sábado, 26 de febrero de 2011

35mm., LP, MP3, MP4, RAW, JPG, TIFF: ¿Ganancia o pérdida?

Hace siglos, para un monje de la Edad Media o para un ciudadano del Imperio Romano le era posible nacer y morir setenta años más tarde (si tenía ese privilegio) en un mundo que prácticamente había permanecido inmutable ante sus ojos.
A finales del siglo XV se produjo un gran cambio que vino a trastocar no sólo la historia del mundo sino el concepto que se tenía acerca de ese mundo: el descubrimiento de América en 1492. Sin embargo, la vida del hombre común en sí misma (salvo para los aborígenes americanos que fueron masacrados o intervenidos culturalmente) no cambió mucho.
Pero a partir del siglo XIX los cambios del mundo y del concepto de la vida cotidiana comienzan a realizarse de forma bastante apresurada. Aparece la fotografía para quedarse como el gran documentalista y testigo de los grandes y pequeños sucesos de la vida humana, las máquinas de vapor se perfeccionan y se imponen para dar paso los barcos a vapor y los trenes, sembrando el mundo una gigantesca red de caminos de hierro y madera. Había aparecido la Revolución Industrial y con ella la era de la tecnología.
Dicho esto, podemos imaginar a un caraqueño nacido en, digamos, 1880 y fallecido setenta años más tarde, es decir, en 1950. En su juventud, ese hombre se habría trasladado a caballo y en hermosos carruajes tirados por robustos corceles para luego montarse en tranvías y en algunos de los pocos trenes venezolanos. Luego vio la llegada de los automóviles particulares. Quizás fue propietario de uno de esos coches. Los caminos de tierra y piedras fueron cubiertos con el negro asfalto. En sus años mozos, a los veintitrés exactamente, habría escuchado que un par de gringos, unos hermanos de apellido Wright, habían logrado volar durante doce segundos una nave más pesada que el aire. Para hacernos las cosas más fluidas, vamos a suponer que nuestro caraqueño era un tipo de buenos recursos económicos y, así, es muy probable que en sus años maduros se haya montado como pasajero en más de un avión.
Pero regresando a su juventud, nuestro caraqueño vio el nacimiento de los teléfonos y de la radio. Como murió en 1950, de bromita no conoció la televisión. Sin embargo, sí pudo disfrutar del cine: desde que era un atractivo de feria hasta convertirse en una expresión con factura cultura e intelectual.
En pocas palabras: en esos setenta años que duró su existencia, ese caraqueño saltó del caballo y los carruajes a los coches, trenes y tranvías. Se montó en ascensores. Como era un tipo adinerado, probablemente haya conocido los rascacielos neoyorquinos. Para comunicarse ya no dependía exclusivamente de las misivas: tenía en su casa su propio teléfono. Y para escuchar su música preferida, ya no tendría que ir a conciertos: para eso estaban los discos y los fonógrafos.
A lo largo de su vida vivió dos guerras mundiales. Y ya en su vejez, a los sesenta y cinco años, tuvo la infeliz oportunidad de enterarse del lanzamiento de dos bombas atómicas en Japón: Hiroshima y Nagasaki. Había nacido la Era Atómica y con ella, una endemoniada carrera armamentista que aún no termina. Pero esta Era Atómica no es más que una hija muy amada de la Era Tecnológica en la que aún vivimos.
Pero pasemos a otro caraqueño, al de relevo, a uno que haya nacido justo en el año de la muerte del primero: 1950.
Este segundo caraqueño recuerda en su infancia los primeros programas de televisión. Para ese entonces (días de gloria) los canales de televisión venezolanos no transmitían su programación a toda hora. Al principio arrancaban al mediodía y concluían sus transmisiones antes de la medianoche.
Caraqueño II fue testigo de la llegada del hombre a la luna. La televisión se invadió de colores y se perfeccionaron las técnicas del video tape, haciéndose así cada vez menos frecuente la transmisión de programas en vivo.
A finales de los sesenta aparece una cajita con capacidad para grabar y reproducir voces, sonidos y -¡ah!- música: el Compact Cassette.
En los ’70 los discos de vinilo logran el mayor esplendor de sus bondades acústicas: alta fidelidad, sonido estereofónico y el micro-surco, el cual permitía casi duplicar el tiempo de contenido del disco LP. Para su mejor reproducción aparecieron los platos con brazos ultralivianos y con agujas de diamante. En la casa de caraqueño II (vamos a suponer también que era un sifrinito, o un “oligarca”, como lo calificaría un personaje de cuyo nombre no quiero ni pronunciar) probablemente tenía en su casa, en lugar de un vulgar “picó” o el perverso “tres en uno” (disco, cassette y radio) que teníamos los pobres, su plato de brazo ultraliviano con aguja de diamante estaba conectado a un potente amplificador, a un ecualizador y a sendos parlantes de reproducción. Todo esto, además de un formidable Deck para grabar música el los cassettes.
Pero como en el aberrante mundo de la tecnología pareciera que una cosa, un invento, te lleva derechito al siguiente, en los ochenta aparecieron los extraordinarios Walkman. Ahora podíamos llevar “lo mejor” de nuestra discoteca de vinilo en el bolsillo derecho de nuestras chaquetas. Y en el bolsillo izquierdo, el formidable Walkman.
A mediados de los ‘80 caraqueño II se compró su primera computadora personal o doméstica: una cajita gris con una pantallita blanco y negro llamada Macintosh. Estoy seguro que no tenía idea en donde se estaba metiendo.
Para su asombro, caraqueño II leyó en algún lugar que no era internet, que su recién adquirida cajita era muchísimo más poderosa que la computadora que había ayudado a los ingenieros de la NASA a llevar a los primeros hombres a la luna algunos años atrás. Más poderosa y más chiquita: su Macintosh encajaba perfecta en un rincón de su escritorio, y la de la NASA se llevaba un cuarto entero bombardeado con aire acondicionado para evitar su recalentamiento.
Regresemos a la música: en esos mismos ’80 apareció un nuevo producto que rompía con toda la tecnología del antiquísimo fonógrafo y de los portentosos platos marca Garrard: el CD.
El disco de vinilo estaba condenado a morir y el cassette veía como su reinado comenzaba a tambalearse. En ese momento comenzó a morir una era que no sabíamos se llamaba “analógica” para darle paso a la era “digital”.
Las computadoras comenzaron a crecer y la nomenclatura para medir el tamaño de sus documentos le siguió a la par: el diminuto Byte necesitó de la K (1.000 bites) para comenzar a medirse a sí mismo. Luego apareció la medida casi inconcebible de la M (mega: 1.000K, 1.000.000 bytes) Más tarde aparecería la G (Giga: 1.000M, 1.000.000K, 1.000.000.000 de bytes) Finalmente, o hasta el momento, aparece la T (Tera: 1.000 Gigas y etc.). Y como en tecnología pareciera que una cosa lleva a la otra, todo comenzó a cambiar.
Si las computadoras personales no hubieran invadido un enorme sector de la población mundial, probablemente internet, tal como lo conocemos, no se hubiera instalado en nuestras vidas profesionales y personales. Y como todo es un torbellino en donde una cosa busca a la otra, una vez que aparece internet, son muchas más las personas que necesitan una computadora en sus casas, oficinas o lugares de alquiler: aparecen los Cybercafés.
Pero al crecer la capacidad de procesamiento y de memoria de las computadoras, también aparecen nuevos recursos y tecnologías. Y así, a mediados de los noventa aparece la fotografía digital: JPG.
Contrario a otros inventos que nacen como formatos o tecnologías de gran definición y profesionalismo y, por ende, dirigidas a un segmento muy exclusivo, el JPG fotográfico nace con carácter masivo y de limitadísima calidad. La Mavica de la Sony, que usaba como soporte un disquete de computadora, es un buen ejemplo de ello.
Luego las grandes empresas fotográficas como Nikon y Canon comienzan a fabricar cámaras en donde la capacidad del formato JPG comienza a crecer en tamaño y, por ende, en calidad. En pocos años llegan al formato Tiff y al Raw.
Pero volvamos a caraqueño II, a nuestro presente y a su nueva cámara Nikon y a su iPod .
Caraqueño II recuerda con nostalgia las noches en que tomaba una docena de LP de vinilo y se disponía a grabar un cassette de una hora. Era todo un ritual. Y mientras grababa, tenía la oportunidad de escuchar una vez más de la pieza escogida. Ahora es otra cosa: le basta con arrastrar con su mouse un documento MP3 a un Play List de iTunes. Ya no es necesario escuchar nada. Ya tendrá tiempo para hacerlo.
Pero no es allí donde radica el drama.
Ya con los CD de los ’80 la reproducción de la música había perdido calidez y resonancia. Vibración. Los sonidos del CD eran fidedignos pero fríos. Pero tenían montones de ventajas sobre sus antepasados de vinilo. Eran difíciles de rayarse, por ejemplo. Cosa que ocurría con frecuencia con los discos de vinilo, aunque los tratáramos con amor y delicadeza. Ahora, con los CD, uno podía pasar de una canción a otra con sólo presionar una tecla. O podíamos programar el orden de ejecución del disco.
Pero la llegada del MP3 es la que marca la verdadera aparición de la música digital. La compresión de la data musical es tan bestial, conservando los rasgos esenciales de la pieza, que ahora caraqueño II podía “quemar” en un solo CD hasta ocho horas de música. Pero con el iPod esta capacidad se amplía vertiginosamente: en una cajita un poco más grande que un legendario y obsoleto cassette puede archivar, reproducir y disfrutar hasta una media estimada de veinte mil canciones. Es decir, todos los CD que ha comprado a lo largo de su vida, podrían estar allí a su disposición, en un bolsillo. Es, sin duda, una ventaja bestial. Además, y por si fuera poco, ahora podemos entrar a internet y bajar canciones totalmente gratis. Sin embargo, ¿a qué precio?
Pues, a un precio muy alto, quizás demasiado alto. Porque ahora, tanto caraqueño II como todos nosotros, estamos escuchando el peor sonido musical de la historia del disco.
Al comprimirse la data auditiva, el formato debe reducir muchísima información. Es cierto que la versión reducida guarda gran similitud con la gama sonora original, pero sin embargo, no es la misma.
Imaginemos un recorrido por el museo del Prado, de Madrid. Allí hay salones dedicados enteramente al Bosco, a Rafael, Goya, Velásquez, Durero, por nombrar algunos. Para visitarlos a todos, necesitaríamos más de un día de recorrido. Imaginemos ahora un mini-museo-del-Prado. Un museo que podamos recorrer, por decir algo, en una hora. Allí veríamos uno o dos cuadros de Goya, de Rafael, de Velásquez, de Durero. En términos prácticos podríamos decir que hemos visto en persona, cara a cara, la obra de esos pintores. Pero en rigor, deberíamos aceptar que apenas si los hemos visto.
Eso es un MP3.
Cuando escuchamos a Pavarotti o a Beethoven en MP3, en realidad estamos escuchando otra cosa: algo que se le parece, pero que no es lo mismo. Simplemente porque allí, en el MP3, faltan sonidos, matices, vibraciones. Escuchamos lo esencial, pero no el generoso esplendor de la totalidad original. Digo, de la totalidad original no de su música escuchada en vivo en un concierto, sino de la registrada en un disco de vinilo.
Con el JPJ fotográfico, el fenómeno es algo distinto. A pesar del enorme esfuerzo de los fabricantes de cámara por emular la calidad de la película negativa o reversible es cada una de sus cámaras, aún no lo logran. Y quizás nunca lo logren. Eso no importa. La industria fotográfica siempre ha estado dispuesta a sacrificar calidad en aras de lograr masividad.
Nunca como ahora los habitantes del planeta hemos dispuesto de tantas cámaras fotográficas como ahora. Y lo peor, sin coste alguno.
Es raro un teléfono celular que no sea capaz de tomar fotografías. Y lo único que tiene que hacer el usuario es sacar su dispositivo y disparar la foto. Nunca como ahora el mundo y la vida humana han sido tan retratadas.
Ahora, ¿qué haremos con ese incalculable número de fotografías? ¿Cuáles de ellas serán seleccionadas por expertos y especialistas para su perpetuidad?
Hoy en día existe una generación de jóvenes que el único formato de reproducción que conocen y aceptan como tal, es el MP3. Para ellos, también la única forma de existencia de una fotografía es en formato JPG.
Así como caraqueño I fue usuario y testigo del carruaje y de los carros a motor, caraqueño II ha sido usuario y testigo de un mundo en el que la música se escuchaba en discos de vinilo o en un Walkman y las fotografías se tomaban en rollos de treinta y seis imágenes cada uno, y de otro en el que tanto para escuchar música o para ver una fotografía, necesitamos al menos de una laptop.
Mientras caraqueño II dispara una y otra vez, casi con furia o irresponsabilidad, su fabulosa Nikon digital, recordará con nostalgia los días en los que el rollito de treinta y seis imágenes lo obligaba a “pensar” cada foto antes de disparar.
Cosas del pasado. De su pasado.
Testigo de dos mundos.

lunes, 21 de febrero de 2011

El viejo oficio (¿o vicio?) creativo



Dado el carácter personal de este blog, puedo permitirme ciertos lujos ególatras, como, por ejemplo, hablar de mí mismo.
Tal como ya lo he escrito en recientes oportunidades, acabo de cumplir cincuenta y cinco años. Y eso no sería tan malo si la cuenta se detuviera allí. Pero lo que se me viene encima, a la vuelta de cinco años, es el odioso arribo a los sesenta. O sea, a la vejez plena. Creo que técnicamente podemos ser tildados de ancianos a partir de los sesenta y cinco. Pero ese es, simplemente, un detalle técnico.
Tal vez me repita, pero es que el concepto me gustó demasiado: los cincuenta son la vejez de la juventud y la juventud de la vejez.
Una consecuencia patológica de los años es que los músculos, los tendones y la piel pierdan elasticidad. Pero lo peor es que el alma, el espíritu y el entusiasmo por la vida y por el acto de vivir, también la pierden.
Yo aún no lo he perdido todo y eso me permite vivir en medio de una insensata juventud.
En los últimos seis meses he visto un par de películas que me han sacudido y conmovido con generosa intensidad:  CRAZY HEART, de Scott Cooper y THE WRESTLER, del legendario Darren Aronofsky.
Hace años, lo confieso,  he caído en la seducción de las películas del viejo  Clint Eastwood: LOS IMPERDONABLES (1992), EN LÍNEA DE FUEGO (1993), UN MUNDO PERFECTO (1993), LOS PUENTES DE MADISON (1995), LA CHICA DE UN MILLÓN DE DÓLARES (2004). En todas ellas, un personaje único: un hombre, un héroe venido a menos por su vejez que renace, por última vez, de sus propias cenizas.
Sin embargo, Eastwood es demasiado dulzón para mi gusto. Es decir, me gusta, pero no me gusta. Se acerca, pero no llega. Pero ese acercamiento, sin duda, lo hace, al menos para mí, bien interesante.
CRAZY HEART y THE WRESTLER, en cambio, se dan de frente contra el muro. Y eso sí que me gusta.
En ambas películas la gloria de los personajes va unida, enlazada y casada a su juventud. Para el momento en que los vemos en pantalla, los personajes de ambas películas son unos tipos viejos que sobreviven de las migajas de sus pasadas y casi olvidadas hazañas. Ambos personajes, tanto Bad Blake como Randy, comienzan a hurgar su pasado buscando hijos abandonados (¿y/o tiempo perdido?). Ninguno de los dos encuentra nada por esa vía, salvo desprecio y rechazo.
Acorralados, no les queda otro camino que asumir su presente: su vejez, su ya-se-acabó.
CRAZY HEART asume un final medianamente feliz o conciliador. Ya no me interesa. Me quedo con THE WRESTLER.
Randy, al final de la película y de su vida, asume su destino. En los últimos minutos de la cinta, el personaje dice: “yo era un hombre guapo, y ahora no lo soy”. He leído que ese diálogo lo impuso el propio actor Mickey Rourke para definir a su personaje y (¿quizás, a sí mismo?).
Pero a lo que voy, a lo que quiero decir: el acto creativo es un acto de amor…
Cuando uno apaga la radio después de escuchar una canción, o cuando uno le dedica par de horas a mirar una película o veinte minutos a leer un relato breve, quien canta, quien actúa o quién escribe no aspira otra maldita cosa que la canción, la película o el relato alguien lo vuelva a tararear.
Un último comentario a favor de THE WRESTLER: cuando Randy (una y otra vez él insiste en que ese es su verdadero nombre, como un chiquillo adolescente defendiendo su apodo legítimamente y bien ganado) se sube a los cuerdas, infartado y agonizante, para dar el salto final al que le debe su gloria y su fama, no se limita a darnos más de los mismo. No y no: ese salto, ese último salto, es su obra maestra: es su verdadera gloria. Lo demás, lo anterior, fueron someros ensayos.
Sólo eso.
(Vaya, una vez más creo que he fallado: mis hijas me recomiendan que escriba breve para mis post, y yo siempre ando pasado de palabras…)

sábado, 12 de febrero de 2011

El muro de las edades


Hace pocos días (apenas diez) arribé a mis cincuenta y cinco años de edad. Lo único que puedo lamentar es haber abandonado mis cincuenta y cuatro, con los cuales me sentía bastante cómodo. Siento que hay edades antipáticas, otras agradables, otras misteriosas. Por ejemplo, recuerdo exactamente el día que cumplí diez años. Camino a la escuela “Sorocaima”, en Baruta, en la fría y neblinosa mañana de 2 de febrero de 1966, tuve oportunidad de reflexionar mucho acerca de mi edad. Por ejemplo, como estudiaba quinto grado y ya conocía las reglas de la multiplicación por la unidad seguida de ceros, pude calcular sin problemas que tenía exactamente tres mil trescientos cincuenta días de vida. También pude estimar que faltaban treinta y cuatro años para llegar al año 2000. Y que para entonces tendría cuarenta y cuatro años. Me pareció que estaba bien para recibir un año tan importante: ya no sería un hombre joven, pero tampoco sería un viejo chuchumeco. Lo que jamás imaginé fue que ese día lejano e imaginario, el 2 de febrero de 2000, a mis cuarenta y cuatro años, sería el día de la muerte de mi mamá Teresa Mesones. Pero esa sería otra historia.
Mis diez años fue una edad luminosa. En cambio, los trece fue una edad antipática, torpe, fea, llena de acné y de apremiantes sensaciones que no sabía cómo resolver. A los catorce ya había aprendido a masturbarme y las cosas se calmaron un poco. Pero los dieciséis, en 1972, fue una edad mágica: descubrí a Hermann Hesse a su Demian y sus lobos esteparios y con ellos a la literatura, tuve la fortuna de dar y recibir mi primer beso a una chica de la que estaba profundamente enamorado, me enteré de la guerra de Vietnam, me hice hippy y me dejé crecer el pelo. Estudiaba en el liceo “Andrés Bello” y aprendí a tirarle piedras a la policía. Sufrí mi primera perdida amorosa y escribí mi primer poema de amor, sin saber ni importarme que fuera un pésimo poeta. Aprendí a estar triste. También aprendí a soñar.
Los demás años fueron inciertos, hasta llegar a los diecinueve, casi veinte: en ese momento tomé las más grandes decisiones de mi vida: abandonar el hogar materno, cambiarme de la Facultad de Ingeniería para la Escuela de Letras, ser escritor.
A los veinticuatro me sentí cómodo y creo, de haber podido, me hubiera quedado allí. Porque al cumplir veinticinco comprendí que me iba a volver viejo. Fue una de mis peores edades.
Los cuarenta me gustaron. Los cincuenta me dejaron devastados, como a todos.
Pero no es de eso que quiero hablar.
A mis ocho años recuerdo a una pareja de viejitos que vivían justo frente a mi casa en el barrio San Juan, aledaño a la avenida San Martín. Él se llamaba Domingo y ella, Domitila. Ambos tenían una pequeña bodeguita en su casa y la atendían a través de su ventana: vendías chucherías para los muchachos y cigarros para los grandes. Nunca supe sus edades, pero revisando mis recuerdos, debían estar por encima de los setenta.
Vamos a hablar de Domingo y digamos que tenía setenta y cinco años en 1964, año en el que yo lo recuerdo. Eso significaría que Domingo había nacido en 1889. Pongamos por caso que a su vez Domingo hubiera visto a mi edad, es decir, a los ocho años, a otro anciano de setenta años. Eso implicaría que Domingo había visto la vejez de un hombre que habría nacido en 1827. Un que en su temprana infancia (quizás no lo recordara, pero igual estuvo allí) la muerte de Bolívar. Ya más grandecito, habría vivido los mandatos de Páez. Sin duda habría participado en las guerras federales encabezadas por Ezequiel Zamora. Y recordaba los mandatos de los hermanos Monagas, de Julián Castro, Manuel Felipe Tovar y Antonio Guzmán Blanco.
Quizás el niño Domingo no sabía ni estaba consciente de lo que veía al ver a ese anciano. Pero igual lo vio.
Luego yo, a mis ocho años, lo vi a él, a Domingo, sin saber lo que veía. Pero lo vi: un anciano que de niño había visto a otro anciano que había nacido y venía de un mundo que sólo podía conocer en los libros de historia que aún yo no sabía que tendría que leer.
Domingo fue como un muro en el que yo me trepé para ver cosas que sólo él había visto.
Me monto en un ascensor. Me acompaña una mujer con su pequeño hijo. El muchacho me mira de reojo. Cuando yo ya haya muerto y ese muchacho se un anciano, podría decir que alguna vez vio a un viejo que se estremeció con la música de The Beatles y Pink Floyd, que tuvo tiempo de ver en vivo a Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, que había sido espectador por televisión el entierro de Kennedy y había visto en persona a Jorge Luis Borges, el escritor ciego.
¿Cómo sería el mundo de esos hombres a comienzos del siglo XX que tenían que elegir entre los clásicos carruajes tirados a caballos y los vulgares pero eficientes carros a motor modelos A de la Ford?

Facebook, msn y otras redes sociales: en "vivo y en directo"



La semana pasada leí en Twitter a una joven decir (o escribir en menos de 140 caracteres) que odiaba hablar por teléfono cuando existían otras formas de comunicación (no lo decía, pero imagino que su canal de Twitter era una de ellas).
A comienzo de los ’90 las páginas de chateo hicieron su aparición en la pantalla de nuestras computadoras y causaron verdadero furor. Los salones fueron clasificados de acuerdo a idiomas, regiones, países, edad de los usuarios, estado civil, sexo, amor, bisexuales, homosexuales, deportes, cine, literatura y un largo etc. Había de todo y para todos, pero el rasgo común en cada chateador era una enorme necesidad de entablar comunicación con otro.
Fue así como, de la noche a la mañana, millones de personas ajenas a la costumbre de escribir, comenzaron a hacerlo a través del teclado de sus computadoras. Con el ánimo de abreviar su escritura y lograr una mayor rapidez e inmediatez en la transmisión de sus ideas, comenzó a surgir un sublenguaje lleno de abreviaturas y claves: los sajones usaron las siglas “r u ok?” para resumir la frase “are you okey?”. Por su parte los hispanos redujimos palabras como “que” o “de” a las letras “q” y “d”. Aparecieron las sonrisas y las caritas felices “:-)”  o “LOL”. Hubo transformaciones innecesarias, como por ejemplo “kasa” en lugar de “casa”. Innecesaria, digo, ya que ambas palabras necesitaban el mismo número de letras para ser escritas. Sin embargo, parecía que los recién surgidos chateadores necesitaban crear su propio idioma.
La aparición del MSN vino a brindarle a los chateadores un espacio menos anónimo y de mayor privacidad. Ahora dos personas ubicadas en continentes o países distintos o en la misma ciudad, podían escribirse en “tiempo real”, lo cual era un concepto totalmente distinto al de la arcaica carta o al del novedoso email. La escritura a través del msn permitía la inmediatez, la conexión directa, pero a la vez la mágica “máscara” de la palabra escrita.
Hace cinco años, cuando mi hija Gabriela contaba con quince años de edad, le dedicaba varias horas del día a chatear con sus compañeros de clase. Yo no entendía porque no decidían tomar el teléfono y contarse de una vez, a viva voz, todo cuanto tuvieran que contarse. Ocurría que a través de palabras podían contarse cosas que tal vez no pudieran hacerlo por teléfono ni en persona. De alguna manera la escritura les permitía un nivel de franqueza que difícilmente pudieran haber logrado a través del teléfono o cara a cara. En cualquier caso, era otro nivel de comunicación, distinto a los medios tradicionales.
Sin embargo, toda esa escritura, todas esas palabras, todo ese esfuerzo de redacción y de interpretación de ideas y sentimientos, quedaban reducidos al momento y, en consecuencia, al olvido. Y ya no me refiero a las conversaciones entre adolecentes, sino a la de los adultos, quienes nos apropiamos de esos medios con aparente facilidad…
El concepto de Redes Sociales es un concepto absolutamente reciente, sin embargo el ejercicio de socializar a través de Internet, es un ejercicio viejo (viejo, digo, de hace diez años). Los salones de chateo, el email, el msn. Eran millones de personas en el mundo entero tratando de entablar comunicación con otro, con alguien, con cualquiera, casi sin importar su credo, su edad, su origen. Era un acto desesperado de deslastrarse de la soledad propia y conectarla con otra soledad.
Y desde esa soledad los salones de chateo y los textos de msn se llenaron de palabras de amor, de voces de seducción, de esperanzas de compañía. Allí, en las pantallitas de nuestras computadoras, se desataron pasiones y grandes amores. Algunas jamás pudieron salir de allí. Otros se encontraron por primera vez en aeropuertos, se tomaron un primer café o un buen trago de ron con un “desconocido” al que conocían muy bien. Hubo desastres románticos, desilusiones y decepciones. Pero otros se casaron, se hicieron amantes, tuvieron hijos.
Pero a lo que voy es a que todo ese camino forjado por palabras escritas, esa “literatura” inmediata e instantánea, quedó totalmente disuelta en el olvido. Pero en cualquier caso, no deja de ser interesante ese fenómeno social mediante el cual millones de personas en el mundo entero retomaron la escritura como una forma legítima y efectiva de comunicación, tal como lo fue para nuestros antepasados de todas las épocas. Dicho así, pareciera que el reinado de la comunicación telefónica (incluyendo la celular) fue sólo un breve relámpago de sesenta años de duración. El teléfono pareciera haber quedado relegado para los asuntos de oficina, los negocios, los reclamos. Para las cosas verdaderamente serias como el amor o la amistad, está el msn, los un tanto arcaicos salones de chateo, los canales de twitter o el archifamoso Facebook.
La aparición de las Redes Sociales merece una mención aparte, aunque no muy diferente.
Hace casi veinte años, cuando mi querida amiga Nereida decidió irse a vivir a Madrid, nos mantuvimos en permanente contacto durante muchos años. La dinámica era la siguiente:
Una noche al mes me sentaba en mi mesa a escribirle. Lo hacía a mano. A veces lo hacía en hojas de cuaderno, para que las rayitas ayudaran a mi pobre caligrafía, la cual insistía en trazar caminitos curvos con las palabras que salían de mi bolígrafo. Otras, usaba hojitas blancas, relativamente pequeñas. Algunas estaban hechas de papel a mano. Era un detallito bonito que quería brindarle a la carta. Para que mi escritura no se desbocara, colocaba la hoja sobre una hoja de cuaderno y así poder guiarme por la rayas. Pero eso son sólo detalles.
Aunque generalmente la carta era escrita con bastante soltura, ya que había muchas cosas qué contar, con frecuencia me detenía a pensar en cómo iba a escribir lo que quería decir. Lo más parecido a esta experiencia es cuando solíamos tomar fotos con nuestras cámaras analógicas, cargadas con un rollo de treinta y seis fotografías. Antes de disparar, uno debía pensar muy bien lo que realmente uno quería fotografiar. Uno miraba a través del lente una y otra vez. Nos alejábamos y nos acercábamos. Nos poníamos en cuclillas y nos montábamos en escaleras o rocas, buscando el mejor ángulo. Y cuando creíamos haberlo encontrado, sólo entonces disparábamos la cámara: teníamos las balas contadas y había que apuntar muy bien.
Así eran mis cartas para Nereida: había que apuntar muy bien.
Al día siguiente, o al tras siguiente, con la carta terminada y envuelta en su sobre, me iba al correo a depositarla.
La dichosa carta tardaría un mes en llegar a las manos de mi amiga. Ella la leería, la volvería a leer y en algún momento se sentaría a escribirme su respuesta, también a mano. Al día siguiente ella la depositaría en el correo y un mes más tarde yo la recibiría en mi casa.
¿Logran captar el lapso de tiempo?
Si yo le escribiera hoy y le preguntará qué le pasó con su entrevista de trabajo, su respuesta me llegaría dos meses más tarde. Pongamos que su respuesta haya sido que le fue muy mal y que estaba muy deprimida por eso, mientras yo me enteraba y le escribía palabras de ánimo, quizás ella ya hubiera obtenido un empleo fabuloso.
Por supuesto que podíamos llamarnos por teléfono, pero era tan costoso y le teníamos tanto miedo a ese medio, que estaba reservado únicamente para ocasiones muy especiales.
Luego apareció esa maravillosa herramienta del email. Nada que ver con el pasado. Uno escribía, le daba una revisadita y luego: SEND.
La correspondencia entre nosotros nunca fue la misma. Todo era tan fácil y tan a la mano que no teníamos urgencia para aprovecharlo ni usarlo. Los pocos correos que nos intercambiábamos eran breves, mal escritos, mal pensados y, en definitiva, decían muy poco.
Luego aparecieron las famosas redes sociales, en especial Facebook.
Hay objetos que se inventan y se integran a nuestras vidas de una manera ineludible, obligatoria. ¿Alguien puede imaginarse la vida, por ejemplo, sin la nevera, sin el cine, sin la fotografía, sin las computadoras caseras? Voy a dar ejemplos más sencillos, para redimensionar mejor mi afirmación: ¿puedes imaginarte la vida sin las cotufas, el chocolate en barritas, el Metro de Caracas, aunque cada día funcione peor? ¿Venezuela sin la autopista regional del centro, o los páramos merideños sin la carretera trasandina, Maracaibo sin su puente o la autopista de La Guaira sin sus viaductos? Son cosas que llegaron para quedarse.
Hace días vi la película THE RED SOCIAL, del director Aaron Sorkin (¿judío?), donde se relata la génesis de la famosísima Facebook. Mientras la trama se desarrollaba, pude visualizar que hubo un momento en la vida de todos nosotros en el que la palabra Facebook no existía y otro, en el que esa palabra pasaría a ser una parte importante de nuestras relaciones personales.
A través de esa página me he “reencontrado” con muy queridos amigos del bachillerato, con compañeros de trabajo que se habían ido al exterior, con antiguos romances.
Pero volvamos a mi amiga Nereida.
Ahora ya ni siquiera necesitamos escribirnos emails ni llamarnos por teléfono. Yo abro mi página Facebook y puedo ver fotos de ella, feliz y radiante, en una fiesta madrileña casi de forma inmediata, casi en tiempo real, casi en “vivo y en directo”.
Me basta revisar su muro para saber qué es lo que piensa o de quién se ha hecho amiga.
En pocas palabras, la información suministrada por ella es tan completa y eficiente que prácticamente ya no necesito volver a hablar con ella nunca más en mi vida para “saber”, para “enterarme” de ella.
Estela, una amiga caraqueña, se quejaba hace días conmigo. Me decía: “ya nadie me llama. Y cuando lo hacen y les pregunto cómo estuvo su viaje o su última conferencia o el bautizo de su nena, me responden: “¿no has revisado mi Facebook?””
Todo cambia y se mueve. Afortunadamente.
Me imagino que antaño, nuestros abuelos se sentían indignados al ver como nuestros padres habían sustituido el grato placer de reunirse con los amigos para conversar por una impersonal llamada telefónica.
Quizás tomarse un café y conversar cara a cara, Face to Face, sea una cosa del pasado: para eso tenemos Facebook.
La soledad tendrá la última palabra.

viernes, 4 de febrero de 2011

Te digo que "te amo"...


La Verdad ha sido uno de los grandes temas de la historia y la filosofía. Hoy día, un legendario mito urbano. ¿Quién la tiene? ¿Quién la dice? ¿Quién la ostenta y la pregona?
Una interpretación elemental de la verdad o de lo verdadero sería, por ejemplo, todo aquello que se puede ver, sentir o tocar.  Una mujer o un cadáver, son un objeto cierto, veraz, innegable. Basta levantar la mano para tocarlos con los dedos. Sin embargo, ni el cadáver ni la mujer, aunque tocables y verificables, son la misma “cosa” para todos. Algunos llorarán y tocaran el cadáver con dolor, otros se regocijarán ante esa muerte y patearan el cuerpo del caído con el incierto placer de la venganza o de la victoria. 
O a la mujer, muchos pueden tocarla, algunos con placer, otros con lujuria, unos pocos con amor. Para ninguno de ellos, la mujer será la misma mujer.
LA VIDA ES SUEÑO (1635), de Pedro Calderón de la Barca o THE MARTIX, película escrita y dirigida por Andy y Lana Wachowsky en 1999, han sido obras que, en épocas y momentos absolutamente distantes y distintos,  cuestionan inquietantemente nuestra relación con lo real. ¿La pastilla azul o la roja?
Pero a pesar de las muchas reflexiones y aforismos sobre la verdad, tanto hombres como mujeres sentimos una profunda vocación por la mentira, el engaño y la traición. Pero lo peor es que las más de las veces, en esas mentiras y engaños no hay segundos ni terceros, sino nosotros mismos solitos: el autoengaño.
Más importante que ser felices es sentirnos (o creernos) felices.
Ante temas tan escamosos y escurridizos como el amor, surge la imperiosa necesidad de mentir y mentirnos a nosotros mismos. ¿Qué significa el amor para uno y qué significa para el otro? Quizás para uno de ellos todo el amor esté cifrado en sexualidad plena y exuberante. Pero quizás para el otro, el amor no sea otra cosa que un sentimiento de holgura y tranquilidad económica. En ninguno de los dos casos, el amor no tiene nada que ver. Sin embargo, ambos declaran amarse mutuamente. Y mientras ambos crean no sólo lo que escuchen, sino lo que dicen, serán felices y comerán perdices.
Uno de los cuentos más demoledores que he leído, indudablemente por su contenido, pero básicamente por su título, es uno de Raymond Carver: ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR? (1981).
Decir o escuchar “Te amo” es una frase tan importante, excitante  y ceremoniosa, que es como llegar a la cima de una montaña de mañoso acceso. Sin embargo, no es más que una frase. La decimos entre besos, en la cama, entre orgasmos y caricias. Y es que allí es tan fácil y casi tan obligatoria pronunciarla. Pero esa entusiasta confesión, “te amo”, en realidad cualquiera la puede esgrimir. Es como tomar la chequera y firmar un cheque por diez millones de dólares. Cualquiera puede hacerlo. Inténtalo: busca tú chequera, escribe la cifra, firma el cheque. El único problema es que el dichoso cheque tenga fondos.
Hay seres nobles y seres mezquinos, almas grandes y almas chiquitas. Y cuando uno de ellos dice “te amo”, no necesariamente tiene el mismo significado para el que la escucha.
Por ejemplo: la realidad económica de un taxista no es la misma para, digamos, un banquero. Así, cuando el taxista dice que tuvo un excelente mes porque obtuvo veinte mil bolívares de ganancia por su trabajo, quizás esa cifra para el banquero no sea otra cosa que la factura de un almuerzo rutinario de negocio.
O para expresar el mismo paradigma, pero al revés: cuando un hombre “pobre” le ofrece a una mujer su casa, por decir algo, es probable que le esté ofreciendo y compartiendo el único bien que tenga. Por su parte, si el banquero ofrece una casa a la mujer amada, quizás le esté dando un apartamento del último edificio que acaba de adquirir.
Acabo de cumplir cincuenta y cinco años, y acepto, a patadas y a regañadientes, que estoy caminando a paso firme y acelerado hacia mi vejez y ancianidad. Si hay algo que no tengo, es tiempo.
He tenido una vida plena y he tenido la suerte de amar y de sentirme amado. Sin embargo, creo que nunca hablábamos el mismo idioma cuando yo pronunciaba o escuchaba el difícil y escamoso verbo “amar”.
Hace poco, una mujer muy amada, me confesó que yo era el gran amor de su vida. Sin embargo, después de muchos años de relación, sentí que no había en ella ni la voluntad ni la determinación para concretar y cristalizar ese “amor” en algo real.
Al final, para mí, no era más que una frase hueca. Quizás para ella fuera una verdadera frase de amor.
¿Quién lo sabe? ¿Acaso alguien sabe realmente de lo que habla cuando habla de amor?
LA VIDA ES SUEÑO.
El amor, también, es otro sueño.