Tal vez no lo sepan (en realidad no tienen por qué saberlo), pero he dedicado gran parte de mi vida al desarrollo de dos oficios en principio totalmente distintos: la literatura y el cine. Sin embargo, tan extraños no son. A pesar de que sus herramientas y recursos expresivos son totalmente distintas (hay cosas que la literatura jamás podrá expresar como lo hace el cine, y cosas que el cine jamás podrá expresarlas como lo hace la literatura), ambas disciplinas poseen una característica común: ambas narran y cuentan historia. El idioma y el lenguaje son distintos, pero el tema y quizás sus objetivos finales, sean los mismos.
Al cine me siento ligado más como espectador que como trabajador cinematográfico. Nunca me intereso dirigir ficción: demasiado dinero en juego, demasiadas personas alrededor, demasiadas variantes, imprecisiones e improvisaciones para lograr acercarse al objetico original de la obra. En cambio, en la literatura un atardecer es tan brillante u oscuro como seamos capaces de describirlo. Una mujer llora con la tristeza exacta que necesitamos. Una actriz, en su lugar, ¿quién sabe?
Con morboso placer, les he dejado a otros la ardua tarea de dirigir historias de ficción. Yo me dediqué durante varios años al terreno más árido y menos creativo del proceso cinematográfico: a la producción. Y eso me gustó mucho. Me dio la oportunidad de ser testigo y participe de la magia de la creación cinematográfica sin estar atado a ella. Luego, en estos últimos años, me ha dado por dirigir documentales y reportajes, lo cual me encanta y me divierte mucho y me lo tomo muy en serio. Pero con la ficción, bien gracias: mientras más lejos, mejor. Digo, como director.
Sin embargo, a pesar de esta doble y deliciosa vida entre la literatura y el cine, jamás he escrito un guión. Me gustaría hacerlo, y de hecho me acaba de llegar una oferta en ese sentido, pero lo haré entre dos, a cuatro manos. De esa forma, creo, podré disfrutarlo como un ejercicio de expresión literaria (los diálogos) y narrativa (la estructura, la manera y el camino para contar una historia). A pesar de mi entusiasmo, no puedo verlo de otra forma más que como un ejercicio.
El guión está visto, tanto en Venezuela como en los grandes centros de desarrollo cinematográfico, como un papel de trabajo sobre el cual todo el mundo se siente en el derecho de opinar, cuestionar y cagarse en él. Comenzando por el director, aunque él mismo haya sido el guionista.
Hay guionistas muy famosos, reconocidos, respetados y muy bien pagados. Sin embargo, nunca se les ha dado el verdadero rango que deberían tener: autores. Un guionista jamás ha sido tratado como, por ejemplo, un dramaturgo. El dramaturgo escribe su obra y eventualmente él mismo u otro dirige la pieza teatral. Nosotros vamos al teatro a ver una obra de Shakespeare o Cabrujas, pero jamás hemos decidido ver una película por su guionista.
El guionista continúa siendo un héroe anónimo, una especie de “escritor negro”, siempre al servicio de otra voz.
Pero no era de eso lo que quería hablar cuando comencé a escribir este post.
Una vida compartida entre dos oficios, ambos exigentes y apasionantes, necesariamente deja sus secuelas. Cuando leo un relato, en especial los de Paul Auster, Jerome David Salinger (y que me perdone por profanarlo de esta forma) o Raymond Carver, no puedo evitar imaginarme una película. O cuando veo una extraordinaria película, no puedo evitar imaginarme una contundente novela.
Para cerrar este comentario (ya una de mis hijas me ha recomendado que no escriba post tan largos) me voy a permitir reportar que en este último mes de diciembre logré culminar tres relatos con los cuales tenía, por lo menos en uno de ellos, casi año y medio lidiando.
Pero en definitiva, lo que quería comentar es que cuando escribo, creo que me vuelvo definitivamente visual. Deformaciones del oficio del peliculero que soy. Necesito “ver” cosas y que mis eventuales lectores las “vean”.
Soy de la “escuela” de escritores que escriben desde el dolor, desde la pérdida, desde las cosas que no han ocurrido y que nos duele que no ocurran. Cosas que jamás van a ocurrir, a menos que las escriba. Allí se desatan besos, abrazos, frases que no supe decir a tiempo, declararar sentimientos que nunca tuve la habilidad de describir. Sin embargo, a pesar de tanto pesar y dolor, escribir es un acto delicioso. Es cómo aprender, cada vez que escribes una palabra, que toda la vida se reduce a eso: a palabras. Las dichas y no dichas. Las que quisimos escuchar y nunca fueron pronunciadas.
Hace un par de semanas estaba escribiendo un relato relativamente nuevo. A cada rato me devolvía para cambiar el nombre de los personajes. Darle un nombre a un personaje es un trabajo difícil, arduo y casi odioso. Me molestan esos relatos venezolanos en donde el personaje protagónico de un relato o de una película se llama Teodoro o Encarnación. ¿Por qué? Caramba, porque nadie se llama así. Pero tampoco puedes bautizar a una heroína con el nombre de Yuletzi.
Cuando buscamos el nombre de un personaje, estamos definiendo parte de su historia, de su origen. Casi su destino.
Nací un 2 de febrero, día de la virgen Candelaria. Y por la mente de mi mamá se pasó durante algunas horas la tenebrosa idea de llamarme Candelario. Creo que mi vida hubiera sido otra totalmente distinta si esa idea hubiera fraguado. Algo similar ocurre, creo yo, con los personajes de nuestras historias.
Luego viene la edad: ¿son jóvenes o maduros? ¿Van de ida o vienen de vuelta? ¿Se la saben todas o no saben donde andan parados?
De esa decisión (la de la edad) se desprenden todos los diálogos. No es lo mismo decir “chévere” que “más fino”.
Cuando dialogo, mucho más que cuando describo, me gusta pensar en cine. Porque del cine me gusta su veracidad. Todo lo que ocurre dentro de esa gigantesca pantalla, debe ser creíble. Es entonces cuando me permito que mis personajes se describan a sí mismo con su propia palabra.
Vuelvo a mi relato de hace un par de semanas: Logré encontrarle un buen nombre y un oficio que le cuadraba a perfección. Era (o será, cuando alguien pueda leer el relato) una chica enamorada de su propia belleza.
Pero en un momento tuve que detener el relato: había entrado a la habitación de la chica. Y a pesar de que la conocía bastante bien, no tenía ni idea cómo era su cuarto de mujer casada. Sabía que tenía una cama de grandes dimensiones, pesadas cortinas, aire acondicionado. Una peinadora con un gran espejo. Pero no tenía idea de qué cosas podían estar en su mesita de noche: ¿libros? ¿un peluche? ¿una laptop? ¿un portarretratos?
Entonces me di cuenta que estaba haciendo lo que hace un director de arte en una película.
Un poco más tarde, comencé a buscar el final de la historia. No podía dejar de verla en un gran plano general. Un plano que lo abarcara todo y, por eso mismo, no podía prendarse de nada. Un plano triste y lejano, casi indiferente a la tragedia de amor y dolor de los personajes que intentaba retratar. En ese momento, estaba pensando como un camarógrafo.
Cerrar, concluir una historia es asunto tremendamente difícil. Los que más me gustan son los que se parecen a cuando alguien nos tira la puerta en la cara. Técnicamente los llaman “finales abiertos”. Yo diría que son finales falsos, ambiguos, imprecisos. Le dejo al lector la opción de culminar una historia que yo no supe ni quise concluir: ¿la chica dejó al chico? ¿le disparó? ¿lo mató? ¿se besaron? ¿la fiesta estuvo buena?
Who knows?
OM
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OM
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En mi próximo post, a manera de recordatorio para mí mismo, me gustaría hablar y comentar sobre el retorno masivo a la palabra escrita en medio de una cultura eminentemente audiovisual. Hace años eran los salones de chat, luego el Messenger, ahora: Twitter. En las páginas de redes sociales tiene lugar una hermosa literatura totalmente efímera. Una literatura hermosa, vital, sangrienta y definitivamente perecedera: como un cubo de hielo que se derrite y se vuelve agua…
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