Hace siglos, para un monje de la Edad Media o para un ciudadano del Imperio Romano le era posible nacer y morir setenta años más tarde (si tenía ese privilegio) en un mundo que prácticamente había permanecido inmutable ante sus ojos.
A finales del siglo XV se produjo un gran cambio que vino a trastocar no sólo la historia del mundo sino el concepto que se tenía acerca de ese mundo: el descubrimiento de América en 1492. Sin embargo, la vida del hombre común en sí misma (salvo para los aborígenes americanos que fueron masacrados o intervenidos culturalmente) no cambió mucho.
Pero a partir del siglo XIX los cambios del mundo y del concepto de la vida cotidiana comienzan a realizarse de forma bastante apresurada. Aparece la fotografía para quedarse como el gran documentalista y testigo de los grandes y pequeños sucesos de la vida humana, las máquinas de vapor se perfeccionan y se imponen para dar paso los barcos a vapor y los trenes, sembrando el mundo una gigantesca red de caminos de hierro y madera. Había aparecido la Revolución Industrial y con ella la era de la tecnología.
Dicho esto, podemos imaginar a un caraqueño nacido en, digamos, 1880 y fallecido setenta años más tarde, es decir, en 1950. En su juventud, ese hombre se habría trasladado a caballo y en hermosos carruajes tirados por robustos corceles para luego montarse en tranvías y en algunos de los pocos trenes venezolanos. Luego vio la llegada de los automóviles particulares. Quizás fue propietario de uno de esos coches. Los caminos de tierra y piedras fueron cubiertos con el negro asfalto. En sus años mozos, a los veintitrés exactamente, habría escuchado que un par de gringos, unos hermanos de apellido Wright, habían logrado volar durante doce segundos una nave más pesada que el aire. Para hacernos las cosas más fluidas, vamos a suponer que nuestro caraqueño era un tipo de buenos recursos económicos y, así, es muy probable que en sus años maduros se haya montado como pasajero en más de un avión.
Pero regresando a su juventud, nuestro caraqueño vio el nacimiento de los teléfonos y de la radio. Como murió en 1950, de bromita no conoció la televisión. Sin embargo, sí pudo disfrutar del cine: desde que era un atractivo de feria hasta convertirse en una expresión con factura cultura e intelectual.
En pocas palabras: en esos setenta años que duró su existencia, ese caraqueño saltó del caballo y los carruajes a los coches, trenes y tranvías. Se montó en ascensores. Como era un tipo adinerado, probablemente haya conocido los rascacielos neoyorquinos. Para comunicarse ya no dependía exclusivamente de las misivas: tenía en su casa su propio teléfono. Y para escuchar su música preferida, ya no tendría que ir a conciertos: para eso estaban los discos y los fonógrafos.
A lo largo de su vida vivió dos guerras mundiales. Y ya en su vejez, a los sesenta y cinco años, tuvo la infeliz oportunidad de enterarse del lanzamiento de dos bombas atómicas en Japón: Hiroshima y Nagasaki. Había nacido la Era Atómica y con ella, una endemoniada carrera armamentista que aún no termina. Pero esta Era Atómica no es más que una hija muy amada de la Era Tecnológica en la que aún vivimos.
Pero pasemos a otro caraqueño, al de relevo, a uno que haya nacido justo en el año de la muerte del primero: 1950.
Este segundo caraqueño recuerda en su infancia los primeros programas de televisión. Para ese entonces (días de gloria) los canales de televisión venezolanos no transmitían su programación a toda hora. Al principio arrancaban al mediodía y concluían sus transmisiones antes de la medianoche.
Caraqueño II fue testigo de la llegada del hombre a la luna. La televisión se invadió de colores y se perfeccionaron las técnicas del video tape, haciéndose así cada vez menos frecuente la transmisión de programas en vivo.
A finales de los sesenta aparece una cajita con capacidad para grabar y reproducir voces, sonidos y -¡ah!- música: el Compact Cassette.
En los ’70 los discos de vinilo logran el mayor esplendor de sus bondades acústicas: alta fidelidad, sonido estereofónico y el micro-surco, el cual permitía casi duplicar el tiempo de contenido del disco LP. Para su mejor reproducción aparecieron los platos con brazos ultralivianos y con agujas de diamante. En la casa de caraqueño II (vamos a suponer también que era un sifrinito, o un “oligarca”, como lo calificaría un personaje de cuyo nombre no quiero ni pronunciar) probablemente tenía en su casa, en lugar de un vulgar “picó” o el perverso “tres en uno” (disco, cassette y radio) que teníamos los pobres, su plato de brazo ultraliviano con aguja de diamante estaba conectado a un potente amplificador, a un ecualizador y a sendos parlantes de reproducción. Todo esto, además de un formidable Deck para grabar música el los cassettes.
Pero como en el aberrante mundo de la tecnología pareciera que una cosa, un invento, te lleva derechito al siguiente, en los ochenta aparecieron los extraordinarios Walkman. Ahora podíamos llevar “lo mejor” de nuestra discoteca de vinilo en el bolsillo derecho de nuestras chaquetas. Y en el bolsillo izquierdo, el formidable Walkman.
A mediados de los ‘80 caraqueño II se compró su primera computadora personal o doméstica: una cajita gris con una pantallita blanco y negro llamada Macintosh. Estoy seguro que no tenía idea en donde se estaba metiendo.
Para su asombro, caraqueño II leyó en algún lugar que no era internet, que su recién adquirida cajita era muchísimo más poderosa que la computadora que había ayudado a los ingenieros de la NASA a llevar a los primeros hombres a la luna algunos años atrás. Más poderosa y más chiquita: su Macintosh encajaba perfecta en un rincón de su escritorio, y la de la NASA se llevaba un cuarto entero bombardeado con aire acondicionado para evitar su recalentamiento.
Regresemos a la música: en esos mismos ’80 apareció un nuevo producto que rompía con toda la tecnología del antiquísimo fonógrafo y de los portentosos platos marca Garrard: el CD.
El disco de vinilo estaba condenado a morir y el cassette veía como su reinado comenzaba a tambalearse. En ese momento comenzó a morir una era que no sabíamos se llamaba “analógica” para darle paso a la era “digital”.
Las computadoras comenzaron a crecer y la nomenclatura para medir el tamaño de sus documentos le siguió a la par: el diminuto Byte necesitó de la K (1.000 bites) para comenzar a medirse a sí mismo. Luego apareció la medida casi inconcebible de la M (mega: 1.000K, 1.000.000 bytes) Más tarde aparecería la G (Giga: 1.000M, 1.000.000K, 1.000.000.000 de bytes) Finalmente, o hasta el momento, aparece la T (Tera: 1.000 Gigas y etc.). Y como en tecnología pareciera que una cosa lleva a la otra, todo comenzó a cambiar.
Si las computadoras personales no hubieran invadido un enorme sector de la población mundial, probablemente internet, tal como lo conocemos, no se hubiera instalado en nuestras vidas profesionales y personales. Y como todo es un torbellino en donde una cosa busca a la otra, una vez que aparece internet, son muchas más las personas que necesitan una computadora en sus casas, oficinas o lugares de alquiler: aparecen los Cybercafés.
Pero al crecer la capacidad de procesamiento y de memoria de las computadoras, también aparecen nuevos recursos y tecnologías. Y así, a mediados de los noventa aparece la fotografía digital: JPG.
Contrario a otros inventos que nacen como formatos o tecnologías de gran definición y profesionalismo y, por ende, dirigidas a un segmento muy exclusivo, el JPG fotográfico nace con carácter masivo y de limitadísima calidad. La Mavica de la Sony, que usaba como soporte un disquete de computadora, es un buen ejemplo de ello.
Luego las grandes empresas fotográficas como Nikon y Canon comienzan a fabricar cámaras en donde la capacidad del formato JPG comienza a crecer en tamaño y, por ende, en calidad. En pocos años llegan al formato Tiff y al Raw.
Pero volvamos a caraqueño II, a nuestro presente y a su nueva cámara Nikon y a su iPod .
Caraqueño II recuerda con nostalgia las noches en que tomaba una docena de LP de vinilo y se disponía a grabar un cassette de una hora. Era todo un ritual. Y mientras grababa, tenía la oportunidad de escuchar una vez más de la pieza escogida. Ahora es otra cosa: le basta con arrastrar con su mouse un documento MP3 a un Play List de iTunes. Ya no es necesario escuchar nada. Ya tendrá tiempo para hacerlo.
Pero no es allí donde radica el drama.
Ya con los CD de los ’80 la reproducción de la música había perdido calidez y resonancia. Vibración. Los sonidos del CD eran fidedignos pero fríos. Pero tenían montones de ventajas sobre sus antepasados de vinilo. Eran difíciles de rayarse, por ejemplo. Cosa que ocurría con frecuencia con los discos de vinilo, aunque los tratáramos con amor y delicadeza. Ahora, con los CD, uno podía pasar de una canción a otra con sólo presionar una tecla. O podíamos programar el orden de ejecución del disco.
Pero la llegada del MP3 es la que marca la verdadera aparición de la música digital. La compresión de la data musical es tan bestial, conservando los rasgos esenciales de la pieza, que ahora caraqueño II podía “quemar” en un solo CD hasta ocho horas de música. Pero con el iPod esta capacidad se amplía vertiginosamente: en una cajita un poco más grande que un legendario y obsoleto cassette puede archivar, reproducir y disfrutar hasta una media estimada de veinte mil canciones. Es decir, todos los CD que ha comprado a lo largo de su vida, podrían estar allí a su disposición, en un bolsillo. Es, sin duda, una ventaja bestial. Además, y por si fuera poco, ahora podemos entrar a internet y bajar canciones totalmente gratis. Sin embargo, ¿a qué precio?
Pues, a un precio muy alto, quizás demasiado alto. Porque ahora, tanto caraqueño II como todos nosotros, estamos escuchando el peor sonido musical de la historia del disco.
Al comprimirse la data auditiva, el formato debe reducir muchísima información. Es cierto que la versión reducida guarda gran similitud con la gama sonora original, pero sin embargo, no es la misma.
Imaginemos un recorrido por el museo del Prado, de Madrid. Allí hay salones dedicados enteramente al Bosco, a Rafael, Goya, Velásquez, Durero, por nombrar algunos. Para visitarlos a todos, necesitaríamos más de un día de recorrido. Imaginemos ahora un mini-museo-del-Prado. Un museo que podamos recorrer, por decir algo, en una hora. Allí veríamos uno o dos cuadros de Goya, de Rafael, de Velásquez, de Durero. En términos prácticos podríamos decir que hemos visto en persona, cara a cara, la obra de esos pintores. Pero en rigor, deberíamos aceptar que apenas si los hemos visto.
Eso es un MP3.
Cuando escuchamos a Pavarotti o a Beethoven en MP3, en realidad estamos escuchando otra cosa: algo que se le parece, pero que no es lo mismo. Simplemente porque allí, en el MP3, faltan sonidos, matices, vibraciones. Escuchamos lo esencial, pero no el generoso esplendor de la totalidad original. Digo, de la totalidad original no de su música escuchada en vivo en un concierto, sino de la registrada en un disco de vinilo.
Con el JPJ fotográfico, el fenómeno es algo distinto. A pesar del enorme esfuerzo de los fabricantes de cámara por emular la calidad de la película negativa o reversible es cada una de sus cámaras, aún no lo logran. Y quizás nunca lo logren. Eso no importa. La industria fotográfica siempre ha estado dispuesta a sacrificar calidad en aras de lograr masividad.
Nunca como ahora los habitantes del planeta hemos dispuesto de tantas cámaras fotográficas como ahora. Y lo peor, sin coste alguno.
Es raro un teléfono celular que no sea capaz de tomar fotografías. Y lo único que tiene que hacer el usuario es sacar su dispositivo y disparar la foto. Nunca como ahora el mundo y la vida humana han sido tan retratadas.
Ahora, ¿qué haremos con ese incalculable número de fotografías? ¿Cuáles de ellas serán seleccionadas por expertos y especialistas para su perpetuidad?
Hoy en día existe una generación de jóvenes que el único formato de reproducción que conocen y aceptan como tal, es el MP3. Para ellos, también la única forma de existencia de una fotografía es en formato JPG.
Así como caraqueño I fue usuario y testigo del carruaje y de los carros a motor, caraqueño II ha sido usuario y testigo de un mundo en el que la música se escuchaba en discos de vinilo o en un Walkman y las fotografías se tomaban en rollos de treinta y seis imágenes cada uno, y de otro en el que tanto para escuchar música o para ver una fotografía, necesitamos al menos de una laptop.
Mientras caraqueño II dispara una y otra vez, casi con furia o irresponsabilidad, su fabulosa Nikon digital, recordará con nostalgia los días en los que el rollito de treinta y seis imágenes lo obligaba a “pensar” cada foto antes de disparar.
Cosas del pasado. De su pasado.
Testigo de dos mundos.
1 comentario:
cuando empece a hacer fotos , use una minolta analogica , me enseño mucho , ahora con 126 fotos en raw siento que tengo millones y bueno por si acaso me queda otro rollo de 252 fotos (sd de 8 gb)
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