Rocco casi no podía respirar, por la subida de las escaleras y los quinientos cigarrillos que se fumaba a diario. Eran casi las dos de la mañana. El pasillo estaba a oscuras, escasamente iluminado por la luz de luna. Al azar, tocamos uno de los timbres de las cuatro puertas. Insistimos con otro, pero nadie respondió. Rocco tosía como un loco. Alguien nos abrió:
— Malditos cabrones, ¿qué creen que están haciendo?
— Coño, Lotus (primero fue Lotería, luego Lotario, ahora Lotus), aquí no se ve el número de los apartamentos. Esta vaina está muy oscura.
— Métanse rápido, maricones.
Nervioso y asustado, el Lotus abrió la reja y nos empujó dentro del apartamento. Estaba iluminado con una luz negra y unas velas ardientes puestas sobre candelabros de madera. El aire olía a incienso. Una muchacha medio dormida, echada sobre unos cojines, nos miraba con recelo y desprecio. El Lotus, grandote y negro, cerró la puerta con sigilo y atravesó la sala, perdiéndose en una de las habitaciones.
El Rocco y yo nos quedamos en mitad de la sala, a merced de la montaraz muchacha. El Lotus regresó con un vaso en la mano y nos preguntó:
— ¿En qué carro vinieron?
— En el Valiant.
— ¿Se quedó alguien en el carro?
— No.
— De pinga, mi pana. Así se hace. Los pacos andan como locos y si ven una vaina medio rara, comienzan a ladillar.
— No te preocupes por eso. Pero el ascensor no funciona. Tuvimos que subir catorce pisos.
— Funciona hasta las once de la noche. Yo te lo dije. Y también te advertí que tocaras el timbre rojo.
— Se nos olvido, panita. Además, cero luz en el pasillo. Tú sabes.
El Lotus nos ofreció el vaso que traía en la mano. Era anís. El olor me repelió, pero Rocco se empinó un trago largo.
El Lotus tenía un equipo de sonido para caerse de culo. Un plato Garrard, un deck con un amplificador de doscientos vatios Technics y un par de cornetas Pionner. Una vaina, de verdad, para cagarse de la envidia. El volumen estaba al mínimo, pero uno sentía que la música, aún así de bajita, te retumbaba en el pecho. Estaba sonando I got you (fell good), de James Brown, el negro más maldito de todos los negros, después de Hendrix.
El Lotus fue y se acercó a la chica que estaba echada sobre los cojines. La besó en los labios, como para cumplir con ella. Luego se levantó y se puso a buscar algo entre un lote de discos que tenía arrumado en un rincón de la sala.
— Quiero que escuchen esta vaina.
Puso Summertime, de Janis Joplin. La triste guitarra y la lastimera batería abrieron el pedregoso camino a la atormentada voz de la Joplin. Ronca y afligida, su garganta se elevaba como un ave herida por sobre el soberbio acompañamiento. Tierna y generosa, sus dulces lamentos se apagaban para ceder espacio a las seductoras puntadas de la guitarra y al rítmico y formidable bajo. Era estremecedor observar como cuatro músicos y una cantante regordeta pudieran crear una melodía tan devastadoramente triste y hermosa.
La chica nos seguía mirando con cara de pocos amigos. El Lotus estaba parado frente a una mesita, preparando algo. Pensamos que era nuestro pedido. Se acercó a nosotros y nos ofreció un gordo y grueso tabaco de hierba.
— Cortesía de la casa — aclaró el Lotus.
Rocco agarró el tabaco y se lo puso en la boca para encenderlo.
— Quiero que escuchen esta otra vaina — dijo el Lotus, regresando a su montaña de discos.
Otra chica, tan negra como el Lotus, se apareció en la puerta del único cuarto que daba a la sala. Vestía una franela blanca y unos jeans desteñidos. Usaba afro. Caminó entre nosotros, ignorándonos.
El Lotus puso la overtura de Tommy, de The Who. Solemnes y cadenciosos, las guitarras, las trompetas, los bajos, las baterías y los coros demarcaron su glorioso e inolvidable territorio musical.
Parecía mentira que un negro como Lotus, bruto e ignorante y que jamás en su perra vida había salido de los tenebrosos bloques de Cútira, pudiera apreciar esa música. Rocco le dio un par de chupadas al tabaco antes de ofrecérmelo. Luego se fue y se echó sobre los cojines, al lado de la chica que hasta hacía poco nos había estado mirando con mala cara. Ahora parecía dormida.
La chica del afro había caminado hasta la ventana de la sala. Parecía muy entretenida mirando la noche, la luna y las estrellas.
— Lotus, ¿tienes lista la mercancía? — pregunté.
— Sí. ¿Estás apurado?
— Más o menos, mi pana. Tenemos que buscar a unas carajitas dentro de un rato.
— ¿Trescientos gramos?
— Sí.
— Escucha esto.
Al lado de los discos había una montaña de cassettes. Entre decenas, escogió uno. Lo introdujo en el deck, presionó play y comenzó a sonar Born to be wild, interpretada por el grupo Steppenwolf. Giró la perilla del volumen del amplificador para que la música nos inundara el alma, olvidándose de los vecinos.
La chica del afro giró sobre sí misma al escuchar el vibrante ritmo, se apartó de la ventana y comenzó a bailar ella sola. Su piel resplandecía como si se hubiera bañado en una tina de aceite. Sus largas piernas se encogían y se estiraban mientras sus anchas caderas se mecían furiosamente sobre sí mismas. Alternativamente, sus brazos subían y bajaban, tocando su pelambre. Con los ojos cerrados, su cabeza giraba de un lado para el otro.
Rocco, abrazado a la muchacha dormida sobre los cojines, me hizo señas para que le alcanzara el grueso tabaco de marihuana.
Por su lado el Lotus también había comenzado a bailar. Sus movimientos eran violentos y frenéticos mientras caminaba para acercarse a la chica
Yo quería agarrar mis trescientos gramos de hierba y largarme de una puta vez. Me gustaba la música, me gustaba la chica del afro, pero lo único que quería era irme. Como poseído por demonios, el Lotus comenzó a orbitar alrededor del cuerpo de la bailarina muchacha.
Yo sólo quería agarrar mis trescientos malditos gramos de marihuana y desaparecerme de aquel lugar. Pero la música y el sonido eran imponentes.
El Lotus se acercó con movimientos simiescos a la muchacha del afro. Se detuvo frente a ella y la observó. Luego puso sus manazas sobre su delgada cintura. Acercó su pelvis a la de ella. Le levantó la franela, desnudando su pecho. Se inclinó y comenzó a succionarla como un animal hambriento. Los brazos de la muchacha se mecían en el aire, como si se hubieran dormido. Su espalda reposaba sobre la maciza mano que el Lotus había colocado para brindarle apoyo. Sus caderas continuaban restregándose contra el pantalón del Lotus. Casi cargada, la condujo hasta la pared donde estaba la ventana y allí comenzó a desabrochar sus pantalones. Un suave quejido de la muchacha del afro indicaba que había sido penetrada. Sus ojos se entreabrieron, como tratando de reconocer quien se la estaba gozando.
Yo estaba paralizado. Rocco se había sentado sobre los cojines, para no perderse ni un detalle. Me miró, se encogió de hombros y se volvió a recostar. Envolvió con sus brazos a la muchacha dormida y comenzó a manosearle las tetas por encima de la gruesa chaqueta que llevaba puesta. La chica, aún dormida, trató de zafarse del abrazo, pero Rocco aprovechó el movimiento para introducir su mano bajo la chaqueta y la franela de ella, mientras se restregaba con fuerza contra su cuerpo. La chica no tardó en despertarse:
— Coño, ¿qué pasa, qué haces, cerdo? ¡Quítame las manos de encima, animal!
Liberada del abrazo de Rocco, la muchacha se sentó sobre los cojines que le habían servido de cama. Como si no pudiera creer lo que veía, sus ojos se clavaron en el culo desnudo del Lotus, con los pantalones al suelo, tirándose a la negra del afro.
— ¿Qué coño estás haciendo, hijo de puta?
El Lotus la había escuchado, pero no parecía dispuesto a separarse tan fácilmente del banquete que se estaba comiendo. La muchacha se levantó inmediatamente, mirando a su alrededor. Como no encontró nada que pudiera servirle como arma, se quitó uno de sus zapatos y se abalanzó contra el Lotus. Como si estuviera poseído, el Lotus ignoraba los zapatazos que la muchacha le asestaba con furia sobre la espalda, el cuello y la cara. Al final, el Lotus bramó como una bestia herida. Su cuerpo se tensó como si fuera de piedra. Consumado su deseo, se separó delicadamente de la chica de afro y se enfrentó a la muchacha que lo había estado golpeando con el zapato.
— ¿Para eso querías que te la trajera, verdad, maldito?
Intentó arremeter una vez más contra el Lotus, pero éste la tomó por ambos brazos y la levantó por el aire, como si se tratara de una pajilla. Acercó su fea cara a la de la muchacha y le gritó “cállate, puta”. Dicho esto, la lanzó con violencia hacia el aire. La chica se estrelló contra la puerta. Ya en el piso, aún tuvo oportunidad de quejarse (un breve ¡ay!) y de llevarse una mano a la frente.
El Lotus se subió nuevamente los pantalones hasta la cintura, caminó hasta la mesita, encendió un cigarrillo y cambió la música: Deep Purple, Child in time. Se perdió nuevamente por el pasillo. Regresó con la botella de anís y un par de copitas. Las puso sobre la mesita y las llenó. Caminó hacia la ventana, donde continuaba la chica del afro y le ofreció un trago.
Rocco recogió su vaso del piso y lo volvió a llenar de anís. Se empujó otro trago y aspiró el tabaco de monte. La chica continuaba tirada en el piso, inmóvil. La muchacha del afro continuaba viendo la noche, la luna y las estrellas.
Fue escalofriante cuando noté el charco de sangre que comenzó a formarse debajo de la cabeza de la chica que continuaba tirada en el piso.
— Coño, Lotus, mira esa vaina.
Me incliné sobre la chica y la observé de cerca. No daba señales de vida. No quise tocarla. Rocco se puso a mi lado y le tomó el pulso.
— Nada — dijo Rocco.
— ¿Qué?
El Lotus puso sus dedos sobre el cuello de la muchacha. Luego se levantó de un solo salto, se puso las manos en la cabeza y comenzó a gritar:
— El maldito coño de su madre, hija de puta, ¡qué cagada!, ¡qué cagada de mierda!
Entonces se abalanzó contra el cuerpo de la muchacha y comenzó a patearla:
— Puta de mierda, puta de mierda, levántate.
Rocco se me acercó al oído y me susurró: “coño, hay que decirle al Lotus que así no se trata a una dama”. No me hizo gracia el comentario.
Al ver como el Lotus pateaba a la muerta, la chica del afro pegó un grito y se puso a chillar. Comenzó a derribar cosas y a golpearse contra las paredes. Ni nosotros ni el Lotus hicimos nada para calmarla. Estaba histérica. Luego, se inclinó sobre la muerta, buscó un cojín y lo puso debajo de su cabeza ensangrentada. Comenzó a peinarla y a acariciar su frente.
— Malditos cabrones, ¿qué creen que están haciendo?
— Coño, Lotus (primero fue Lotería, luego Lotario, ahora Lotus), aquí no se ve el número de los apartamentos. Esta vaina está muy oscura.
— Métanse rápido, maricones.
Nervioso y asustado, el Lotus abrió la reja y nos empujó dentro del apartamento. Estaba iluminado con una luz negra y unas velas ardientes puestas sobre candelabros de madera. El aire olía a incienso. Una muchacha medio dormida, echada sobre unos cojines, nos miraba con recelo y desprecio. El Lotus, grandote y negro, cerró la puerta con sigilo y atravesó la sala, perdiéndose en una de las habitaciones.
El Rocco y yo nos quedamos en mitad de la sala, a merced de la montaraz muchacha. El Lotus regresó con un vaso en la mano y nos preguntó:
— ¿En qué carro vinieron?
— En el Valiant.
— ¿Se quedó alguien en el carro?
— No.
— De pinga, mi pana. Así se hace. Los pacos andan como locos y si ven una vaina medio rara, comienzan a ladillar.
— No te preocupes por eso. Pero el ascensor no funciona. Tuvimos que subir catorce pisos.
— Funciona hasta las once de la noche. Yo te lo dije. Y también te advertí que tocaras el timbre rojo.
— Se nos olvido, panita. Además, cero luz en el pasillo. Tú sabes.
El Lotus nos ofreció el vaso que traía en la mano. Era anís. El olor me repelió, pero Rocco se empinó un trago largo.
El Lotus tenía un equipo de sonido para caerse de culo. Un plato Garrard, un deck con un amplificador de doscientos vatios Technics y un par de cornetas Pionner. Una vaina, de verdad, para cagarse de la envidia. El volumen estaba al mínimo, pero uno sentía que la música, aún así de bajita, te retumbaba en el pecho. Estaba sonando I got you (fell good), de James Brown, el negro más maldito de todos los negros, después de Hendrix.
El Lotus fue y se acercó a la chica que estaba echada sobre los cojines. La besó en los labios, como para cumplir con ella. Luego se levantó y se puso a buscar algo entre un lote de discos que tenía arrumado en un rincón de la sala.
— Quiero que escuchen esta vaina.
Puso Summertime, de Janis Joplin. La triste guitarra y la lastimera batería abrieron el pedregoso camino a la atormentada voz de la Joplin. Ronca y afligida, su garganta se elevaba como un ave herida por sobre el soberbio acompañamiento. Tierna y generosa, sus dulces lamentos se apagaban para ceder espacio a las seductoras puntadas de la guitarra y al rítmico y formidable bajo. Era estremecedor observar como cuatro músicos y una cantante regordeta pudieran crear una melodía tan devastadoramente triste y hermosa.
La chica nos seguía mirando con cara de pocos amigos. El Lotus estaba parado frente a una mesita, preparando algo. Pensamos que era nuestro pedido. Se acercó a nosotros y nos ofreció un gordo y grueso tabaco de hierba.
— Cortesía de la casa — aclaró el Lotus.
Rocco agarró el tabaco y se lo puso en la boca para encenderlo.
— Quiero que escuchen esta otra vaina — dijo el Lotus, regresando a su montaña de discos.
Otra chica, tan negra como el Lotus, se apareció en la puerta del único cuarto que daba a la sala. Vestía una franela blanca y unos jeans desteñidos. Usaba afro. Caminó entre nosotros, ignorándonos.
El Lotus puso la overtura de Tommy, de The Who. Solemnes y cadenciosos, las guitarras, las trompetas, los bajos, las baterías y los coros demarcaron su glorioso e inolvidable territorio musical.
Parecía mentira que un negro como Lotus, bruto e ignorante y que jamás en su perra vida había salido de los tenebrosos bloques de Cútira, pudiera apreciar esa música. Rocco le dio un par de chupadas al tabaco antes de ofrecérmelo. Luego se fue y se echó sobre los cojines, al lado de la chica que hasta hacía poco nos había estado mirando con mala cara. Ahora parecía dormida.
La chica del afro había caminado hasta la ventana de la sala. Parecía muy entretenida mirando la noche, la luna y las estrellas.
— Lotus, ¿tienes lista la mercancía? — pregunté.
— Sí. ¿Estás apurado?
— Más o menos, mi pana. Tenemos que buscar a unas carajitas dentro de un rato.
— ¿Trescientos gramos?
— Sí.
— Escucha esto.
Al lado de los discos había una montaña de cassettes. Entre decenas, escogió uno. Lo introdujo en el deck, presionó play y comenzó a sonar Born to be wild, interpretada por el grupo Steppenwolf. Giró la perilla del volumen del amplificador para que la música nos inundara el alma, olvidándose de los vecinos.
La chica del afro giró sobre sí misma al escuchar el vibrante ritmo, se apartó de la ventana y comenzó a bailar ella sola. Su piel resplandecía como si se hubiera bañado en una tina de aceite. Sus largas piernas se encogían y se estiraban mientras sus anchas caderas se mecían furiosamente sobre sí mismas. Alternativamente, sus brazos subían y bajaban, tocando su pelambre. Con los ojos cerrados, su cabeza giraba de un lado para el otro.
Rocco, abrazado a la muchacha dormida sobre los cojines, me hizo señas para que le alcanzara el grueso tabaco de marihuana.
Por su lado el Lotus también había comenzado a bailar. Sus movimientos eran violentos y frenéticos mientras caminaba para acercarse a la chica
Yo quería agarrar mis trescientos gramos de hierba y largarme de una puta vez. Me gustaba la música, me gustaba la chica del afro, pero lo único que quería era irme. Como poseído por demonios, el Lotus comenzó a orbitar alrededor del cuerpo de la bailarina muchacha.
Yo sólo quería agarrar mis trescientos malditos gramos de marihuana y desaparecerme de aquel lugar. Pero la música y el sonido eran imponentes.
El Lotus se acercó con movimientos simiescos a la muchacha del afro. Se detuvo frente a ella y la observó. Luego puso sus manazas sobre su delgada cintura. Acercó su pelvis a la de ella. Le levantó la franela, desnudando su pecho. Se inclinó y comenzó a succionarla como un animal hambriento. Los brazos de la muchacha se mecían en el aire, como si se hubieran dormido. Su espalda reposaba sobre la maciza mano que el Lotus había colocado para brindarle apoyo. Sus caderas continuaban restregándose contra el pantalón del Lotus. Casi cargada, la condujo hasta la pared donde estaba la ventana y allí comenzó a desabrochar sus pantalones. Un suave quejido de la muchacha del afro indicaba que había sido penetrada. Sus ojos se entreabrieron, como tratando de reconocer quien se la estaba gozando.
Yo estaba paralizado. Rocco se había sentado sobre los cojines, para no perderse ni un detalle. Me miró, se encogió de hombros y se volvió a recostar. Envolvió con sus brazos a la muchacha dormida y comenzó a manosearle las tetas por encima de la gruesa chaqueta que llevaba puesta. La chica, aún dormida, trató de zafarse del abrazo, pero Rocco aprovechó el movimiento para introducir su mano bajo la chaqueta y la franela de ella, mientras se restregaba con fuerza contra su cuerpo. La chica no tardó en despertarse:
— Coño, ¿qué pasa, qué haces, cerdo? ¡Quítame las manos de encima, animal!
Liberada del abrazo de Rocco, la muchacha se sentó sobre los cojines que le habían servido de cama. Como si no pudiera creer lo que veía, sus ojos se clavaron en el culo desnudo del Lotus, con los pantalones al suelo, tirándose a la negra del afro.
— ¿Qué coño estás haciendo, hijo de puta?
El Lotus la había escuchado, pero no parecía dispuesto a separarse tan fácilmente del banquete que se estaba comiendo. La muchacha se levantó inmediatamente, mirando a su alrededor. Como no encontró nada que pudiera servirle como arma, se quitó uno de sus zapatos y se abalanzó contra el Lotus. Como si estuviera poseído, el Lotus ignoraba los zapatazos que la muchacha le asestaba con furia sobre la espalda, el cuello y la cara. Al final, el Lotus bramó como una bestia herida. Su cuerpo se tensó como si fuera de piedra. Consumado su deseo, se separó delicadamente de la chica de afro y se enfrentó a la muchacha que lo había estado golpeando con el zapato.
— ¿Para eso querías que te la trajera, verdad, maldito?
Intentó arremeter una vez más contra el Lotus, pero éste la tomó por ambos brazos y la levantó por el aire, como si se tratara de una pajilla. Acercó su fea cara a la de la muchacha y le gritó “cállate, puta”. Dicho esto, la lanzó con violencia hacia el aire. La chica se estrelló contra la puerta. Ya en el piso, aún tuvo oportunidad de quejarse (un breve ¡ay!) y de llevarse una mano a la frente.
El Lotus se subió nuevamente los pantalones hasta la cintura, caminó hasta la mesita, encendió un cigarrillo y cambió la música: Deep Purple, Child in time. Se perdió nuevamente por el pasillo. Regresó con la botella de anís y un par de copitas. Las puso sobre la mesita y las llenó. Caminó hacia la ventana, donde continuaba la chica del afro y le ofreció un trago.
Rocco recogió su vaso del piso y lo volvió a llenar de anís. Se empujó otro trago y aspiró el tabaco de monte. La chica continuaba tirada en el piso, inmóvil. La muchacha del afro continuaba viendo la noche, la luna y las estrellas.
Fue escalofriante cuando noté el charco de sangre que comenzó a formarse debajo de la cabeza de la chica que continuaba tirada en el piso.
— Coño, Lotus, mira esa vaina.
Me incliné sobre la chica y la observé de cerca. No daba señales de vida. No quise tocarla. Rocco se puso a mi lado y le tomó el pulso.
— Nada — dijo Rocco.
— ¿Qué?
El Lotus puso sus dedos sobre el cuello de la muchacha. Luego se levantó de un solo salto, se puso las manos en la cabeza y comenzó a gritar:
— El maldito coño de su madre, hija de puta, ¡qué cagada!, ¡qué cagada de mierda!
Entonces se abalanzó contra el cuerpo de la muchacha y comenzó a patearla:
— Puta de mierda, puta de mierda, levántate.
Rocco se me acercó al oído y me susurró: “coño, hay que decirle al Lotus que así no se trata a una dama”. No me hizo gracia el comentario.
Al ver como el Lotus pateaba a la muerta, la chica del afro pegó un grito y se puso a chillar. Comenzó a derribar cosas y a golpearse contra las paredes. Ni nosotros ni el Lotus hicimos nada para calmarla. Estaba histérica. Luego, se inclinó sobre la muerta, buscó un cojín y lo puso debajo de su cabeza ensangrentada. Comenzó a peinarla y a acariciar su frente.
*
Todos cometimos el error de dar por sentado que estábamos implicados en aquella muerte.
La occisa se llamaba Egleé y la chica del afro respondía al nombre de Norma. Eran hermanas, o medio hermanas: hijas de una misma madre.
El Lotus había decidido que teníamos que deshacernos del cadáver. Al comienzo quería descuartizar el cuerpo, pero fue tal la llorantina de Norma y nuestra negativa de ayudarlo en eso, que no tuvo más remedio que desistir.
Lo primero que hicimos fue envolverla en unas bolsas negras de plástico. Al levantar la cabeza de Egleé una bola de sangre coagulada cayó sobre el piso, como si su cuerpo muerto la hubiera regurgitado. Notamos que el golpe lo había recibido en la nuca. Luego la empaquetamos en un par de cobijas y la amarramos con cables de electricidad.
En un primer momento el Lotus estaba muy amigable con nosotros, pero poco a poco se fue apartando, como ensimismándose. Al final nos dejó a Rocco y a mí solos haciendo todo el trabajo. Él parecía concentrado en otra cosa.
Al abrir la puerta de la salida del apartamento noté que el picaporte estaba húmedo y pegajoso: tenía restos de sangre y de cuero cabelludo. Fue allí donde se produjo el golpe mortal. Me dieron ganas de vomitar. Antes de abandonar el apartamento, vi como el Lotus agarraba una pistola y se la escondía bajo el pantalón.
Mi viejo Valiant rojo estaba a unos pocos metros de la entrada del superbloque donde vivía el Lotus. Metimos a Egleé en la maleta. El Lotus se sentó a mi lado, de copiloto, mientras que Norma y Rocco se metieron en el asiento trasero. Norma no dejaba de llorar.
Agarramos la autopista y por allí buscamos salir de Caracas. Al llegar a La Rinconada nos desviamos para tomar la carretera vieja, evitando los peajes y alcabalas de la autopista Regional del Centro. Bordeamos el estanque de La Mariposa y seguimos hacia los Valles del Tuy. Pasamos de largo por Charallave y Santa Teresa del Tuy. Eran casi las cinco de la mañana cuando nos internamos en la estrecha carretera de Guatopo. Solitario y selvático, era un excelente lugar para abandonar un cadáver.
Desde que nos habíamos montado en el carro, El Lotus no había dicho una sola palabra, salvo para darme las indicaciones que trazaron nuestra ruta. Su mirada estaba clavada en la carretera. Supe que ya no éramos sus amigos ni sus cómplices, sino sus rehenes.
Nos detuvimos en una de las pocas rectas del camino, en la cima de una de las montañas de Guatopo. Rocco y yo sacamos el cuerpo de la maleta. El sol comenzaba a salir. Norma no quiso salir del carro, pero el Lotus la arrastró con violencia y la obligó a acompañarnos. Nos adentramos en un barranco, buscando un lugar adecuado para deshacernos del cuerpo de Egleé.
Había llovido durante la noche y el terreno estaba fangoso. Nos resbalamos un par de veces y fuimos a dar montaña abajo. Ni aún así, el Lotus se ofreció a ayudarnos, como si esa muerta fuera de nosotros y no de él.
Aproveché una de las caídas para reclamar un descanso. Le pedí un cigarro a Rocco. Mientras fumaba, me acerqué al Lotus y lo agarré por el brazo. Nos alejamos unos metros y le dije:
— Coño, mi pana. Aquí todos andamos cubiertos de mierda. Este peo es de todos. Nadie va a decir nada. Esta carajita es una malandrita más, pero nosotros, no. Si nos matas, el escándalo será mucho mayor. Al final, te encontraran.
El Lotus me miraba directo a los ojos, receloso. Me respondió:
— Déjame pensarlo.
Rocco estaba sentado en el piso, al lado del cuerpo amortazado de Egleé. Norma estaba de pie, lloriqueando. Quizás sin saberlo, ambos comenzaban a sospechar que no saldrían vivos de ésta.
— Norma tampoco va a decir nada. Prácticamente mataste a su hermana frente a sus narices y ella ni movió un dedo. Está tan involucrada como tú.
— Fue un accidente.
— Está bien. Fue un accidente. Eso es verdad. Pero si nos matas, será un asesinato. Son cuatro muertos que te vas a cargar en una sola noche, mi pana.
— Déjate de mariqueras, pajuo. Norma es la hermana. Tarde o temprano, va a hablar. Y tampoco confío en el amiguito tuyo. Se le nota en la cara lo cagón que es.
— Yo me hago responsable por Rocco. No va a decir nada, no le conviene decir nada. ¿Me comprendes?
Los ojos del Lotus resplandecían como centellas en medio de su negra y fea cara.
— Coño, mi pana. Todos queremos salir de esta verga. Tiramos el cuerpo por allí y cada quien a su casa. Jamás volverás a vernos. No hay forma de que nos relacionen a ninguno de nosotros.
— Todos sabían que me andaba tirando a la Egleé. Apenas la encuentren, comenzarán a buscarme. Tengo que esconderme.
— Está bien, te tienes que esconder. Pero déjanos ir. Ninguno de nosotros va a decir nada.
— Coño, ya te dije que me dejes pensarlo.
Regresamos donde Norma, Egleé y Rocco. Seguimos bajando por la montaña unos quince minutos más. Dejamos el cuerpo en el piso cuando el Lotus así lo ordenó.
Los cuatro nos quedamos de pie, alrededor del cadáver.
— Dame la llevas del carro — me ordenó el Lotus.
— Coño, Lotus, piensa la vaina, por favor.
— Cállate de una buena vez y dame las malditas llaves, cabrón.
Era inútil. No había nada qué hacer. Le di las llaves.
— Ustedes dos, suban. Yo me quedo con Norma. Espérenme en el carro.
Comenzamos a subir. Es increíble como, en momentos como ese, hasta los detalles más pequeños se marcan en la memoria como si fueran grandes acontecimientos. Recuerdo como si la estuviera escuchando a mi lado los agónicos estertores de la respiración de Rocco. Recuerdo un azulejo que atravesó el frío aire y se posó en la rama de un bucare. Recuerdo como la luz del sol comenzó a golpear nuestras retinas apenas llegamos a la carretera. Recuerdo que a los pocos minutos de habernos montado en el carro escuchamos el disparo.
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Este relato podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones@cantv.net.
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