Aun sobre la cama, Alfonso dio unas vueltas tratando de desperezarse y recuperarse, con poco éxito, de los estragos del ron que había tomado la noche anterior. Con cierto esfuerzo agarró con su mano izquierda el reloj digital de la mesita de noche para descubrir que hacía un par de horas el mediodía había quedado atrás. Sin soltar el reloj de la mano trató inútilmente de dar con Maruja. Como era su costumbre, debía haber madrugado una vez más en nombre del diario deber laboral de ser una periodista matutina. Su pensamiento apenas podía enfocarse turbiamente en uno o dos deseos: levantarse e ir al baño a orinar o buscar en el refrigerador una cerveza helada y alentadora. Un tercer anhelo comenzó a dibujarse en su mente: bajar a comer algo en el restaurancito de la esquina, pero luego de unos segundos se dio cuenta de que en realidad no tenía mucha hambre. Puso el reloj de vuelta en su sitio, buscó a tientas la cajetilla de Astor y encendió un cigarrillo. En algún lugar de la cama encontró Ironweed, la novela de William Kennedy. Miró a su alrededor para contemplar el desorden de franelas, camisas, pantalones, medias e interiores tirados sobre la alfombra, sobre el televisor, sobre la mesa del comedor y que cubrían casi todos los muebles del apartamento. Sólo entonces pareció caer en cuenta de que Maruja no estaba en la cama ni en el apartamento. Aceptó, una vez más, que Maruja no había estado con él ni la noche anterior ni en las últimas diez noches de su vida y que quizás ya no estuviera nunca. Sacudió su cabeza con fuerza, como lo hacen los perros para quitarse el agua de sus cuerpos, tratando de librarse de los pensamientos que le producía el recuerdo de Maruja. Pensó que un par de cervezas de la nevera y terminar el libro de Kennedy podría ser un buen plan para comenzar el día.
Casi pierde el equilibrio al intentar levantarse de la cama de un solo salto. Sus pasos pesados, lentos e indecisos recordaban el andar de los borrachos o de los noctámbulos. Se paseó alrededor del cuarto, aprovechando el trayecto para apagar el televisor, el equipo de sonido y la lamparita de noche del respaldar de su cama. Sin darse cuenta, sus pies derribaron una botella de ron casi vacía que había pasado la noche en el suelo. La tomó entre sus manos para verificar, con cierto asco, que sólo quedaba menos de un cuarto de su contenido. El resto se lo había bebido todo él solo, en menos de cuatro horas. Pensó en lo sencillo que eran las cosas antes, cuando era mucho más joven y se dejaba maravillar por el embrujo de los bares, las caminatas nocturnas por las solitarias calles de Caracas o la seducción de una hermosa mujer. Esas cosas seguían allí y continuaban siendo formidables, pero de alguna manera habían cambiado para ir a formar parte del tedio y del fastidio que era su vida. Antes, la seducción era excitante con cualquier mujer. Ahora sería necesario una verdadera mujer, una mujer hecha de miradas y de gestos precisos e inteligentes, que más que bonita le hiciera creer que sin lugar a dudas lo era, que lo obligara a olvidarse de todo y a mirarla sólo a ella. Una mujer emparentada con las heroínas de la literatura o del cine, pero muy difícil de hallar entre sus amigas, o entre las amigas de sus amigas, o entre las hermanas de sus amigos, o entre las chicas de la oficina o, más improbable aún, encontrarla y reconocerla en una calle, en un café, en una plaza o en uno de los vagones del Metro.
Miró resignado el desorden y lamentó haber perdido en menos de quince días a Maruja y a Francisca, la señora que limpia. Le había dicho que tenía un tío o un hermano postrado en una cama y tenía que irse a San Felipe a cuidarlo. A los tres días se fue Maruja. En algún momento llegó a pensar que esta coincidencia no había sido casual: "Maruja vio que Francisca agarró sus peroles y se fue, se entusiasmó y la siguió". Encendió un nuevo cigarrillo. Sabía bien lo que se hacía con cada nuevo cigarro que se llevaba a los labios, pero también pensaba que tal vez fuera mejor morir de cáncer o de un infarto a los cuarenta y cinco que de viejo a los noventa años. A los cuarenta y cinco uno termina probablemente con alguna cita pendiente, con alguien que esté esperando que caiga la noche para volver a hacer el amor con uno, o con un amigo que hace planes en su oficina para invitarnos un día de éstos a tomar un par de tragos. Pero, ¿quién carajo espera a un viejo de noventa años, quién se acuerda de que alguna vez hizo el amor y en el lugar de sus labios agrios y marchitos florecieron muchas sonrisas arrebatadoras? Nadie se enoja por las cosas pendientes que deja un viejo al morirse. Es más, no faltará quien diga: "pero, ¿es que creía que no iba a morirse nunca?" Así pensaba Alfonso mientras volvía a aspirar con fuerza el cigarrillo. Sabía que le costaría un poco más dar las últimas dos vueltas a la pista de trote y llegar sin un ataque de asfixia a los cincuenta abdominales de rigor. "Gajes de fumador", pensó. Sin embargo, estrujó con rabia el cigarrillo contra el cenicero y se volvió a meter en la cama, como si de pronto hubiera decidido que no era una buena idea comenzar el día de ninguna manera.
Se había adormecido un poco cuando de golpe recordó su último juego con la computadora. Entonces volvió a reincorporarse mediante un nuevo salto, esta vez mucho más firme y juvenil que el anterior. Cuando estuvo frente al escritorio donde tenía la computadora vio su chequera, lo que le recordó que no tenía idea de cuánto dinero disponía aún en el banco. Escondida entre un par de interiores y una camisa sucia, encontró la tarjeta bancaria de teleservicios. Llamó por teléfono y comenzó a pedir saldos y a ordenar transferencias de una cuenta a la otra. A una pregunta de la operadora, respondió que aún no cancelaría la deuda de su tarjeta de crédito. Agregó que sí, que sabía que los intereses eran diarios. Colgó molesto. Terminó por irse al baño a orinar.
El apartamento era un amplio salón en el que la sala, la habitación y el comedor estaban separados por endebles tabiques, biombos y muebles estratégicamente colocados. El balcón, con una espléndida vista hacia el norte de la ciudad, formaba parte del sector correspondiente a la sala. La cocina y el baño eran las únicas verdaderas habitaciones del apartamento. Pese al caos generalizado y al tufillo a encierro que lo envolvía todo, Alfonso tenía un bonito espacio para vivir. En realidad no podía quejarse (exceptuando lo de Maruja, claro): tenía suficiente dinero en al banco y tenía una hermosa casa. La cosa se complicaría en vacaciones, cuando sus tres hijas vinieran a visitarlo.
- Tu talento es para el dinero- le decía su hermano Javier, el mayor, con un aire de desprecio, reproche y envidia a la vez. Alfonso, por el contrario, no creía que hiciera falta ningún tipo de talento para ganar dinero. Simplemente alguien le preguntó alguna vez: "¿cuánto aspira ganar". Y él, por decir algo, mencionó una cifra. "De acuerdo", respondió un señor canoso envuelto en su traje Clement. Fue así de fácil y de difícil. El resto vino solo: una vez que ganas una cierta cantidad de dinero, todos dan por sentado que eso es lo que realmente vales. Así pensaba Alfonso. Y si quería más dinero, simplemente le bastaba con cambiar de agencia. Era uno de los mejores. Al menos así lo creían los dueños de las agencias de publicidad y los clientes que mantenían estas agencias. La opinión de Alfonso al respecto nunca contó para nada. Le pagaban y punto. El cobraba y gastaba.
Al salir del baño tomó una cerveza de la nevera y se fue directo a la computadora. Abrió la aplicación Excel. En ese programa había comenzado a diseñar una especie de cronología de su vida. Al comienzo lo había hecho por fastidio, pero luego se fue apoderando de él una suerte de extraña y morbosa fascinación por el recuento matemático de su vida. En la pantalla aparecían cuatro columnas: en la primera de ellas se introducía la fecha y en la última la descripción del acontecimiento o suceso descrito. La tabla estaba diseñada para que en la segunda y tercera columna aparecieran, automáticamente, el tiempo que hacía había ocurrido el acontecimiento en cuestión y el día de la semana en que el mismo había tenido lugar. Alfonso encontraba fascinante descubrir que había nacido un día jueves, hacía treinta y cuatro años con veintidós centésimas (34,22 años, según expresión Excel), o recordar que su hija mayor había nacido un día domingo. Había alimentado el computador con muchas fechas necrológicas, como por ejemplo la muerte de su padre, la de sus abuelos maternos y la de sus dos tíos. Excel era capaz de informarle los años, meses, días, minutos y horas que cada uno de ellos había vivido (siempre y cuando él la alimentara con la fecha exacta, con hora, minutos y segundos, si era posible) del nacimiento y deceso del difunto en cuestión. Lamentablemente Alfonso no tenía estos datos ni conocía a nadie que fuera capaz de tenerlos, ni siquiera su mamá, a quien nada se le olvidaba en la vida. Así fue como tuvo que resignarse a utilizar estas facultades de su tabla con la duración de sus dos anteriores matrimonios, dando por nacimiento y muerte las fechas de firma del Acta Matrimonial y de la Sentencia de Divorcio, respectivamente.
Fueron muy pocos los datos sobre su infancia que pudo introducir en la computadora. Se dio de cuenta que las cosas que rememoraba de niño no tenían una clara ubicación en el tiempo de su memoria. Por otra parte, más que hechos reales y tangibles, sus recuerdos infantiles estaban llenos de sensaciones, de rostros misteriosos, de palabras carismáticas con extrañas y mágicas resonancias que lograban evocar episodios enteros de su niñez, pero por sobre todas estas cosas, sus primeros años de vida parecían estar llenos de olores, muchísimos olores. Pero nada de esto tenía una posición clara en el mapa de su memoria. De esa forma, no le quedo otro camino que apoyarse en hechos concretos cuyas fechas eran más o menos verificables y a partir de allí, tratar de insertar en ese mapa borroso el amasijo de recuerdos que le venía a la cabeza. Por ejemplo: recordó que siendo niño (pero no podía precisar si cuando tenía siete, ocho o nueve años) se había enamorado perdidamente de una vecinita, María de los Angeles. Ambos tenían más o menos la misma edad y estudiaban el mismo grado en el mismo colegio, pero él en el turno de las mañanas y ella en las tardes. Hubo un treinta y uno de diciembre en el que él se había propuesto firmemente darle a María de los Angeles un abrazo intenso y apasionado al momento de desearle un feliz año nuevo. Pensaba que con ese abrazo ella tendría que darse cuenta de su amor por ella. Recordaba claramente aquella noche triste de año nuevo, pero no el año en la que ocurrió. Después de muchas vueltas, logró establecer que él se había mudado del barrio donde era vecino de María de los Angeles en julio de 1964, justo cuando finalizó su tercer grado. Eso significaba que el año nuevo que había estado evocando era el de 1963. De ese día habían transcurrido, siempre según Excel, veintisiete años y cincuenta y cuatro centésimas, cuando se quedó paralizado frente a la visión celestial de María de los Angeles, en el porche de la casa de ella, dejándola pasar a su lado mientras los demás se abrazaban llenos de alegría. Ese día miró escapar el único abrazo que le estaba destinado a la niña que lo había despertado al amor.
Esta medición temporal, con resultados tan gigantescos como veintisiete años, no dejaba de maravillar y asombrar a Alfonso. Mirándolo bien, esa era más o menos la edad de Maruja, lo que significaba que mientras él se enfrentaba aquella noche de año nuevo a la batalla perdida de su primer amor, había una bebé mamando teta en algún lugar de Caracas para crecer y hacerse su mujer y abandonarlo luego de cuatro años, dos meses, una semana, tres horas y diecinueve minutos.
Sentado frente a su computadora, terminando con desgano lo que quedaba en la lata de cerveza, Alfonso caía en cuenta de que había años en su vida en los que no le había pasado nada que fuera digno de recordar, ni bueno ni malo, como si él no hubiera caminado a través de ese tiempo, como si hubiera estado dormido o ausente. Eran años, meses, días, miles de horas y de minutos inútilmente vividos. Además, el hecho mismo de concentrarse en hacer este recuento, le permitió detectar que cosas que había considerado perentorias y fugaces, se habían vuelto permanentes y definidas, mientras que otras que creía y había deseado que duraran para siempre, habían sido fugaces y breves: sus dos matrimonios, el cuerpo de Rosana, el Mustang blanco '68 que perdió en un embargo, el soldadito de plomo de su infancia, su padre...
Este ejercicio de memoria lo había llevado a revivir muchos recuerdos que tenía ya por olvidados, para luego asignarles un orden estrictamente temporal, absolutamente innecesario, pero interesante. Era como ver una película con infinito número de historias, pero proyectada ahora de forma ordenada, mostrándonos relaciones directas y concretas entre unas y otras. Encontró, por ejemplo, que a los diecinueve años había tomado las decisiones más importantes de su vida: abandonar la casa materna, casarse, tener una hija, cambiar de carrera, despreciar el dinero. Luego, las otras decisiones no eran más que reflejos, complementos o consecuencias de estas decisiones primigenias.
Se levantó por otra cerveza. Mientras la destapaba no pudo evitar pensar en la forma como Maruja lo había abandonado: serenamente, sin escándalos, sin peleas, sin argumentar ni explicar nada, lo que le confirió una gran elegancia a su despedida. "Ya no vale", dijo en algún momento de la noche. Entró al cuarto, tomó su cartera, un pequeño bolso y se marchó. Aún no había ido ni mandado a nadie a recoger sus cosas que continuaban hablándole desde la biblioteca, llenando el closet que ambos compartían, impregnando el baño con la fragancia de sus cosméticos. Lo único que podía reprocharle es que se hubiera ido así, a crédito, en dos cómodas cuotas: despídase ahora y llévese todo después.
Alfonso no pudo esquivar el dolor y la rabia que le producían la ausencia de Maruja. Estuvo tentado de pensar en el amor, pero Alfonso no acostumbraba interrogar al amor porque le parecía una pérdida de tiempo estúpida y ociosa. El amor está allí o no está. Y cuando nos unimos a alguien y comenzamos a soportar sus malos humores, sus malcriadeces, sus manías y malos hábitos, es simplemente porque esa persona nos interesa, nos conviene sexualmente, económicamente, socialmente, incluso afectivamente. Para ennoblecer ese interés, esa conveniencia, le damos el nombre de amor. Sin embargo, también se preguntaba Alfonso, por qué entre miles de mujeres con características semejantes, casi idénticas, nos interesa una y no las otras. ¿Acaso este capricho del alma es el amor?
De vuelta a la computadora se detuvo a mirar sus cuadros colgados sobre una de las paredes del sector de la sala. Cinco cuadros en total, sólo uno de ellos en gran formato, todos pintados al óleo. Esos cuadros, esa pequeñísima y diminuta obra lo salvaba de la mediocridad de su oficio de vendedor de papitas fritas, desodorantes, preservativos, refrescos y cuanta porquería pusieran sobre su escritorio. Sin embargo, ese refugio de salvación era como una islita en medio de un océano tormentoso. Se sentía demasiado viejo para atravesar esas aguas y retomar el camino hacía tanto tiempo abandonado. Se quedaría allí, en su islita, tal vez con unos cinco cuadritos más que terminarían adornando las casas de sus hijas y luego el maletero de sus nietos.
Cuando volvió a sentarse frente a la computadora ya casi se había terminado la cerveza. Intentó recordar otro acontecimiento de su vida. Paseó su mirada por encima de la cama y volvió a ver Ironweed, de Kennedy. Le vinieron a la memoria las imágenes televisadas del entierro del otro Kennedy, el presidente. Le estaban cortando el pelo, al rape y con una pequeña y ridícula pollina sobre la frente. Estaba sentado en la silla de una barbería del barrio San Juan, en uno de los tantos callejones de la avenida San Martín. Sobre un estante había un televisor, transmitiendo el cortejo fúnebre de Kennedy. Sentía lástima por el presidente asesinado, pero al mismo tiempo sentía una gran simpatía por Lee Oswald, tal vez porque Lee era la marca de pantalones preferida por él, tal vez porque la marca de la cocina de su casa era Oswald y eso le facilitó memorizar rápidamente el nombre del asesino, permitiéndole responder en clases, aquella misma mañana, a la pregunta de su maestra Rosalía acerca del nombre del presidente muerto y el de su asesino. O tal vez fuera que el tipo tenía cara agradable, como si estuviera siempre a punto de sonreír. Comenzó a introducir datos. Excel haría el resto.
Casi pierde el equilibrio al intentar levantarse de la cama de un solo salto. Sus pasos pesados, lentos e indecisos recordaban el andar de los borrachos o de los noctámbulos. Se paseó alrededor del cuarto, aprovechando el trayecto para apagar el televisor, el equipo de sonido y la lamparita de noche del respaldar de su cama. Sin darse cuenta, sus pies derribaron una botella de ron casi vacía que había pasado la noche en el suelo. La tomó entre sus manos para verificar, con cierto asco, que sólo quedaba menos de un cuarto de su contenido. El resto se lo había bebido todo él solo, en menos de cuatro horas. Pensó en lo sencillo que eran las cosas antes, cuando era mucho más joven y se dejaba maravillar por el embrujo de los bares, las caminatas nocturnas por las solitarias calles de Caracas o la seducción de una hermosa mujer. Esas cosas seguían allí y continuaban siendo formidables, pero de alguna manera habían cambiado para ir a formar parte del tedio y del fastidio que era su vida. Antes, la seducción era excitante con cualquier mujer. Ahora sería necesario una verdadera mujer, una mujer hecha de miradas y de gestos precisos e inteligentes, que más que bonita le hiciera creer que sin lugar a dudas lo era, que lo obligara a olvidarse de todo y a mirarla sólo a ella. Una mujer emparentada con las heroínas de la literatura o del cine, pero muy difícil de hallar entre sus amigas, o entre las amigas de sus amigas, o entre las hermanas de sus amigos, o entre las chicas de la oficina o, más improbable aún, encontrarla y reconocerla en una calle, en un café, en una plaza o en uno de los vagones del Metro.
Miró resignado el desorden y lamentó haber perdido en menos de quince días a Maruja y a Francisca, la señora que limpia. Le había dicho que tenía un tío o un hermano postrado en una cama y tenía que irse a San Felipe a cuidarlo. A los tres días se fue Maruja. En algún momento llegó a pensar que esta coincidencia no había sido casual: "Maruja vio que Francisca agarró sus peroles y se fue, se entusiasmó y la siguió". Encendió un nuevo cigarrillo. Sabía bien lo que se hacía con cada nuevo cigarro que se llevaba a los labios, pero también pensaba que tal vez fuera mejor morir de cáncer o de un infarto a los cuarenta y cinco que de viejo a los noventa años. A los cuarenta y cinco uno termina probablemente con alguna cita pendiente, con alguien que esté esperando que caiga la noche para volver a hacer el amor con uno, o con un amigo que hace planes en su oficina para invitarnos un día de éstos a tomar un par de tragos. Pero, ¿quién carajo espera a un viejo de noventa años, quién se acuerda de que alguna vez hizo el amor y en el lugar de sus labios agrios y marchitos florecieron muchas sonrisas arrebatadoras? Nadie se enoja por las cosas pendientes que deja un viejo al morirse. Es más, no faltará quien diga: "pero, ¿es que creía que no iba a morirse nunca?" Así pensaba Alfonso mientras volvía a aspirar con fuerza el cigarrillo. Sabía que le costaría un poco más dar las últimas dos vueltas a la pista de trote y llegar sin un ataque de asfixia a los cincuenta abdominales de rigor. "Gajes de fumador", pensó. Sin embargo, estrujó con rabia el cigarrillo contra el cenicero y se volvió a meter en la cama, como si de pronto hubiera decidido que no era una buena idea comenzar el día de ninguna manera.
Se había adormecido un poco cuando de golpe recordó su último juego con la computadora. Entonces volvió a reincorporarse mediante un nuevo salto, esta vez mucho más firme y juvenil que el anterior. Cuando estuvo frente al escritorio donde tenía la computadora vio su chequera, lo que le recordó que no tenía idea de cuánto dinero disponía aún en el banco. Escondida entre un par de interiores y una camisa sucia, encontró la tarjeta bancaria de teleservicios. Llamó por teléfono y comenzó a pedir saldos y a ordenar transferencias de una cuenta a la otra. A una pregunta de la operadora, respondió que aún no cancelaría la deuda de su tarjeta de crédito. Agregó que sí, que sabía que los intereses eran diarios. Colgó molesto. Terminó por irse al baño a orinar.
El apartamento era un amplio salón en el que la sala, la habitación y el comedor estaban separados por endebles tabiques, biombos y muebles estratégicamente colocados. El balcón, con una espléndida vista hacia el norte de la ciudad, formaba parte del sector correspondiente a la sala. La cocina y el baño eran las únicas verdaderas habitaciones del apartamento. Pese al caos generalizado y al tufillo a encierro que lo envolvía todo, Alfonso tenía un bonito espacio para vivir. En realidad no podía quejarse (exceptuando lo de Maruja, claro): tenía suficiente dinero en al banco y tenía una hermosa casa. La cosa se complicaría en vacaciones, cuando sus tres hijas vinieran a visitarlo.
- Tu talento es para el dinero- le decía su hermano Javier, el mayor, con un aire de desprecio, reproche y envidia a la vez. Alfonso, por el contrario, no creía que hiciera falta ningún tipo de talento para ganar dinero. Simplemente alguien le preguntó alguna vez: "¿cuánto aspira ganar". Y él, por decir algo, mencionó una cifra. "De acuerdo", respondió un señor canoso envuelto en su traje Clement. Fue así de fácil y de difícil. El resto vino solo: una vez que ganas una cierta cantidad de dinero, todos dan por sentado que eso es lo que realmente vales. Así pensaba Alfonso. Y si quería más dinero, simplemente le bastaba con cambiar de agencia. Era uno de los mejores. Al menos así lo creían los dueños de las agencias de publicidad y los clientes que mantenían estas agencias. La opinión de Alfonso al respecto nunca contó para nada. Le pagaban y punto. El cobraba y gastaba.
Al salir del baño tomó una cerveza de la nevera y se fue directo a la computadora. Abrió la aplicación Excel. En ese programa había comenzado a diseñar una especie de cronología de su vida. Al comienzo lo había hecho por fastidio, pero luego se fue apoderando de él una suerte de extraña y morbosa fascinación por el recuento matemático de su vida. En la pantalla aparecían cuatro columnas: en la primera de ellas se introducía la fecha y en la última la descripción del acontecimiento o suceso descrito. La tabla estaba diseñada para que en la segunda y tercera columna aparecieran, automáticamente, el tiempo que hacía había ocurrido el acontecimiento en cuestión y el día de la semana en que el mismo había tenido lugar. Alfonso encontraba fascinante descubrir que había nacido un día jueves, hacía treinta y cuatro años con veintidós centésimas (34,22 años, según expresión Excel), o recordar que su hija mayor había nacido un día domingo. Había alimentado el computador con muchas fechas necrológicas, como por ejemplo la muerte de su padre, la de sus abuelos maternos y la de sus dos tíos. Excel era capaz de informarle los años, meses, días, minutos y horas que cada uno de ellos había vivido (siempre y cuando él la alimentara con la fecha exacta, con hora, minutos y segundos, si era posible) del nacimiento y deceso del difunto en cuestión. Lamentablemente Alfonso no tenía estos datos ni conocía a nadie que fuera capaz de tenerlos, ni siquiera su mamá, a quien nada se le olvidaba en la vida. Así fue como tuvo que resignarse a utilizar estas facultades de su tabla con la duración de sus dos anteriores matrimonios, dando por nacimiento y muerte las fechas de firma del Acta Matrimonial y de la Sentencia de Divorcio, respectivamente.
Fueron muy pocos los datos sobre su infancia que pudo introducir en la computadora. Se dio de cuenta que las cosas que rememoraba de niño no tenían una clara ubicación en el tiempo de su memoria. Por otra parte, más que hechos reales y tangibles, sus recuerdos infantiles estaban llenos de sensaciones, de rostros misteriosos, de palabras carismáticas con extrañas y mágicas resonancias que lograban evocar episodios enteros de su niñez, pero por sobre todas estas cosas, sus primeros años de vida parecían estar llenos de olores, muchísimos olores. Pero nada de esto tenía una posición clara en el mapa de su memoria. De esa forma, no le quedo otro camino que apoyarse en hechos concretos cuyas fechas eran más o menos verificables y a partir de allí, tratar de insertar en ese mapa borroso el amasijo de recuerdos que le venía a la cabeza. Por ejemplo: recordó que siendo niño (pero no podía precisar si cuando tenía siete, ocho o nueve años) se había enamorado perdidamente de una vecinita, María de los Angeles. Ambos tenían más o menos la misma edad y estudiaban el mismo grado en el mismo colegio, pero él en el turno de las mañanas y ella en las tardes. Hubo un treinta y uno de diciembre en el que él se había propuesto firmemente darle a María de los Angeles un abrazo intenso y apasionado al momento de desearle un feliz año nuevo. Pensaba que con ese abrazo ella tendría que darse cuenta de su amor por ella. Recordaba claramente aquella noche triste de año nuevo, pero no el año en la que ocurrió. Después de muchas vueltas, logró establecer que él se había mudado del barrio donde era vecino de María de los Angeles en julio de 1964, justo cuando finalizó su tercer grado. Eso significaba que el año nuevo que había estado evocando era el de 1963. De ese día habían transcurrido, siempre según Excel, veintisiete años y cincuenta y cuatro centésimas, cuando se quedó paralizado frente a la visión celestial de María de los Angeles, en el porche de la casa de ella, dejándola pasar a su lado mientras los demás se abrazaban llenos de alegría. Ese día miró escapar el único abrazo que le estaba destinado a la niña que lo había despertado al amor.
Esta medición temporal, con resultados tan gigantescos como veintisiete años, no dejaba de maravillar y asombrar a Alfonso. Mirándolo bien, esa era más o menos la edad de Maruja, lo que significaba que mientras él se enfrentaba aquella noche de año nuevo a la batalla perdida de su primer amor, había una bebé mamando teta en algún lugar de Caracas para crecer y hacerse su mujer y abandonarlo luego de cuatro años, dos meses, una semana, tres horas y diecinueve minutos.
Sentado frente a su computadora, terminando con desgano lo que quedaba en la lata de cerveza, Alfonso caía en cuenta de que había años en su vida en los que no le había pasado nada que fuera digno de recordar, ni bueno ni malo, como si él no hubiera caminado a través de ese tiempo, como si hubiera estado dormido o ausente. Eran años, meses, días, miles de horas y de minutos inútilmente vividos. Además, el hecho mismo de concentrarse en hacer este recuento, le permitió detectar que cosas que había considerado perentorias y fugaces, se habían vuelto permanentes y definidas, mientras que otras que creía y había deseado que duraran para siempre, habían sido fugaces y breves: sus dos matrimonios, el cuerpo de Rosana, el Mustang blanco '68 que perdió en un embargo, el soldadito de plomo de su infancia, su padre...
Este ejercicio de memoria lo había llevado a revivir muchos recuerdos que tenía ya por olvidados, para luego asignarles un orden estrictamente temporal, absolutamente innecesario, pero interesante. Era como ver una película con infinito número de historias, pero proyectada ahora de forma ordenada, mostrándonos relaciones directas y concretas entre unas y otras. Encontró, por ejemplo, que a los diecinueve años había tomado las decisiones más importantes de su vida: abandonar la casa materna, casarse, tener una hija, cambiar de carrera, despreciar el dinero. Luego, las otras decisiones no eran más que reflejos, complementos o consecuencias de estas decisiones primigenias.
Se levantó por otra cerveza. Mientras la destapaba no pudo evitar pensar en la forma como Maruja lo había abandonado: serenamente, sin escándalos, sin peleas, sin argumentar ni explicar nada, lo que le confirió una gran elegancia a su despedida. "Ya no vale", dijo en algún momento de la noche. Entró al cuarto, tomó su cartera, un pequeño bolso y se marchó. Aún no había ido ni mandado a nadie a recoger sus cosas que continuaban hablándole desde la biblioteca, llenando el closet que ambos compartían, impregnando el baño con la fragancia de sus cosméticos. Lo único que podía reprocharle es que se hubiera ido así, a crédito, en dos cómodas cuotas: despídase ahora y llévese todo después.
Alfonso no pudo esquivar el dolor y la rabia que le producían la ausencia de Maruja. Estuvo tentado de pensar en el amor, pero Alfonso no acostumbraba interrogar al amor porque le parecía una pérdida de tiempo estúpida y ociosa. El amor está allí o no está. Y cuando nos unimos a alguien y comenzamos a soportar sus malos humores, sus malcriadeces, sus manías y malos hábitos, es simplemente porque esa persona nos interesa, nos conviene sexualmente, económicamente, socialmente, incluso afectivamente. Para ennoblecer ese interés, esa conveniencia, le damos el nombre de amor. Sin embargo, también se preguntaba Alfonso, por qué entre miles de mujeres con características semejantes, casi idénticas, nos interesa una y no las otras. ¿Acaso este capricho del alma es el amor?
De vuelta a la computadora se detuvo a mirar sus cuadros colgados sobre una de las paredes del sector de la sala. Cinco cuadros en total, sólo uno de ellos en gran formato, todos pintados al óleo. Esos cuadros, esa pequeñísima y diminuta obra lo salvaba de la mediocridad de su oficio de vendedor de papitas fritas, desodorantes, preservativos, refrescos y cuanta porquería pusieran sobre su escritorio. Sin embargo, ese refugio de salvación era como una islita en medio de un océano tormentoso. Se sentía demasiado viejo para atravesar esas aguas y retomar el camino hacía tanto tiempo abandonado. Se quedaría allí, en su islita, tal vez con unos cinco cuadritos más que terminarían adornando las casas de sus hijas y luego el maletero de sus nietos.
Cuando volvió a sentarse frente a la computadora ya casi se había terminado la cerveza. Intentó recordar otro acontecimiento de su vida. Paseó su mirada por encima de la cama y volvió a ver Ironweed, de Kennedy. Le vinieron a la memoria las imágenes televisadas del entierro del otro Kennedy, el presidente. Le estaban cortando el pelo, al rape y con una pequeña y ridícula pollina sobre la frente. Estaba sentado en la silla de una barbería del barrio San Juan, en uno de los tantos callejones de la avenida San Martín. Sobre un estante había un televisor, transmitiendo el cortejo fúnebre de Kennedy. Sentía lástima por el presidente asesinado, pero al mismo tiempo sentía una gran simpatía por Lee Oswald, tal vez porque Lee era la marca de pantalones preferida por él, tal vez porque la marca de la cocina de su casa era Oswald y eso le facilitó memorizar rápidamente el nombre del asesino, permitiéndole responder en clases, aquella misma mañana, a la pregunta de su maestra Rosalía acerca del nombre del presidente muerto y el de su asesino. O tal vez fuera que el tipo tenía cara agradable, como si estuviera siempre a punto de sonreír. Comenzó a introducir datos. Excel haría el resto.
=================================================================
Cuento publicado en "El atador de cabos", Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2000. De venta en las librerías "Del Sur" y las librrías de Monte Ávila. Para mayor información, favor comunicarse con la Editorial a los teléfonos 0212-2656020 ó 0212-2638505. Este relato está protegido bajo leyes de Copyright 1999. La reproducción parcial o total de este relato sólo podrá realizarse bajo estricta autorización escrita del autor o de la casa editora. Email del autor: mesones2256@gmail.com
1 comentario:
Tu relato me atrapó entre celdas de Excel, cervezas, amores errantes e hitos del camino de la vida. Gracias ...
Publicar un comentario