Eran las nueve de la mañana y la camioneta se negaba a encender. La muchacha que había estado barriendo frente a la entrada del restaurant ahora estaba muy cerca de mí. Se inclinaba cada cierto tiempo, recogía un puñado de piedritas del suelo y las lanzaba luego, una a una, contra la carretera desierta. Ella actuaba como si estuviera sola. Yo decidí ignorarla también.
Volví a ajustar los bornes de la batería, le di golpes al encendido electrónico, apreté los cables de la bobina, pero nada. Cuando levanté la vista del motor, la chica estaba parada al lado de la camioneta, observándome.
— Tienes problemas, ¿no? — me preguntó.
— Eso creo.
Debía tener unos catorce o quince años. Vestía una camisa a cuadros azules y unos jeans desteñidos, como si fuera un muchacho. El pelo, castaño y largo, lo llevaba recogido con un delgado cintillo.
— ¿Por qué mejor no llamas a alguien que sepa de carros?
— ¿Y qué demonios te hace pensar que yo no sé de carros?
— No lo sé. Pero si supieras, ya lo habrías arreglado, ¿no?
— ¿Por qué mejor no sigues tirándole piedras a la carretera?
— Yo no estoy tirándole piedras a la carretera. Estoy afinando mi puntería. Es bueno tener buena puntería porque una nunca sabe.
— ¿No sabes qué?
— No lo sé. Siempre pasan cosas y una debe estar preparada.
Pensé que era tarada, aunque no tenía cara de tonta. El sol comenzó a quemarme y caminé hacia un cují, buscando un poco de sombra bajo sus ramas. La chiquilla se quedó allí, parada al lado de la camioneta. Le dio una vuelta, como si la estuviera inspeccionando, tomó un par de piedras del suelo y las lanzó una vez más contra la carretera. Luego caminó hacia mí.
— ¿Te aburro? — me preguntó, haciéndose la desairada.
— ¡Ja!
— ¿O ya te diste por vencido?
— Estoy pensando lo que voy a hacer. Dime, ¿no tienes nada qué hacer?
— Soy la barrendera del restaurant, y ya barrí. Luego, por las tardes, soy la fregadera y lavo platos. Pero eso es a partir del mediodía. Ahora estoy en mi tiempo libre.
— ¿Y por qué no liberas tu tiempo en otro lado?
La chiquilla se quedó callada, mirando el piso. Supe que estaba contando los segundos para marcharse, indignada. La retuve con una pregunta, la única que se me ocurrió.
— ¿Cómo te llamas?
— Greta.
— ¿Como Greta Garbo?
— Mira que eres viejo. Greta como Greta Scacchi, vale.
— ¿Greta qué?
— Scacchi.. Una actriz australiana bellísima. Bueno, ya está vieja, pero sigue siendo bellísima.
— Y tú, ¿no estudias?
— Bueno, esa es una larga historia ....
— ¿Estudias o no? — la corté.
— Ahora, en este preciso instante, no. Estoy reflexionando sobre mi futuro.
— ¿Qué edad tienes?
Me dijo que tenía dieciseis, casi diecisiete. Sus papás la habían descubierto que andaba de novia de un tipo de casi treinta años. Por si fuera poco, en el liceo la sorprendieron fumando marihuana y la habían expulsado. Como castigo, sus padres la enviaron de «vacaciones» donde su tío Julián, para que trabajara en su restaurant de carretera entre Las Mercedes del Llano y Cabruta. Se esforzó mucho en aclararme que ese castigo la tenía sin cuidado.
— Haga lo que haga, yo siempre soy feliz. Me gusta estar aquí. Coleteo pisos, lavo platos, me acuesto y me levanto temprano, pero nadie puede impedirme que sea feliz.
— Y tu novio, ¿no te duele dejar de verlo?
— Esto es una prueba para ambos. Si él me espera, el tipo vale la pena. Pero si anda con otra, ya no vale ni medio para mí.
— ¿Y te llama?
— No. Aquí no hay teléfono. Pero si lo hubiera, ahorita estuviera hablando con él y no contigo.
Genaro, al ver mi camioneta con el capote levantado, se detuvo para auxiliarme. Le pedí me llevará donde Matías, el mecánico, un tipo que sí sabía de carros.
*
Vivo en Mejo, a unos cuarenta kilómetros de Santa Rosalía, donde queda el restaurant de Julián. De vez en vez Julián invita a un grupo de amigos (entre los cuales casi siempre estoy incluido) a su casa para ver un partido de béisbol, jugar dominó o disfrutar de una parrillada. Julían es un buen hombre, pero, además y mejor aún, es muy simpático y conversador.
Aquella noche me invitó simplemente a cenar.
Julián cierra el restaurant a las siete de la tarde, así que quedamos en vernos a las ocho. Matilde, su mujer, había preparado un asado negro con caraotas, arroz y tajadas. Greta no nos acompañó durante la copiosa cena.
En mitad de la comida, la chiquilla atravesó el comedor sin saludar ni decir palabra. Quizás me reconoció o quizás no lo hizo, pero igual se comportó como si jamás me hubiera visto en toda su vida. Tampoco Julián ni su mujer se molestaron en explicarme la presencia de la muchacha.
Compartiendo el código de gente madrugadora como nosotros, a las diez de la noche me despedí de mis anfitriones.
Antes de montarme en mi pick up, busqué con la mirada a Greta. La encontré en medio de la oscurana, sentada en el bordillo de la carretera. Caminé hacia ella.
— Hola.
No me respondió. Traía puesto unos audífonos. Me incliné hacia ella y la toqué en el hombro. Sobresaltada, respondió:
— Coño, ¿qué pasa, qué quieres?
— Nada, nada, sólo quería saludarte.
Se quedó callada. Quizás la carretera estaba muy oscura y no podía reconocerme.
— Soy yo, el de la pick up accidentada, ¿te acuerdas?
— Sí, ya sé, el tipo que no sabe de carros.
— Ese mismo. ¿Y cómo estás?
— ¿Y cómo se supone que deba estar?
— No, bueno, disculpa que te haya molestado. Chao.
En la oscuridad busqué mi camioneta. Afortunadamente encendió al primer intento y me largué a mi casa.
*
Hace tres años recibí un dinerito y lo invertí en máquinas tragamonedas. Las he colocado entre los poblados de Chaguaramas, Las Mercedes del Llano, Mejo, Santa Rosalía, Cabruta, Caicara del Orinoco, Mapire, Los Pijiguaos y Puerto Ordaz. Una vez al mes chequeo cada establecimiento, saco cuentas y le doy mantenimiento a las máquinas que lo requieren. Ya sé que no es el mejor negocio del mundo, pero me ha dado para vivir.
Cuando pasé a chequear mis máquinas donde Julián, Greta me estaba esperando a la salida, inspeccionando nuevamente mi camioneta, como si quisiera comprarla.
— ¿Qué tanto la miras? — le pregunté.
— Es linda, como todas las cosas viejas.
Me recosté sobre mi pick up.
— Y eso, ¿qué significa?
— No lo sé. Tú siempre quieres que lo sepa todo y estoy muy chica para eso.
— Bien bueno que lo reconoces
— ¿Que reconozco qué?
— Que eres muy chica para todo.
— Ni te creas.
— Está bien: eres una señora viejísima de dieciseis años.
— No te rías de mi edad, que yo no tengo la culpa.
Nos quedamos en silencio. Yo tenía el tiempo justo para llegar a Cabruta y abordar la chalana de las once para llegar a Caicara. Aún así, me quedé un rato más al lado de Greta.
Con el pelo suelto como lo llevaba, Greta se veía un poco mayor, pero sin perder ese aire de aniñada malcriadez. Sus gruesos labios continuaban resecos y agrietados, quizás a causa del intenso calor. Sus grandes e inquietos ojos iban de un lado a otro, evitando mirarme de frente. Pero cuando se detenían sobre mí, parecían detallar hasta el más pequeño de mis movimientos. Sentía que durante esos breves segundos su mirada buscaba en mí un espectáculo que yo sabía jamás podría ejecutar para ella. Fastidiada, sus ojos regresaban a la carretera, a la pedrería del suelo, a la inmensa sabana, al molino de viento, a mi destartalada camioneta. Su cara cuadrada pasaba de un segundo para otro de la más infantil de las sonrisas a la más severa seriedad. Durante ese brevísimo trance, su rostro, su cuerpo, su vida, se despojaba de sus edades y se hacía eterna, milenaria. Ya no era niña ni mujer… Era Greta…
— La otra noche, no sé... quisiera disculparme — me dijo —. Yo estaba muy mal.
Sabía exactamente a qué se refería ella, pero, aún así, le pregunté:
— ¿Cuál noche?
— Yo me traje unos cassettes de Link Park, La Ley, Maná, Arjorna y la Torrojas. Eso me basta para sobrevivir aquí. Creéme, no necesito nada más. Yo los estaba escuchando y tú viniste y me asustaste.
— No fue mi intención.
— Eso lo sé. Bueno, después que te fuiste, lo supe, que tú no querías asustarme. Pero cuando te vi comiendo con mis tíos, se me revolvió el estómago.
— ¿Qué, cómo?
— Te vi allí, con el tío Julián, sabrá Dios hablando qué estupideces sobre mí.
— No comentaron ni una sola palabra sobre ti.
— Eso no lo sé. El tío Julián no puede verme sin hablar mal de mí. Todos creen que estoy loca.
— ¿Y lo estás?
— ¿La verdad?
— Claro, la verdad.
— No lo sé. Aún no lo sé. Pero pronto lo sabré. Muy pronto sabré muchas, muchas cosas.
Se alejo unos pasos de mí, agarró un puñado de piedritas y comenzó a lanzarlas contra la carretera. La muchacha estaba obsesionada con eso. Desde allí me preguntó:
— Eres divorciado, ¿no?
— Y eso, ¿quién te lo dijo?
— Lo averigüe por allí.
— Te informaron mal.
— No lo creo. Me estás mintiendo.
— No, no te miento. Aún estoy casado.
— Pero tío Julián me dijo que estabas separado, ¿para qué iba a querer mentirme?
— Separado sí, pero aún no han salido los papeles del divorcio.
Greta regresó a mi lado. Se sentó sobre el capote de mi camioneta y continuó su interrogatorio. Sus manos eran muy delgadas, casi huesudas, con las uñas muy cortas.
— Pero, ella regresó, ¿no?
— Sí, regresó.
— ¿Y?
— Las cosas no funcionaron como esperábamos.
— Ella, ¿te engañaba?
— Cuando me dejó, se fue con otro, pero el tipo le dio plantón a los ocho meses. Entonces ella me llamó y me dijo que jamás había dejado de pensar en mí y que quería regresar.
— Y tú no la perdonaste, ¿no?
— Cuando me dijo que quería regresar yo me sentí el hombre más feliz del mundo. Yo pensaba que si su partida había sido el origen de tantas penas, su regreso sería el final de ellas. Pero no fue así. Me equivoqué.
— Ella seguía enamorada del otro, ¿no?
— No creo. Parece que el tipo de verdad la trataba muy mal. Cuando regresó, ella tenía magulladuras y cicatrices por todo el cuerpo. No me dijo nada, pero sé que el muy cabrón la golpeaba. En menos de un año había adelgazado como ocho kilos y estaba demacrada, ojerosa. El tipo de verdad le dio muy mala vida.
— Pero, ¿ella te seguía queriendo?
— En esas semanas después de su regreso ella fue muy amable, muy cariñosa. Pero estaba como ausente, como si ya no sintiera que esa casa fuera su hogar. Se comportaba como si fuera una invitada. A veces daba vueltas alrededor de los gabinetes de la cocina. No preguntaba nada, pero yo sabía que había olvidado donde guardábamos la miel o el orégano. En el tiempo que ella estuvo con el otro, ella y yo olvidamos muchas cosas. Sus manos, por ejemplo, eran distintas a como yo las recordaba. No es que ahora llevara las uñas largas y siempre pintadas. Era que yo había olvidado la forma y la textura de esas manos. Eran como las manos de una desconocida. O cuando la veía en ropa interior, ahora usaba otro tipo de pantaletas y los sostenes siempre eran de color negro, de ese modelo que se abrocha por delante. Es como si hubiera convertido en otra mujer.
— Y eso te repateaba, ¿no?
— Sí, eso me repateaba.
— ¡Vaya!, la chica estropeó una cosa muy buena que tenía contigo, ¿no?
*
Dos semanas más tarde volví donde Julián a chequear mis maquinitas. Un chequeo prematuro, a destiempo. No había rastros de Greta. Justo antes de despedirme, le pregunté a Julián:
— ¿Y tu sobrina?
— La regresamos a Caracas, estaba realmente insoportable.
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Relato perteneciente al libro inédito "Cuentos Fantoches". Protegido por Copy Right 2004. Su reproducción total o parcial, impresa o en cualquier otro medio de difusión masiva, debe realizarse bajo estricta autorización escrita del autor. Email: mesones@cantv.net
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