lunes, 31 de marzo de 2008

LÍNEAS CRUZADAS

Poco antes de las seis de la mañana el teléfono repicó. Era Juancho:

— Coño, Ricardo, te tengo malas noticias...
— ¿Qué pasó?
— Es Luigi, se mató en su carro, en un choque. Cuando salimos de la fiesta, ¿te acuerdas?, le dijimos que no manejara, pero él insistió. No te sientas culpable, pero estaba muy alterado por lo que le hiciste. Agarró el carro, se estrelló contra la defensa de la autopista del Este y cayó al Guaire.
— ¿Luigi?
— Sí, Luigi. Es increíble, ¿no? Ayer estaba jodiendo con nosotros, y ahora está muerto.
— Juancho, ¿quien coño es Luigi?, ¿de quién me estás hablando?
— Sí, es como para no creérselo. Lo están velando en la Memorial. Su vieja, la Yayi, dice que lo van a cremar y que lanzaran sus cenizas en Cabo Ratón, en Florida. Yo no entiendo nada. Bueno, te dejo. Yo me acabo de enterar y quise avisarte a ti de primero. Voy a llamar a Laly, a Melisa y al Kike. Ánimo, flaco. Esto es un coñazo para todos.

Y colgó.

Me quedé con el auricular en la mano, casi que lamentando la muerte de Luigi. Por un minuto pensé que yo venía de una noche de farra y que tenía una amnesia post-etílica, pero no. La noche anterior me había visto con Adriana, una carajita bien rica con la que estoy saliendo desde hace como dos meses, y fuimos a ver una película con Richard Gere y Diane Lane. Salimos de la función como a las nueve de la noche, le llevé a su casa y yo me vine derechito a la mía.

A Juancho lo conozco desde hace más de diez años, y aún cuando sé que es un bromista bien pesado, JAMÁS se ha atrevido a pisar ese terreno conmigo. Aunque nunca es tarde para empezar, hijoeputa. Marqué su teléfono y, como lo suponía, me respondió la contestadora:

— Mira, cabrón hijo de tu madre, ¿te volviste loco? ¿Cómo te atreves a sacarme de la cama para venirme con una de tus payasadas? Deja que te vea, que ya te partiré la cara, idiota.

Esperé unos segundos, aguardando que tomará el teléfono, pero nada.

— Bueno, mariconcito, llámame cuando puedas. Chao.

Ya no pude volver a dormirme. Me puse a ver televisión, un poquito de CNN, un poquito de entrevistas a políticos, una racioncita de prestidigitadores del horóscopo y luego a la ducha y a mi sabroso plato de corn flakes sumergidos leche pasteurizada, aderezado con trocitos de fresa.

En la oficina acostumbro a revisar mi correo electrónico a media mañana. Además de los habituales, encontré uno que me llamó poderosamente la atención. El remitente era un tal Luigi Vitale. Esto era lo que decía:

«Mi amado Riqui:

El amor está hecho de carne y su naturaleza es carnicera. No hay que esperar más, tampoco menos, de él. Lo que no soporto es que me hayas apuñalado por la espalda, a traicción. Si me hubieras hablado, juro que te hubiera entendido. Creo que juntos hubiéramos podido encontrar una salida digna a esta situación. Pero tú elegiste el camino de las rameras. Optaste por el engaño, por las sombras, por la doble cara.

Me duele darles la razón a las personas que me advirtieron de ti, a las que quisieron envenenarme contra ti. Tenían razón.

No sé qué hacer ni tengo, te lo confieso, fuerzas para resistir tantas mentiras. Lo destruiste todo de un solo manotazo. Tú eras mi esperanza, ahora eres mi mentira.

Luigi V.»

El e-mail había sido enviado a las 4:37 de la madrugada de ese mismo día, es decir, hora y media antes de la llamada de Juancho. O sea, que el maldito cabrón había planeado su travesura con antelación. ¿Qué pensaba, que yo no me daría cuenta que cualquiera podía inventarse un nombre y abrir una cuenta de e-mail sin mayor problema?

El asunto iba de oscuro a negro. Inmediatamente volví a llamar a la casa de Juancho, pero nuevamente me respondió la grabadora. Intenté a su celular, pero estaba fuera de cobertura.

Cerca del mediodía me llamó a la oficina Sandy. Estaba llorando:

— ¡Qué tragedia, Ricardo! ¿Cómo pudo pasarnos algo así?
— Pero, ¿qué te pasó?
— ¿Cómo pudo Luigi morirse de esa forma?
— Espera, espera, Sandy, ¿tú también te estás prestando para esta charada?
— Ricardo, yo no te juzgo. Entiéndeme. Lo que pasó y lo que dejó de pasar entre ustedes es asunto suyo. Imagino cómo te sientes ahora. Pero no te dejes caer, sigue con tu vida. Ahora más que nunca debes continuar con tu vida, sin mirar atrás.
— Dime algo, ¿a qué hora se supone que murió Luigi?
— Como a las dos de la mañana. ¿No te lo dijo Juancho?
— No, no me lo dijo. Pero, si el tal Luigi murió a las dos de la mañana, ¿cómo explicas que me haya enviado un e-mail a las cuatro y media de la mañana?
— Y yo cómo voy a saber eso, Ricardo.
— No lo sé, explícamelo tú.
— No tengo cabeza para nada. Me parece muy bien que hayas ido a trabajar, pero no te escondas de lo que ha pasado. Tarde o temprano deberás afrontarlo, y es mejor que lo hagas antes que después. ¿Vas a ir al velorio?

Fui yo quien colgó el teléfono esta vez.

En la tarde, como a las cinco, recibí otra llamada telefónica. Era la voz de una mujer mayor. Se identificó como Antonieta Maragall, tía de Luigi. Me llamaba para darme la noticia del deceso de su sobrino.
— Señora, ya me han notificado de la muerte de ese señor...
— ¡Oh!, disculpe entonces la molestia.
— No, no, espere, no vaya a colgar.
— No pensaba hacerlo.
— Escúcheme, es probable que yo conociera a su sobrino, pero no logro ubicarlo por el nombre. Dígame algo, Luigi, ¿a qué se dedicaba?
— Era diseñador de moda. Pero, no entiendo. ¿Cómo se atreve a preguntarme algo así?
— Señora, discúlpeme, pero me temo que yo jamás conocí a su sobrino.
— ¿Usted es Ricardo Mariño?
— Ese es mi nombre, pero no tengo nada que ver con su sobrino.
— ¿Podría verlo?
— No entiendo para qué, señora.
— Necesito hablar personalmente con usted.
— ¿Y no puede ser por teléfono?

La mujer se quedó en silencio. Por un momento pensé que, aunque yo no conociera al tal Luigi, quizás realmente sí hubiera muerto y ahora su familia andaba por allí, enloquecida por el dolor, tratando de atar algunos cabos sueltos en la vida de ese hombre. Por otra parte, quería terminar de una vez con esta farsa de que me estuvieran llamando cada diez minutos para anunciarme la muerte de un desconocido.

— De acuerdo, dígame donde podemos vernos.

Sin pensarlo dos veces, la mujer respondió:

— En la plaza Altamira, a las cinco de la tarde. ¿Le parece bien? Entonces, allí lo espero.

Cuando colgué me di cuenta de que la supuesta señora Maragall no me había advertido cual era su aspecto físico. Tampoco pasé por el alto el detalle de que ella tampoco había preguntado por el mío. Seguro que al llegar a la plaza Altamira buscando como un imbécil a una mujer que no existía, se aparecerían Juancho, Sandy, Laly y sabrá Dios quien más, muertos de la risa por haberme hecho caer en su bufonada.

Antes de salir de la oficina intenté comunicarme telefónicamente con Adriana, pero nadie respondió.


La plaza Altamira no es grande, pero tampoco es pequeña. Caminé lentamente por entre los bancos cercanos a la entrada al Metro, tratando de encontrar a alguna mujer de unos cincuenta años, que era la edad que por el timbre de su voz le calculaba a la señora Maragall. No había nadie con esas características. Me anduve con cuidado, ya que a quienes realmente esperaba encontrarme era a la partida de pillos que cargo como amigos. Iba pendiente de los carros que estaban estacionados o los que pasaban lentamente al lado de la plaza. No me hubiera extrañado para nada que estuvieran escondidos grabándome con alguna camarita de video. Me dirigí hacia los bancos ubicados alrededor del obelisco. Apenas la vi, no tuve dudas, era ella. Estaba sentada. Era una mujer de poco más de cincuenta años, con lentes oscuros y vestida con un traje color gris plomizo. Me faltaban como unos treinta metros para llegar a su lado, pero ella ya había clavado la vista en mí, como si me reconociera. Estábamos a finales de julio y el sol no se ocultaba sino como hasta las siete y media de la noche. La mujer se levantó y me espero de pie al lado del banco. Sin mediar palabra me abrazó y se lanzó a llorar amargamente.

La ayudé a regresar al banco. Apoyó ambos brazos sobre sus rodillas mientras escondía el rostro entre sus manos. Al parecer no era capaz de controlar el llanto ni de emitir palabra. Yo le pedía, por favor, que se tranquilizara. Tenía mi mano puesta sobre su hombro, pero en realidad estaba seguro de que los gandules de mis amigos se aparecieran en cualquier momento, destornillados de la risa. La mujer parecía llorar en serio. Se quitó los lentes, probablemente empañados por sus lágrimas. Tenía unos hermosos ojos verdes. A pesar de los azotes del tiempo, su rostro continuaba siendo hermoso.

Una vez que había logrado tranquilizarse, la señora Maragall enjugó sus lágrimas, limpió su cara y se aclaró la voz. Cuando me habló, su voz aún tenía un tono destemplado.

— Esto es una tragedia, Ricardo. Este sábado saldríamos para España. Ayer fuimos juntos a la agencia de viaje para ajustar el itinerario de vuelo una vez que estuviéramos en Europa. El se iría para Grecia y yo lo esperaría en Barcelona. Estaba tan contento de poder regresar a Grecia. Hacia años que no lo veía tan feliz y ahora, ya vez. ¡Muerto! Yayi, mi hermana, acaba de cremar el cuerpo de Luigi. Yo no quería que hiciera eso, pero es una terca endemoniada. Está loca, todos estamos como locos desde la noticia. Ya Luigi no está en ninguna parte, ya no existe ni siquiera su cuerpo.

Ya iba a arrancar a llorar nuevamente cuando le pregunté:

— Disculpe, pero, ¿qué edad tenía Luigi?
— ¿Exactamente?
— Sí, ¿qué edad tenía exactamente?
— ¿Y para qué quieres saber su edad exacta? ¿Acaso él no te la dijo? Si no te la dijo, sería por algo y yo no me quiero meter en eso.
— ¿Qué edad tenía? Necesito saberlo.
— Veintisiete. Cumpliría veintiocho el próximo siete de agosto. Lo celebraríamos en Málaga, al lado de amigos muy queridos para él. Al día siguiente, él saldría para Grecia.
— Señora Antonieta, ¿usted y yo nos habíamos visto antes? Digo, ¿nos cocemos?
— Sí, por supuesto. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas?
— Escúcheme bien. Yo pensaba que esto era una broma de mis amigos, que son unos truhanes sin oficio suficiente en la vida. Pero viéndola a usted y sintiendo la pena que la embarga por la muerte de su sobrino, me temo que todo esto no es más que un malentendido, una terrible confusión. Yo no conozco a Luigi ni jamás lo he visto. Yo trabajo en una agencia de publicidad, soy director creativo, mi mundo no tiene nada que ver con el mundo de la moda, a menos que se trate de un cliente en particular, y en realidad ese no es el campo de la agencia para la cual trabajo. No sé por qué razón mis amigos están involucrados en esto, pero ya lo averiguaré. Así que discúlpeme, pero no creo que sea mucho lo que pueda hacer por usted.

La mujer me miraba perpleja.

— Pero, no sé cómo puedes decir eso. Sé que Luigi se portó muy mal contigo después que descubrió lo de tu engaño, pero eso no te da derecho a que reniegues de él de esa forma. Está muerto, ¡por Dios!, ten al menos un poco de respeto por su memoria.
— Lo lamento mucho, señora Maragall, pero me temo que yo no soy la persona que usted cree. Esto es un error. Lo siento.
— Sí, eso sí es verdad: no eres la persona que yo creía.

Pensé que la mujer se levantaría ofendida y me abandonaría allí mismo, pero no. Siguió a mi lado. Había desviado la mirada hacia la avenida Francisco de Miranda, evitando verme de frente. Respiraba con esfuerzo, como esas personas que llevan muchos años fumando. De pronto se levantó y me ordenó:

— Ven, acompáñame.

Caminé a su lado en silencio. Cruzamos la avenida San Juan Bosco y anduvimos por la primera transversal de Altamira. Luego entró a un edificio viejo, pero hermoso, probablemente una de las primeras construcciones de esta parte de la ciudad. Nos montamos en el ascensor. Yo estaba seguro que ahora sí nos encontraríamos con mis rufianes amigos, pero me equivoqué. El ascensor se detuvo en el piso cinco. Antonieta buscó un juego de llaves dentro de su cartera y abrió la puerta.

La mujer se detuvo en el umbral, invitándome a entrar a mí primero. Fue ella quien encendió las luces. Era un apartamento pequeño. Ambos permanecimos en silencio. Luego vi algo que me heló la sangre: había como una docena de fotografías dispuestas sobre dos travesaños de una repisa de madera caoba. Me acerqué tratando de corregir lo que mis ojos veían, pero nada. En casi todas las fotos aparecía yo retratado al lado de un hombre caucásico, delgado, de mirada triste aun cuando estaba sonriente. En una de las fotos aparecíamos el hombre delgado, mis papás y yo. La foto había sido tomada en el comedor de la casa de mis padres, pero no recordaba la ocasión, mucho menos al hombre que aparecía a mi lado, abrazándome como si fuera mi novia.

Tomé la foto en mis manos y comencé a abrir las clavijas de cierre del portarretratos. Estaba consciente del enorme poder de un programa de Photoshop y de lo que es capaz de hacer con él un excelente diseñador gráfico, así que necesitaba verificar la autenticidad de la fotografía. Con el papel en la mano pude chequear que se trataba de auténtico papel fotográfico. Además, la imagen era perfecta, sin rasgos de pixelado ni de alteraciones en ninguno de los elementos contenidos en la foto. Hay costuras buenas y malas, pero siempre hay huellas. Y si esa foto hubiera tenido alguna señal de haber sido alterada, yo poseía el suficiente entrenamiento profesional para poder detectarlo. Hice lo mismo con las otras fotos, pero todas parecían ser genuinas.

Anonadado, di unos pasos por el pequeño recibidor donde aún continuábamos en silencio Antonieta Maragall y yo. Me acerqué a uno de los muebles donde estaban los CD's. Había muchos que jamás ni siquiera había escuchado, pero también estaban todos los que en algún momento yo había comprado en los últimos cinco años. Busqué la biblioteca y tal como me lo temía, allí también estaban mis libros, los mismos que hoy en la mañana había dejado en mi casa. Tomé uno de ellos, Novelas Cortas de Antón Chejov, lo abrí y reconocí con estupor que las notas que había en los márgenes de las páginas estaban escritas con mi letra. Di un paso atrás, busqué asiento y me eché allí, aún con el libro en mis manos.

Profundamente molesto, giré la mirada hacia la mujer que aún permanecía de pie y en silencio, mirándome como si yo fuera una rata de laboratorio, y la increpé:

— Si esto es una broma, es una broma macabra. Y dudo que mis amigos se hayan tramado algo tan repulsivo como esto. ¿Quién es usted y de qué se trata todo esto?
— Aquí vivieron tú y Luigi durante tres años, ¿también olvidaste eso? Fueron felices, o al menos eso fingías. Luego te fuiste con el muchachito ese, rompiéndole el alma a mi pequeño sobrino.
— ¿Y qué si eso fue así? ¿Acaso va a hacerme usted daño, me va a matar?
— No, Ricardo, por favor, tranquilízate. Sólo quería hablar contigo, pero no puedes venir y decirme en mi cara que nunca conociste a Luigi. Al menos ahora, espero, no me vendrás con eso, ¿no?
— No sé de donde salieron esas fotos, pero eso ya no importa. Dígame, ¿qué es lo que tanto quiere hablarme?
— Antes de morir, ¿Luigi se puso en contacto contigo, te llegó a decir algo?
— No, para nada. Pero, ¿eso qué importa? ¿Qué cosa tan importante hubiera podido decirme?
— Creo que su muerte no fue un accidente si no un suicidio. Necesito al menos quitarme esa duda.
— ¿Suicidio? Pero, ¿en qué cambian las cosas si fue un accidente o un suicidio? Igual está muerto.
— No quiero que el último legado de mi sobrino sea una duda de esa envergadura, pero veo que eso tampoco puedes entenderlo. No creo que esta conversación nos lleve a ninguna parte — me dijo en forma cortante.
— Opino lo mismo y de nuevo le doy mis condolencias por lo de su sobrino.

La mujer comenzó nuevamente a respirar pesadamente, como si estuviera esforzándose por contener algún tipo de emoción que no quería que yo viera.

Comencé a caminar hacia la puerta cuando su voz me detuvo:

— Sé que aún conservas una llave de este apartamento y espero que no haya ningún problema de tu parte para devolvérmela. Cuando quieras retirar tus cosas, ya sabes donde llamarme.

Sin darme cuenta de lo que hacía, revisé mis bolsillos pero sólo encontré las llaves de la oficina y las de mi casa. Entonces le dije:

— No las traigo conmigo.

Una discreta sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la mujer.


Apenas llegué a la calle revisé mi celular para ver si se había apagado accidentalmente o se la habían agotado las baterías, ya que era extraño que nadie me hubiera llamado en las últimas tres horas. Todo estaba en regla, pero no había registros de llamadas perdidas ni mensajes en el buzón de voz.

Como estaba tan cerca, decidí visitar la funeraria Memorial. Efectivamente, allí se había realizado el funeral de Luigi Vitale. Inmediatamente volví a intentar comunicarme con Adriana, mi novia. Esta vez me respondió la voz de un hombre que no pude reconocer.
— ¿Aló?
— Buenas noches, por favor, con la señorita Adriana Chacín.
— ¿Quién?
— Adriana Chacín...
— No, no, está equivocado.
— ¿Ese no es el número...? — y le di el número telefónico de Adriana, que por supuesto, me lo sabía de memoria.
— Sí, se es el número, pero ya le he dicho que aquí no vive ninguna Adriana.
— ¿Y desde cuando tiene usted asignado ese número, señor?
— Amigo, disculpe, pero eso no es asunto suyo — y colgó.

Temiendo se tratara de un error de comunicación de mi celular, me detuve en el primer teléfono público que encontré y volví a marcar el número de Adriana. Me respondió el mismo tipo de hacía unos minutos:

— ¿Aló?
— No vaya a colgar, por favor, ¿está seguro que ese no es el teléfono de Adriana?
— ¿Es usted otra vez? Pero, ¿qué le pasa, está sordo o está borracho? Ya le dije que aquí no vive nadie con ese nombre.
— ¿Y desde cuando tiene usted asignado este número telefónico?
— Carajo, ¡de toda la vida! Y ya no joda más. Y para que no insista, voy a dejar el teléfono descolgado. Ya lo sabe.

Efectivamente, el cretino descolgó el teléfono y ahora daba ocupado todo el tiempo.

Como tenía una siniestra corazonada y aprovechando que estaba en un teléfono público, decidí llamarme a mí mismo. Apenas terminé de marcar, respondió una grabación advirtiéndome que ese número de celular (¡el mío!) no estaba asignado a nadie. Mi teléfono estaba encendido, las baterías estaban casi totalmente cargadas y el nivel de recepción era óptimo, así que por ley la llamada debía entrar, pero nada.

La calle en la que me había estacionado para llamar del teléfono público estaba bastante mal iluminada, pero aún transitaba mucha gente por ella. Esperé unos minutos y cuando pasó un muchacho de unos veinte años con su celular colgando de su cinturón, lo detuve y le expliqué que andaba con un celular prestado y que no sabía el número. Él mismo se ofreció para marcar algunas teclas de mi teléfono para que apareciera en pantalla el número telefónico. Cuando lo logró, me lo devolvió sonriente. Sin embargo lo que se podía leer era el número que hasta hoy en la mañana yo tenía asignado. Le pedí, por favor, que me dejara marcar a su número de celular y así poder leer en su pantalla el “nuevo” número de mi móvil. Un poco a regañadientes, el muchacho me dio su número. Lo marqué desde el mío y repicó. En su pantalla apareció un número totalmente desconocido para mí. Saqué mi bolígrafo y lo anoté inmediatamente sobre la palma de mi mano. El muchacho me miró con desconfianza y me dijo:

— Coño, mi pana, ¿ese teléfono como que es robado?

De regreso al carro comprendí que el número que acababa de descubrir era totalmente inútil a menos que se lo pudiera dar a alguien para que me llamara. Llamé a Juancho a su casa y a su celular, pero me respondieron las malditas grabadoras. Le ordené que se pusiera en contacto conmigo apenas escuchara los mensajes y le pedí me llamara a mi número de siempre, pero advirtiéndole que si no lo lograba, lo hiciera al que acababa de descubrir. Le expliqué que las líneas estaban cruzadas. Hice lo mismo con Sandy, Melisa y Laly. Del Kike no soy tan amigo, así que preferí no molestarlo.

Encendí el carro y me fui directo a la casa de Adriana. Ella vive en Macaracuay, en una quinta con sus padres. Estacioné mi carro frente a la entrada principal. La casa estaba a oscuras, incluso el bombillito que usualmente alumbraba el nombre de la casa. Miré a través de las rejas y, aunque todo parecía estar en orden y limpio, tenía el aspecto de una casa abandonada. Tampoco estaban ninguno de los tres carros. Busqué mi agenda electrónica para verificar el número de Adriana. Comprobé que era el mismo que había marcado con anterioridad. Lo intenté nuevamente y agucé el oído, para verificar si el teléfono repicaba dentro de la solitaria casa. No hubo el menor ruido. Me volvió a atender el mismo imbécil de antes. Colgué sin preguntar por Adriana.

Definitivamente las líneas telefónicas andaban bien locas y seguramente eran muchas los que estaban ligadas o intercambiadas. Desconcertado e impotente regresé al carro y me quedé allí un buen rato, sin saber exactamente qué era lo que estaba esperando. Supuse que si iba a casa de Juancho, de Sandy o de Melisa, la situación sería la misma.

A estas alturas ya no estaba tan seguro de que esto fuera una broma del Juancho. De haberlo sido, ya les había dado suficiente material para que se rieran de mí por más de dos años seguidos y no tendrían razón para continuar con la charada. La otra alternativa era aterradora: alguien con mi mismo nombre, con mi mismo aspecto, con padres idénticos a los míos, había sido la pareja gay de un tal Luigi Vitale, a quien al parecer había engañado con una aventura amorosa con otro chico luego de tres años de convivencia. Luigi, al parecer, se tomó las cosas muy a pecho y terminó estrellándose en su carro. La familia, o al menos la tía, presentía que había sido un suicidio. Todas esas coincidencias eran simplemente increíbles. Pero lo peor de todo es que mis amigos parecían ignorar mi verdadera vida y ahora daban por hecho que yo sí conocía al tal Luigi y que había sido su pareja. Eso era lo que Juancho y Sandy me habían dejado entender en sus llamadas telefónicas. Pero indudablemente, lo que más me había sobresaltado eran esas fotografías en las que yo aparecía al lado de Luigi, o mis libros garabateados con mi propia letra, perfectamente ordenados en esa biblioteca que nunca antes había visto en mi vida.

Luego estaba lo de los teléfonos. Después la casa vacía de los padres de Adriana. Por un momento, pero sólo por un momento, comencé a dudar si efectivamente la tal Adriana existía o si yo era el tipo que se acostaba con ella desde hacía poco más de dos meses.

Allí, sentado en mi carro, viendo a la gente llegar a sus casas, me sentí solo. Me embargó una profunda tristeza y un urgente deseo de llorar. Tenía miedo y estaba asustado. No comprendía nada de lo que estaba ocurriendo y todo carecía de lógica. Revisé nuevamente mi celular, pero no había señales de llamadas perdidas ni mensajes en mi buzón.

Encendí el carro y rodé hasta llegar a los alrededores de La Candelaria. Por nada del mundo quería irme a mi casa. Necesitaba hablar con alguien, o al menos, tomarme un par de tragos y tratar de aclarar mi mente. No debía dejarme arrastrar por el pánico. Todo debía tener una explicación. Y si la explicación era una guasada de Juancho y sus amiguitas, juré por dios que allí iba a haber un muerto, además del Luigi.

Bebí el primer martini que pedí como si fuera agua fresca. Luego me concentré en disfrutar cada sorbo de mi segundo trago. La tasca atestada de gente me recordó que era viernes. Quizás por eso todos mis amigos andaban fuera de casa, rumbeando. Pero ese no era, ni de lejos, el meollo del problema.

Al cabo de un rato, sentí que alguien tenía clavada su mirada en mí. Volteé la cabeza hacia mi izquierda, en dirección a la barra, y allí estaba un hombre delgado, muy blanco, con el pelo negrísimo y despeinado, con los ojos brillándole como dos chispas de fuego. En efecto, me miraba fijamente y me sonreía casi con cariño. Era Luigi. Apenas un segundo antes de que yo me recobrara de mi impresión y me levantara para ir a su encuentro, él giró sobre sí mismo y, con rápidos pasos, encontró la salida. Salí tras él, pero, a diferencia de su elegante escapatoria, mi persecución se vio obstaculizada por tres o cuatro personas que en ese momento se interpusieron en mi camino.

Cuando alcancé la calle lo vi corriendo en dirección al norte. Vestía pantalones negros y una camisa blanca. Comencé a correr detrás de él, pero era mucha la ventaja que ya me llevaba. Al llegar a la esquina, Luigi se detuvo y se volteó hacia mí. Al verlo allí parado, yo también me detuve. Estaba muy lejos para poder mirar su expresión, pero sabía que se estaba riendo de mí. Entonces reanudó su camino, al parecer sin mucha prisa.

Cuando llegué a la esquina ya no había rastros de él. En un primer momento, esa súbita desaparición me asustó, pero luego pensé que tal vez hubiera entrado a cualquiera de las otras tascas que había en esa calle o, más probable, alguien lo hubiera estado esperando en un carro. A lo mejor todavía estaban allí, riéndose de mí bajo los vidrios ahumados de cualquiera de los vehículos que continuaban allí estaciones, o simplemente ya se habían ido.

¡Ya me las pagarás, Juancho maldito! Me has hecho pasar un día de mierda. Ya verás cuando te dé tu merecido. Mira que venir a hacerme esto a mí. ¿Cuánto tiempo te llevó armar toda esta charada, ah, dime, cabrón?

Entre la carrera y la furia que me embargaban, había perdido el aliento. Me recosté sobre un carro y me estuve allí muy quieto hasta tranquilizarme.

Más calmado, regresé al carro y me fui a mi casa. Mañana sería otro día y ya se arreglarían las cosas, pensé. Por lo pronto, era obvio que todo era un pitorreo. El tal Luigi andaba vivito y coleando, o mejor dicho: vivito y corriendo, porque mira que el condenado corría como los buenos. Y que yo sepa, los fantasmas no salen corriendo. Se desvanecen, desaparecen, levitan, vuelan o qué carajo sé yo lo que hace un fantasma, pero lo cierto es que entre sus menús de opciones, no está el salir corriendo por las calles.

Aliviado, manejé despacio buscando el camino hacia mi casa. La noche estaba fresca y decidí manejar con los vidrios abiertos, sin usar el aire acondicionado. Luego de deambular por más de una hora por las avenidas de Caracas, de pronto tuve conciencia de que había olvidado donde vivía. ¡Carajo!

Recordaba perfectamente la fachada y el nombre de mi edificio, el número del apartamento, la llave para abrir la puerta, pero no recordaba cómo llegar a él. Miré a mi alrededor tratando de orientarme. Sabía exactamente que andaba por el final de la avenida Rómulo Gallegos, muy cerca de la Urbina. Pero lo que no sabía era si mi casa estaba cerca o lejos de ese punto.

Traté de conservar la calma, ya que seguramente era víctima de un ataque de pánico. No era para menos, pensé, después de un día como el que me había tocado vivir. Busqué la autopista del este.

Miré el reloj y ya era más de medianoche. Mucho más tarde de lo que había calculado. Comencé a sentir rabia y unos deseos incontrolables de llorar. Nunca en mi vida me había sentido tan solo, desamparado y burlado. Aceleré el carro, quería que la brisa que entraba por la ventana me golpeara la cara y me reanimara. Indudablemente, algo andaba mal.

Por fin repicó el celular. Al atenderlo, me quedé paralizado:

— Luigi, soy yo, Ricardo. Luigi, no vayas a cometer una locura, por favor. Tenemos que hablar. Por favor, dime algo...

La voz al otro lado del teléfono era mi voz, la voz de Riqui.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y ya no me importó nada. Lo último que pude sentir fue como mi carro saltaba las barandas de la autopista del este, para luego volar por el aire hasta caer, con golpe seco, en las pestilentes aguas del río Guaire.


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Relato finalista en el Concurso de Cuentos Sacven edición 2005. Publicado en la antología "Tatuajes de Ciudad", editada por Sacven en 2007.

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