jueves, 28 de febrero de 2008

JAPI BERDEI TU YU

A la memoria de Teresa Mesones Capella, mi madre,
fallecida el día de mi cumpleaños


Hoy he recibido millones de llamadas telefónicas. Millones. No exagero. Me han llamado mis amigos y todas mis amigas. También me han llamado mis tíos y tías. Y todos los primos, incluso los que nunca me llaman. Se les nota en la voz que lo hacen por obligación, pero yo les he respondido con educación y mucha cortesía.

Sé de qué se trata todo esto y en realidad no me molesta, pero me incomoda. Papá, por ejemplo, se levantó de mal humor. Sé que para él también será una fecha difícil. Pero insiste en disimularlo. Se ha levantado con una sonrisa de lo más fingida. Incluso me preparó un desayuno muy copioso y nutritivo: huevos fritos, queso, pan tostado, mermelada, jugo de naranja y café con leche. No podría comerme todo eso ni que hubiera pasado diez años sin probar bocado. Además, nunca me levanto con hambre y el desayuno por lo general me produce náuseas. Pero lo he probado todo. En especial el pan y el jugo de naranja. El resto, apenas si lo mordisqueé y lo eché al pote de la basura. No todo, claro, para que no me pesquen.

A media mañana fuimos a buscar mi regalo: una bicicleta montañera. Pero no una bicicleta cualquiera, sino una Felt, algo que nunca me imaginé tener. Casi me dio pena recibirla, pero tuve que fingir mucha alegría. Papá piensa que soy mayor y que ya no es necesario todo el ritual de la sorpresa. Una semana atrás me preguntó qué quería yo de regalo de cumpleaños y le dije: una bicicleta. Pero yo me refería a un par de ruedas con manubrio, no a esta especie de Porche que papá me ha regalado.

Luego fuimos al cementerio. Desde que mamá murió, papá y yo vamos todos los sábados en la mañana. Yo soy quien siempre escoge las flores. A veces elijo aves del paraíso, que son unas muy vistosas y alegres, porque mamá era una mujer muy alegre. Además, me parece que no son flores de muertos (mamá las ponía en la sala cuando celebrábamos fechas importantes o en ocasiones especiales). Pero no siempre escojo aves del paraíso. A veces me voy por un ramo de claveles rojos, o blancos, que son flores más apropiadas para un difunto. Cuando estoy muy triste y entiendo que en realidad ella está muerta, pido rosas blancas, la flor más triste del mundo, al menos para mí.

Hoy estuvimos en la tumba más tiempo del acostumbrado. Ya papá no se descompone tanto cuando visitamos a mamá. Llegamos y enseguida nos ponemos a trabajar: botar las flores de la semana anterior, cambiar el agua del florero, limpiar la lápida, embadurnarla con silicona para que el sol no la deteriore tan rápido, cortar y regar la grama. En eso se nos pasa el tiempo de la visita. Pero a veces, como hoy, nos quedamos un rato más aunque ya no tengamos nada más por hacer. Nos sentamos en la grama, en silencio. No se crean: la tumba de mamá es muy linda. No es nada lúgubre ni pomposa. En el cementerio que escogimos para ella no hay cruces ni ángeles ni nada de eso. Solamente grama y una pequeña lápida para cada tumba. Sobre la lápida, un pequeño recipiente para las flores. Más nada. Mamá está justo al pie de una colina. A cualquier hora que uno vaya, siempre se escucha el cantar de los pajaritos. Incluso, uno los ve. También hay culebras. Una vez conseguimos una en la calzada. Papá la aplastó con el carro, porque era venenosa.

Como les decía, durante la visita de hoy, cuando ya habíamos terminado nuestra tarea, nos quedamos un rato más. Papá se sienta al borde, pero yo me siento sobre la tumba, porque sé que eso no le importa a mamá. Es más, sé que a ella le gusta, sentirme allí, cerca de sus restos. Nos quedamos callados. Pero yo hablo con ella, mentalmente, con el pensamiento, ya saben. Supongo que papá hace lo mismo. Él no puede evitar mirar la pequeña lápida. Lee y vuelve a leer el nombre de mamá, su fecha de nacimiento, la fecha de su muerte y la última frase que le escribimos: "DE TU ESPOSO Y TU HIJO: QUIENES TE AMAMOS Y TE AMAREMOS Y CADA DÍA SEREMOS MEJORES PARA DAR TESTIMONIO DE TAN GRANDE AMOR". De pronto papá comienza a llorar. No es que se ponga a gritar ni nada por el estilo. Simplemente llora. Es decir, no puede contener las lágrimas y se le ruedan por toda la cara, como a un chiquillo.

Yo no lloró allí. Es decir, nunca con papá cerca. Siempre lo he hecho en secreto. En todo este tiempo con mamá muerta no he logrado dormirme una sola noche sin llorarla. Soy muy flojo y me gusta dormir hasta tarde, en especial de lunes a viernes. Cada mañana, cuando me despierto, aún continúo esperando a que mamá venga a terminar de despertarme. Pero ella ya no viene. Ya no vendrá nunca.

A veces me escapo y me voy al cementerio yo solo, sin decirle nada a nadie. Entonces sí lloro. Como en la semana casi nadie tiene tiempo para visitar a los muertos, generalmente estoy solo en esas visitas y puedo berrear como me da la gana. Luego me quedo tranquilo y me siento sobre su tumba de grama verdesita y bien cortada, como si me sentara sobre las piernas de mamá. Cuando hago eso, me siento como un niño. Jamás le he dicho a nadie que hago esas cosas. Pero las hago.

Como les decía, hoy nos quedamos un poco más que de costumbre y papá empezó a llorar. Yo no le digo nada. A veces me levanto y lo dejó solo. Me voy por allí a visitar otras tumbas, a leer otras lápidas. Dos tumbas a la izquierda de la de mamá está Nano, un chico de veintitrés años que lo mataron durante un asalto. Eso ocurrió justo un día antes de que mamá falleciera. Le querían quitar el carro y los malditos ladrones le dieron un tiro en el cuello. Me lo contó una amiga de Nano. Un día me fui yo solo al cementerio a la salida de clases. Era mediodía. Cuando ya estaba a punto de ponerme a chillar, me di cuenta que venía una chica de unos veinte años justo hacia donde yo estaba. A veces pienso que si veo a alguien caminando por el cementerio, tal vez sea un fantasma. Digo, uno nunca sabe. Pero la chica parecía estar viva: traía un ramo de flores y todo. Lo colocó sobre la grama de la tumba de Nano, ya que su florero siempre está lleno de ramos frescos. Y sin más, la chica comenzó a llorar. Cuando veo a alguien llorar, a mí se me quitan las ganas. Pero como ya les dije, la tumba de Nano está como a tres metros de la de mi mamá. Digo, que la chica estaba muy cerca de mí y era obvio que podía verla y escucharla llorar. Cuando se calmó un poco, yo le pregunté si el tal Nano era su hermano o algo así. Me dijo que no, que sólo era una amiga. Nano la había llevado a la casa de ella justo antes de que unos malandros lo interceptaran para robarle el carro. Según ella, eran como las once de la noche. Parece que Nano se resistió y los tipos no duraron en caerle a balazos. Apartando a los rateros que lo asesinaron, ella fue la última persona que lo vio con vida. ¡Vaya culpa la que debía sentir la pobre! Yo le quise contar que mi mamá había muerto de cáncer en la laringe, pero me pareció que la chica no estaba muy interesada en escuchar una historia como esa. Le ofrecí uno de los floreros de mamá (tenemos uno adicional, con atril y todo, para cuando papá también quiere escoger sus propias flores). Ella lo aceptó. Yo me levanté, le puse agua al florero y se lo entregué en sus manos. Ella colocó las flores en él y se marchó, sin despedirse ni nada. Tal vez me confundió con empleado del camposanto o con un fantasma. Ja! No lo sé.

Hoy, cuando papá y yo salimos del cementerio, nos fuimos a almorzar. El celular no dejaba de repicar: no tengo porque exagerar, pero todas las llamadas eran para mí, para desearme felicidades y todas esas cosas. Yo quería comer hamburguesas, pero papá insistió en una comida más formal. Ordenó una sangría y me dejó beber un poco. Sentí que papá estaba solo, que era el hombre más solo y triste del mundo. Supe que quería emborracharse. Y me pareció que era lo mejor que podía hacer.

Cuando se supo que mamá tenía cáncer y que se iba a morir, nadie me dijo nada. Entonces me quedé como huérfano: sin padre y sin madre. No es que me sienta resentido, pero creo que nadie pensaba en mí en ese momento. Entiendo que quien moría era mamá, y entiendo que aquel momento quizás yo no era más que un latoso. Pero quien se moría, repito, era MI mamá. Y NADIE me dijo nada, y que para no hacerme daño. Comencé a dormir en la casa de las tías. A regañadientes, cada mañana alguien me llevaba al colegio. Como podía, me las arreglaba para regresar a sus casas. En esos días casi nunca veía a papá. Y cuando lo hacía, no me hablaba. Estaba flaco y triste, más triste de lo que yo me hubiera imaginado alguna vez que nadie pudiera estarlo. Al final me lo dijeron: TU mamá se está muriendo.

Mis amigos ya lo sabían. Y mis profesores. TODOS ya lo sabían, menos yo. Sabía que ocurría algo grave, algo muy gordo, pero nunca me atreví a imaginar que mamá se estaba muriendo. Una tarde me llevaron a verla. Ella ya no podía hablar. Ni siquiera podía levantar la mano y tocarme. A mí me daba miedo hablarle. Ni siquiera me acerqué a ella. Tenía los ojos brotados y el cuello era tan delgado como mi brazo. Y eso que soy un tipo bien flaco. El resto del cuerpo estaba cubierto con la cobija, pero se veía que se había vuelto pequeña, quizás más pequeña que yo. Eso me impresionó mucho.

Me miraba y cerraba los ojos. Se dormía. De pronto convulsionaba, despertaba de su letargo y me volvía a clavar sus ojos desquiciados. Se veía que quería decirme algo. A lo mejor quería regañarme porque llevaba la camisa muy arrugada, pero nunca dijo nada. Fue papá quien me ordenó: "despídete de ella, dale un besito". Me acerqué con horror. Por supuesto que no quería besarla, pero lo hice, en la frente. No sé por qué, busqué sus manos. No encontré más que un repulsivo manojo de huesos. Me pareció que era una momia que me miraba. En eso se había convertido mamá. Fue la última vez que la vi.

Papá y yo regresamos a casa como a las dos de la tarde. Los primos, mis amigos, y mis amigas no comenzarían a llegar para mi fiesta sino como hasta las siete de la noche. Le dije a papá que saldría a dar un paseo en la bici. No fue que empezó a saltar de alegría, pero creo que la idea lo alivió bastante. Me temo que él también quería estar un rato solo.

En realidad yo lo que quería era caminar por las calles, sin rumbo fijo. Pero me pareció de un pésimo gusto recibir de regalo de cumpleaños una bicicleta Felt y decir que uno se va a caminar por allí. Tampoco es que me diera asco agarrar la bici y comenzar a pedalearla, pero ése no era mi ánimo, digo.

*

Pedí una merengada hecha a base de helado de fresa. Es mi favorita. Me hubiera gustado acompañarla con una hamburguesa, pero no tenía tanta hambre. Además, allí no servían hamburguesas y apenas si me quedaban unas pocas monedas. Me senté en cualquier mesa. En eso entró Clemencia.

No sé en qué estaban pensando sus padres cuando le pusieron ese nombre. Tal vez querían, adrede, que fuera una chica desgraciadísima durante toda su vida. Pero era una chica tan voluptuosamente linda, que lo que menos importaba de ella era como se llamara.

Era mucho más alta que yo y tenía como veinte años. No solo poseía un rostro hermosísimo, como de esas actrices de cine o el de las modelos de las revistas, sino que no tenía el menor reparo en alardear de sus formidables piernas y sus suculentos senos. Hoy, por ejemplo, andaba con una falda que nadie ha podido hacerla más corta y con una blusa que apenas le cubría los pezones. Ella anda así siempre, como si esa fuera la forma más natural de salir a caminar por el mundo.

Pidió un banana split. Agarró su plato y se fue a sentar al otro extremo del salón. Se notaba que quería estar sola. No tardó en mirarme. Levantó su mano y me saludó con una sonrisa fingida.

De niño, Clemencia llegó a cuidarme varias noches, cuando mis padres salían al cine o a cenar. Para entonces ella tendría quizás unos catorce años, pero ya era una chica inquietantemente bien formada. En cada unas de esas noches que ella hizo de mi niñera, intenté convencerla para que jugáramos a la lucha libre, peleas de kung fu o a algo parecido que me permitiera tocarla, manosearla, encaramármele encima, pero ella insistía en leerme unos cuentos bien soporíferos. Claro, yo era casi un bebé para entonces y nadie se imaginaba que por mi cabeza pasaran esos pensamientos.

Sabrá dios qué bicho la habrá picado, ya que de pronto Clemencia agarró su plato de banana split, se levantó de su asiento al otro extremo del salón y vino a parar a mi mesa. Se sentó frente a mí, sin pedir permiso ni nada. Yo casi había terminado mi merengada.

- ¡Qué calor tan asqueroso! - dijo. No sé por qué maldita razón las chicas que se saben lindas siempre andan quejándose de todo: o del calor o del frío, parece que nunca están conformes con la temperatura, ni con el clima , ni con el sabor de las comidas ni con nada.

No le respondí, entre otras cosas, porque no se me ocurrió nada qué decirle. Comencé a chupar lentamente con el pitillo lo poco que me quedaba de merengada. Siempre que la veo, no pierdo oportunidad de lanzarle algunas indirectas o de echarle miradas insinuantes. No soy tan chico como ella supone. Y sé que es posible que haya algo entre nosotros. Pero ella siempre se ríe de mí. Siempre.
Le dije:

- Te gustaría dar un paseo: tengo una bicicleta nueva. Es buena para dos.

Como si no me hubiera escuchado, se llevó a la boca un trozo de su helado. Luego me miró mientras cerraba sus ojos con coqueta picardía. Me respondió:

- ¿Crees que me interesa dar un paseo en tu bicicletica, Guille?

Mi nombre es Guillermo. De niño, todos me llamaban Guille. Es decir, no hay nada en el mundo que me moleste más que continúen llamándome Guille.

- Estoy molida, cariño. Otro día, ¿si? Me he pasado la mañana trepada en tremendos tacones, con una falda cortísima, mostrándole a los malditos clientes de CANTV mis piernas y el nuevo sistema mediante el cual pueden accesar a su saldo de factura telefónica. ¡Toda la maldita mañana! ¿Me entiendes? ¿Cómo te lo explico? Hoy mi cuerpo no está de ánimo.

Clemencia, o Clemen, como ella prefiere que la llamen, quiere ser modelo o actriz de televisión. Creo que no ha tenido suerte o no ha sabido buscar bien, porque mira que es linda, realmente linda. Se tiene que conformar con ser anfitriona en eventos publicitarios: la chica de faldas cortas, lindas piernas y bonita cara que se emperra en sonreírle a todo el mundo mientras les muestra equipos de sonido, televisores o bebidas en tiendas por departamentos o supermercados.

- Toda la mañana rodeada de viejos babosos -continuó ella-, que me miran con disimulo, acompañados de unas esposas feísimas, todas chiquitas, más viejas que Matusalén o más gordas que un hipopótamo. Es que ni por error hay entre ellas una mujer bonita, agradable, simpática. Los tipos me ven y, ¡claro!, se babean. Soy la tipa más buena entre cien mujeres, pero sólo soy la cachifa tetona y piernúa, mientras ellas son las señoras. Me siento tan ridícula con mis taconzotes y mi faldita corta. La falda no me importa, pero seis horas de pie trepada en tacones, vaya, que ni a mi peor enemiga.

Yo dejé colar en la conversación alguna de mis indirectas:

- ¿Necesitas un masaje? Porque yo sé dar unos masajes estupendos, muy relajantes y revitalizadores.

Me miró con sus enormes ojazos grises para responderme con un tono que iba entre el enojo y el fastidio:

- Guille: no me ladilles, ¿quieres?- Me lo dijo con la cara y la voz muy seria, pero luego me sonrió con picardía. Se ve que en el fondo le gusta que le digan esas cosas todo el tiempo.

Ya casi se terminaba mi merengada. No tenía suficiente dinero para pedir otra y justificar mi derecho a permanecer en la mesa. Hacía que chupaba, pero en realidad no chupaba nada. Así, pensaba yo, podría pasar siglos hablando con Clemen y nadie se daría cuenta. Decidí cambiar de estrategia y le confesé que hoy andaba de cumpleaños:

- Hoy estoy de cumpleaños...
- ¡No puede ser!

Clemen se separó casi con violencia de lo que le queda de su helado, me miró con los ojos muy abiertos, se levantó de su asiento como impulsada por algún resorte invisible, abrió la boca como si quisiera tragarme con ella (oh, Dios, si eso fuera posible), extendió sus brazos y me asestó un besote (una cosa nada sensual) sobre la mejilla:

- Felicidades, Guillito. ¿Cuántas primaveras?

Definitivamente estaba decidida en hacerme sentir como una chiquilla quinceañera.

- Las suficientes como para que podamos salir tú y yo a dar una vuelta por allí y enseñarte algunas cosas- le respondí de mala gana.
- Guille, cariño, ¿quieres dejar de hacer el ridículo conmigo? ¿No te das cuenta de tu edad y de la mía?
- La edad nada tiene que ver entre un hombre y una mujer-, le dije.
- Guille: aún no eres un hombre... Cuando lo seas, serás un hombre maravilloso y guapísimo y yo seré una vieja treinteañera, criando mocosos para que crezcan y luego hagan el ridículo como tú delante alguna chica que podría ser su madre.

Me pareció INNECESARIO un comentario como ese. Innecesario y cruel. Tal vez notó algo en mi cara y en mi actitud, ya que se volvió a poner muy seria y algo ceremoniosa. De pronto pareció recordar algo.

- Espera, espera... ¿No fue tu mamá quien murió justo el día de tu cumpleaños?- se metió justo donde no quería que entrara.
- Sip- le dije, igual de mala gana.
- Oh, cariño. ¡Cuanto lo siento! No sabes cuánto he pensado en eso. Debió ser tan terrible para ti.
- Fue una coincidencia, nada más.
- No. no... Fue más que una coincidencia.
- Fue solo una dulce coincidencia, más nada - insistí, molesto. Me aburre a morir que me hablen de eso.
- ¡Por dios!, era tan joven tu mamá. ¿Raquel?
- Rebeca - le aclaré.
- Rebeca, claro, era tan joven, y tan linda. No tienes idea de cuánto he pensado en ella desde que se murió. Todo fue muy rápido, ¿no? Pero mejor. Quizás eso fue lo mejor. Su muerte me hizo pensar en los milagros. Me hizo pensar en que necesariamente tiene que existir algo que esté por encima de nosotros. Un dios o una corte de dioses, algo o alguien que diseñe un plan maestro (cuando dijo "plan maestro" lo dijo como en cámara lenta: P-L-A-N M-A-E-S-T-R-O) que dibuje nuestra ruta en el mundo.
- No veo ninguna maestría en la forma en que se murió mi mamá. Además, para nada se murió rápido. Pasó meses agonizando en una cama. Tantos vagos en las calles, tanta gente inútil, tanto maldito malandro, tantos asesinos por allí sueltos, y Dios se fija justamente en mi mamá. ¿Cuál es la gracia de eso? ¿Dónde está la maestría de ese plan?
- No, no lo veas así, Guille. A veces las cosas ocurren y no entendemos las razones, lo cual no significa que no haya razones.

A la chica no le quedaba bien esa pose de predicadora. Andaba sin maquillaje y con su pelo casi rubio bastante desarreglado. Era blanca, pero siempre andaba muy bronceada, y cada día parecía tener más pecas sobre los brazos y el pecho. Pero ni eso ni la predicadera le restaban una pizca de hermosura. Digo, que dijera lo que dijera o hiciera lo que hiciera, aquella chica lo mantenía a uno permanentemente al borde de una erección.

- Yo creo en el destino. Y también en los milagros. Cuando veo una flor, sus colores, su forma, su olor, pienso que eso es un absoluto milagro. Un milagro cotidiano, pero irrebatible. Cuando nace un perrito o un gatito, eso es un milagro. O un niño, todos los niños todos son un milagro. Yo me casaré y tendré muchos niños. Sé, por ejemplo, que cuando vea al hombre de mi vida, yo sabré reconocerlo, allí mismo, con sólo mirarlo la primera vez. Eso será un milagro, o el destino.
- Gracias a Dios, soy ateo- le dije. Era una frase que alguna vez había escuchado y me había gustado mucho y no iba a dejar pasar una oportunidad como está para lanzarla.
- Eso que acabas de decir, Guille, es una herejía. Puedes ser ateo, eso lo respeto, pero no se lo agradezcas a Dios. Los milagros están en todas partes. Son las huellas de Dios. Son la sonrisa de Dios. Pero no la vemos porque están tan cerca y ocurren tan a cada momento, que ya no sabemos ver el milagro que ellas encierran.
- Ajá, y si dios existe y el mundo está tan plagado de milagros, por qué la gente se muere de cáncer, por qué un muchacho se monta en un carro y unos malandros lo acribillan a tiros, por qué un niño se muere de diarrea a los tres meses de edad o viene un camión y le aplasta los sesos. Son personas buenas, personas amadas. ¿Por qué, entonces, ese Dios tan sabio se las arregla para estropearlo todo? Cuando mi mamá murió los médicos andaban como locos metiéndole la factura de la clínica a papá por los ojos. Mi papá no podía ni llorar si antes no firmaba como quince mil documentos en los que se comprometía a pagar hasta el último maldito centavo de la clínica. ¿Es ese un mundo perfecto, un mundo plagado de milagros?
- También he pensado en eso, ¿sabes? Y muchas veces me he confesado que tal vez tú tengas razón y que Dios no exista y que todo esto, la vida, la flor, el niño y el gatito que nacen, no sea más que un accidente, un terrible y lamentable accidente. Un día se mezclaron dos moléculas que nunca debieron tocarse y ¡zas! surgió la vida, es decir, el accidente. Un accidente incontrolable e impredecible, un accidente sin reglas, sin planificación, un accidente lamentable y doloroso. Eso también explicaría muchas cosas.

*

Escondí la bicicleta entre unos matorrales. En realidad lo que necesitaba era caminar un poco. Y necesitaba hacerlo solo, sin correr el riesgo de encontrarme a algún conocido y que se le antojará que tenía el deber y la obligación de predicarme el origen y el fin del universo para justificarme que mamá no solo se había muerto, sino que se le había ocurrido hacerlo el día de mi cumpleaños.

Decidí subir al cerro. Me conocía muy bien por lo menos dos o tres caminos que me llevarían a la cima de la primera colina, la más baja de todas. Desde allí podría ver el barrio, mi casa, el liceo. Siempre llego cansado a la cima, can la lengua afuera, todo sudado. Me tiro sobre el pasto y me pongo a aspirar el aire como un loco, con mucha fuerza, haciendo un ruido como de animal herido. Siento cada músculo de mi cuerpo, en especial los de mis piernas y espalda. Me siento muy vivo y muy lleno de fuerza. Cuando subo acompañado es distinto. La gente, o al menos mis amigos, siempre quieren estar hablando, es como si no pudieran permanecer en silencio ni un puto minuto, como si temieran que al callarse, pum, desaparecerán de la faz de la tierra. Y no solo quieren hablar todo el tiempo, sino que quieren que uno haga lo mismo, y entonces te acribillan con preguntas estúpidas, con preguntas que no tienen respuestas ("¿qué harías tú si el sol explota?", por ejemplo), o con preguntas que todo el mundo sabe la respuesta ("¿Tienes sed?", cuando llevamos como tres mil horas escalando y sin tomar una gota de agua). Por eso cuando subo acompañado, no puedo ni recobrar el aliento, porque las lumbreras con las que subo no son capaces de estarse ni diez segundos en silencio y exigiéndote que le respondas todas sus estupideces.

Llegué a la cima del cerro y me tiré al piso con los brazos extendidos como un Cristo crucificado a la tierra y comencé a aspirar el aire con furia, como si quisiera reventar mis pulmones a punta de oxígeno. Había un cielo espectacular, digno de una buena fotografía: no sólo estaba absolutamente limpio, sino de un azul intenso y profundo. No pude evitar sentirme como parte de una de esas tarjetas postales que te envía la gente cuando están de viaje para que uno se muera de la envidia.

Me sentía tan bien que casi me quedo dormido, lo cual hubiera sido desastroso. Bueno, en realidad sí me quedé dormido durante un rato. Mientras dormía, soñé con mamá. A veces la sueño como cuando la vi por última vez en la clínica, pero en el de hoy la vi como era antes de enfermarse. No es que mamá fuera una belleza, pero era una mujer muy agradable, muy atractiva. Digo, que al verla uno pensaba que si a uno le tocaba por esposa una mujer como mi mamá, uno no podría quejarse para nada. Soñé que caminaba a mi lado. Yo sabía que estaba muerta, pero eso no me importaba. Es decir, que eso no me causaba dolor. Tampoco me estaba sermoneando ni nada de eso. Simplemente estábamos caminando el uno al lado del otro y eso nos hacía muy felices a los dos. Cuando me desperté sobresaltado, ya casi era de noche. Prácticamente tuve que lanzarme cerro abajo para evitar que la oscuridad me atrapara y me hiciera extraviar en la montaña.

*

Roberto no estaba. Cuando su mamá abrió la puerta casi pegó un grito ya que además de sudado, andaba con la ropa toda sucia de tierra. En mi carrera de bajada del cerro había resbalado y me había dado tremendo porrazo, manchando de tierra toda mi ropa. Sorprendida, la mamá de Roberto me dijo que su hijo había salido hacia más de veinte minutos para mi fiesta de cumpleaños.

Lo mismo me ocurrió con Alberto y Manuel. Entonces corrí a casa de Eduardo, que es lerdo para todo y de seguro también para salir a tiempo para las fiestas de sus amigos. En efecto, aún se estaba bañando cuando toqué a su puerta. Su mamá no me conocía, pero igual me dejó entrar. Sin que me lo preguntara le explique que había subido al cerro a hacer una pequeña excursión (le explique lo del cielo, pero como que no me entendió muy bien) y le comenté lo de mi pequeño percance al resbalarme por una de las pendientes. Ella exclamó un AHHHH de AHORASICOMPRENDO..

Cuando Eduardo se apareció apenas si se sorprendió de verme allí, en mitad de la sala de su casa, sudado y con la ropa toda llena de tierra. Después de saludarlo, me quedé en silencio, ya que su mamá se negaba a retirarse y dejarnos solos. Se me ocurrió decirle que necesitaba una linterna para buscar unos cassettes que tenía en el maletero de la casa.

- ¿No hay luz en el maletero de tu casa?- preguntó la mamá. Se notaba que estaba intrigada y que no nos dejaría solos nunca.
- Sí, sí hay, pero tengo que buscar en unos baúles a donde no llega la luz y con una linterna sería perfecto- le expliqué. Yo decía lo primero que se me venía a la cabeza, lo que quizás no era lo más conveniente, pero en realidad no había trazado ningún plan para manejar aquella situación. Por experiencia propia sabía que no siempre es bueno decirles a las mamás o a los papás toda la verdad. Ellos siempre complican las cosas.

- ¿Y qué música tienen esos cassettes? ¿La vas a poner en la fiesta?- preguntó el tarado de Eduardo.
- Sí, la voy a poner. Vámonos anda, busca una linterna y vámonos.
- ¿Y qué música es?- preguntó de nuevo Eduardo. De verdad que era lerdo y tarado, incapaz de agarrar en el aire ni una sutileza.
- Los Beatles- le dije. Fue lo único que se me ocurrió.
- ¿Tú eres el de la fiesta, el que está cumpliendo años hoy?- preguntó la vieja, que a esa sí como que no se le escapaba ni una.
- Sí - le respondí casi con indiferencia, como para restarle importancia al asunto.
-¿Y todavía no te has bañado ni estás en tu casa? ¿Ocurre algo? ¿Estás en problemas?
- No señora, no. Me provocó subir el cerro y creo que calculé mal la hora y se me hizo un poco tarde. Y necesito una linterna.

Después de darnos como diez mil recomendaciones, la vieja nos dejó ir con una linterna que apenas si alumbraba. Era mejor que nada. Apenas estuvimos solos, al cretino de Eduardo lo único que se le ocurrió decir es que, particularmente a él, no le gustaban Los Beatles. Le expliqué:

- Qué Beatles ni que nada. Papá me regalo una superbicicleta hoy, una Felt, por mi cumple. Pero como quería subir al cerro la escondí entre unos matorrales y ahora no la encuentro.
- ¡¿Te la robaron?! Estás metido en reverendo problema, compañero.
- No creo que se la hayan robado. Cuando la escondí, nadie me estaba viendo. De eso sí me percaté muy bien.
- Tú estás bien loco. ¿Tú no sabes que siempre, siempre hay alguien viendo lo que uno hace? Por eso agarran a los criminales, hasta los que se creen más listos: siempre hay un testigo que ve algo. Seguro que alguien te vio y se la llevó apenas te alejaste. Dala por perdida, compañero.
- Perdida nada. Esa está por allí, pero con la oscuridad no logró dar con ella. Con la linterna y entre los dos, la encontraremos. Apúrate.

*

Cuando llegué a casa la sala estaba repleta de gente: los amigos, TODAS las tías, TODOS los tíos y TODOS mis primos. Y TODOS miraron con horror mi lamentable aspecto apenas entré. Entiendo que estuvieran un poco preocupados, pero tampoco era para tanto. Luego de mi entrada, ¡dale!, mil preguntas de las metiches de mis tías. Papá estaba en un rincón, mirándome con su mejor cara de YAVERÁS. Papá no necesita decir palabra para que te sientas regañado. Me acerqué a él y simplemente me dijo que me fuera a bañar y a cambiar de ropa, que luego hablaríamos. Vaya si hablaríamos. Casi que le pedí que nos fuéramos a mi cuarto y me hablara de una buena vez, para salir de eso.

La fiesta transcurrió en forma normal. Recibí muchos regalos, mucho más que de costumbre. Al poco rato, mis amigos y mis primos estaban todos saltando como unos locos por allí, bailando. Es verdad que no tenía muchas amigas, pero sí infinidad de primas. En lo que a mí respecta, no me gusta ninguna de ellas, pero a mis amigos al parecer le resultaban atractivas ya que no las dejaron descansar en toda la noche.

Cuando llegó la hora de cantar el cumpleaños me sentí muy, muy triste, pero lo disimulé muy bien. Sentí la ausencia de mamá y eso, vaya, amigos, cómo me dolió. La extrañaba a rabiar. Me esforcé en pensar en mi bici y en las calles que recorrería con ella, tan aprisa como me fuese posible. Quise pensar en el viento que azotaría mi cara mientras pedaleara cada vez con más furia. Quise pensar en el vértigo que me invadiría a la hora de cruzar las maltrechas alcantarillas de mi barrio. Una de mis tías se aparecío con una torta iluminada con catorce velitas. Todos cantaron japi berdei. Cuando soplé y las apagué una a una, pensé en que mamá ya no estaba ni estaría ya nunca más conmigo. Casi que me pongo a berrear como un chamo. Pero me ayudó ponerme a pensar que tal vez al día siguiente, con la luz del día y un poco de suerte, aparecería la dichosa bicicleta en algún lugar entre los matorrales.

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Publicado en el libro "Japi berdei tu yu", Playco Editores Publicaciones. Primera Edición 2002. Segunda Edición 2007. Premio "Narrativa Juvenil Salvador Garmendia", edición 2002. Este libro podrá conseguirlo en las más importantes librerías del país. Para mayor información, favor comunicarse a los teléfonos 0212-2354736 y 0212-2372764.
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