viernes, 18 de abril de 2008

LA FELICIDAD ME ASUSTA

“Es más honesto robar un banco
que fundarlo”
Bertolt Brecht



Ana no es gorda: es maciza, gruesa. Me gusta su cuello, firme y terso, y sus labios carnosos. Sus ojos parecen ojos de niña, verdes, enormes, siempre sorprendidos, escondidos tras una maleza de pestañas casi rubias. Su pelo, suave y ondulado, es castaño claro, pero las cejas, anchas y pobladas, son negras. Cualquiera diría que se tiñe el pelo, pero no es así. Me consta. Cuando está acalorada sobre su labio superior aparece un bigotillo de sudor. Eso me desagrada. Quizás es lo único que me desagrada de ella. Bueno, tampoco me gustan sus manos regordetas y de dedos retacos, torpes y bastos a la hora de acariciar. Por lo demás, me gusta toda, y me gusta mucho.

Me agrada verla así, como ahora, con su traje de baño amarillo puesto y su piel mojada. Se acaba de sentar a mi lado, muy seria. No está molesta ni nada de eso, simplemente está seria. Abre su mochila y comienza a sacar sus cosas de mujer hasta dar con el bronceador. Lo pone en mi mano y sin decir palabra se echa en la tumbona, esperando a que yo la embadurne.

— No entiendo cómo puedes estar aquí sin bañarte — me dice.
— Allá dentro hace más calor que aquí afuera.
— Que no es así, ya te lo expliqué: el agua caliente aumenta tu temperatura corporal y al salir, pierdes calor y te refrescas como si te metieras en una nevera, ¿no puedes entender eso?

Ella siempre sabe cosas así. A la hora de cocinar, por ejemplo, me ha enseñado que para pelar los tomates hay que pasarlos antes por agua caliente. O que las camisas hay que plancharlas al revés, para que no se decoloren tan rápido. Lee poco, pero le gusta mucho ir al cine y pasarse horas en internet.

— ¿Me vas a acompañar?

Me está invitando a la piscina. El sitio está infestado de viejos y me da asco bañarme con ellos. Somos los únicos jóvenes en este lugar. Al comienzo no me pareció buena idea venir a escondernos a un sitio como este, pero debo reconocer que a nadie se le ocurriría venir a buscarnos aquí, en el caso de que ya hubieran comenzado a buscarnos.

— No. Más tarde.

Estamos en las aguas termales de Trincheras, a unos diez minutos de Valencia. Hay cinco pozos embaulados que forman una hilera de piscinas con agua circulante. El primero de ellos es el más caliente y el último, frente al que estamos arrellanados en nuestras tumbonas, el más fresco, aunque igual es calientísimo. La primera piscina es la más alta. Van bajando de nivel como a un metro entre cada una de ellas. De un nivel al otro, el agua baja como en cascada, pero hay chorros que sirven de aliviaderos donde el agua sale a presión buscando el estanque que le sigue. Es en esos chorros donde a Ana le encanta meterse. Ayer se empeñó en que debíamos salir en la madrugada a tomar un bañito. El sitio está muy bien iluminado y es posible bañarse a la hora que uno quiera. Acepté y me metí con ella en el pozo menos caliente. Ella me condujo hacia uno de los chorros a presión. Comenzó a moverse como si estuviera bailando. Hundió su cuerpo en el agua y, primero, me hizo saber que se había quitado la parte inferior de su traje de baño. Así, semidesnuda, comenzó a restregarse contra mí. Recién habíamos hecho el amor, pero igual me excité mucho. Luego se terminó de desnudar. Intentó quitarme mi traje de baño, pero me negué. Sabía sus intenciones, pero no me gusta hacer el amor así, al aire libre, pensando que alguien me pueda ver. Regresamos a la habitación y lo volvimos a hacer. Más que termales, estas aguas son afrodisíaco puro.

— Si te vas a poner necio, avísame, ¿okey? — dice, malhumorada.

Pero no está molesta. Vaya, que sé cuando lo está y cuando me hace teatro, para acosarme. Me pasa el cooler y me da de beber. En este lugar no se puede estar bebiendo caña ni nada de eso. De vaina te dejan fumar. Fue Ana quien tuvo la ocurrencia de comprar una botella de ron, coca-cola y hielo para preparar un gigantesco cubalibre dentro del cooler y poder beberlo a descaradamente frente a todos.

También fue de ella la idea de robar un banco. La primera vez que lo mencionó fue hace unos seis meses, mientras cenábamos unas hamburguesas en McDonald's. “Vamos a robar un banco” , dijo. La escuché sin asombro y le seguí el juego. Yo imaginaba en voz alta las cosas que podríamos hacer con ese dinero. Ella hacía un inventario de los bancos que poseían mayores ventajas para ser asaltados. No hubo más comentarios por lo menos en dos semanas.

Ana y yo no vivimos juntos ni tenemos planes para casarnos ni nada de eso. Sólo queremos estar juntos, de una manera muy firme, pero preguntarnos mucho acerca del futuro. Para mí el mundo, antes de Ana, era un lugar frío y muy aburrido. Y sé que después de ella, nada volverá a ser igual. Yo me vine para Caracas a estudiar Mercadotecnia. Vivo con unas tías a quienes les importa muy poco lo haga o deje de hacer, y mientras más tiempo pase en la calle, mejor para ellas. Mi mamá vive en Guanare y para ella, yo aún sigo estudiando. Hace unos cuatro meses que dejé de hacerlo, pero aún nadie se ha dado cuenta.

— Me voy para arriba, a bañarme en lodo— me dice.
— Yo paso— le respondo, llevándome a la boca el pico del cooler.
— Al primero que consiga le voy a pedir que me ponga el lodo, para que me manoseen toda. Ya sabes — me dice, para presionarme.
— Aquí lo que hay son puros vejetes— le respondo.
— Están los vigilantes y los que limpian— me advierte mientras termina de meter las cosas en su bolso. Antes de agarrar camino hacia la parte donde está el barro hediondo a azufre, me levanto de un salto y la agarro por el brazo. Le aclaro las cosas.

— Si te veo en esa vaina, te mato a coñazo limpio, ¿me entiendes?
— Entonces ponte las pilas y cuídame.
— No eres mi hija para andarte cuidando, ¿me entiendes? Y así no vas a conseguir nada, ¿lo oyes? Me voy para el sauna.

Me quedo parado junto a ella, mirándola directo a los ojos. Ella hace lo mismo. Antes de continuar su camino, me dice:

— ¿Sabes? ¡Eres un fastidio! Ni yo sé por qué ando con un tipo como tú— y se va, pisando con fuerza, llena de rabia. Cuando se pone así, parece más grande de lo que realmente es.

Cuando las cosas no son como Ana quiere, termina armando una rabieta. Si me descuido, ella se me montaría encima y me aplastaría como a un insecto. Por eso hay que ponerle límites todo el tiempo. Yo camino hacia las escaleritas que llevan hasta el sauna.

No es que me guste mucho eso del sauna, pero siempre me ha dado curiosidad saber el por qué a todos les agrada tanto eso de sentarse a sudar como locos. No me creo lo de expulsar toxinas, ya que he visto gente pasarse horas en el sauna desintoxicándose para luego ahogarse en whisky y asfixiarse con el humo de millones de cigarros. Debe ser otra cosa. Me siento entre dos vejetes. El piso es de listones de madera separados entre sí por un par de centímetros. Por estas rendijas es que ascienden los vapores de las piedras hirvientes que echan fuego bajo nuestros pies. Me he olvidado del trapito para secarme la cara, así que a los dos minutos mi rostro entero es una catarata de sudor que recorre mi frente, las cejas, las mejillas. La humedad me nubla la vista y me provoca escozor en los ojos. Los aprieto. No soporto la sola de idea de imaginar que alguien le ponga una mano encima a Ana.

Ella no sería capaz de serme infiel. Pero si es para darme celos, para castigarme o para darme bronca, sería capaz de mamarle la verga a otro delante de mis propias narices. Nunca ha hecho nada así, pero sé que es capaz de hacerlo. Igual sé que es capaz de matar a alguien. Ayer, cuando uno de los cajeros se negó a darme el dinero, ella se le acercó y le puso la pistola exactamente sobre la frente. Si te haces el héroe, vas a ser un héroe muerto, cabrón, le dijo. Yo podía mirar sus ojos entre las hendiduras del pasamontañas. Eran los ojos de otra persona. No eran ojos de odio, pero escupían una fría determinación que helaba la sangre. Acto seguido le dio un carajazo con la pistola directo a la cara del cajero. El ruido que hizo el acero contra la carne y los huesos del pobre infeliz fue algo espeluznante. Debió fracturarle la nariz. El cajero reculó aterrado. Su cabeza y su cuello se doblaron hacia atrás luego del fuerte impacto. “Dame el dinero” , le ordenó Ana, con voz ronca. Temblando, el pobre infeliz regresó al mostrador y comenzó a darle los billetes. Mientras todos veíamos con horror el chorro de sangre que salía por la nariz del cajero y sentíamos el esfuerzo que hacía para respirar sin ahogarse en su propia sangre ni dejarse arrastrar de lleno por el llanto contenido, Ana tuvo aún suficiente serenidad para percatarse de un peligroso detalle: “No me vayas a manchar los billetes de sangre, imbécil”. Todo esto ocurrió en menos de un minuto. Yo estaba petrificado, hipnotizado. De pronto pensé que las cosas se pondrían feas, pero me equivoqué. A partir de allí el asalto funcionó a la perfección: sin resistencia, sin retardo, sin gritos, salvo los apagados sollozos del pobre cajero.

Ana es intensa. A veces siento que es como un animal noble, un animal que piensa, un animal más humano que muchos humanos. En uno de nuestros primeros encuentros en la cama, ella me ordenó “quiéreme, coño” Entonces la besé con más pasión, la abracé con más fuerza, la penetré con más empuje. Pero seguía exigiéndome, casi a gritos, que la quisiera. Repetía la frase con gozo y dolor. Y yo no sabía qué hacer para desbalancear ese incierto equilibrio en el que estaba atrapada y traérmela de una vez hacia la orilla del placer. Desconcertado, escondí mi cabeza entre su cuello y su nuca y le dije, casi en susurros, “te quiero, puta”. Esas palabras fueron con un pinchazo que reventaron un enorme globo cargado de orgasmos. Nunca antes había sentido un clímax tan profundo, tan extenso y sabroso en una mujer. Mientras ella acababa, sus manos recorrieron su propio cuerpo, paseándose por su cuello, sus senos erectos, su cabellera alborotada. Con su propia lengua acariciaba sus gruesos y enrojecidos labios, como relamiéndose gustosa de su propio disfrute.

Cuando la veo gozar así en la cama, no pienso que Ana sea una mujer hermosa ni apasionada. Pienso que es una mujer viva. Más nada. Cuando veo un cielo hermoso, una montaña verde, cuando siento una brisa refrescante sobre mi rostro o cuando me lavo la cara en un riachuelo de aguas limpias, pienso que allí está la vida. Y estar vivo significa estar en ese lugar para ver esas cosas. No creo en la felicidad. Es demasiado complicada y malamañosa. A la larga, creo que toda esa basura de la felicidad es un asqueroso invento de poetas y cuenteros. El meollo de la vida es la vida misma. Estar en la cama indicada a la hora indicada con la mujer indicada. Eso es todo. No hay más.

Salgo del sauna y me voy a las duchas de agua fría. Mi cuerpo se tensa, rechazando y buscando el helado sosiego. Luego salgo a buscar a Ana en los hediondos lodazales.

La encuentro hablando con una viejita. Como una amorosa esposa, sonríe al verme llegar. La abrazo con ternura, con nostalgia, expresándole con carantoñas que la he extrañado horrores y que ya soy, una vez, todo suyo.

— Te estaba esperando para que me pongas el lodo, si quieres, ¿okey?— me dice.


A las dos de la tarde salimos de Trincheras rumbo a Puerto Cabello, buscando El Palito y de allí a la carretera de la costa hasta Coro. Cenamos allí, pero decidimos dormir en Maracaibo. Gran parte del camino entre Coro y Maracaibo Ana lo ha pasado durmiendo. Se despierta justo cuando llegamos a la alcabala ubicada en la boca del puente que nos permitirá entrar en la capital zuliana. Las luces, la cola de carros, la presencia de guardias nacionales y perros antidrogas la sobresaltan.

— ¿Qué pasa, qué pasa, dónde estamos?
— Tranquila. Estamos llegando al puente Urdaneta. No pasa nada.

Ana está tensa. Yo bajo el vidrio de mi ventanilla, pero dejo en alto el de ella, para evitar en lo posible que los guardias la vean. Está alterada. He debido despertarla antes y prepararla. Ahora está asustada.

— ¿Tienes un cigarro?
— No fumes ahora. Quédate tranquila. Todo está bien.
— Necesito un maldito cigarro— me gruñe.

No le respondo nada. Pasamos la alcabala sin novedad. Ni nos vieron.

Ana se reclina nuevamente sobre su asiento.

— Esto no me gusta. Algo saldrá mal y me matarán y tú te irás con los reales y te enamoraras de una puta interesada y te olvidarás de mí, cabrón.

Pienso que está bromeando, pero no. Lo dice en serio. Está a punto de llorar.

— Estoy trabajando para una puta que ni siquiera conoces, cabrón de mierda.
— Todo saldrá bien, Anita. Nos iremos a Nueva York y montaremos tu taller de estampado, venderemos kilómetros de telas y nos haremos famosos y riquísimos. Ya verás. Tendremos tres hijas bellísimas y les pondremos Ana-bel, Ana-stasia y Ana-Karina.

Su cabeza es un hormiguero. Por ella pasan ideas bien locas. Está asustada. No puede ocultarlo.

Buscamos un motel para parejas. Antes compramos un par de pizzas, un galón de agua potable, otra botella de ron y cigarros. Nos bañamos por separado. Encendimos la televisión pero la apagamos a los pocos minutos, cuando comenzaron las noticias. Ana y yo hemos acordado no leer la prensa ni ver noticieros para no enterarnos de los detalles de nuestra fechoría. Tal vez es una imprudencia no saber los pasos de nuestros persecutores, pero nosotros partimos del hecho que no habrá persecutores. Nadie ni siquiera se imagina que nosotros somos los asaltantes del banco. Esa es la clave de nuestro plan.

Dos semanas después de nuestra primera conversación sobre el asalto al banco, Ana volvió a abordar el tema. Esa noche ya casi tenía un plan armado para llevar a cabo el asalto. El banco escogido era uno ubicado en un pequeño centro comercial en Los Samanes, en la parte alta del este de la ciudad.

Poco a poco fuimos afinando los detalles que concluyeron en el siguiente plan, el cual se llevó a cabo a la perfección. El secreto de todo era planear algo muy sencillo y no asustarse al momento de hacerlo. Ana me contó sobre un asaltante solitario que tres años atrás había robado un banco en Cumbres de Curumo. El tipo entró solo, armado con un revólver. Sometió a todos, tomó el dinero y se marchó. Incluso las cámaras de video se habían activado y grabaron su rostro, pero nunca lograron identificarlo, mucho menos atraparlo. No se llevó mucho dinero, pero se llevó lo suficiente para resolver muchas cosas. El ladrón había salido de la nada y luego regresó a la nada. Seguro que no tenía antecedentes ni jamás había robado ni una aguja en toda su vida. Tampoco cayó en el error de intentar repetir la hazaña. Ese era el modelo a seguir que Ana había propuesto.

Ana había llevado una vida dura. Su madre murió cuando tenía apenas catorce años. De su padre apenas si sabía el nombre y el recuerdo de alguna llamada telefónica cuando era niña. Desde muy chica había comenzado a trabajar y cada oficio que desempeñó la fue bañando de nuevos conocimientos. Trabajó en una farmacia, en una veterinaria, en la cocina de un restaurant. Hizo de costurera, de vendedora de productos Avon, de estampadora de telas, repartidora de volantes en centros comerciales, recepcionista, secretaria, buhonera. A veces no duraba más de quince días en un trabajo y, apenas cobraba su cheque, se largaba sin decir nada. Pero de todos los empleos que había ocupado, el que más le había gustado y en el que más tiempo se mantuvo fue en un taller de estampados de telas. Había aprendido de tejidos, tintes y diseño. No tardó en asimilar que el resultado dependía no sólo de saber combinar esos elementos. La selección de los tintes era fundamental y, para ello, casi que se requería de un instinto artístico, ya que ese era el embrión de la belleza visual de la tela. Los colores más hermosos, provenían de tintes caros. Pero una tela hermosa siempre se vende y se vende a muy buen precio.

A pesar de todas las cosas por las que ha pasado, Ana no es una llorona ni una quejona. Está contenta de ser lo que es y de haber sido lo que ha sido. Para ella, aún en los peores momentos, siempre hay algo que está bien. Y se aferra a esa idea con tal fuerza como si de ello dependiera su vida.

Ella eligió el banco. Frente a él había una fuente de soda. Allí pasamos mañanas y tardes enteras, fingiendo que hablábamos mientras tomábamos nota de todo cuanto ocurría. Además del banco, en el centro comercial había un automercado Plaza's. Los tipos depositaban el dinero todo los días a las diez de la mañana. En sus depósitos había mucho cheques, pero también mucho efectivo.

Teníamos que comprar un par de armas de fuego. Las condenadas eran bien caras. Ana tenía unos ahorritos y estaba dispuesto a considerarlos una inversión, pero no eran suficientes. Como ella en ese momento trabajaba en una compañía telefónica, decidió comenzar a vender algo de cocaína. Sabía donde comprarla a buen precio y sabía a quien vendérsela en la oficina. Ni ella ni yo consumíamos, pero no nos importaba vender un poco para incrementar el capital.

Averiguamos que en el mercado negro se consiguen armas a muy buen precio, pero eso significaba andar con una pistola solicitada por la policía. Descartamos esa opción. Nuestros planes eran no matar a nadie durante el asalto, pero si las circunstancias nos llevaban a un muerto, el arma debía estar limpia. Claro, tampoco se trataba de ir a una armería y comprar dos Magnum a nuestro nombre y darles hasta la dirección de nuestras abuelas.

Después de muchas vueltas compramos las dos armas. Lo hicimos a través de ciertos contactos que Ana tenía con sus proveedores de coca, pero al final ni ella ni yo estábamos en capacidad de determinar si eran o no armas verdaderamente virgas. Conseguimos una Magnum y una pistola Bauer. Unas verdaderas bellezas.

Para no hacer innecesariamente largo esta historia, el día del asalto entramos al banco vestidos con bragas azules y cubiertos con pasamontañas. Llevábamos guantes, pero, aún así, habíamos decidido no tocar nunca nada. También habíamos comprado zapatos nuevos. Llevábamos dos mochilas: una vacía y la otra con otros zapatos usados y un par de chaquetas.

Entramos al banco. Yo agarré mi revólver, lo sujeté con ambas manos, apunté a todos los presentes, y grité:

— ¡Esto es un asalto!


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La continuación y final de esta historia podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones@cantv.net.

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