.

—  Nadie ha hablado de cama.

—  De acuerdo, ¿de qué hablaron?

—  De nada. El tipo es un degenerado. Y es incansable. Te dice y te hace tantas cosas. A las seis salimos a ver el amanecer. Me contó de Maud. Me la describió en detalle.

—  ¿De quién?

—  De Maud, la de la película.

—  Te impresionó eso, ¿no?

—  Al comienzo no. Sabía que era una treta, interesante, pero una treta. Pero al final, sí me interesó. Y mucho.

—  ¿A qué hora llegaste a tu casa?

—  Estoy llegando. ¿Dónde tenías guardado a este hombre?

—  Cuídate, ¿okey? Horacio es de cuidado.

Un mes más tarde me volvió a llamar. Después de algunos rodeos, me preguntó:

—  ¿Qué tiene, qué es lo que tiene ese Horacio amigo tuyo?

Entonces supe que Horacio había hecho lo suyo.

Siempre sabía cómo entrar y cómo salir. Tenía el don de convertir lo banal en algo trascendente. Porque Mónica era brutalmente hermosa, pero era simple, hueca, intranscendente, vacua, fútil, trivial, frívola. Hasta que Horacio la tocó. El la volvió mujer, la volvió Maud. Y ella se lo creyó. Quizás, por un momento, él también.

6

En los últimos años de su vida, Horacio se volvió casi un místico del sexo, como si fuera la única religión en la que aún podía creer:

Horacio: "Siempre me parece un milagro el hacerle el amor a una mujer, llegar a través de su cuerpo a un par de segundos en los que te conviertes en un animal primitivo y en un dios omnipotente, sentir que puedes todo y, a la vez, no puedes nada. En esos dos, tres, diez segundos, logras sentirte tan poderoso y tan indefenso, como si ambas fueran una misma cosa. En ese momento te atreves a ver los ojos de la muerte, y si tienes el valor de dar un paso más, quizás logres ver el amor. Todo a través de la piel, de las manos, de los dedos, de los labios de una mujer. Es como un milagro, como un misterio, como un enigma..."

7

Horacio y  la mexicana:

Hace  tres años, en enero de 1995, Horacio y yo andábamos de farra por los bares de Caracas. Eran como las cuatro de la mañana y yo lo único que quería  era regresar a mi casa y tirarme en la cama a dormir la borrachera.  Pero Horacio era incansable. Insistió en buscar un bar abierto hasta que dimos con uno en el centro de la ciudad.

—  Los bares del downtown  son los mejores —  me dijo mientras estacionaba el carro.

—  Eso será en Nueva York, Horacio. Aquí lo que podemos conseguir es una puñalada.

Entramos a aquel antro poblado de chulos, putas baratas y borrachines insaciables, como nosotros. Sin embargo, todo era tan sórdido que era posible respirar un tenue encanto de candidez en aquella taguara. Había dos barras: la de la izquierda daba al bar, mientras que la otra daba hacia un breve escenario en la que un organista y un guitarrista acompañaban a una hermosa chica que animaba el lugar a punta de boleros. Caminamos hacia la barra de la izquierda, la que daba hacia el bar. Horacio pidió un par de whiskies dobles. Yo no podía ni hablar de lo pesado que tenía la lengua y los párpados. Él, en cambio, estaba como resucitado frente al espectáculo que le brindaba la bolerista. Bastaba mirarla un par de segundos para darse cuenta que su canto iba dedicado a un joven de unos veinticinco años, apuesto y bien vestido, que estaba sentado prácticamente frente a ella. Lo acompañaba una mujer delgadita con el pelo pintado de amarillo que no le daba ni por los tobillos a la cantante.

Ella, la bolerista, se acercaba al joven de la barra, seguramente su ex— novio o su ex— amante, se inclinaba sobre él, bebía de su vaso, lo miraba directo a los ojos mientras cantaba "mío, siempre serás mío, aunque otros brazos te abracen, aunque otros labios te besen". El tipo le sostenía la mirada y de vez en cuando le decía cosas al oído a su acompañante, quién, furiosa, no le quitaba los ojos de encima a la cantante. El tipo era realmente guapo y creo que por eso la otra tipa, la del pelito amarillo, se lo aguantaba todo mientras la otra les cantaba.

Sin apartar los ojos de la bolerista, Horacio me dijo:

—  Esos dos que están allí — refiriéndose a la cantante y al tipo apuesto de la barra —  han hecho el amor como verdaderos animales hace menos de veinticuatro horas. Pero ella debe ser tremenda: el chico está tratando de escapar de ella pero no tiene ni puta idea de cómo hacerlo. Además es más torpe que un adolescente torpe: mira el peazo'e vaina que se ha buscado para darle celos a la cantante.

Yo apenas si entendía lo que me decía, ya que lo único que quería era dormir. Sin embargo Horacio hizo algo que me obligó a despabilarme: se levantó de su asiento y caminó hasta llegar al escenario de la bolerista. Se acercó a ella y le susurro algo al oído mientras ella, sorprendida, se dejaba arrebatar el micrófono de las manos:

—  Ustedes dos andan en una vaina —  les dijo a la cantante y al joven apuesto y bien vestido—  y yo también. Todos aquí andamos en una vaina, ¿no es así?

Un par de borrachos respondieron afirmativamente, acompañándose de estruendosos aplausos. Horacio espero a que hubiera un poco de silencio:

—  Damas y caballeros, voy a permitirme cantarles una pieza dedicada a una mujer que está muy lejos de mí, una mexicana que me robó el corazón y un par de cosas más. Ella está muy lejos, en Nueva York. Mañana, a esta misma hora, yo también estaré allí, pero aun así ella seguirá estando lejos, más allá del alcance de mi mano. Quizás ahora,  en este preciso momento ella esté abriendo sus piernas y  mostrándole el cielo a otro. A su salud. Lo envidio: daría lo que no tengo por estar en la piel de ese otro hombre, encaramado sobre la mujer que él se goza y que yo amo. Por ellos y para ellos: "Madrigal".

Y se puso a cantar, como un borrachín de botiquín barato mientras su cuerpo se contorneaba al compás de la música como un enamorado sin esperanza. A mí no me había dicho una sola palabra sobre la tal mexicana, pero se ponía un micrófono en la mano y le contaba sus intimidades amorosas a más de una veintena de personas a las que nunca había visto en su puta vida. Lo aplaudieron a rabiar. Se escucharon peticiones. Aceptó un par de ellas. Yo me animé y pedí otro whisky y le mandé uno a Horacio. La última pieza la cantó a dúo con la bolerista. La tomó por la cintura y la apretujo contra su cuerpo. Mientras cantaban, la miraba a los ojos, a los brazos, a sus senos turgentes y deseosos de escaparse del ajustado vestido. La chica lo acompañaba y le sonreía, como si se hubiera olvidado momentáneamente del otro, del tipo guapo de la barra.

Cuando terminaron la canción, él la arrastró hasta el final del escenario, a un lugar mal iluminado, pero no lo suficientemente mal iluminado. Allí hablaron no más de cinco minutos hasta que finalmente la abrazó y la beso. La agarró por el culo y le metió manos entre las tetas.  No estuvo en eso más de treinta segundos cuando el de la barra los descubrió, se levantó de un solo salto y se enfiló contra ellos. Fue a ella a quien agarró por el brazo y los separó bruscamente, mientras la insultaba:

—  Puta de mierda, barata, eres una rata, una cualquiera.

—  ¿Y tú? — le respondía ella.

—  ¿Tú no ves que me jodiste, que me estás jodiendo?

—  ¿Y tú? —  insistía en preguntar la bolerista.

—  ¿Y así querías que me casara contigo, puta?

Horacio agarró al tipo por el brazo y se lo llevó como pudo a una de las mesas. Era extraño, pero el joven apuesto no parecía molesto con Horacio, como si él no hubiera sido el que le había estado manoseándole las tetas a su ex— novia. Los mesoneros le pedían que se retirará y a mí me trajeron la cuenta, rogándome que abandonáramos el local. Horacio accedió a retirarse, pero antes estuvo hablando con el tipo por más de veinte minutos. La bolerista se reincorporó a su trabajo y cantó "¿De qué te sirve tener y tener...?". La mujer de pelito amarillo continuaba sentada en la barra, solita, esperando lastimosamente a su hombre.

Horacio se me acercó y me pidió que lo dejará en el bar. Me dijo que la bolerista necesitaba compañía y él se la daría.

—  ¿Y el tipo que anda con ella? —  le pregunté preocupado.

—  Ese es un pajuo, no sabe lo que quiere. La carajita está que se babea por él y el muy imbécil se le presenta con una mujercita desnutrida. Voy a esperarla y, si me deja, me voy con ella. Total: mañana estará otra vez revolcándose con su galancito. Pero hoy la pasaremos bien, si ella se deja.

Me fui y lo dejé en la puerta del bar. La esperó durante más de dos horas, según me contó luego. Me confesó que la bolerista tiraba como un ángel, aunque el ángel era la otra, la mexicana.

8

Horacio y lo sagrado:

Horacio tenía una obsesión por lo sagrado.  Decía cosas un poco raras, como que la duda es el camino de la certeza o que la confianza era más sólida que la verdad: "Todo el mundo pide garantías, todo el mundo quiere pruebas", me decía, "pero las cosas básicas, las verdaderamente importantes, no tienen pruebas ni garantías. Mi vida, por ejemplo, ¿quién puede garantizar que para mañana, a esta misma hora, seguiré con vida? ¿Quién puede garantizar que amaré eternamente a una mujer? ¿Quién puede darme pruebas de que tú eres mi amigo?".

Horacio buscaba  lo esencial, lo básico, la osamenta. Pero siempre vivió en lo superfluo, en lo ambiguo, en lo banal: en la piel…

9

Desde hacía un tiempo Horacio tenía en mente la idea de montar una especie de bar en el que se pudiera jugar billar, escuchar música, tomar cerveza fría, tequilas y comer tacos mexicanos. Quería montarlo en Las Mercedes, en los Palos Grandes o, de no ser posible allí, en algún lugar de la inhóspita y desértica carretera entre Coro y Punto Fijo. El lugar lo llamaría "Tequila Sunrise".  Alguna vez me contó de dónde le venía esta idea:

Horacio: En lugar de meternos en uno de los cinco mil bares que hay en Las Vegas, agarramos la carretera del desierto, rumbo a  Los Ángeles. No fue difícil encontrar un lugar en el que pudiéramos tomar un trago: "Bay, bay, Brasil". Bebimos cubalibres y bailamos zamba. Eran casi las dos de la mañana cuando volvimos a la carretera. No teníamos prisa. Simplemente dejábamos el auto correr. Jugamos a los forajidos y a los fugitivos, a los contrabandistas, a los refugiados, a los exiliados políticos y a perdidos en el desierto.  Detuvimos la marcha y nos sentamos sobre el cálido capote del carro (un Mustang ´68 totalmente repotenciado que había alquilado en una especia de club automotriz en Las Vegas) para mirar la fantasmagórica visión de un tren que cruzaba el desierto como una gigantesca serpiente luminosa. Estuvimos en silencio hasta que el tren se perdió en el horizonte casi infinito. Luego nos quedó la luna y el sonido de las criaturas insomnes.

Nos paramos en el "Big China" y desayunamos comida cantonesa. El lugar estaba prácticamente vacío, lo cual es lo más inquietante que puede ocurrirle a un restaurant, pero la comida resultó excelente. Salimos de allí casi a las cinco de la mañana.

Volvimos al auto en silencio. Pero eso no tenía nada que ver con el fastidio ni con el hastío. Era un silencio de lujo, opcional: ambos sabíamos que podíamos comenzar a hablar nuevamente de lo que nos diera la gana. Anduvimos un gran trecho así. Yo manejaba despacio, muy despacio, como si no quisiera llegar nunca a mi destino. "¿Cuál es la película más hermosa del mundo?", me preguntó la mexicana sorpresivamente. Sin pensarlo dos veces le respondí: "Pieza inconclusa para piano mecánico"

—  Entonces, debo verla algún día —  me dijo. —  ¿Y la más triste?

—  "El Gran Gatsby".

—  De acuerdo. ¿Y la más inquietante?

—  "Demage".

—  ¿La más amorosa?

—  "The Fisher King".

—  ¿La más estúpida?

—  "Love Story".

—  ¿La más cobarde?

—  "The touch".

—  ¿La más apasionada?

—  "Body heat".

—  ¿La más bonita?

—  "Frankie and Johnny".

—  ¿La más radical?

—  "París— Texas".

—  ¿La más impactante?

—  La misma: "París— Texas".

Volvimos a nuestro silencio. Ella encendió el reproductor y escuchamos a The doors: "The End". La mejor música para atravesar cualquier desierto del mundo. Eran casi las diez de la mañana cuando pasamos frente a un bar a orillas del camino. Nos detuvimos allí. Necesitábamos ir al baño y tomar algo que nos devolviera a la vigilia. Los carros estacionados frente a la fachada eran en su mayoría viejos rústicos, un par de pick ups bañadas de arena y motocicletas de alta cilindrada. Al cerrarse la puerta tras nosotros, el lugar quedó prácticamente en penumbras, como si se tratara de una sala cinematográfica o de algún templo para rendir un extravagante culto. No es que el sitio estuviera repleto, pero había más gente de la que uno pudiera imaginarse a esa hora, a pesar de que era sábado.

Las paredes estaban cubiertas con pinturas de escandalosos pero tristísimos colores, muy a lo mexicano.  En una de ellas estaba la figura de la Muerte cubierta con un poncho multicolor  mirando a una mujer de largos cabellos negros y de hermosos ojos oscuros. Con una de sus manos ella sujetaba su falda, mientras que con la otra se cubría el rostro. Pero aun así no dejaba de mirar a la Muerte. El cuerpo de la mujer la rechazaba, pero en su mirada se notaba el anhelo, el llamado de la invitación. La Muerte, de pie frente a ella, acababa de arrojar una antorcha que aún humeaba a sus pies. Era como si para poder tocar a esa mujer hubiera tenido que apagar la luz que le había guiado y le había permitido encontrarla. A primera vista, era fácil pensar que la Muerte era el verdugo del escenario. Pero si te detenías en las miradas, en el gesto de las manos (ella dominando sus faldas, cubriéndose la cara, el descaro de su mirada, el soberbio desacato de su cabellera; la Muerte apagando su luz, sus manos vacías, sus ansias por provocar el encuentro), era difícil determinar quién allí era el verdugo y quién la víctima. Quién mandaba y quien obedecía. Quién era el perseguido y quien el perseguidor. El cuadro estaba firmado por un tal Jimmy.

A su lado había una imagen del desierto. Era una visión cercana, vista a través del ojo humano. Eso hacía de ese desierto el lugar más solitario del mundo, como si alguien intentara  olvidar en él lo que sabía había perdido para siempre. El cuadro describía un crepúsculo. Era triste y hermoso a la vez, como si en ese lugar y en ese momento se conjugaran y se confundieran las fronteras del olvido y la esperanza.

En la pared de enfrente había otro cuadro en el que la Muerte (despojada de su poncho multicolor, toda llena de huesos y de tiras de putrefacta materia orgánica) aparecía arrodillada frente a la mujer de largos cabellos negros. La Muerte  aferraba con furia sus manos contra las caderas de la mujer, mientras su lengua debía estar lamiendo con  sed milenaria la  cavidad del sexo de ella. Pero la mirada de la mujer evitaba ver el rostro de la muerte, como si hubiera encontrado en ella el sentido de su vida, pero sin querer ni poder aceptarlo. La mujer miraba el desierto, tratando de ignorar el placer que la poseía, tratando de negar la lengua que se la comía, tratando de encontrar aún una esperanza frente a lo definitivo, a lo inaplazable, a lo irremplazable.

El último cuadro, un poco más pequeño que los demás, era el reinado de la Muerte. En éste, la mujer de largos cabellos negros yacía sobre la arena, con sus piernas apenas cubiertas por su falda, bajo el dominio del esplendoroso cuerpo de la Muerte, alzándose erguida y soberbia sobre a los despojos de ella. La Muerte tenía la actitud, la paradura del triunfador. Pero en su mirada vacía se podía leer que su triunfo era un fracaso. Su logro, una pérdida. Su acierto, un desacierto. Parecía comprender que su destino era destruir todo lo que tocaba y desde allí, su condena a permanecer eternamente solitaria.

Alrededor de estos murales, todos firmados por Jimmy, los clientes bebían cerveza, escuchaban música y jugaban pool. Había en el aire un hedor a nicotina encerrada y a cerveza rancia. Nos acercamos a la barra. Tras ella estaban una mujer morena de ojos tristísimos y largas trenzas negras (quizás de origen mexicano) y un gringo de unos treinta años, de pelo rubio largo, atado en la nuca con un cordel de cuero, lo que le imprimía al rostro un cierto aire de aristocrática nobleza. Intuí que él era el autor de los cuadros. Lo llamé por su nombre:

—  Jimmy...

Se acercó con cierta pereza. La mujer, que se llamaba Matilde, apartó su vista de los vasos que fregaba y nos miró con curiosidad. Una pieza de Madredeus se dejaba escuchar. Aquel lugar, sin duda, era un lugar insólito.

—  ¿Cómo estás? —  me preguntó Jimmy mecánicamente, dando por sentado que nos habíamos visto de antes, ofreciéndonos una lacónica sonrisa.

—   Sé bueno y tráenos un par de tequilas, por favor —  le pedí.

—  Sólo cerveza —  nos aclaró, con la misma pereza con la que se nos había acercado.

—  Entonces dos, muy frías.

Los demás clientes o jugaban billar o miraban jugar. Había un chico muy joven,  diecisiete, dieciocho años a lo sumo. Y había tipos muy viejos: un indio (siempre hay un viejo indio en estos bares del oeste) vestido de kaki, rígido como un maniquí, de pie frente a la mesa más concurrida del lugar. A ninguno de los dos jugadores de esa mesa parecía molestarle la presencia del indio: al contrario, parecían jugar para él, para su aprobación. Se colocaban a su alrededor, bordeándole, esquivándole sin ignorarlo. De vez en cuando el indio se movía para llevarse a los labios un sorbo de cerveza o para permitir un mejor tiro a los jugadores.

La mujer de ojos tristes fue quien nos trajo las cervezas. Nos preguntó:

—  ¿Cubanos?

—  No. Ella es mexicana. Y yo, venezolano.

—  Muy pocos venezolanos vienen por acá. A su salud —  nos dijo, arrimando un par de vasos colmados de fría cerveza.

Los demás, los que rodeaban las mesas de billar, parecían estar marcados por la huella de los verdaderos fugitivos: huían de la soledad, del calor del desierto, de la luz cegadora del exterior, de la rutina, de la vida que no querían llevar pero que seguirían llevando. Aquel lugar era como la negación de todo. Allí continuaba siendo de noche, a pesar de que el sol lo achicharraba todo afuera. Allí había diversión, a pesar de que sólo había aburrimiento y fastidio.  Había una extraña sensación de libertad, cuando en realidad sólo había encierro.

Jimmy se detuvo a fumar un cigarrillo casi frente a nosotros. Contemplaba las mesas del salón cómo tratando de encontrar en ellas alguna cosa, algún detalle que nunca antes hubiera visto en su vida. Me pareció que sólo con esa esperanza era posible vivir en medio del desierto, en medio del encierro de aquel bar. En realidad, pensé, sólo con esa esperanza es posible vivir en cualquier lugar del mundo.

—  Me gustan tus cuadros —  le dije.

—  A veces, a mí también—, comentó, sonriendo con desgano.

—  Te gusta la muerte, ¿no? —  le pregunté.

—  Un poco. Pero más me gusta el amor.

Como arrollado por una bofetada, volví a mirar sus cuadros y entonces pude comprenderlos mejor: eran cuadros de amor, de soledades, de sufrimientos insospechados, de triunfos efímeros y ambiguos. Miré con más atención el de la mujer muerta y la Muerte de pie, triunfante. Pude distinguir una pequeña mosca agazapada sobre el pezón de la bella mujer: tanta belleza relegada al disfrute de una mosca, de un insecto carroñero y nauseabundo. No había conquistadores ni conquistados, sólo dolor. Eran cuadros de amor y muertes.

Cuando volví mi atención hacia la barra, Jimmy nos estaba ofreciendo un par de vasitos de cartón. Contenían tequila.

—  Cortesía. No se vende.

Matilde, la mujer de Jimmy, quizás estaba un poco gorda. Pero sus ojos tristes seguían siendo hermosos. Ella, en su momento, debió haber sido la mujer de los cuadros.

Miré a mi acompañante, a la mexicana, y la sentí la mujer más hermosa de la historia del mundo. Y sentí que su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración, como un conjuro. Entonces, en ese momento, sentí que sus labios guardaban un secreto milenario y mortal. Me acerqué a ella, acaricié su pelo, su nuca, toqué sus mejillas, la comisura de sus labios. ¿Sabes que lo más difícil que hay en la vida es tocar a una mujer? Pero en ese momento lo hice, muy despacio, y luego la besé. Entonces supe que su lengua era el comienzo y el final de un laberinto deliciosamente venenoso.

Salimos de aquel lugar casi a las doce del mediodía. La volví a besar antes de llegar al carro, en medio de la luz cegadora del desierto. Palpé todo su cuerpo. Con mi lengua recorriendo su boca. Con mis manos acariciando sus senos. Con mis piernas auscultando sus piernas.

Antes de arrancar el carro me volteé para mirar una vez más el lugar que acabábamos de abandonar. La fachada estaba pintada de verde, con un tanque de agua color rojo sobre el techo. Me pareció un camaleón moribundo en medio del desierto. Se llamaba "Tequila Sunrise". Allí fue donde por primera vez toqué a la mexicana.

10

Horacio nunca quiso nombrar a la mexicana por su nombre. En una sola de sus cartas, me habló de ella:

"...cada mañana, al despertarme, no puedo evitar pensar en ella, en la mexicana. Hoy, como de costumbre, lo volví a hacer. Pero hoy descubrí que había olvidado sus manos. No sus ojos, ni su mirada, ni sus labios, ni su lengua viva en la caverna de su boca. Todo eso lo llevo vivo en mi memoria. Pero sus manos se me han olvidado. Sé que esto es solo el comienzo, que tarde o temprano se irán borrando de mi memoria la textura de su piel, la forma de sus piernas, el olor de su sexo. Cuando eso ocurra, ya no podrá hacerme daño: la habré olvidado y la habré perdido. Porque aún me pertenece. Ella me pertenece a través del daño que aún me provoca. Pero cuando ese dolor desaparezca, la habré abandonado para siempre. Ya no la podré buscar ni siquiera dentro de mí. ¿Logras entender eso? Me duele que me deje de doler."

11

Horacio: La verdad siempre está allí, al alcance de tu mano. Es uno quien no quiere verla. La ocultas, la disfrazas, la transfiguras, la desfiguras, la enmascaras, la finges, la tapas, la guardas, la pospones, la predispones, la antepones, la postergas, la transfieres, la callas, la silencias, la enclaustras. Pero ella, la verdad, siempre está allí. Eres tú, soy yo, somos nosotros quienes la reinventamos y creemos en lo que no se puede (ni se debe) creer.

12

Mi última conversación con Horacio en Nueva York:

Hace tres meses vi a Horacio por última vez. Ocurrió en Nueva York, donde Horacio vivía desde hacía poco más de seis años, trabajando para American Airlines. Hacía casi seis años Horacio había abandonado Aeroméxico  la cual lo había llevado a México, durante más de cinco años. Al parecer, era un excelente gerente, pero extremadamente conflictivo, demasiado arriesgado para el gusto conservador de sus superiores. Sin embargo, sus estrategias funcionaban, sus cambios eran efectivos, sus políticas aumentaban las ganancias de las empresas. Por eso lo buscaban y lo toleraban.

Lo encontré, no sé cómo decirlo, preocupado, abrumado. Me recibió en su espaciosa oficina provista con un gran ventanal que te mostraba gran parte de Manhattan, como en las películas. Estaba vestido con pantalones grises, camisa azul y una corbata de dibujos púrpuras y fondo rojo. Estuvo muy amable, pero, ¿cómo de­cirlo?, distante, más bien ausente. Me explicó su nuevo proyecto: abrir nuevas rutas hacia el Tíbet y Bangladesh. Vuelos directos con amplio soporte turístico. Me mostró la empresa, me presentó a sus ejecutivos, me brindó café y guardó silencio. Pensé que era el mo­mento de retirarme. Quedamos en ir a cenar.

Cuando llegué al Aquarius  lo encontré sentado en la mesa, solo, tomando un trago. Lo acompañé con un vodka. Hablamos mucho, prácticamente de todo, pero era como si no hubiéramos hablado de nada. Seguía transmitiéndome esa sensación de distancia, de ausentismo casi involuntario. En algún momento me pareció pertinente preguntar si le ocurría algo. No respondió nada, al menos no de inmediato, como si estuviera armando su respuesta.

—  No sé, tal vez estoy trabajando mucho.

—  Ya era hora, ¿no? —  bromeé.

—  Lo malo es que ya no quiero trabajar. Estoy harto de la maldita línea aérea, sin embargo estoy trabajando más que nunca, al estilo de ellos, presentando proyectos, redactando in­formes, elaborando estadísticas que me permitan recursos para desarrollar nuevos pro­yectos que luego vuelvo a trasformar en reportes y estadísticas para nuevos proyectos. ¡Es una mierda!

—  Tal vez necesitas un descanso.

Volvió a callar. Por mucho rato. Bebió un sorbo grande de su trago.

—  Sí, estoy cansado, muy cansado.

Sabía que no se refería al trabajo.

—  ¿Qué más hay? —  le pregunté.

—  Hay algo que no cuadra, algo que no tiene sentido.

Se detuvo de nuevo, como si algo le impidiera avanzar.

—  ¿Qué cosa? —  pregunté.

—  No lo sé, tal vez es que me estoy poniendo viejo.

—  ¡Por dios, Horacio! Tienes treinta y seis años —  objeté.

—  Me estoy poniendo viejo —  ratificó. —  Y cuando nos ponemos viejos es como si la verdad saliera a flote. Soy un inútil, un desastre, un desorden absoluto. Nada de lo que hago tiene sentido. Siempre me he movido por impulsos, como si tuviera un resorte dentro de mí que me lleva de un lado a otro. Nadie hasta ahora se ha dado cuenta de que lo que realmente soy: un inútil, un fracaso, un verdadero perdedor.  Un equivocado. Pero siento que ya no podré ocultarlo por más tiempo. Volveré a renunciar a mi trabajo, comenzaré en otro sitio desde cero, lo cambiaré todo, haré las cosas a mi modo. Pero eso ya no sorprende a nadie, ni siquiera a mí mismo. Luego me volveré a aburrir y volveré a comenzar. Y así con todo. Pronto, muy pronto es­taré demasiado viejo para volver a comenzar esta farsa.

—  Para entonces tendrás suficiente dinero para trabajar por tu cuenta, en lo que quieras.

—  No tengo un puto centavo. Lo único que sé hacer con el dinero es gastarlo.

Volvió a hundirse en su silencio. Luego dijo:

—  ¿Sabías que, a mi edad, mi padre tenía una familia, cuatro hijos, una casa qué mantener, un lugar al que tenía que proteger y a donde podía llegar? Él tenía un espacio en el mundo, unos hijos, una mujer que lo amaba. Era una persona necesaria. En cambio, ¿quién me necesita a mí? Si yo muriera en este instante, ¿quién me lloraría, quién realmente me lloraría, digamos, un año después? No pido más. Fracasé. Soy un fracaso. No tengo nada en las manos. Nada. Yo ya me di cuenta. Pronto los demás lo notarán y me mandarán al carajo.

—  ¿Quieres casarte? —  pregunté, sin poder evitar sentir que era la pregunta más ridícula que podía hacerle. No me respondió. Me sonrió burlonamente y me dijo:

—  Sólo estoy cansado, muy cansado, querido amigo. Más nada. Y quiero que todo se acabe, pero no sé cómo. Soy como un rompecabezas con muchas piezas perdidas, y ya no quiero seguir buscándolas. En realidad no sé dónde buscarlas. Y me aburrí. ¿Recuerdas cuando se mató Julio Arcaya? La familia se inventó una enfermedad incurable, un cáncer terminal o algo por el es­tilo. El tipo estaba más sano que un toro, me lo confesó su médico. Pero la familia, sobre todo su mujer, debía justificar su suicidio y se inventó lo de la enfermedad incurable. Yo creo que el tipo se aburrió: visitó los museos que debía visitar, vio las películas que debía ver, leyó los libros que le urgía leer, escribió los poemas que tenía que escribir y amó a las mu­jeres que tuvo que amar. Comprendió que el resto sería la repetición de lo mismo, pero degradado, mediatizado, envejecido. Entonces se reventó los sesos de un balazo. Más nada. Lo pudo todo y, tal vez, se dio cuenta de que no había podido nada. Busco y, o lo encontró todo, o descubrió que no había nada qué encontrar. Sólo fachadas. Sólo máscaras. Cosas que se parecen a cosas, pero que en el fondo no son lo que parecen. Entonces despiertas y todo se desvanece. Y cuando despiertas de ese sueño no tienes otra salida que matarte.

Sentí amargura en su voz, en su mirada, en su vida. Me pareció que algo dentro de él se había roto definitivamente.

—  ¿Sabes? —  me dijo — . Debe haber algo en mí que funciona mal para no haber logrado el amor de nadie en estos treinta y seis años de vida. Es decir, un amor provocado verdaderamente por mí. No el amor de tus padres o el de tus hermanos: ese es un amor heredado. Me refiero a un sentimiento que se haya originado verdaderamente por mí. Tal vez sea que no sé amar y, en consecuencia, nadie me ha amado.

—  Y la mexicana, ¿acaso no la amaste?

—  No estoy seguro, ahora no estoy seguro. La mexicana fue un invento, yo me la inventé, yo la creé. Quise ver en ella lo que ella no era. Quise ver a dios a través de ella, y lo vi. Pero no sé si fui yo quien quiso verlo o fue ella verdaderamente quien me lo mostró. Hay que estar inspirado para ver el universo entre las piernas de una mujer. Pero, ¿eres tú quien estás inspirado o es ella quien te inspira? ¿Quién lo sabe? Cansa mucho estar inspirado. Amar es tan arduo. Y duele, duele demasiado.

Tomó otro trago de su vaso y continuó:

—  ¿Sabes? Quería ser escritor. Pero me dio miedo necesitar contar algo y no saber hacerlo. Tal vez hubiera sido un pésimo escritor, uno muy mediocre, pero hubiera tenido, a lo menos, la satisfacción del intento. No lo pensé dos veces y me fui al lado contrario, a otro departamento, a una oficina con aire acondicionado en la que no tuviera que arriesgar el alma todos los días para poder sobrevivir. Un lugar que me permitiera vivir, a secas. Y terminé viviendo en un desierto.

Una vez escribí un relato sobre un hombre que amaba el mar y termina comprando un hotel de mala muerte en medio de unas montañas secas y estériles, alejándose así de su pasión por el mar que sospecha sería su perdición. Es decir, ese hombre, el de mi cuento, se pierde por temor a perderse. Evita vivir junto al mar por temor a acostumbrarse a su majestuosa belleza. ¿Comprendes? Entonces huye de esa belleza que lo perturba para contemplarla desde lejos, sólo de vez en cuando, sin tocarla, creyendo que así nunca perderá el poderoso y mágico poder de maravillarlo. Es absurdo, pero eso hacemos. Al menos, eso es lo que he hecho yo. Como si estuviéramos condenados a alejarnos de lo que más amamos para poder seguir amándolo. Como si nos diera asco amar lo que tocamos, amar lo que tenemos cerca.

No supe o no quise entender lo que quería decirme. Quizás lo mismo le pasó a Sabrina.

Hace dos semanas recibí la noticia de que Horacio se había ahogado. Ocurrió en  México, en Cancún.

Jamás, definitivamente, me atreveré a llegar a los sitios a los que él se atrevió a llegar. Jamás.

13

Horacio, la muerte, el amor:

Muchas veces en estas dos semanas me he preguntado por qué Horacio escogió México para morir. En un primer momento pensé que había sido por la mexicana, pero luego recordé que la mexicana vivía en Nueva York.

Ahora que las cosas se han definido (la muerte es capaz de definir muchas cosas, más aun si la muerte es voluntaria (¿qué digo, voluntaria? ¿o necesaria, irremediable, inaplazable?), me vienen a la memoria conversaciones o fragmentos de cartas que parecieron intranscendentes en su momento, meras extravagancias de Horacio:

Horacio: Los mexicanos aprendieron a vivir con la presencia de la muerte. La aceptan como parte de sus vidas. En el fondo, aspiran a ella. No la evitan, ni la esconden ni la niegan. La asumen y la entienden. Y por eso le rinden homenaje. Se ríen y se burlan de la mortal calavera. Y de esa forma conjuran el estremecimiento que sentimos los demás frente a ella. Todos nos vamos a morir. Es un acto popular al que todos estamos invitados. Todos, más tarde o más temprano, moriremos en algún momento. Pero nadie lo dice, como si callándolo pudiéramos evitarlo. Como si ignorándola pudiéramos burlarla.

Horacio: Tampoco hablamos del amor. No tenemos cultura de amor. Asumimos que un día viene y se detiene frente a ti y uno será capaz de reconocerlo y atraparlo. Le tememos más al amor que a la muerte misma. Porque si la muerte es el fin del dolor, el amor es el comienzo de todo dolor.

Horacio: Nunca nombramos lo esencial. Preferimos lo seguro a lo esencial. Preferimos la garantía al riesgo. Somos pragmáticos. Buscamos respuestas y nos olvidamos de las preguntas. Antes nos batíamos en duelo por una mujer o por una infamia. Ahora tenemos un abogado a través del cual demandamos y ganamos. Un abogado que te casa y te divorcia: un administrador y un guardián de tus afectos, efectos y defectos. Ya no hay cabida para un hombre que atraviesa el mundo guerreando en cruzadas con tan solo el pañuelo de la dama amada. Una mujer a quien tal vez no haya besado, ni siquiera tocado su piel. Eran soñadores, idealistas. Nosotros, en cambio, nos hemos vuelto eficientes: no nos enamoramos sin antes verificar las bondades sexuales de la elegida. Nos hemos vuelto excelentes calculadores y precarios apostadores. Pésimos amantes.

Horacio: Hacer el amor es el medio, no es el fin. Es el camino que te lleva a otro sitio. No es el llegadero.

¿Qué buscaba Horacio en los bordes de la piel de una mujer? ¿Acaso la muerte, acaso el amor? ¿Lo encontró o simplemente descubrió que era una falacia, un invento de la literatura, un buen tema cinematográfico, una escaramuza hormonal, un capricho genital, un desacierto de los sentidos, una causa perdida, una máscara que al quitarla se desvanece en el aire, para siempre ..?

14

Bajo a comprar cigarrillos. De regreso me detengo en mitad de mi calle, a mirar a Caracas de cuerpo entero. Aun bajo la oscuridad de la noche, es posible presentir su anarquismo, su frialdad. Es una ciudad para transitar, no para vivir en ella. Hay que tener un sitio a donde ir para poder tolerarla y, desde allí, amarla. Sin embargo, es hermosa. Tiene su gran montaña, cuyo perfil es enloquecedoramente hermoso en las noches claras de luna llena. Una montaña sirve para ocultar muchas cosas, para soportar muchas cosas.  Me siento desterrado de esta ciudad: como si ya no tuviera nada qué buscar en ella, como si ya no tuviéramos nada qué perder en ella.

Horacio lo supo y se marchó...

15

Trabajó para Alitalia  desde 1983 hasta 1986. Luego se alistó en Aeroméxico, donde permaneció hasta 1992. De allí pasó a las oficinas de American Airline en Nueva York.

Nació en La Habana, aprendió a leer en Miami, creció en Caracas, se educó y trabajó en Roma y Nezahualcóyotl, conoció las fatigas del amor en Nueva York y murió en Cancún, el catorce de septiembre de 1998. Un trotamundos. Una especie extinta de bardo sin poesía. Un saltimbanqui. Un amigo.

16

Ni por azar ni por esfuerzo: porque hay en tu vientre un recodo al que nunca podré llegar, por más profundo que te penetre, ni con el frenesí un animal delirante, ni con el desafuero de un perro enloquecido. Hay un rincón de tus entrañas al que nunca podré arribar. Un recoveco de tu alma, de tus huesos, de tus sueños y pesadillas, un borde de tu hambre, de tu miedo, de tu aliento, de tu boca. Un pliegue de tu piel, una hebra de tu pelo, una carnosidad de tus labios, un lamento de tus innumerables dolores. Jamás llegaré a esa inclinación de tu mirada, a ese receso de tus esfuerzos, a esa caricia de tus manos, a esa grieta de tus murallas. A tu llanto. A tus anhelos. A tu cuerpo. A tus senos pequeños y fulminantes.  Porque me lo niegas todo negándome ese recodo, ese minúsculo pliegue de tu carne en el que te atrincheras y te ríes de mi terquedad, de mi empeño por amarte, de mi insistencia por besar esa boca en la que te presagio sin poder encontrarte nunca, ni por azar ni por esfuerzo…


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Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librerías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-9434019 ó 0412-2821956. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones1956@gamil.com




[1] Breve resumen del original, lo único que permite mi indisciplinada memoria.

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