sábado, 12 de febrero de 2011

El muro de las edades


Hace pocos días (apenas diez) arribé a mis cincuenta y cinco años de edad. Lo único que puedo lamentar es haber abandonado mis cincuenta y cuatro, con los cuales me sentía bastante cómodo. Siento que hay edades antipáticas, otras agradables, otras misteriosas. Por ejemplo, recuerdo exactamente el día que cumplí diez años. Camino a la escuela “Sorocaima”, en Baruta, en la fría y neblinosa mañana de 2 de febrero de 1966, tuve oportunidad de reflexionar mucho acerca de mi edad. Por ejemplo, como estudiaba quinto grado y ya conocía las reglas de la multiplicación por la unidad seguida de ceros, pude calcular sin problemas que tenía exactamente tres mil trescientos cincuenta días de vida. También pude estimar que faltaban treinta y cuatro años para llegar al año 2000. Y que para entonces tendría cuarenta y cuatro años. Me pareció que estaba bien para recibir un año tan importante: ya no sería un hombre joven, pero tampoco sería un viejo chuchumeco. Lo que jamás imaginé fue que ese día lejano e imaginario, el 2 de febrero de 2000, a mis cuarenta y cuatro años, sería el día de la muerte de mi mamá Teresa Mesones. Pero esa sería otra historia.
Mis diez años fue una edad luminosa. En cambio, los trece fue una edad antipática, torpe, fea, llena de acné y de apremiantes sensaciones que no sabía cómo resolver. A los catorce ya había aprendido a masturbarme y las cosas se calmaron un poco. Pero los dieciséis, en 1972, fue una edad mágica: descubrí a Hermann Hesse a su Demian y sus lobos esteparios y con ellos a la literatura, tuve la fortuna de dar y recibir mi primer beso a una chica de la que estaba profundamente enamorado, me enteré de la guerra de Vietnam, me hice hippy y me dejé crecer el pelo. Estudiaba en el liceo “Andrés Bello” y aprendí a tirarle piedras a la policía. Sufrí mi primera perdida amorosa y escribí mi primer poema de amor, sin saber ni importarme que fuera un pésimo poeta. Aprendí a estar triste. También aprendí a soñar.
Los demás años fueron inciertos, hasta llegar a los diecinueve, casi veinte: en ese momento tomé las más grandes decisiones de mi vida: abandonar el hogar materno, cambiarme de la Facultad de Ingeniería para la Escuela de Letras, ser escritor.
A los veinticuatro me sentí cómodo y creo, de haber podido, me hubiera quedado allí. Porque al cumplir veinticinco comprendí que me iba a volver viejo. Fue una de mis peores edades.
Los cuarenta me gustaron. Los cincuenta me dejaron devastados, como a todos.
Pero no es de eso que quiero hablar.
A mis ocho años recuerdo a una pareja de viejitos que vivían justo frente a mi casa en el barrio San Juan, aledaño a la avenida San Martín. Él se llamaba Domingo y ella, Domitila. Ambos tenían una pequeña bodeguita en su casa y la atendían a través de su ventana: vendías chucherías para los muchachos y cigarros para los grandes. Nunca supe sus edades, pero revisando mis recuerdos, debían estar por encima de los setenta.
Vamos a hablar de Domingo y digamos que tenía setenta y cinco años en 1964, año en el que yo lo recuerdo. Eso significaría que Domingo había nacido en 1889. Pongamos por caso que a su vez Domingo hubiera visto a mi edad, es decir, a los ocho años, a otro anciano de setenta años. Eso implicaría que Domingo había visto la vejez de un hombre que habría nacido en 1827. Un que en su temprana infancia (quizás no lo recordara, pero igual estuvo allí) la muerte de Bolívar. Ya más grandecito, habría vivido los mandatos de Páez. Sin duda habría participado en las guerras federales encabezadas por Ezequiel Zamora. Y recordaba los mandatos de los hermanos Monagas, de Julián Castro, Manuel Felipe Tovar y Antonio Guzmán Blanco.
Quizás el niño Domingo no sabía ni estaba consciente de lo que veía al ver a ese anciano. Pero igual lo vio.
Luego yo, a mis ocho años, lo vi a él, a Domingo, sin saber lo que veía. Pero lo vi: un anciano que de niño había visto a otro anciano que había nacido y venía de un mundo que sólo podía conocer en los libros de historia que aún yo no sabía que tendría que leer.
Domingo fue como un muro en el que yo me trepé para ver cosas que sólo él había visto.
Me monto en un ascensor. Me acompaña una mujer con su pequeño hijo. El muchacho me mira de reojo. Cuando yo ya haya muerto y ese muchacho se un anciano, podría decir que alguna vez vio a un viejo que se estremeció con la música de The Beatles y Pink Floyd, que tuvo tiempo de ver en vivo a Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, que había sido espectador por televisión el entierro de Kennedy y había visto en persona a Jorge Luis Borges, el escritor ciego.
¿Cómo sería el mundo de esos hombres a comienzos del siglo XX que tenían que elegir entre los clásicos carruajes tirados a caballos y los vulgares pero eficientes carros a motor modelos A de la Ford?

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