viernes, 18 de abril de 2008

LA FELICIDAD ME ASUSTA

“Es más honesto robar un banco
que fundarlo”
Bertolt Brecht



Ana no es gorda: es maciza, gruesa. Me gusta su cuello, firme y terso, y sus labios carnosos. Sus ojos parecen ojos de niña, verdes, enormes, siempre sorprendidos, escondidos tras una maleza de pestañas casi rubias. Su pelo, suave y ondulado, es castaño claro, pero las cejas, anchas y pobladas, son negras. Cualquiera diría que se tiñe el pelo, pero no es así. Me consta. Cuando está acalorada sobre su labio superior aparece un bigotillo de sudor. Eso me desagrada. Quizás es lo único que me desagrada de ella. Bueno, tampoco me gustan sus manos regordetas y de dedos retacos, torpes y bastos a la hora de acariciar. Por lo demás, me gusta toda, y me gusta mucho.

Me agrada verla así, como ahora, con su traje de baño amarillo puesto y su piel mojada. Se acaba de sentar a mi lado, muy seria. No está molesta ni nada de eso, simplemente está seria. Abre su mochila y comienza a sacar sus cosas de mujer hasta dar con el bronceador. Lo pone en mi mano y sin decir palabra se echa en la tumbona, esperando a que yo la embadurne.

— No entiendo cómo puedes estar aquí sin bañarte — me dice.
— Allá dentro hace más calor que aquí afuera.
— Que no es así, ya te lo expliqué: el agua caliente aumenta tu temperatura corporal y al salir, pierdes calor y te refrescas como si te metieras en una nevera, ¿no puedes entender eso?

Ella siempre sabe cosas así. A la hora de cocinar, por ejemplo, me ha enseñado que para pelar los tomates hay que pasarlos antes por agua caliente. O que las camisas hay que plancharlas al revés, para que no se decoloren tan rápido. Lee poco, pero le gusta mucho ir al cine y pasarse horas en internet.

— ¿Me vas a acompañar?

Me está invitando a la piscina. El sitio está infestado de viejos y me da asco bañarme con ellos. Somos los únicos jóvenes en este lugar. Al comienzo no me pareció buena idea venir a escondernos a un sitio como este, pero debo reconocer que a nadie se le ocurriría venir a buscarnos aquí, en el caso de que ya hubieran comenzado a buscarnos.

— No. Más tarde.

Estamos en las aguas termales de Trincheras, a unos diez minutos de Valencia. Hay cinco pozos embaulados que forman una hilera de piscinas con agua circulante. El primero de ellos es el más caliente y el último, frente al que estamos arrellanados en nuestras tumbonas, el más fresco, aunque igual es calientísimo. La primera piscina es la más alta. Van bajando de nivel como a un metro entre cada una de ellas. De un nivel al otro, el agua baja como en cascada, pero hay chorros que sirven de aliviaderos donde el agua sale a presión buscando el estanque que le sigue. Es en esos chorros donde a Ana le encanta meterse. Ayer se empeñó en que debíamos salir en la madrugada a tomar un bañito. El sitio está muy bien iluminado y es posible bañarse a la hora que uno quiera. Acepté y me metí con ella en el pozo menos caliente. Ella me condujo hacia uno de los chorros a presión. Comenzó a moverse como si estuviera bailando. Hundió su cuerpo en el agua y, primero, me hizo saber que se había quitado la parte inferior de su traje de baño. Así, semidesnuda, comenzó a restregarse contra mí. Recién habíamos hecho el amor, pero igual me excité mucho. Luego se terminó de desnudar. Intentó quitarme mi traje de baño, pero me negué. Sabía sus intenciones, pero no me gusta hacer el amor así, al aire libre, pensando que alguien me pueda ver. Regresamos a la habitación y lo volvimos a hacer. Más que termales, estas aguas son afrodisíaco puro.

— Si te vas a poner necio, avísame, ¿okey? — dice, malhumorada.

Pero no está molesta. Vaya, que sé cuando lo está y cuando me hace teatro, para acosarme. Me pasa el cooler y me da de beber. En este lugar no se puede estar bebiendo caña ni nada de eso. De vaina te dejan fumar. Fue Ana quien tuvo la ocurrencia de comprar una botella de ron, coca-cola y hielo para preparar un gigantesco cubalibre dentro del cooler y poder beberlo a descaradamente frente a todos.

También fue de ella la idea de robar un banco. La primera vez que lo mencionó fue hace unos seis meses, mientras cenábamos unas hamburguesas en McDonald's. “Vamos a robar un banco” , dijo. La escuché sin asombro y le seguí el juego. Yo imaginaba en voz alta las cosas que podríamos hacer con ese dinero. Ella hacía un inventario de los bancos que poseían mayores ventajas para ser asaltados. No hubo más comentarios por lo menos en dos semanas.

Ana y yo no vivimos juntos ni tenemos planes para casarnos ni nada de eso. Sólo queremos estar juntos, de una manera muy firme, pero preguntarnos mucho acerca del futuro. Para mí el mundo, antes de Ana, era un lugar frío y muy aburrido. Y sé que después de ella, nada volverá a ser igual. Yo me vine para Caracas a estudiar Mercadotecnia. Vivo con unas tías a quienes les importa muy poco lo haga o deje de hacer, y mientras más tiempo pase en la calle, mejor para ellas. Mi mamá vive en Guanare y para ella, yo aún sigo estudiando. Hace unos cuatro meses que dejé de hacerlo, pero aún nadie se ha dado cuenta.

— Me voy para arriba, a bañarme en lodo— me dice.
— Yo paso— le respondo, llevándome a la boca el pico del cooler.
— Al primero que consiga le voy a pedir que me ponga el lodo, para que me manoseen toda. Ya sabes — me dice, para presionarme.
— Aquí lo que hay son puros vejetes— le respondo.
— Están los vigilantes y los que limpian— me advierte mientras termina de meter las cosas en su bolso. Antes de agarrar camino hacia la parte donde está el barro hediondo a azufre, me levanto de un salto y la agarro por el brazo. Le aclaro las cosas.

— Si te veo en esa vaina, te mato a coñazo limpio, ¿me entiendes?
— Entonces ponte las pilas y cuídame.
— No eres mi hija para andarte cuidando, ¿me entiendes? Y así no vas a conseguir nada, ¿lo oyes? Me voy para el sauna.

Me quedo parado junto a ella, mirándola directo a los ojos. Ella hace lo mismo. Antes de continuar su camino, me dice:

— ¿Sabes? ¡Eres un fastidio! Ni yo sé por qué ando con un tipo como tú— y se va, pisando con fuerza, llena de rabia. Cuando se pone así, parece más grande de lo que realmente es.

Cuando las cosas no son como Ana quiere, termina armando una rabieta. Si me descuido, ella se me montaría encima y me aplastaría como a un insecto. Por eso hay que ponerle límites todo el tiempo. Yo camino hacia las escaleritas que llevan hasta el sauna.

No es que me guste mucho eso del sauna, pero siempre me ha dado curiosidad saber el por qué a todos les agrada tanto eso de sentarse a sudar como locos. No me creo lo de expulsar toxinas, ya que he visto gente pasarse horas en el sauna desintoxicándose para luego ahogarse en whisky y asfixiarse con el humo de millones de cigarros. Debe ser otra cosa. Me siento entre dos vejetes. El piso es de listones de madera separados entre sí por un par de centímetros. Por estas rendijas es que ascienden los vapores de las piedras hirvientes que echan fuego bajo nuestros pies. Me he olvidado del trapito para secarme la cara, así que a los dos minutos mi rostro entero es una catarata de sudor que recorre mi frente, las cejas, las mejillas. La humedad me nubla la vista y me provoca escozor en los ojos. Los aprieto. No soporto la sola de idea de imaginar que alguien le ponga una mano encima a Ana.

Ella no sería capaz de serme infiel. Pero si es para darme celos, para castigarme o para darme bronca, sería capaz de mamarle la verga a otro delante de mis propias narices. Nunca ha hecho nada así, pero sé que es capaz de hacerlo. Igual sé que es capaz de matar a alguien. Ayer, cuando uno de los cajeros se negó a darme el dinero, ella se le acercó y le puso la pistola exactamente sobre la frente. Si te haces el héroe, vas a ser un héroe muerto, cabrón, le dijo. Yo podía mirar sus ojos entre las hendiduras del pasamontañas. Eran los ojos de otra persona. No eran ojos de odio, pero escupían una fría determinación que helaba la sangre. Acto seguido le dio un carajazo con la pistola directo a la cara del cajero. El ruido que hizo el acero contra la carne y los huesos del pobre infeliz fue algo espeluznante. Debió fracturarle la nariz. El cajero reculó aterrado. Su cabeza y su cuello se doblaron hacia atrás luego del fuerte impacto. “Dame el dinero” , le ordenó Ana, con voz ronca. Temblando, el pobre infeliz regresó al mostrador y comenzó a darle los billetes. Mientras todos veíamos con horror el chorro de sangre que salía por la nariz del cajero y sentíamos el esfuerzo que hacía para respirar sin ahogarse en su propia sangre ni dejarse arrastrar de lleno por el llanto contenido, Ana tuvo aún suficiente serenidad para percatarse de un peligroso detalle: “No me vayas a manchar los billetes de sangre, imbécil”. Todo esto ocurrió en menos de un minuto. Yo estaba petrificado, hipnotizado. De pronto pensé que las cosas se pondrían feas, pero me equivoqué. A partir de allí el asalto funcionó a la perfección: sin resistencia, sin retardo, sin gritos, salvo los apagados sollozos del pobre cajero.

Ana es intensa. A veces siento que es como un animal noble, un animal que piensa, un animal más humano que muchos humanos. En uno de nuestros primeros encuentros en la cama, ella me ordenó “quiéreme, coño” Entonces la besé con más pasión, la abracé con más fuerza, la penetré con más empuje. Pero seguía exigiéndome, casi a gritos, que la quisiera. Repetía la frase con gozo y dolor. Y yo no sabía qué hacer para desbalancear ese incierto equilibrio en el que estaba atrapada y traérmela de una vez hacia la orilla del placer. Desconcertado, escondí mi cabeza entre su cuello y su nuca y le dije, casi en susurros, “te quiero, puta”. Esas palabras fueron con un pinchazo que reventaron un enorme globo cargado de orgasmos. Nunca antes había sentido un clímax tan profundo, tan extenso y sabroso en una mujer. Mientras ella acababa, sus manos recorrieron su propio cuerpo, paseándose por su cuello, sus senos erectos, su cabellera alborotada. Con su propia lengua acariciaba sus gruesos y enrojecidos labios, como relamiéndose gustosa de su propio disfrute.

Cuando la veo gozar así en la cama, no pienso que Ana sea una mujer hermosa ni apasionada. Pienso que es una mujer viva. Más nada. Cuando veo un cielo hermoso, una montaña verde, cuando siento una brisa refrescante sobre mi rostro o cuando me lavo la cara en un riachuelo de aguas limpias, pienso que allí está la vida. Y estar vivo significa estar en ese lugar para ver esas cosas. No creo en la felicidad. Es demasiado complicada y malamañosa. A la larga, creo que toda esa basura de la felicidad es un asqueroso invento de poetas y cuenteros. El meollo de la vida es la vida misma. Estar en la cama indicada a la hora indicada con la mujer indicada. Eso es todo. No hay más.

Salgo del sauna y me voy a las duchas de agua fría. Mi cuerpo se tensa, rechazando y buscando el helado sosiego. Luego salgo a buscar a Ana en los hediondos lodazales.

La encuentro hablando con una viejita. Como una amorosa esposa, sonríe al verme llegar. La abrazo con ternura, con nostalgia, expresándole con carantoñas que la he extrañado horrores y que ya soy, una vez, todo suyo.

— Te estaba esperando para que me pongas el lodo, si quieres, ¿okey?— me dice.


A las dos de la tarde salimos de Trincheras rumbo a Puerto Cabello, buscando El Palito y de allí a la carretera de la costa hasta Coro. Cenamos allí, pero decidimos dormir en Maracaibo. Gran parte del camino entre Coro y Maracaibo Ana lo ha pasado durmiendo. Se despierta justo cuando llegamos a la alcabala ubicada en la boca del puente que nos permitirá entrar en la capital zuliana. Las luces, la cola de carros, la presencia de guardias nacionales y perros antidrogas la sobresaltan.

— ¿Qué pasa, qué pasa, dónde estamos?
— Tranquila. Estamos llegando al puente Urdaneta. No pasa nada.

Ana está tensa. Yo bajo el vidrio de mi ventanilla, pero dejo en alto el de ella, para evitar en lo posible que los guardias la vean. Está alterada. He debido despertarla antes y prepararla. Ahora está asustada.

— ¿Tienes un cigarro?
— No fumes ahora. Quédate tranquila. Todo está bien.
— Necesito un maldito cigarro— me gruñe.

No le respondo nada. Pasamos la alcabala sin novedad. Ni nos vieron.

Ana se reclina nuevamente sobre su asiento.

— Esto no me gusta. Algo saldrá mal y me matarán y tú te irás con los reales y te enamoraras de una puta interesada y te olvidarás de mí, cabrón.

Pienso que está bromeando, pero no. Lo dice en serio. Está a punto de llorar.

— Estoy trabajando para una puta que ni siquiera conoces, cabrón de mierda.
— Todo saldrá bien, Anita. Nos iremos a Nueva York y montaremos tu taller de estampado, venderemos kilómetros de telas y nos haremos famosos y riquísimos. Ya verás. Tendremos tres hijas bellísimas y les pondremos Ana-bel, Ana-stasia y Ana-Karina.

Su cabeza es un hormiguero. Por ella pasan ideas bien locas. Está asustada. No puede ocultarlo.

Buscamos un motel para parejas. Antes compramos un par de pizzas, un galón de agua potable, otra botella de ron y cigarros. Nos bañamos por separado. Encendimos la televisión pero la apagamos a los pocos minutos, cuando comenzaron las noticias. Ana y yo hemos acordado no leer la prensa ni ver noticieros para no enterarnos de los detalles de nuestra fechoría. Tal vez es una imprudencia no saber los pasos de nuestros persecutores, pero nosotros partimos del hecho que no habrá persecutores. Nadie ni siquiera se imagina que nosotros somos los asaltantes del banco. Esa es la clave de nuestro plan.

Dos semanas después de nuestra primera conversación sobre el asalto al banco, Ana volvió a abordar el tema. Esa noche ya casi tenía un plan armado para llevar a cabo el asalto. El banco escogido era uno ubicado en un pequeño centro comercial en Los Samanes, en la parte alta del este de la ciudad.

Poco a poco fuimos afinando los detalles que concluyeron en el siguiente plan, el cual se llevó a cabo a la perfección. El secreto de todo era planear algo muy sencillo y no asustarse al momento de hacerlo. Ana me contó sobre un asaltante solitario que tres años atrás había robado un banco en Cumbres de Curumo. El tipo entró solo, armado con un revólver. Sometió a todos, tomó el dinero y se marchó. Incluso las cámaras de video se habían activado y grabaron su rostro, pero nunca lograron identificarlo, mucho menos atraparlo. No se llevó mucho dinero, pero se llevó lo suficiente para resolver muchas cosas. El ladrón había salido de la nada y luego regresó a la nada. Seguro que no tenía antecedentes ni jamás había robado ni una aguja en toda su vida. Tampoco cayó en el error de intentar repetir la hazaña. Ese era el modelo a seguir que Ana había propuesto.

Ana había llevado una vida dura. Su madre murió cuando tenía apenas catorce años. De su padre apenas si sabía el nombre y el recuerdo de alguna llamada telefónica cuando era niña. Desde muy chica había comenzado a trabajar y cada oficio que desempeñó la fue bañando de nuevos conocimientos. Trabajó en una farmacia, en una veterinaria, en la cocina de un restaurant. Hizo de costurera, de vendedora de productos Avon, de estampadora de telas, repartidora de volantes en centros comerciales, recepcionista, secretaria, buhonera. A veces no duraba más de quince días en un trabajo y, apenas cobraba su cheque, se largaba sin decir nada. Pero de todos los empleos que había ocupado, el que más le había gustado y en el que más tiempo se mantuvo fue en un taller de estampados de telas. Había aprendido de tejidos, tintes y diseño. No tardó en asimilar que el resultado dependía no sólo de saber combinar esos elementos. La selección de los tintes era fundamental y, para ello, casi que se requería de un instinto artístico, ya que ese era el embrión de la belleza visual de la tela. Los colores más hermosos, provenían de tintes caros. Pero una tela hermosa siempre se vende y se vende a muy buen precio.

A pesar de todas las cosas por las que ha pasado, Ana no es una llorona ni una quejona. Está contenta de ser lo que es y de haber sido lo que ha sido. Para ella, aún en los peores momentos, siempre hay algo que está bien. Y se aferra a esa idea con tal fuerza como si de ello dependiera su vida.

Ella eligió el banco. Frente a él había una fuente de soda. Allí pasamos mañanas y tardes enteras, fingiendo que hablábamos mientras tomábamos nota de todo cuanto ocurría. Además del banco, en el centro comercial había un automercado Plaza's. Los tipos depositaban el dinero todo los días a las diez de la mañana. En sus depósitos había mucho cheques, pero también mucho efectivo.

Teníamos que comprar un par de armas de fuego. Las condenadas eran bien caras. Ana tenía unos ahorritos y estaba dispuesto a considerarlos una inversión, pero no eran suficientes. Como ella en ese momento trabajaba en una compañía telefónica, decidió comenzar a vender algo de cocaína. Sabía donde comprarla a buen precio y sabía a quien vendérsela en la oficina. Ni ella ni yo consumíamos, pero no nos importaba vender un poco para incrementar el capital.

Averiguamos que en el mercado negro se consiguen armas a muy buen precio, pero eso significaba andar con una pistola solicitada por la policía. Descartamos esa opción. Nuestros planes eran no matar a nadie durante el asalto, pero si las circunstancias nos llevaban a un muerto, el arma debía estar limpia. Claro, tampoco se trataba de ir a una armería y comprar dos Magnum a nuestro nombre y darles hasta la dirección de nuestras abuelas.

Después de muchas vueltas compramos las dos armas. Lo hicimos a través de ciertos contactos que Ana tenía con sus proveedores de coca, pero al final ni ella ni yo estábamos en capacidad de determinar si eran o no armas verdaderamente virgas. Conseguimos una Magnum y una pistola Bauer. Unas verdaderas bellezas.

Para no hacer innecesariamente largo esta historia, el día del asalto entramos al banco vestidos con bragas azules y cubiertos con pasamontañas. Llevábamos guantes, pero, aún así, habíamos decidido no tocar nunca nada. También habíamos comprado zapatos nuevos. Llevábamos dos mochilas: una vacía y la otra con otros zapatos usados y un par de chaquetas.

Entramos al banco. Yo agarré mi revólver, lo sujeté con ambas manos, apunté a todos los presentes, y grité:

— ¡Esto es un asalto!


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La continuación y final de esta historia podrá encontrarlo en el libro "Inventario y otros relatos", editado por la Casa de las Letras Andrés Bello. De venta en las librerías "Del Sur" y en la librería "El Buscón" (Paseo Las Mercedes). Para mayor información puede llamar al teléfono 5627300. La reproducción parcial o total de este relato deberá realizarse estrictamente bajo autorización escrita del autor o de da la casa editorial. Email de contacto: mesones@cantv.net.

viernes, 11 de abril de 2008

Insoportablemente Greta

Eran las nueve de la mañana y la camioneta se negaba a encender. La muchacha que había estado barriendo frente a la entrada del restaurant ahora estaba muy cerca de mí. Se inclinaba cada cierto tiempo, recogía un puñado de piedritas del suelo y las lanzaba luego, una a una, contra la carretera desierta. Ella actuaba como si estuviera sola. Yo decidí ignorarla también.

Volví a ajustar los bornes de la batería, le di golpes al encendido electrónico, apreté los cables de la bobina, pero nada. Cuando levanté la vista del motor, la chica estaba parada al lado de la camioneta, observándome.

— Tienes problemas, ¿no? — me preguntó.
— Eso creo.

Debía tener unos catorce o quince años. Vestía una camisa a cuadros azules y unos jeans desteñidos, como si fuera un muchacho. El pelo, castaño y largo, lo llevaba recogido con un delgado cintillo.

— ¿Por qué mejor no llamas a alguien que sepa de carros?
— ¿Y qué demonios te hace pensar que yo no sé de carros?
— No lo sé. Pero si supieras, ya lo habrías arreglado, ¿no?
— ¿Por qué mejor no sigues tirándole piedras a la carretera?
— Yo no estoy tirándole piedras a la carretera. Estoy afinando mi puntería. Es bueno tener buena puntería porque una nunca sabe.
— ¿No sabes qué?
— No lo sé. Siempre pasan cosas y una debe estar preparada.

Pensé que era tarada, aunque no tenía cara de tonta. El sol comenzó a quemarme y caminé hacia un cují, buscando un poco de sombra bajo sus ramas. La chiquilla se quedó allí, parada al lado de la camioneta. Le dio una vuelta, como si la estuviera inspeccionando, tomó un par de piedras del suelo y las lanzó una vez más contra la carretera. Luego caminó hacia mí.

— ¿Te aburro? — me preguntó, haciéndose la desairada.
— ¡Ja!
— ¿O ya te diste por vencido?
— Estoy pensando lo que voy a hacer. Dime, ¿no tienes nada qué hacer?
— Soy la barrendera del restaurant, y ya barrí. Luego, por las tardes, soy la fregadera y lavo platos. Pero eso es a partir del mediodía. Ahora estoy en mi tiempo libre.
— ¿Y por qué no liberas tu tiempo en otro lado?

La chiquilla se quedó callada, mirando el piso. Supe que estaba contando los segundos para marcharse, indignada. La retuve con una pregunta, la única que se me ocurrió.

— ¿Cómo te llamas?
— Greta.
— ¿Como Greta Garbo?
— Mira que eres viejo. Greta como Greta Scacchi, vale.
— ¿Greta qué?
— Scacchi.. Una actriz australiana bellísima. Bueno, ya está vieja, pero sigue siendo bellísima.
— Y tú, ¿no estudias?
— Bueno, esa es una larga historia ....
— ¿Estudias o no? — la corté.
— Ahora, en este preciso instante, no. Estoy reflexionando sobre mi futuro.
— ¿Qué edad tienes?

Me dijo que tenía dieciseis, casi diecisiete. Sus papás la habían descubierto que andaba de novia de un tipo de casi treinta años. Por si fuera poco, en el liceo la sorprendieron fumando marihuana y la habían expulsado. Como castigo, sus padres la enviaron de «vacaciones» donde su tío Julián, para que trabajara en su restaurant de carretera entre Las Mercedes del Llano y Cabruta. Se esforzó mucho en aclararme que ese castigo la tenía sin cuidado.

— Haga lo que haga, yo siempre soy feliz. Me gusta estar aquí. Coleteo pisos, lavo platos, me acuesto y me levanto temprano, pero nadie puede impedirme que sea feliz.
— Y tu novio, ¿no te duele dejar de verlo?
— Esto es una prueba para ambos. Si él me espera, el tipo vale la pena. Pero si anda con otra, ya no vale ni medio para mí.
— ¿Y te llama?
— No. Aquí no hay teléfono. Pero si lo hubiera, ahorita estuviera hablando con él y no contigo.

Genaro, al ver mi camioneta con el capote levantado, se detuvo para auxiliarme. Le pedí me llevará donde Matías, el mecánico, un tipo que sí sabía de carros.
*

Vivo en Mejo, a unos cuarenta kilómetros de Santa Rosalía, donde queda el restaurant de Julián. De vez en vez Julián invita a un grupo de amigos (entre los cuales casi siempre estoy incluido) a su casa para ver un partido de béisbol, jugar dominó o disfrutar de una parrillada. Julían es un buen hombre, pero, además y mejor aún, es muy simpático y conversador.

Aquella noche me invitó simplemente a cenar.

Julián cierra el restaurant a las siete de la tarde, así que quedamos en vernos a las ocho. Matilde, su mujer, había preparado un asado negro con caraotas, arroz y tajadas. Greta no nos acompañó durante la copiosa cena.

En mitad de la comida, la chiquilla atravesó el comedor sin saludar ni decir palabra. Quizás me reconoció o quizás no lo hizo, pero igual se comportó como si jamás me hubiera visto en toda su vida. Tampoco Julián ni su mujer se molestaron en explicarme la presencia de la muchacha.

Compartiendo el código de gente madrugadora como nosotros, a las diez de la noche me despedí de mis anfitriones.

Antes de montarme en mi pick up, busqué con la mirada a Greta. La encontré en medio de la oscurana, sentada en el bordillo de la carretera. Caminé hacia ella.

— Hola.

No me respondió. Traía puesto unos audífonos. Me incliné hacia ella y la toqué en el hombro. Sobresaltada, respondió:

— Coño, ¿qué pasa, qué quieres?
— Nada, nada, sólo quería saludarte.

Se quedó callada. Quizás la carretera estaba muy oscura y no podía reconocerme.

— Soy yo, el de la pick up accidentada, ¿te acuerdas?
— Sí, ya sé, el tipo que no sabe de carros.
— Ese mismo. ¿Y cómo estás?
— ¿Y cómo se supone que deba estar?
— No, bueno, disculpa que te haya molestado. Chao.

En la oscuridad busqué mi camioneta. Afortunadamente encendió al primer intento y me largué a mi casa.

*

Hace tres años recibí un dinerito y lo invertí en máquinas tragamonedas. Las he colocado entre los poblados de Chaguaramas, Las Mercedes del Llano, Mejo, Santa Rosalía, Cabruta, Caicara del Orinoco, Mapire, Los Pijiguaos y Puerto Ordaz. Una vez al mes chequeo cada establecimiento, saco cuentas y le doy mantenimiento a las máquinas que lo requieren. Ya sé que no es el mejor negocio del mundo, pero me ha dado para vivir.

Cuando pasé a chequear mis máquinas donde Julián, Greta me estaba esperando a la salida, inspeccionando nuevamente mi camioneta, como si quisiera comprarla.

— ¿Qué tanto la miras? — le pregunté.
— Es linda, como todas las cosas viejas.

Me recosté sobre mi pick up.

— Y eso, ¿qué significa?
— No lo sé. Tú siempre quieres que lo sepa todo y estoy muy chica para eso.
— Bien bueno que lo reconoces
— ¿Que reconozco qué?
— Que eres muy chica para todo.
— Ni te creas.
— Está bien: eres una señora viejísima de dieciseis años.
— No te rías de mi edad, que yo no tengo la culpa.

Nos quedamos en silencio. Yo tenía el tiempo justo para llegar a Cabruta y abordar la chalana de las once para llegar a Caicara. Aún así, me quedé un rato más al lado de Greta.

Con el pelo suelto como lo llevaba, Greta se veía un poco mayor, pero sin perder ese aire de aniñada malcriadez. Sus gruesos labios continuaban resecos y agrietados, quizás a causa del intenso calor. Sus grandes e inquietos ojos iban de un lado a otro, evitando mirarme de frente. Pero cuando se detenían sobre mí, parecían detallar hasta el más pequeño de mis movimientos. Sentía que durante esos breves segundos su mirada buscaba en mí un espectáculo que yo sabía jamás podría ejecutar para ella. Fastidiada, sus ojos regresaban a la carretera, a la pedrería del suelo, a la inmensa sabana, al molino de viento, a mi destartalada camioneta. Su cara cuadrada pasaba de un segundo para otro de la más infantil de las sonrisas a la más severa seriedad. Durante ese brevísimo trance, su rostro, su cuerpo, su vida, se despojaba de sus edades y se hacía eterna, milenaria. Ya no era niña ni mujer… Era Greta…

— La otra noche, no sé... quisiera disculparme — me dijo —. Yo estaba muy mal.

Sabía exactamente a qué se refería ella, pero, aún así, le pregunté:

— ¿Cuál noche?
— Yo me traje unos cassettes de Link Park, La Ley, Maná, Arjorna y la Torrojas. Eso me basta para sobrevivir aquí. Creéme, no necesito nada más. Yo los estaba escuchando y tú viniste y me asustaste.
— No fue mi intención.
— Eso lo sé. Bueno, después que te fuiste, lo supe, que tú no querías asustarme. Pero cuando te vi comiendo con mis tíos, se me revolvió el estómago.
— ¿Qué, cómo?
— Te vi allí, con el tío Julián, sabrá Dios hablando qué estupideces sobre mí.
— No comentaron ni una sola palabra sobre ti.
— Eso no lo sé. El tío Julián no puede verme sin hablar mal de mí. Todos creen que estoy loca.
— ¿Y lo estás?
— ¿La verdad?
— Claro, la verdad.
— No lo sé. Aún no lo sé. Pero pronto lo sabré. Muy pronto sabré muchas, muchas cosas.

Se alejo unos pasos de mí, agarró un puñado de piedritas y comenzó a lanzarlas contra la carretera. La muchacha estaba obsesionada con eso. Desde allí me preguntó:

— Eres divorciado, ¿no?
— Y eso, ¿quién te lo dijo?
— Lo averigüe por allí.
— Te informaron mal.
— No lo creo. Me estás mintiendo.
— No, no te miento. Aún estoy casado.
— Pero tío Julián me dijo que estabas separado, ¿para qué iba a querer mentirme?
— Separado sí, pero aún no han salido los papeles del divorcio.

Greta regresó a mi lado. Se sentó sobre el capote de mi camioneta y continuó su interrogatorio. Sus manos eran muy delgadas, casi huesudas, con las uñas muy cortas.

— Pero, ella regresó, ¿no?
— Sí, regresó.
— ¿Y?
— Las cosas no funcionaron como esperábamos.
— Ella, ¿te engañaba?
— Cuando me dejó, se fue con otro, pero el tipo le dio plantón a los ocho meses. Entonces ella me llamó y me dijo que jamás había dejado de pensar en mí y que quería regresar.
— Y tú no la perdonaste, ¿no?
— Cuando me dijo que quería regresar yo me sentí el hombre más feliz del mundo. Yo pensaba que si su partida había sido el origen de tantas penas, su regreso sería el final de ellas. Pero no fue así. Me equivoqué.
— Ella seguía enamorada del otro, ¿no?
— No creo. Parece que el tipo de verdad la trataba muy mal. Cuando regresó, ella tenía magulladuras y cicatrices por todo el cuerpo. No me dijo nada, pero sé que el muy cabrón la golpeaba. En menos de un año había adelgazado como ocho kilos y estaba demacrada, ojerosa. El tipo de verdad le dio muy mala vida.
— Pero, ¿ella te seguía queriendo?
— En esas semanas después de su regreso ella fue muy amable, muy cariñosa. Pero estaba como ausente, como si ya no sintiera que esa casa fuera su hogar. Se comportaba como si fuera una invitada. A veces daba vueltas alrededor de los gabinetes de la cocina. No preguntaba nada, pero yo sabía que había olvidado donde guardábamos la miel o el orégano. En el tiempo que ella estuvo con el otro, ella y yo olvidamos muchas cosas. Sus manos, por ejemplo, eran distintas a como yo las recordaba. No es que ahora llevara las uñas largas y siempre pintadas. Era que yo había olvidado la forma y la textura de esas manos. Eran como las manos de una desconocida. O cuando la veía en ropa interior, ahora usaba otro tipo de pantaletas y los sostenes siempre eran de color negro, de ese modelo que se abrocha por delante. Es como si hubiera convertido en otra mujer.
— Y eso te repateaba, ¿no?
— Sí, eso me repateaba.
— ¡Vaya!, la chica estropeó una cosa muy buena que tenía contigo, ¿no?

*

Dos semanas más tarde volví donde Julián a chequear mis maquinitas. Un chequeo prematuro, a destiempo. No había rastros de Greta. Justo antes de despedirme, le pregunté a Julián:
— ¿Y tu sobrina?
— La regresamos a Caracas, estaba realmente insoportable.


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Relato perteneciente al libro inédito "Cuentos Fantoches". Protegido por Copy Right 2004. Su reproducción total o parcial, impresa o en cualquier otro medio de difusión masiva, debe realizarse bajo estricta autorización escrita del autor. Email: mesones@cantv.net